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El amigo
Paciencia
Guy de Maupassant
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Max Ernst, collage para Una semana con Sade
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Críticos y estudiosos
coinciden en que es un clásico, pero no abundan en otros juicios.
Existe como un velado o doloroso pudor alrededor del escritor. Provenía
de familia de alcurnia venida a menos, y trabajó en los ministerios de
Marina y de Educación por varios años, hasta que se dedicó por completo
a escribir. Contemporáneo de Chéjov, Mauppassant escribió más de
trescientos cuentos en todos los géneros, la mayoría publicados en los
periódicos Gil Blas y Le Gaulois. Familiar y
discípulo de Flaubert, por su conducto trabó amistad con Turguéniev y
Zola. Autor también de varias novelas, sus cuentos constituyen la parte
más significativa de su obra y son muchos los atributos de su
literatura, en la que domina la ironía y cierto pesimismo. Tuvo una
vida breve y brillante. Su hermano Hervé murió en un manicomio y el
mismo Guy intentó suicidarse en 1892. Su muerte fue atroz, pero antes
padeció los estragos de la cruel enfermedad (sífilis) que lo abatió. En
julio próximo se cumplirán ciento veinte años de su muerte. El cuento
pertenece a una especie que usualmente envejece temprano. “El amigo
Paciencia”,
sin embargo, conserva todos los elementos que lo mantienen actual y
bien puede ser uno de los más representativos de Mauppassant.
L.A.
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El amigo Paciencia
¿Sabes qué fue de Leremy?
Es capitán en el 6º de Dragones.
¿Y Pinson?
Subprefecto.
¿Racollet?
Murió.
Buscamos otros nombres que recordasen nuestra
juventud, calados con quepí y galones de oro. A poco, habíamos repasado
a varios camaradas barbudos, calvos, casados, padres de varios niños y
esos recuerdos nos produjeron escalofríos desagradables, mostrándonos
qué corta es la vida, cómo todo pasa, cómo cambia todo.
Continúa mi amigo, ¿y Paciencia, el gordo Paciencia?
Emití una especie de rugido.
¡Ah! Paciencia... Escucha esto... Hace cosa de
cuatro o cinco años me hallaba en Limoges, en un viaje de inspección.
Aguardaba la hora de cenar sentado en el gran café de la plaza del
Teatro y me aburría sin remedio. Los comerciantes entraban en grupitos
de dos, de tres o cuatro, bebían ajenjo o vermut, conversaban en voz
alta de sus asuntos y de los ajenos y reían ruidosamente o bajaban el
tono para comunicarse las cuestiones importantes y delicadas.
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Me preguntaba qué iba hacer después de la cena,
meditando en la noche interminable de aquella ciudad provinciana, en el
paseo moroso y lúgubre a través de calles desconocidas, en la tristeza
abrumadora que se contagia al viajero solitario por esos transeúntes
extraños en todo y por todo, desde su chaqueta ridícula, el sombrero y
los pantalones, hasta los hábitos y su acento. Una tristeza que emanaba
también de las casas, de las tiendas, de los coches de formas
singulares, de los ruidos ordinarios a los que no se está acostumbrado.
Tristeza agobiante que hace apresurar el paso, como si uno se hallara
extraviado en un país peligroso y opresor, que hace desear la vuelta al
hotel, al detestable hotel cuyas habitaciones resguardan mil olores
sospechosos y cuya cama levanta dudas, en tanto que el lavabo conserva
cabello adherido en el fondo.
Pensaba en todo aquello mientras veía alumbrar las
lámparas de gas, sintiendo cómo aumentaba mi angustia solitaria con la
caída de las sombras. ¿Qué haría después de cenar? Estaba solo,
lamentablemente solo.
Un hombre enorme vino a sentarse a la mesa vecina y ordenó con voz formidable:
¡Mesero, mi bíter!
El mi de la frase resonó como un cañonazo.
Comprendí enseguida que todo era suyo, muy suyo y de nadie más, que
tenía su carácter, su nombre, su apetito, su pantalón, su no
importa qué de modo particular, absoluto, más pleno que cualquiera.
