555 años del nacimiento de Leonardo Da Vinci
Héctor Ceballos Garibay
El Renacimiento, durante los siglos XV y XVI, produjo una de las más gloriosas y radicales transformaciones de la sociedad y la cultura en la historia de la humanidad; fue, además, el origen y el despliegue incontenible de la modernidad capitalista europea, con toda su inmensa cauda de secuelas oscuras y luminosas. Se trató, entonces, de una revolución ideológica, estética y moral que presupuso un parteaguas frente al universo católico y místico, teocéntrico y dogmático, pasivo y especulativo, que había prevalecido durante la era medieval.
Esta contundente afirmación, a diferencia del consabido planteamiento apologético, típico de la historiografía europea decimonónica (Buckardt, Symonds, Michelet, etcétera), no implica le errónea subestimación de las enormes aportaciones artísticas y literarias que, no obstante las terribles desigualdades sociales inherentes a la explotación feudal, acontecieron a lo largo de la Edad Media. Nos referimos, por citar algunos ejemplos, a los monasterios románicos, los mosaicos bizantinos, las catedrales góticas, las festividades carnavalescas, así como a la riqueza oral y escrita dejada por los cantares de gesta, los trovadores populares, la poesía amorosa (tanto la provenzal como la de Petrarca) y ciertos relatos como El Decamerón y Los cuentos de Canterbury que, debido a su peculiar estilo prosístico y a la visión crítica de la realidad, prefiguraron la narrativa moderna. Pero aun reconociendo el polifacético y nutricio legado del medioevo, también es cierto que el Renacimiento no sólo fue un retorno y una reivindicación de los valores éticos y estéticos de la Antigüedad (propiciada por los sabios bizantinos llegados a Italia después de la toma de Constantinopla, por las traducciones e interpretaciones humanistas de los textos clásicos griegos y latinos, por los descubrimientos arqueológicos, etcétera), sino que además derivó en la fundación de una cosmovisión sustentada en principios absolutamente novedosos, como el antropocentrismo laico, el individualismo burgués y la expansión de ese círculo virtuoso constituido por la simbiosis entre la experiencia empírica y el método racional, es decir, por la dialéctica entre la filosofía, la ciencia y la tecnología.
Desde esta perspectiva y sólo de cara al enorme dinamismo y desarrollo de la naciente sociedad capitalista, no hay duda de que el período medieval fue un modo de vida generalmente determinado por un conjunto de variables que muestran su faz más oprobiosa y oscurantista: la poca o nula movilidad social (los campesinos permanecían atados a sus feudos), el predominio de una ideología sectaria e inmutable que discriminaba a los plebeyos y enaltecía a la aristocracia, el estancamiento general de las fuerzas productivas, el autoritarismo inquisitorial de la Iglesia católica (cuyo férreo y dogmático adoctrinamiento obstaculizaba el avance del pensamiento racionalista), el despotismo político y belicista de las monarquías y el papado, etcétera. Todos ellos factores retardatarios que sólo muy lentamente, a partir del siglo xi y durante el largo proceso de transición del feudalismo al capitalismo, comenzaron a modificarse sustancialmente gracias a hitos históricos tan importantes como: la proliferación del comercio, el crecimiento demográfico de las ciudades, la utilización generalizada del dinero y los bancos, y ya en los albores de la Edad Moderna, debido a los inventos científicos y a los descubrimientos geográficos. Durante esta paulatina disolución de la sociedad feudal y de la dogmática cristiana, el humanismo renacentista, en tanto que transmutación radical de la vieja ideología e invención de un inédito imaginario social en Europa, cumplió un papel estelar de trascendentales consecuencias para la génesis de la modernidad.
