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“No conviene pensar en los hombres en función de su bajeza… Una multitud a la que se obliga a vivir bajamente, no es propensa a mirar hacia lo alto. Desde hace cuatrocientos años, ¿quiénes tienen “cuidado de estas almas”, como ustedes dirían? Si no les enseñaran de tal modo a odiar, quizá aprenderían mejor el amor, ¿no?”
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Los guardias civiles ocupaban la plaza de Cataluña. Barcelona nocturna estaba llena de cantos, de gritos y de tiros de fusil. Civiles armados, burgueses, obreros, soldados, guardias de asalto pasaban en la luz de la cervecería; instalados en todas las mesas, los guardias bebían.
El coronel Jiménez bebía también en un saloncito del primer piso transformado en puesto de comando. Controlaba todo el barrio; desde hacía algunas horas, muchos jefes de grupos venían a pedirle instrucciones.
Puig entró. Llevaba ahora una chaqueta de cuero y un gran revólver, atuendo que no dejaba de ser romántico bajo su turbante sucio y ensangrentado. Parecía aún más pequeño y más ancho.
-¿Dónde somos más útiles? -preguntó-. Tengo un millar de hombres.
-En ninguna parte. Por el momento, todo anda bien. Van a tratar de salir de los cuarteles, de Atarazanas, a lo menos. Lo mejor es que usted espere media hora; no es inútil ahora tener su reserva además de las mías. Parecen vencedores en Sevilla, Burgos, Segovia y Palma, sin hablar de Marruecos. Pero aquí serán vencidos.
-¿Qué hace usted de los soldados prisioneros?
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El anarquista estaba tan cómodo como si hubieran combatido juntos desde hace un mes, señalando por su actitud que venía a pedir consejo, y no a recibir órdenes. Jiménez conocía sus rasgos por haber examinado muchas veces su ficha antropométrica; estaba asombrado por su pequeña estatura de corsario rechoncho. Aunque Puig fuera un jefe de segundo orden, le intrigaba más que los otros a causa de la ayuda que había prestado a los niños de Zaragoza.
-Las instrucciones del Gobierno son desarmar a los soldados y ponerlos en libertad -dijo el coronel- Los oficiales habrán de comparecer ante el consejo de la guerra.
EL CORAZÓN DICE: “NO DEJES DE IR…”
“¿Era usted el que estaba en el Cadillac que permitió tomar los cañones, ¿verdad?”
Puig recordaba haber visto, al fondo de la calle, los tricornios de la guardia civil que pasaban con las gorras de plato de la guardia de asalto…
-Sí.
-Estuvo bien. Porque si hubieran llegado aquí con el cañón, todo habría cambiado quizá.
-Usted tuvo suerte cuando atravesó la plaza…
El coronel, que amaba frenéticamente España, le estaba reconocido al anarquista, no por su cumplimiento, sino por demostrar ese estilo de que tantos españoles son capaces y de responder como lo hubiera hecho un capitán de Carlos V. Porque estaba claro que, por “suerte”, quería decir “valor”.
-Tuve miedo -decía Puig- de no llegar hasta el cañón. Vivo o muerto, pero hasta el cañón. Y usted, ¿qué pensaba?
Jiménez sonrió. Estaba sin sombrero, con su pelo blanco cortado al rape que hacía pensar en el plumón de un pato. Así lo apodaban a causa de sus ojitos muy negros y de su nariz en forma de espátula.
-En esos casos, las piernas dicen: “Vamos, ¡qué estás haciendo, idiota!” Sobre todo la que cojea.
Cerró un ojo y levantó el índice:
-Pero el corazón dice: “No dejes de ir…” Nunca había visto las balas rebotar como las gotas de un chaparrón. Desde lo alto, se confunde fácilmente a un hombre con su sombra, lo que disminuye la eficacia del tiro.
-El ataque era bueno -dijo Puig con envidia.
-Sí, sus hombres saben batirse, pero no saben combatir.
Por debajo de ellos, en la acera, pasaban camillas vacías manchadas de sangre.
-Saben batirse -dijo Puig.
Vendedoras de flores habían echado sus claveles al paso de las camillas, y las flores blancas resaltaban en ellas junto a las manchas.
-En la cárcel -dijo Puig- no me imaginaba que hubiera tanta fraternidad.
Al oír la palabra cárcel, Jiménez tuvo conciencia de que él, coronel de la guardia civil de Barcelona, estaba bebiendo con uno de los jefes anrquistas, y sonrió de nuevo. Todos esos jefes de los grupos extremistas habían sido valientes, y muchos estaban heridos o muertos. Para Jiménez, como para Puig, el valor era también una patria.
