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La alegoría de la caverna
Sócrates reproduce el diálogo sostenido en casa del anciano Céfalo. Iniciado entre éste y Sócrates sobre el tema de la vejez, pronto pasa de este tema al de la justicia, entre Sócrates y Polemarco, hijo de Céfalo. Pero pronto la impetuosa intervención del sofista Trasímaco convierte a éste en el principal interlocutor de Sócrates, hasta la derrota del sofista y final del libro I. A partir del comienzo del libro II, los presentes que van a continuar el diálogo con Sócrates son los dos hermanos de Platón, Glaucón y Adimanto. Pero hacia el primer tercio del libro II, Sócrates propone pasar del tema de la justicia al de la república o del Estado, para leer aquélla en éste como letras mayores escritas en algo mayor (368 d). El tema del Estado toma inmediatamente un sentido y desarrollo genético: origen en las necesidades humanas y formación creciente del Estado hasta la plenitud de la cultura en la clase social de los guardianes del Estado perfecto. Con la aparición de esta clase el desarrollo del tema se hace pedagógico: se trata de determinar la debida educación de estos guardianes. Este desarrollo pedagógico toma en cuenta toda suerte de implicaciones y asociaciones y es como consecuencia muy amplio: ocupa en realidad toda la parte central y mayor del diálogo. Primero, la educación musical -en el sentido lato dado por los griegos a este término (47)- y gímnica: resto del libro II y hasta el principio del IV. Después de una vuelta al tema de la justicia, dentro del más amplio de las cuatro virtudes cardinales en el [149] Estado y en el individuo, en éste en particular en el alma -hasta el final del libro IV-, y de la exposición de la famosa doctrina de la comunidad de las mujeres e hijos entre los guardianes -tres cuartas partes del libro V-, se introduce en la última de este libro, con la tesis de que la realización del Estado perfecto tiene por condición la de que los filósofos reinen o los reyes sean genuinos y competentes filósofos (473 cd), el tema de la filosofía. Se trata de definir y caracterizar al filósofo; de su situación dentro del Estado: la que tiene tradicionalmente y la que debiera tener; de su formación. Y es este retorno al primer plano del tema pedagógico, la superposición a la educación musical y gímnica de la filosófica, lo que trae a Sócrates a dar de la idea filosófica del mundo implicada por la formación filosófica la visión alegórica con que se abre el libro VII. El interlocutor de Sócrates en este momento del diálogo es Glaucón. |
Ahora, continué diciendo, imagínate de la siguiente manera nuestra naturaleza, según que recibe o no la debida educación. Figúrate unos hombres en una habitación subterránea al modo de una caverna, que tenga la entrada vuelta hacia la luz y larga como toda ella. En ella se encuentran desde niños, con las piernas y el cuello atados, teniendo que permanecer en el mismo sitio y no pudiendo ver más que lo que tienen delante, imposibilitados como están por las ataduras de mover la cabeza en torno. La luz de un fuego colocado en lo alto y a lo lejos brilla detrás de ellos. Entre este fuego y los presos hay un camino alto. A lo largo de este camino figúrate levantada una tapia, algo así como las mamparas que ponen delante los titiriteros, frente al público, y por encima de las cuales exhiben los títeres.
Me lo figuro, dijo.
Figúrate, pues, a lo largo de esta tapia hombres llevando cosas de todas clases que sobresalgan de la tapia, y figuras [150] humanas y de animales de piedra y de madera, hechas de todas formas -como es natural, unos hablando, otros callados, los que las llevan y pasan.
Cuadro extravagante pintas, dijo, y extravagantes presos.
Iguales a nosotros, repuse yo. Pues bien, y en primer término, ¿crees que unos presos semejantes pueden haber visto de sí mismos y de los demás otra cosa que sus sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que tienen enfrente?
¿Cómo, dijo, si están forzados a tener la cabeza inmóvil toda su vida?
Y de las cosas que llevan los que pasan ¿no es lo mismo?
¿Qué, si no?
Si, pues, pudiesen conversar unos con otros ¿no piensas que estarían convencidos de hablar de las cosas mismas, al hablar de las sombras que ven?
Forzosamente.
¿Y si la prisión tuviese un eco que saliese de la pared de enfrente de ellos? Cada vez que uno de los que pasan hablase ¿crees que podrían pensar que quien hablaba era otra cosa que la sombra que pasase por la pared?
Por Zeus, no, dijo.
Unos presos semejantes, seguí yo, no podrían en absoluto convencerse de que la verdad fuese nada distinto de las sombras de las cosas.
Con toda necesidad, dijo.
