Juan Domingo Argüelles
"Agustín Ramos y su sátira del poetastro"
Un narrador, y no un poeta, ha hecho la más aguda sátira del poetastro. En su novela La noche (México, Tusquets, 2007), Agustín Ramos lleva a cabo un ejercicio demoledor al caracterizar, con magistral fidelidad, a tan patético personaje de nuestra cultura "provinciana", entendido por provincianismo no sólo aquello que se produce y desarrolla en la provincia geográfica sino, sobre todo, en las provincias del espíritu.
Poeta de medio pelo, e hidalguense para más señas (pero esto último sólo debería entenderse como un mero accidente, puesto que el personaje es metáfora que amplía su radio de significación), el protagonista de La noche es descrito con conmiseración más que con escarnio: escarnecer a un personaje así es hasta cierto punto gratuito; no hace falta ridiculizarlo; él mismo actúa su caricatura.
El personaje de La noche es uno de los más logrados, literariamente, en la narrativa de Agustín Ramos cuya novela fluye con extraordinaria amenidad, a pesar de que nos deja la sensación de relatar una tragedia y no una bufonada. Hay mucho de tragedia en la tonta obstinación de creer que se es poeta, sin serlo realmente, y asumir esto sin conciencia del ridículo, sin comprensión de lo grotesco del afán.
Kafkianamente, emulando a Gregorio Samsa, el poetastro de La noche se despierta una mañana, luego de un sueño intranquilo, convertido no en un insecto pero sí en un patético ser abandonado que, solo en su casa, no atina a saber si ya despertó o si todavía sigue durmiendo en medio de una pesadilla. Luego de una borrachera, abre los ojos y no encuentra a nadie por ningún lado. Así, la vida le resulta una interminable resaca. Entonces, movido por este ánimo de confusión y de angustia, el poetastro repasa su vida que no es otra cosa que una infortunada cadena de necedades.
Ganador de todos los juegos florales de su pueblo, orador en todos los actos cívicos pueblerinos, dueño del estro más celebrado por politiquillos y caciques, consentido por "musas" cursis y rabonas en virtud de su "ardiente inspiración", hacedor de ridiculeces "líricas" y cantor impetuoso de su tierra y mujerío, el poetastro es retratado con ironía, con un humor más bien ácido y con el fastidio que nos causan la barbaridad y el disparate.
Agustín Ramos ha escrito, y descrito, un magistral esperpento. El protagonista de La noche, "apenas rebasaba los 20 años y ya era cronista oficial". Los políticos lo buscaban para que, con su encendido verbo, enalteciera los méritos de los candidatos, y hasta el mismo presidente del país, en viaje que hace al pueblo hidalguense donde mora el poetastro, se fija en sus grandes dotes de verborrea. Vive de la "poesía" y del gobierno y hasta se da el lujo de vivir "bien". Era "uno de los que más premios había obtenido, si no es que el máximo ganador de rosas de oro y plata en los juegos florales de su municipio"; los trofeos que obtenía, a cada momento, "iban tapizando una pared del estudio... y casi tenía la misma cantidad de rosas que de libros en el librero". Satisfecho, expresa: "La cantidad de premios se explicaba porque casi cada año los obtenía yo. A veces por disuasión de los adversarios advenedizos que llegaban de fuera, por lo general del DF, con ideas dañinas para la esencia poética."
Quizá el mejor precedente literario de esta estrambótica personificación es el que lleva a cabo Juan José Arreola en La feria, cuando describe las sesiones del Ateneo Tzaputlatena, con la visita a Zapotlán del afamado poeta Palinuro, de Guadalajara, y la poetisa Alejandrina, de Tamazula. La referencia que se hace de Palinuro es incomparable: "A todos nos colmó de elogios, diciendo que éramos injustamente desconocidos, pero que muy pronto se encargaría de propalar nuestros méritos. Se refirió a Zapotlán como a la Atenas de Jalisco." Y respecto de la poetisa Alejandrina, que llegó con su libro de versos en la mano, los integrantes del Ateneo de Zapotlán coinciden en afirmar que, al oírla, sentían que "un ángel hablaba por su boca".
En una de sus crónicas ("En favor del poetastro"), Ramón López Velarde se refiere a ese personaje ubicuo de todos los pueblos y lugares que, como "pavo silvestre", derrocha cursilerías oleaginosas. Agustín Ramos, en su nueva novela, amplía, con precisión, ese mismo retrato trazado por López Velarde y por Arreola.