El PRD y los otros
Posiblemente el PRD sea el último de los partidos grandes del país en el que haya todavía alguna capacidad para escuchar lo que mucha gente de la calle piensa acerca de él en particular y, en general, de todos los partidos: que está lleno de rateros, de corruptos y de oportunistas; que sus dirigentes prometen una cosa y antes de una semana hacen la contraria; que el rescate de México y el bienestar de la población están sólo en el papel mojado de los estatutos, pero que en la práctica lo único que importa es llegar a la diputación, a la senaduría, a la gubernatura o a la dirección general de algo, de cualquier cosa; que sólo se acuerda de los ciudadanos cuando va a haber elecciones o cuando hay que hacer un mitin; que el partido no va a cambiar nunca el régimen porque sus dirigentes se encuentran entre los beneficiarios de él.
Tal vez existan, en el interior del partido del sol azteca, algunas orejas dispuestas a escuchar estos juicios que algo tienen de hipérbole y de caricatura y que no son clamor, sino rumor sordo, exasperado y desarticulado en una población cada vez más harta de ser ciudadanía, un título cuyo refrendo anual le cuesta miles de millones de pesos. A fin de cuentas, todavía quedan en ese partido algunos o muchos que recuerdan los tiempos en los que para propugnar la transformación del país no se necesitaba de camionetas de 300 mil pesos, choferes para el cónyuge y los hijos, viajes a Europa y seguro médico con aplicación en Houston, todo ello pagado por el erario. Quedan los que no tenían problema en declinar a la competencia por candidaturas porque estaban conscientes de sus limitaciones personales y tenían disposición para reconocer las aptitudes de otros compañeros. Quedan los que abominaban de la grilla en las oficinas y preferían ir a hacer trabajo directo en los sindicatos, en las colonias, en los ejidos.
El PRI escuchó durante cuatro décadas reclamos semejantes, y más agudos –porque a las acusaciones de rateros, de corruptos y de oportunistas se ha agregado, en ocasiones, la de asesinos–, se acostumbró a ellos y optó por asumir sin complejos su propia descomposición. Candidaturas como la presidencial de 2006 y la estatal de Baja California en 2007 confirman que el Revolucionario Institucional halló un filón de imagen corporativa en sus peores lacras: el leproso le agarró gusto al arte de bailar desnudo sobre las mesas y es natural que si alguien le señala sus purulencias, responda: “Y a mucha honra”.
Por su parte, Acción Nacional, salvo memorables excepciones como la de aquel legislador del que se recuerda el mote, mas no el nombre –el dipu-table dance–, abomina de los desnudos: lo suyo es la falda, o la sotana, o la casaca militar, calada hasta el huesito. Desde luego, semejantes agregados a López Velarde son inconscientes y así se quedarán: los blanquiazules son inmunes a la autocrítica, y cuando un yunquero realiza un ejercicio de introspección, no se encuentra con su demonio interior, sino con una estampita de Cristo Rey.
Pensar es demasiado doloroso, parece recordar el discurso de Manuel Espino, y por demás innecesario para la tarea de gobernar, agrega el de Vicente Fox, el presidente más iletrado que ha tenido el país y quien, sin embargo, quiso pasar a la historia con la construcción de un elefante blanco que lo mismo habría podido ser biblioteca que pizzería o que tienda departamental: la apuesta –como se ha ido revelando después– era por una obra cuya magnitud dejara márgenes generosos y jugosos para los contratos turbios. Vuelto gobierno, el partido de la gente decente rompe marcas históricas de indecencia. Los herederos de Gómez Morín hablan como Felipe Calderón. Los que reclaman una historia partidista de luchas abnegadas por la democracia son lo más autoritario que se haya visto en décadas, y no lo son más porque el país no se deja. “Transparencia”, clamaba Fox, mientras justificaba el uso de recursos públicos para comprarle ropa a su mujer.
Así las cosas, ojalá que el PRD sea capaz de escuchar, de contemplarse en el espejo y de sacudirse a los burócratas sedientos de poder y presupuesto, a los caciques de clanes corporativos, a los simples rateros, y de aplicar en sí mismo –aunque duela– la propuesta de país ciudadano, democrático, equitativo y honesto que ha quedado reducida a un conjunto de signos cada vez menos legibles en el papel mojado de sus estatutos
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