Pues considera, proseguí yo, cuáles serían los efectos de soltarles y librarles de sus ataduras y de la imbecilidad en que se encuentran sumidos, si por obra de naturaleza les acaeciese lo siguiente. Cuando se soltase a uno y se le obligase a ponerse de repente en pie, a mover el cuello, a andar y a levantar la vista hacia la luz, al hacer todo [151] esto sentiría dolores y se sentiría imposibilitado por las vibraciones de la luz para ver las cosas de que veía las sombras un momento antes. ¿Qué crees que diría, si alguien le dijese que un momento antes veía naderías, pero que ahora algo más cerca de la realidad y vuelto hacia las cosas más reales, veía más exactamente? ¿Y si, enseñándole cada una de las cosas que pasan, se le obligase, preguntándole, a responder lo que era? ¿No crees que se encontraría en un callejón sin salida y que estaría convencido de que las cosas que veía un momento antes eran más verdaderas que las que le enseñan ahora?
Mucho más, dijo.
Y si le forzasen a mirar a la luz misma ¿no crees que le dolerían los ojos, y que dando la vuelta huiría hacia aquellas cosas que podía ver, y que estaría convencido de que éstas eran en realidad más claras que las que le enseñaban?
Así es, dijo.
Y si, proseguí, le arrastrasen de allí a la fuerza por la subida ruda y escarpada, y no le soltasen hasta haberle sacado a rastras a la luz del sol, ¿es que no crees que padecería, y que se exasperaría de que le arrastrasen, y que desde que hubiese llegado a la luz tendría los ojos llenos de su resplandor, y no podría ver ni una sola de las cosas que llamamos ahora las verdaderas cosas?
No podría, dijo, al menos en seguida.
Tendría falta, en efecto, de la costumbre, creo yo, si quería ver las cosas de la parte alta. Primero vería con más facilidad las sombras, después las imágenes de los hombres y las de las demás cosas en las aguas, más tarde las cosas mismas, y a partir de aquí contemplaría las cosas del cielo y el cielo mismo de noche, levantando la vista a la [152] luz de las estrellas y de la luna, más fácilmente que de día el sol y su luz.
¿Cómo no?
Por fin, creo yo, sería el sol, no su reflejo en las aguas ni en ninguna otra superficie, sino él mismo, en sí mismo y en su lugar mismo, lo que podría mirar y contemplar como es.
Necesariamente, dijo.
Y después de esto podría ya inferir acerca de él que él era quien traía consigo las estaciones y los años, quien regía todas las cosas del espacio visible y quien era causa en alguna manera de todas aquellas cosas que veían en la caverna.
Evidente, dijo, que vendría a parar en esto después de lo otro.
¿Qué, entonces? ¿No crees que, acordándose de su primera habitación, de la sabiduría que allí reinaba y de los presos con él, se sentiría feliz del cambio y los compadecería?
Y tanto.
En cuanto a los honores y a los elogios, si algunos se tributaban mutuamente, y a las recompensas concedidas al que viese con una vista más aguda las cosas que se pasaban, y al que recordase mejor las que acostumbrasen a desfilar primero, después o a la vez, y por esto fuese más capaz de predecir lo que fuese a suceder, ¿te parece que sentiría afán de ellos y qué tendría celos de los que recibiesen honores y poseyesen el poder entre ellos? ¿O no experimentaría lo que dice Homero, y no querría ciertamente «ser un jornalero y trabajar para otro pobre», y sufrir cualquier cosa, mejor que tener aquellas opiniones y vivir de aquella manera? [153]
Así creo yo, dijo; mejor aceptaría sufrirlo todo que vivir de aquella manera.
Pues piensa todavía esto, proseguí. Si este hombre, bajando de nuevo, se sentase en el mismo asiento, ¿es que no tendría los ojos completamente oscurecidos, volviendo de pronto del sol?
Y tanto, dijo.
Y si tuviese falta de rivalizar en juzgar de nuevo las sombras con los que hubiesen estado presos siempre; en tanto tuviese la vista débil, antes de que los ojos hubiesen recuperado su fuerza -tiempo de acostumbrarse que no sería pequeño- ¿es que no daría risa y no dirían de él que por haber subido arriba volvía habiendo echado a perder los ojos, y que no merece la pena ni siquiera el intentar subir? Y al que se pusiera a soltarlos y a llevarlos arriba, si pudiesen cogerlo en sus manos y matarlo, ¿no lo matarían?
Ciertamente, dijo.
Pues bien, proseguí, esta alegoría, querido Glaucón, debe aplicarse íntegramente a lo dicho antes, comparando el mundo que se percibe por la vista a la prisión y la luz del fuego encendido en ella a la fuerza del sol. Y si tomas la subida y la contemplación de las cosas de la parte alta por la ascensión del alma al espacio inteligible, no te apartarás de lo que yo creo, supuesto que es lo que sientes afán por oír de mí. Dios sabe si será verdad. Mas si he de atenerme a mi parecer, lo que me parece es que en los confines de lo cognoscible está y se ve, con dificultad, la idea del Bien; pero que, vista, hay que concluir que ella es para todos la causa de todas las cosas rectas y bellas; que en lo visible ha engendrado la luz y el señor de ella, y en lo inteligible, ella misma señora, dispensa la verdad y la inteligencia; [154] y que le hace falta verla al que quiere obrar cuerdamente en lo privado y en lo público.