LA CONCEPCIÓN ANTROPOCÉNTRICA
Coitus, Estudio anatómico
Si en el transcurso del medioevo el hombre siempre estuvo subordinado a Dios y fue apenas un simple súbdito de la opresiva burocracia eclesiástica, durante el Renacimiento, por el contrario, el individuo comenzó paulatinamente a adquirir autonomía como ciudadano, como sujeto libre e independiente y sobre todo como un ser pensante que ya no dependía ni de los designios inescrutables de la divinidad, ni se encontraba determinado por un destino fatal cuyo sendero estuviera marcado por los astros o por determinadas circunstancias sobrenaturales. La secularización humanista comenzó así, nadando contra la corriente, su curso ascendente, que luego sería imparable a lo largo de las siguientes centurias, no obstante los esfuerzos represivos de la Santa Inquisición, los afanes impositivos de la Contrarreforma y las matanzas entre protestantes y católicos. A la postre, la propagación del pensamiento empírico y racionalista, aunado al auge de la técnica y la ciencia, se retroalimentaron en virtud de la feliz confluencia de la propia crisis institucional de la Iglesia católica (la corrupción del alto clero, las luchas internas de poder, la irracionalidad inherente a sus mitos fundacionales: la Santa Trinidad, la Inmaculada Concepción, etcétera.) y la obra crítica y desmitificadora de genios de la talla de Erasmo, Giordano Bruno, Galileo, Copérnico, Bacon, Descartes, Leibniz, Servet, Montaigne, y muchos otros que contribuyeron con sus aportaciones teóricas y experimentales a socavar las bases del pensamiento mítico y mágico. Además de estos filósofos y científicos, los literatos y artistas humanistas igualmente tuvieron un desempeño de capital importancia para la construcción de un discurso a favor del libre albedrío, en pro de la separación de la fe religiosa respecto de la razón crítica, proclive al cuestionamiento de los dogmas y supersticiones religiosas, y en apoyo de la reivindicación de los derechos y las libertades del hombre. Así las cosas, este largo proceso sociohistórico que condujo venturosamente hacia el “atrévete a saber” kantiano, epítome de la Ilustración, le debe mucho a las aportaciones temáticas y estéticas de autores clásicos como Cervantes, Rabelais, Molière, Shakespeare, etcétera. Asimismo, tampoco puede prescindirse del legado humanista que nos brindaron los grandes artistas renacentistas de los albores del mundo moderno: Leonardo, Rafael, Miguel Ángel, Durero, Tiziano y tantos otros. En este sentido, tal como se comprueba en la biografía de los grandes pintores, fueron los avances científicos en el estudio del cuerpo humano (a partir de la profanación y disección de cadáveres, tan penalizados por la Iglesia), en el uso de los pigmentos y el óleo, así como en la aplicación de los conocimientos derivados de la óptica, los elementos que más contribuyeron en esta época al desarrollo portentoso de las artes plásticas en general y de la pintura en particular. Gracias a todo ello, durante el Renacimiento emergió una forma innovadora y originalísima de inventar y plasmar estéticamente el mundo interior y el exterior; se trató de conquistas pictóricas como el creciente realismo de las figuras, la caracterización psicológica de los rostros, la identificación de los personajes a través del retrato y el autorretrato, la recreación minuciosa del paisaje, el dinamismo y la perspectiva al momento de configurar los escenarios, y la precisión naturalista a la hora de reproducir el ambiente, los atuendos y la atmósfera del cuadro. En otras palabras, tal como resultó evidente en el caso paradigmático de Leonardo, el saber técnico y científico recién conquistado se puso de manera elocuente a disposición de la creación artística.
A partir de la epopeya cultural que se vivió durante el Quattrocento en Florencia, una época en donde coincidió un número inigualable de figuras conspicuas (ni en la Atenas de Pericles ni en la Roma de Augusto hubo semejante cantidad de talentos reunidos; nos referimos a personajes que destacaron en la ciencia, la política y las artes, como Lorenzo el Magnífico, Marsilio Ficino, Poliziano, Alberti, Toscanelli, Maquiavelo, Pico della Mirandola, Donatello, Fra Angélico, Uccello, Filippo Lippi, Brunelleschi, Verrocchio, Pollaiuolo, Botticelli, Ghirlandaio, Miguel Ángel y el propio Leonardo), el hombre apareció por primera vez como un ente autónomo, dueño de sí mismo, capaz de expresar sentimientos, pasiones e inteligencia, es decir, pleno de voluntad de poder . Este avance conceptual se constituyó en la base misma del humanismo renacentista, una transformación estética y moral que, a través de un largo proceso de secularización religiosa y política (la importantísima separación de la Iglesia respecto del Estado), sentaría paulatinamente sus reales en la mayor parte del continente europeo. Desde entonces, tanto en el plano filosófico y científico como en el terreno de la representación artística, el individuo no sólo manifestó