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jueves, 2 de mayo de 2013

GUY DE MAUPASSANT: Cuento, "El Amigo Paciencia".


copiado de http://www.jornada.unam.mx/2013/04/28/sem-guy.html

Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de abril de 2013 Num: 947

 
El amigo
Paciencia
Guy de Maupassant

Max Ernst, collage para Una semana con Sade
Críticos y estudiosos coinciden en que es un clásico, pero no abundan en otros juicios. Existe como un velado o doloroso pudor alrededor del escritor. Provenía de familia de alcurnia venida a menos, y trabajó en los ministerios de Marina y de Educación por varios años, hasta que se dedicó por completo a escribir. Contemporáneo de Chéjov, Mauppassant escribió más de trescientos cuentos en todos los géneros, la mayoría publicados en los periódicos Gil Blas y Le Gaulois. Familiar y discípulo de Flaubert, por su conducto trabó amistad con Turguéniev y Zola. Autor también de varias novelas, sus cuentos constituyen la parte más significativa de su obra y son muchos los atributos de su literatura, en la que domina la ironía y cierto pesimismo. Tuvo una vida breve y brillante. Su hermano Hervé murió en un manicomio y el mismo Guy intentó suicidarse en 1892. Su muerte fue atroz, pero antes padeció los estragos de la cruel enfermedad (sífilis) que lo abatió. En julio próximo se cumplirán ciento veinte años de su muerte. El cuento pertenece a una especie que usualmente envejece temprano. “El amigo Paciencia”,
sin embargo, conserva todos los elementos que lo mantienen actual y bien puede ser uno de los más representativos de Mauppassant.
L.A.
El amigo Paciencia
¿Sabes qué fue de Leremy?
Es capitán en el 6º de Dragones.
¿Y Pinson?
Subprefecto.
¿Racollet?
Murió.
Buscamos otros nombres que recordasen nuestra juventud, calados con quepí y galones de oro. A poco, habíamos repasado a varios camaradas barbudos, calvos, casados, padres de varios niños y esos recuerdos nos produjeron escalofríos desagradables, mostrándonos qué corta es la vida, cómo todo pasa, cómo cambia todo.
Continúa mi amigo, ¿y Paciencia, el gordo Paciencia? 
Emití una especie de rugido.
¡Ah! Paciencia... Escucha esto... Hace cosa de cuatro o cinco años me hallaba en Limoges, en un viaje de inspección. Aguardaba la hora de cenar sentado en el gran café de la plaza del Teatro y me aburría sin remedio. Los comerciantes entraban en grupitos de dos, de tres o cuatro, bebían ajenjo o vermut, conversaban en voz alta de sus asuntos y de los ajenos y reían ruidosamente o bajaban el tono para comunicarse las cuestiones importantes y delicadas.