Yo también creo como tú, dijo, al menos hasta donde puedo.
Adelante, pues, proseguí, y cree como yo también esto, es decir, no te admires que los que han llegado allá no quieran ocuparse en las cosas humanas, sino que sus almas se esfuercen por permanecer siempre arriba. Natural, si es una vez más según la alegoría desarrollada.
Y tan natural, dijo.
Pero ¿qué? ¿Crees que es cosa de admiración, proseguí, que viniendo de las divinas visiones a las míseras humanas, se haga mala figura y se parezca ciertamente ridículo, al ser forzado, teniendo aún la vista débil y antes de haberse acostumbrado suficientemente a la presente oscuridad, a litigar en los tribunales o en otra parte, acerca de las sombras de lo justo, o de las imágenes cúyas son las sombras, y a rivalizar acerca de estos temas, en la forma en que puedan ser comprendidos por los que no han visto jamás la justicia misma?
No, no es cosa de admiración, dijo.
Entonces, si los hombres fuesen inteligentes, proseguí, recordarían que es de dos maneras y por dos causas como resultan turbados los ojos, pasando de la luz a la oscuridad y de la oscuridad a la luz. Considerando, pues, que esto mismo le sucede también al alma, al ver a una desconcertada e imposibilitada de divisar algo, no se reirían sin razón, sino que tratarían de averiguar si es que, al volver de una vida más luminosa estaba oscurecida por la falta de costumbre, o por pasar de una mayor ignorancia a la vida más luminosa resultaba llena de vibraciones de la luz más relumbrantes; y entonces, a una la tendrían por feliz de su accidente y de su vida; a la otra, la compadecerían, [155] y si querían reír a costa de ella, la risa sería menos ridícula que el reírse de la que desciende de la luz.
Hablas muy exactamente, dijo.
Y la verdad es, proseguí, que si a la facultad que tiene esta naturaleza se le amputasen desde la misma niñez esas como masas de plomo que entran en el género de lo mudable, que los festines y las voluptuosidades y los placeres de esta índole adhieren a la naturaleza y que hacen al alma dirigir la vista hacia abajo; si despojada de ellas, se la dirigiese hacia la verdad, la misma facultad, en los mismos hombres, vería con toda agudeza aquellas otras cosas, como estas a que se halla vuelta ahora.
Es natural, por lo menos, dijo.
Pero ¿qué? ¿No es natural también, proseguí y necesario por todo lo dicho, que ni los que no han recibido la debida educación y los que no han hecho la experiencia de la verdad gobiernen bien la ciudad, ni aquellos a quienes se ha dejado dedicarse a su educación hasta el fin, los unos porque no tienen en la vida ninguna mira por la que hacer todo cuanto puedan hacer en lo privado y en lo público, los otros porque, a ser voluntariamente, no obrarían, persuadidos de habitar, vivientes aún, en las islas de los Bienaventurados?
Verdad es, dijo.
Obra nuestra, pues, proseguí, de los fundadores, forzar a las mejores naturalezas a dedicarse a la ciencia que hemos dicho antes que es la mejor de todas, a ver el Bien, a hacer aquella subida, y cuando, después de haber subido, hayan visto bastante, no permitirles lo que se les permite ahora.
¿Qué?
El quedarse allá, proseguí, y no querer bajar de nuevo [156] con los presos, ni participar de sus fatigas y sus honores, más mezquinos o más valiosos.
Les diremos, en efecto, que los así formados en las otras ciudades no participan, fundadamente, en las fatigas de ellas, porque se forman por sí mismos, a pesar del régimen de cada una, y el que se ha hecho a sí mismo, y a nadie debe su sustento, tiene derecho a no querer pagar a nadie lo que le ha sustentado. Pero a vosotros os hemos formado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad, como a los jefes y reyes de las colmenas, mejor y más acabadamente educados que aquellos y más capaces de participar de ambas cosas. Es menester, pues, bajar, cada cual a su vez, a la común habitación de los demás, y es menester costumbrarse a contemplar las cosas oscuras; porque, acostumbrados, veréis mil veces mejor que los de allí, y conoceréis cada una de las imágenes, qué sea y de qué, por haber visto la verdad acerca de las cosas bellas, justas y buenas. Y así la ciudad habitará, para nosotros y para vosotros, un suelo y no un sueño, como ahora habitan las más, porque luchan por una sombra unos contra otros y se sublevan por el mando, como si fuese un gran bien. Pero la verdad es que la ciudad en que menos ávidos del gobierno sean los llamados a gobernar será la mejor administrada y con menos sublevaciones, por necesidad; y la que tenga los gobernantes contrarios, al contrario.
República, Libro VII, 514 a/ 520 d. [157]
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