una psicología peculiar en el conjunto de sus acciones y a lo largo de su vida, sino que también mostró una determinada capacidad de elección y decisión que revelaron su peculiar tendencia a la superación frente a cualquier circunstancia histórica o social que lo hubiera condicionado desde su nacimiento. Surgió así la idea axial del libre albedrío , la victoria final de la virtud y las potencialidades humanas sobre el determinismo y el fatalismo, la convicción de que gracias a su temple personal, los hombres construyen en lo fundamental los meandros de su propio destino. En otras palabras, el porvenir de los sujetos, no obstante estar sometido a condicionamientos varios y a veces férreos (sociales, genéticos, geográficos y culturales), depende en última instancia de la facultad de cada cual para forjar los derroteros de su existencia, todo ello a pesar y al margen de los dogmas religiosos, míticos y mágicos que hayan propagado las distintas sociedades. A la postre, gracias a este largo y conflictivo proceso de laicización y secularización de la vida social y del pensamiento filosófico, los pueblos de la Europa occidental arribaron a la idea revolucionaria del hombre como un fin en sí mismo . Esta concepción fue de tanta trascendencia que, sin duda, con ella se inauguró el nuevo espíritu fáustico de la humanidad: el deseo de alcanzar la totalidad, la búsqueda insaciable de conocimientos, el afán de dominar a la naturaleza, y la certidumbre sobre la capacidad creativa (y destructiva) del individuo; semejante ambición derivaría finalmente en esa cuota inextinguible de grandeza y tragedia que desde entonces le es intrínseca a la condición moderna del hombre.
EL LEGADO HUMANISTA DE LEONARDO
Mona Lisa, representación en stencil callejero de la obra de Leonardo da Vinci por Bansky
Quizá ningún genio, ni siquiera el también polifacético Goethe, represente de manera tan exacta como Leonardo esa noción del Hombre universal que nació y se propaló a partir del Renacimiento europeo. Nos referimos a un individuo no sólo excepcional en lo concerniente a su talento como artista, caso equiparable en este sentido a pintores como Velásquez, Rembrandt o Goya, sino que además poseía una cualidad muy suya y sin parangón en la historia de las grandes personalidades de todos los tiempos: la enorme diversidad de oficios que podía desempeñar con una destreza que fue elogiada por sus contemporáneos y que aún hoy, muchos siglos después, sigue despertando una admiración generalizada, suprema y perenne. En efecto, una vez que mostró ese don superlativo para ejercer disciplinas tan complejas y diversas como la anatomía, la zoología, la arquitectura, la botánica, la ingeniería militar, la aerodinámica, la escenografía, la hidrografía, la mecánica, la música, la óptica, la astronomía, la robótica, la viticultura, el diseño urbanista, etcétera, además de su absoluta genialidad como pintor, Leonardo se convirtió en el paradigma por excelencia de la sabiduría humana universal. Esta suma de capacidades se vuelve todavía más sorprendente y ejemplar de cara a la condición postmoderna del hombre actual: un individuo educado en la especialización y parcialización del conocimiento, subsumido en el asfixiante universo tecnocrático, sometido a la manipulación ideológica y política en aras de un “pensamiento único”, asediado por la burocratización creciente de las instituciones, deformado por un sistema de vida consumista y despilfarrador, carcomido por el analfabetismo funcional y el auge de las nuevas formas de enajenación religiosa y esotérica, y condicionado cada vez más por el círculo vicioso conformado por la intolerancia (racial, étnica, religiosa, política, sexual) y el fanatismo terrorista.
Leonardo, con su quehacer teórico y práctico, contribuyó al nacimiento de ese ideal humanista que por primera vez apeló a la integración armónica de la ciencia, la filosofía, la poesía, el arte y la destreza individual en el desempeño de los oficios manuales. Hay aquí, en el legado sin par de este artista, la mejor expresión de una dialéctica entre el cuerpo y la mente, el saber manual y el saber intelectual, la práctica y la deducción racional, y, sobre todo, entre el amor a la naturaleza y la pasión por el conocimiento. El espíritu científico, caracterizado por la duda metódica, la indagación empírica, la comprobación experimental, la teorización abstracta y la permanente actualización de los conocimientos, se puso por fin y de manera emblemática como la clave de la sabiduría humana, como la base y la esencia de la superación y el desarrollo civilizatorios. Por eso, ya se trate del humanismo renacentista o del paradigma educativo y filosófico que hoy resulta necesario y urgente reivindicar en el siglo xxi , debe insistirse en que, amén de su portentosa herencia artística, lo fundamental de la praxis humanista leonardina reside en la búsqueda de un saber que sea al mismo tiempo integral e infinito, cierto y relativo, perecedero y perfectible.