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Me preguntaba qué iba hacer después de la cena, meditando en la noche interminable de aquella ciudad provinciana, en el paseo moroso y lúgubre a través de calles desconocidas, en la tristeza abrumadora que se contagia al viajero solitario por esos transeúntes extraños en todo y por todo, desde su chaqueta ridícula, el sombrero y los pantalones, hasta los hábitos y su acento. Una tristeza que emanaba también de las casas, de las tiendas, de los coches de formas singulares, de los ruidos ordinarios a los que no se está acostumbrado. Tristeza agobiante que hace apresurar el paso, como si uno se hallara extraviado en un país peligroso y opresor, que hace desear la vuelta al hotel, al detestable hotel cuyas habitaciones resguardan mil olores sospechosos y cuya cama levanta dudas, en tanto que el lavabo conserva cabello adherido en el fondo.
Pensaba en todo aquello mientras veía alumbrar las lámparas de gas, sintiendo cómo aumentaba mi angustia solitaria con la caída de las sombras. ¿Qué haría después de cenar? Estaba solo, lamentablemente solo.
Un hombre enorme vino a sentarse a la mesa vecina y ordenó con voz formidable:
¡Mesero, mi bíter!
El mi de la frase resonó como un cañonazo. Comprendí enseguida que todo era suyo, muy suyo y de nadie más, que tenía su carácter, su nombre, su apetito, su pantalón, su no importa qué de modo particular, absoluto, más pleno que cualquiera. Después miró a su alrededor con aire satisfecho. Le sirvieron su bíter y dijo:
¡Mi periódico!
Me pregunté cuál podía ser su diario. El título, ciertamente, me revelaría su opinión, sus teorías, sus principios, sus caprichos y sus ingenuidades.
El mozo le aportó Le Temps y me quedé sorprendido. ¿Por qué Le Temps?, un diario grave, gris, doctrinario, equilibrado. Pensé entonces que debía tratarse de un hombre prudente, de hábitos serios y costumbres regulares, un buen burgués, pues.
Montó en su nariz unos anteojos dorados, se echó hacia atrás y antes de comenzar a leer, lanzó una nueva ojeada a su alrededor. Al advertir mi presencia se puso a observarme con una persistencia embarazosa y molesta. Iba a preguntarle el motivo de tanta atención cuando me grita desde su lugar:   
¡Caramba! Si es Gontran Lardois.
Sí señor, le respondí, no se equivoca usted.
Entonces él se levanta bruscamente y se dirige hacia mí con los brazos extendidos.
¡Ah, viejo amigo! ¿Cómo te va?
Me quedé sorprendido porque no lo reconocía en absoluto. Sólo balbuceé, bien...bien...y usted...
Él se echó a reír. Parece que no me reconoces, dijo.
No, la verdad... no obstante... me parece...
Entonces me toca el hombro y dice, vamos, no más bromas. Soy Paciencia, Robert Paciencia, tu colega y camarada.
Así como lo recordé. Claro, Robert Paciencia, mi compañero de la escuela. Era eso. Estreché la mano que me tendía. ¿Y cómo estás tú?, dije.
Yo, de lujo, respondió. Su sonrisa proclamaba el éxito. Y me pregunta, ¿qué haces aquí?
Le expliqué que era inspector de finanzas y estaba de gira. Él, señalando mi condecoración dijo, te ha ido bien.
No mal, ¿y a ti?, respondí.
¿Yo?, bastante bien
¿A qué te dedicas?
A los negocios.
¿Te va bien?
Muy bien, soy rico. ¿Por qué no vienes a almorzar? En la Calle del Gallo que canta núm. 17. Así conocerás mi negocio.
Por un segundo pareció dudar y luego dijo: ¿sigues siendo como antes?
Creo que sí, respondí.
¿Soltero, no?
Así es.
Magnífico. ¿Y todavía te gusta la fiesta y la parranda? Me empezó a parecer deplorablemente vulgar, pero le respondí.
Sí, claro.
¿Y las damas?
Eso de contado.
Se ech2ó a reír, con una risa de satisfacción. Tanto mejor, tanto mejor, dijo. ¿Recuerdas nuestra primera parranda en Burdeos, cuando cenamos en aquel cafetín, el Rupie? ¡Qué noche aquella!