Después miró a su alrededor con aire satisfecho. Le sirvieron su bíter y
dijo:
¡Mi periódico!
Me pregunté cuál podía ser su diario. El título,
ciertamente, me revelaría su opinión, sus teorías, sus principios, sus
caprichos y sus ingenuidades.
El mozo le aportó Le Temps y me quedé sorprendido. ¿Por qué Le Temps?,
un diario grave, gris, doctrinario, equilibrado. Pensé entonces que
debía tratarse de un hombre prudente, de hábitos serios y costumbres
regulares, un buen burgués, pues.
Montó en su nariz unos anteojos dorados, se echó
hacia atrás y antes de comenzar a leer, lanzó una nueva ojeada a su
alrededor. Al advertir mi presencia se puso a observarme con una
persistencia embarazosa y molesta. Iba a preguntarle el motivo de tanta
atención cuando me grita desde su lugar:
¡Caramba! Si es Gontran Lardois.
Sí señor, le respondí, no se equivoca usted.
Entonces él se levanta bruscamente y se dirige hacia mí con los brazos extendidos.
¡Ah, viejo amigo! ¿Cómo te va?
Me quedé sorprendido porque no lo reconocía en absoluto. Sólo balbuceé, bien...bien...y usted...
Él se echó a reír. Parece que no me reconoces, dijo.
No, la verdad... no obstante... me parece...
Entonces me toca el hombro y dice, vamos, no más bromas. Soy Paciencia, Robert Paciencia, tu colega y camarada.
Así como lo recordé. Claro, Robert Paciencia, mi
compañero de la escuela. Era eso. Estreché la mano que me tendía. ¿Y
cómo estás tú?, dije.
Yo, de lujo, respondió. Su sonrisa proclamaba el éxito. Y me pregunta, ¿qué haces aquí?
Le expliqué que era inspector de finanzas y estaba de gira. Él, señalando mi condecoración dijo, te ha ido bien.
No mal, ¿y a ti?, respondí.
¿Yo?, bastante bien
¿A qué te dedicas?
A los negocios.
¿Te va bien?
Muy bien, soy rico. ¿Por qué no vienes a almorzar? En la Calle del Gallo que canta núm. 17. Así conocerás mi negocio.
Por un segundo pareció dudar y luego dijo: ¿sigues siendo como antes?
Creo que sí, respondí.
¿Soltero, no?
Así es.
Magnífico. ¿Y todavía te gusta la fiesta y la parranda? Me empezó a parecer deplorablemente vulgar, pero le respondí.
Sí, claro.
¿Y las damas?
Eso de contado.
Se ech2ó a reír, con una risa de satisfacción.
Tanto mejor, tanto mejor, dijo. ¿Recuerdas nuestra primera parranda en
Burdeos, cuando cenamos en aquel cafetín, el Rupie? ¡Qué noche aquella!
Max Ernst, collage para Una semana con Sade
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Yo recordaba, en efecto, aquella parranda y ese
recuerdo me regocijó. Entonces se arremolinaron otros recuerdos.
Algunos como aquella ocasión cuando encerramos al prefecto en la cava
de nuestro amigo Latoque.
Él reía golpeando la mesa con el dedo, e insistía.
Sí...sí...sí... ¿Recuerdas le cara del maestro de geografía, el señor
Marin, cuando lanzamos un petardo en el mapamundi al momento en que
peroraba sobre los mayores volcanes del mundo?
Pero de repente le pregunté: ¿y tú estás casado?
Hace diez años, mi amigo, dijo gritando. Tengo cuatro hijos, unas criaturas hermosas. Ya los verás, igual que a su madre.
Conversábamos en voz alta y los vecinos nos
observaban con extrañeza. De pronto mi amigo mira la hora en su reloj,
un cronómetro enorme como una calabaza y dice: caramba, lo lamento,
pero debo dejarte. De noche no soy hombre libre.
Se levanta, me toma de ambas manos, las sacude como
si quisiera arrancarme los brazos y dice: hasta mañana a mediodía
entonces, ¿de acuerdo? De acuerdo, dije.