DIOS NO ENTRA EN EL JUEGO DE LOS HOMBRES
Como había sido llamada en auxilio por el jadeo de las sirenas, Barcelona incendiaba aquella noche todas sus iglesias. Jiménez miraba las enormes fogatas granate, iluminadas desde abajo, que afluían por encima de la plaza de Cataluña, se puso de pie y se persignó. No ostensiblemente, como si hubiera querido confesar su fe: sino como si estuviera solo.
-¿Conoce usted la teosofía? -preguntó Puig.
Ante la puerta del hotel, se agitaban periodistas que ellos no veían, hablaban de la neutralidad del clero español, o de los monjes de Zaragoza que mataban a golpes de crucifijo a los soldados de Napoleón. Sus voces subían, muy claras en la noche, a pesar de las detonaciones y de los gritos lejanos.
-¡Vaya! -masculló Jiménez, sin dejar de mirar la humareda-, Dios no está hecho para que lo hagan entrar en el juego de los hombres, como quien pone un copón en el bolsillo de un ladrón.
-¿Por quiénes han oído hablar de Dios los obreros de Barcelona? Por aquellos que predicaban en su nombre las virtudes de la represión de Asturias, ¿no?
-¡Eh!, por las únicas cosas que un hombre oye hablar verdaderamente en su vida: la infancia, la muerte, el valor… ¡No por los discursos de los hombres! Supongamos que la Iglesia de España no sea ya digna de su tarea. ¿En qué los asesinos que lo invocan a usted -y no son pocos- le impiden a usted continuar su tarea? No conviene pensar en los hombres en función de su bajeza…
-Una multitud a la que se obliga a vivir bajamente, no es propensa a mirar hacia lo alto. Desde hace cuatrocientos años, ¿quiénes tienen “cuidado de estas almas”, como ustedes dirían? Si no les enseñaran de tal modo a odiar, quizá aprenderían mejor el amor, ¿no?
EN LOS DEFENSORES DE HERMOSAS CAUSAS, SIEMPRE HAY UN DEJE DE TRISTEZA
Jiménez miró las llamas lejanas:
-¿Ha mirado usted los retratos o las caras de los hombres que han defendido las más hermosas causas? Deberían ser alegres o serenos, a lo menos… La primera impresión que dan siempre es de tristeza…
-Los sacerdotes es una cosa, y el corazón es otra. Sobre eso yo no puedo entenderme con usted. Tengo la costumbre de hablar, y no soy ignorante, soy tipógrafo. Pero hay de por medio otra cosa: he hablado a menudo con escritores, en la imprenta; era como con usted: yo le hablaría de los curas, usted me hablaría de Santa Teresa. Yo le hablaría del catecismo, usted me hablaría de… ¿de quién podría ser?… de Santo Tomás de Aquino.
-El catecismo tiene para mí más importancia que Santo Tomás.
-Su catecismo y el mío no es el mismo: nuestras vidas son demasiado diferentes. A los veinticinco años he releído el catecismo: lo había encontrado aquí, en el arroyo (es una historia moral). No se enseña a tender la otra mejilla a gente que desde hace dos mil años no ha recibido sino bofetadas.
Puig turbaba a Jiménez porque la inteligencia y la tontería estaban en él repartidas en muy otra forma que en las personas que tenía por costumbre tratar.
¿Y CRISTO? EL ÚNICO ANARQUISTA QUE HA TRIUNFADO…
Los últimos clientes, salidos de los armarios, de los excusados, de los sótanos y de los desvanes donde los habían encerrado los fascistas, aparecían con el reflejo anaranjado del incendio en sus rostros estupefactos. Las nubes de humo se hacían cada vez más espesas, y el olor del fuego era tan fuerte como si el mismo hotel hubiera sido incendiado.
-El clero, oigame: en primer lugar, no me gusta la gente que habla y que no hace nada. Soy de otro raza. Pero soy también de la misma, y es por eso que los detesto. No se enseña a los pobres, no se enseña a los obreros a aceptar la represión de Asturias. Y que lo hagan en nombre… en nombre del amor, no, eso es lo más asqueroso. Mis amigos dicen: ¡recua de idiotas, haríais mejor en quemar los Bancos! Pero yo digo: no. Que un burgués haga lo que hace, es natural. Que lo hagan ellos, los sacerdotes, no. Iglesias que han aprobado los treinta mil arrestos, las torturas y todo lo demás, está bien que las quemen. Salvo por las obras de arte: a ésas hay que guardarlas para el pueblo. La catedral no arde.
-¿Y Cristo?
-Es un anarquista que ha triunfado. El único. Y a propósito de los curas, le diré una cosa que usted no comprenderá bien, acaso, porque no ha sido pobre. Odio a un hombre que quiere perdonarme por haber hecho lo mejor que he hecho.
Lo miró esta vez fijamente, casi como a un adversario:
-No quiero que me perdonen.
* * *
ANDRÉ MALRAUX, La esperanza, 1937. Edhasa, 1978. FD, 01/11/2006.
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