Max Ernst, collage para Una semana con Sade
Yo recordaba, en efecto, aquella parranda y ese recuerdo me regocijó. Entonces se arremolinaron otros recuerdos. Algunos como aquella ocasión cuando encerramos al prefecto en la cava de nuestro amigo Latoque.
Él reía golpeando la mesa con el dedo, e insistía. Sí...sí...sí... ¿Recuerdas le cara del maestro de geografía, el señor Marin, cuando lanzamos un petardo en el mapamundi al momento en que peroraba sobre los mayores volcanes del mundo?
Pero de repente le pregunté: ¿y tú estás casado?   
Hace diez años, mi amigo, dijo gritando. Tengo cuatro hijos, unas criaturas hermosas. Ya los verás, igual que a su madre.
Conversábamos en voz alta y los vecinos nos observaban con extrañeza. De pronto mi amigo mira la hora en su reloj, un cronómetro enorme como una calabaza y dice: caramba, lo lamento, pero debo dejarte. De noche no soy hombre libre.
Se levanta, me toma de ambas manos, las sacude como si quisiera arrancarme los brazos y dice: hasta mañana a mediodía entonces, ¿de acuerdo? De acuerdo, dije.
Pasé toda la mañana con el tesorero. Quiso retenerme para almorzar, pero le dije que tenía un compromiso en casa de un amigo. Me acompañó a la salida, y le pregunté: ¿sabe usted dónde está la calle del Gallo que canta? Claro, dice. A sólo cinco minutos de aquí. Como no tengo nada que hacer, lo guiaré. Y nos echamos a andar.
Arribamos pronto a la calle. Era amplia y hermosa, en los límites de la ciudad y la campiña. Mirando las casas advertí el número 17. Era una especie de hotel con jardín en la parte posterior. La fachada, adornada con frescos al estilo italiano, me pareció de mal gusto. Lucía diosas reclinadas en las vitrinas y otras cuyas secretas bellezas ocultaba una nubosidad. Dos encantos de piedra contenían el número.
Aquí es, le dije al tesorero, y le tendí la mano para despedirme. El hizo un gesto brusco y singular, pero nada dijo y estrechó la mano que le presenté. Toqué, y cuando apareció una criada le pregunté por el señor Paciencia.
Sí señor, ¿desea usted hablar con él?
Por favor.
El vestíbulo estaba igualmente adornado con pinturas a pincel por algún artista del lugar. Los Pablos y las Virginias se abrazaban bajo las palmeras diluidas en una luminosidad rosada. Un farol oriental repulsivo pendía del plafón. Varias puertas estaban encubiertas con cortinajes brillantes.
Pero lo que me abrumó sobre todo fue el olor, un olor repugnante y perfumado que hacía recordar los polvos de arroz y la humedad de las cuevas. Un olor indefinible en una atmósfera pesada, agobiante como la de los hornos. Siguiendo a la criada subí una escalera de marfil cubierta con un tapiz oriental y fui conducido a un suntuoso salón. Al quedarme a solas me puse a observar a mi alrededor.
El salón estaba ricamente amueblado, pero con las pretensiones de un advenedizo. Los grabados del siglo pasado, hermosos por lo demás, representaban a mujeres encopetadas y semidesnudas sorprendidas por caballeros galantes en posturas interesantes. Una dama recostada en una gran cama desordenada retozaba su pie en un perrito envuelto entre las sábanas. Otra resistía complaciente a su amante con la mano sostenida bajo la falda. Un dibujo mostraba cuatro pies cuyos cuerpos se adivinaban ocultos tras de una cortina. El vasto salón, repleto de divanes mullidos, estaba impregnado enteramente de aquel olor enervante y soso que advertí al entrar. Algo sospechoso se desprendía de los muros, de los muebles, de la suntuosidad, de todo.
Me acerqué a la ventana para observar el jardín arbolado. Era grande, sombreado, magnífico. Un amplio sendero de césped se contorneaba al lado de una corriente de agua, entraba en los macizos y reaparecía más adelante. De repente, en el fondo, emergieron del bosquecillo tres mujeres. Marchaban despacio tomadas del brazo, ataviadas con largas batas blancas cubiertas de encajes. Dos eran rubias y morena la otra. Se adentraron entre los árboles. Me quedé inmóvil, sobrecogido por aquella breve y encantadora visión que me hizo pensar en todo un mundo poético. Se habían mostrado apenas, bajo una luz precisa en el follaje de aquel rincón secreto y delicioso del jardín. Me hicieron evocar de golpe a las bellas damas del siglo pasado errando bajo las arboledas, mujeres hermosas cuyos amores ligeros reproducían los grabados galantes del salón. Y pensé en el tiempo feliz, pleno, espiritual e ingenuo, cuando las costumbres eran delicadas y fáciles los labios...
Una voz grave me hizo estremecer. Había entrado Paciencia y radiante me tendía las manos. Me miraba con una mirada profunda y el aire socarrón propio de las confidencias amorosas. Con un ademán amplio y circular –un gesto napoleónico– me mostró el salón suntuoso, el jardín, a las tres damas que se asomaban de nuevo y luego, con voz triunfante y llena de orgullo, dijo:
Quién diría que empecé casi sin nada... sólo con mi esposa y mi cuñada
Traducción y nota de Leandro Arellano

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