Editorial
La invención de un país
Ayer, minutos antes de que en la tribuna de San Lázaro Felipe Calderón Hinojosa convocara al diálogo al Poder Legislativo, alguien, en Televisa, Tv Azteca, o en el centro televisivo de la Presidencia de la República (Cepropie), censuró y dejó fuera de la cadena nacional la intervención previa de la titular de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, Ruth Zavaleta, en la que la diputada perredista declinó recibir el informe de manos de Calderón y encomendó la tarea al vicepresidente, Cristian Castaño. Este hecho, la mordaza televisiva a la figura más importante del Congreso en el momento actual, ilustra con alarmante precisión el divorcio entre realidades y palabras que caracteriza a la actual administración, al conjunto de la institucionalidad política y al grupo gobernante, que incluye a Televisa y a Cepropie. En las semanas previas al trámite constitucional de ayer, el Ejecutivo federal pidió insistentemente “civilidad” a las bancadas opositoras a fin de permitirle a Calderón que así fuera la entrega del Informe escrito en el salón de plenos de San Lázaro; pero en cuestión de horas, el precario acuerdo logrado para este fin fue violentado por el círculo presidencial, en lo que constituye un gesto más elocuente que cualquier discurso posible.
Más allá de este episodio vergonzoso y ominoso, la administración que encabeza Felipe Calderón Hinojosa entra en su décimo mes sin haber logrado formular una política económica coherente, una política social perceptible, estrategias convincentes de seguridad nacional y pública, lineamientos de política exterior que vayan más allá de la sumisión a Washington y de la restauración de meras formalidades diplomáticas con los gobiernos con los que se enemistó Vicente Fox, una política a secas que supere la fractura nacional creada por el turbio proceso electoral del que emanó el actual gobierno. Sería injusto, sin duda, atribuir al grupo que actualmente detenta el poder la culpa del conjunto de los problemas nacionales, pero a este mismo grupo le corresponde, en cambio, la responsabilidad por la ausencia de perspectivas para empezar a resolverlos y una desesperanza y una frustración que hasta ahora solían generalizarse en los fines de sexenio, no en los arranques de una nueva administración.
Hasta los grupos de poder económico que contribuyeron en forma decisiva al triunfo, legítimo o no, de Calderón, muestran ahora su disgusto por la falta de un rumbo claro en materia económica. El campo es un hervidero de inconformidades y el Ejecutivo federal ha logrado imponer a los asalariados reformas –como la del ISSSTE, ya consumada, y la del IMSS, que viene en camino– que tal vez resulten atinadas en el contexto de una economía desarrollada, pero que en la circunstancia salarial mexicana son, en el mejor de los casos, improcedentes, y en el peor, un nuevo agravio a la economía de los más desfavorecidos; de cualquier forma, los cambios legales pierden sustancia ante la persistencia de un sector informal que tiende a convertir en minoritaria la situación de los asalariados regulares.
Los golpes mediáticos iniciales en el ámbito de la seguridad pública y de la aplicación de la ley no han producido una merma apreciable en la actividad de los grupos delictivos; en cambio, hundieron en la zozobra a regiones enteras del país y dieron pie a un exasperante incremento de las violaciones a los derechos humanos. La indebida utilización del Ejército en el combate al narcotráfico pone a la institución armada ante los riesgos de la corrupción y del desprestigio ante los habitantes de las zonas de despliegue. Paradójicamente, las cifras sobre decomisos, erradicación de plantíos y detenciones de presuntos delincuentes –un pasaje rutinario en los informes presidenciales de las últimas décadas– confirman que el trasiego ilegal de estupefacientes sigue operando sin novedad en el país.
Un aspecto particularmente revelador del documento entregado ayer por Calderón Hinojosa al Poder Legislativo es el capítulo sobre derechos humanos: 22 párrafos y mil 157 palabras que no mencionan la preocupación e incluso la alarma de los organismos nacionales e internacionales ante el marcado deterioro de las garantías individuales en nuestro país ni las duras críticas formuladas recientemente por Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional, en su visita a México, ni la única mención positiva sobre México formulada por Human Rights Watch, que se refiere a la despenalización del aborto en la ciudad de México, a la cual se opone el gobierno federal por voz del propio Calderón y por medio de una impugnación legal iniciada por la Procuraduría General de la República. Nada se informa –porque no hay nada que informar– sobre actos de procuración de justicia para las graves violaciones a los derechos humanos cometidas en las postrimerías del sexenio anterior en el estado de México (Texcoco-Atenco) y Oaxaca o para los atropellos perpetrados durante el actual en la segunda de esas entidades.
El primer Informe de Calderón tampoco despeja las generalizadas sospechas por el dudoso manejo gubernamental de la suma multimillonaria decomisada en efectivo al presunto narcotraficante Zhenli Ye Gon, un caso en el que las autoridades mexicanas han incurrido, de acuerdo con especialistas, en algo que se parece mucho al lavado de dinero.
Ante la falta de resultados positivos reales sobre los cuales informar, resulta obligado preguntarse el propósito presidencial de empeñarse en usar, ayer, la tribuna legislativa, cosa que finalmente no sucedió. La respuesta inevitable es que se buscaba ocupar, ya fuera por mera inercia o por consejo de los mercadólogos de Los Pinos, un espacio mediático, el mismo que será construido esta mañana en Palacio Nacional, en un remedo espectral –por el espectro radioeléctrico que será su principal escenario– de las ceremonias faraónicas que tenían lugar con motivo de los viejos informes presidencialistas.
A pesar de los augurios de un encuentro tormentoso en San Lázaro entre Calderón Hinojosa y los legisladores del Frente Amplio Progresista (FAP), ayer por la tarde, en la inauguración del periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, el titular del Ejecutivo federal pudo, a fin de cuentas, cumplir sin cortapisas con lo que hoy en día no es más que un trámite constitucional; diputados y senadores de la oposición encontraron, por su parte, la manera de negarle el reconocimiento por un recurso simple: ausentarse del salón de plenos. En un recinto legislativo sometido a la censura televisiva oficial, pero sin desmanes ni desfiguros –los diputados del PAN, hay que recordarlo, protagonizaron la más reciente toma de la tribuna, horas antes de la lamentable toma de posesión del propio Calderón– se mostró que los buenos modales de la oposición no pueden sustituir a la política ni ocultar la parálisis institucional ni remediar, por sí mismos, la grave fractura nacional generada por el proceso electoral del año pasado; se hizo evidente, en suma, que el problema central de esta administración sigue siendo, como hace nueve meses, su déficit de legitimidad.
Los funcionarios del IFE y del tribunal electoral que hoy están en la picota habrían podido ahorrarle esta situación catastrófica al país y a la Presidencia si hubiesen accedido a limpiar de dudas e impugnaciones la elección y a contar los sufragios uno por uno. Así de grave fue su irresponsabilidad. Por lo que respecta a Calderón, es claro que su primer Informe es un impulso adicional al desencanto, toda vez que, a falta de resultados en estos primeros nueve meses en el cargo, ha echado mano de lo que su antecesor practicó de manera intensiva: la invención de un país.
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