Pasé toda la mañana con el tesorero. Quiso
retenerme para almorzar, pero le dije que tenía un compromiso en casa
de un amigo. Me acompañó a la salida, y le pregunté: ¿sabe usted dónde
está la calle del Gallo que canta? Claro, dice. A sólo cinco minutos de
aquí. Como no tengo nada que hacer, lo guiaré. Y nos echamos a andar.
Arribamos pronto a la calle. Era amplia y hermosa,
en los límites de la ciudad y la campiña. Mirando las casas advertí el
número 17. Era una especie de hotel con jardín en la parte posterior.
La fachada, adornada con frescos al estilo italiano, me pareció de mal
gusto. Lucía diosas reclinadas en las vitrinas y otras cuyas secretas
bellezas ocultaba una nubosidad. Dos encantos de piedra contenían el
número.
Aquí es, le dije al tesorero, y le tendí la mano
para despedirme. El hizo un gesto brusco y singular, pero nada dijo y
estrechó la mano que le presenté. Toqué, y cuando apareció una criada
le pregunté por el señor Paciencia.
Sí señor, ¿desea usted hablar con él?
Por favor.
El vestíbulo estaba igualmente adornado con
pinturas a pincel por algún artista del lugar. Los Pablos y las
Virginias se abrazaban bajo las palmeras diluidas en una luminosidad
rosada. Un farol oriental repulsivo pendía del plafón. Varias puertas
estaban encubiertas con cortinajes brillantes.
Pero lo que me abrumó sobre todo fue el olor, un
olor repugnante y perfumado que hacía recordar los polvos de arroz y la
humedad de las cuevas. Un olor indefinible en una atmósfera pesada,
agobiante como la de los hornos. Siguiendo a la criada subí una
escalera de marfil cubierta con un tapiz oriental y fui conducido a un
suntuoso salón. Al quedarme a solas me puse a observar a mi alrededor.
El salón estaba ricamente amueblado, pero con las
pretensiones de un advenedizo. Los grabados del siglo pasado, hermosos
por lo demás, representaban a mujeres encopetadas y semidesnudas
sorprendidas por caballeros galantes en posturas interesantes. Una dama
recostada en una gran cama desordenada retozaba su pie en un perrito
envuelto entre las sábanas. Otra resistía complaciente a su amante con
la mano sostenida bajo la falda. Un dibujo mostraba cuatro pies cuyos
cuerpos se adivinaban ocultos tras de una cortina. El vasto salón,
repleto de divanes mullidos, estaba impregnado enteramente de aquel
olor enervante y soso que advertí al entrar. Algo sospechoso se
desprendía de los muros, de los muebles, de la suntuosidad, de todo.
Me acerqué a la ventana para observar el jardín
arbolado. Era grande, sombreado, magnífico. Un amplio sendero de césped
se contorneaba al lado de una corriente de agua, entraba en los
macizos y reaparecía más adelante. De repente, en el fondo, emergieron
del bosquecillo tres mujeres. Marchaban despacio tomadas del brazo,
ataviadas con largas batas blancas cubiertas de encajes. Dos eran rubias
y morena la otra. Se adentraron entre los árboles. Me quedé inmóvil,
sobrecogido por aquella breve y encantadora visión que me hizo pensar
en todo un mundo poético. Se habían mostrado apenas, bajo una luz
precisa en el follaje de aquel rincón secreto y delicioso del jardín. Me
hicieron evocar de golpe a las bellas damas del siglo pasado errando
bajo las arboledas, mujeres hermosas cuyos amores ligeros reproducían
los grabados galantes del salón. Y pensé en el tiempo feliz, pleno,
espiritual e ingenuo, cuando las costumbres eran delicadas y fáciles
los labios...
Una voz grave me hizo estremecer. Había entrado
Paciencia y radiante me tendía las manos. Me miraba con una mirada
profunda y el aire socarrón propio de las confidencias amorosas. Con un
ademán amplio y circular –un gesto napoleónico– me mostró el salón
suntuoso, el jardín, a las tres damas que se asomaban de nuevo y luego,
con voz triunfante y llena de orgullo, dijo:
Quién diría que empecé casi sin nada... sólo con mi esposa y mi cuñada
Traducción y nota de Leandro Arellano
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