Estudio de la cabeza de Leda
A diferencia del tipo peculiar de saber científico que se desplegaría rápidamente y en forma incontenible desde el siglo xviii en Europa y América del Norte (un método racionalista en extremo, calculador, frío, depredador, avasallante, el cual, durante las dos centurias pasadas, se expandiría por todo el orbe y desembocaría en la robotización y la enajenación creciente de los individuos), en el caso particular de Leonardo se prefiguró un tipo de saber y de práctica humanista caracterizados por el respeto a la naturaleza y la búsqueda de una conjugación virtuosa entre el sujeto y el objeto de conocimiento. Desgraciadamente, dicha manera de concebir el quehacer científico no sólo acabó siendo un proyecto inconcluso, sino que a la postre adquirió un rumbo distinto y ajeno al esbozado durante el primer Renacimiento. Nos referimos a la comprobación actual de la manera sesgada e instrumental como ya fuera en el uso de las tecnologías o en la práctica de las ciencias naturales y sociales emergentes, la razón científica se expandió y aplicó en función del ejercicio puro y espurio del poder. En otras palabras, el saber racional se convirtió en el sustento de la hegemonía política, económica y cultural de las élites, propiciando con ello la supeditación del saber al poder. Cierto: la deshumanización del conocimiento ocurrió a partir de las necesidades de la guerra militar entre los Estados y las clases, en el contexto de la dominación imperialista y el exterminio de los pueblos subdesarrollados, y sobre la base de la explotación inmisericorde de los trabajadores urbanos que se incorporaban masivamente a la era de la Revolución industrial y el maquinismo. Así las cosas, el saber científico y racional poco a poco se fue subsumiendo a las nuevas formas de la dominación tecnocrática en ascenso y a la búsqueda del lucro y la ganancia por parte de las élites hegemónicas; surgió así, de manera irreversible e impositiva, el nuevo modo de vida capitalista que en el decurso de la modernidad se expandió por doquier. Este convulso proceso histórico explica por qué la vertiente humanista de Leonardo, Alberti, Erasmo, Giordano Bruno, Montaigne, etcétera, fue sustituida por una concepción utilitarista basada en la sobreestimación del poderío técnico y en la dilapidación de los recursos naturales, lo cual ahora es posible constatar, a manera de una de sus muchas consecuencias funestas, en el inconmensurable ecocidio que sufre el planeta. Por el contrario, la ruta que marcaba la perspectiva integral y dialéctica de Leonardo establecía que la génesis del conocimiento humanista debía basarse en el estudio y el amor a la naturaleza, y no en la dominación y la extenuación de ésta; asimismo, la espiritualidad humana no tenía por qué disociarse del mundo material, ni el intelecto por qué predominar sobre la sensibilidad. Del humanismo de Leonardo se desprende una conclusión que hoy en día puede servirnos como sustento de la crítica de la razón instrumental: el terrible error que ha cometido la ciencia positiva moderna (cuya eficacia trágica tiene a la bomba atómica como uno de sus mejores ejemplos) al ponerse al servicio del dominio de las élites de poder, y, para colmo de males, al separar tajantemente la esfera de la razón respecto de las sensaciones y las pasiones propias del individuo, rompiendo con ello la noción de una praxis simbiótica y totalizadora edificada en la interacción de la teoría y la práctica, la inteligencia y la sensualidad, la filosofía y el arte.
Autorretrato
Al igual que en su legado filosófico, en su imponderable aportación estética Leonardo reiteró esta misma concepción holista del arte y de la vida. Desde esta perspectiva, no hay duda de que el modelo por antonomasia del hombre renacentista es el del “cortesano”, ese célebre personaje de Baltasar Castiglioni capaz de reunir las cualidades de un individuo sabio, sensible, valiente, honorable y educado con esmero en los placeres de la mesa, la danza y la música. Esta búsqueda de la totalidad y de la armonía también se hizo presente en la obra artística del ilustre maestro florentino. En efecto, sus mejores pinturas ( La virgen de las rocas, La última cena, La Gioconda, El cartón de Burlington y el San Juan Bautista ) sintetizan los tres elementos fundamentales de la estética renacentista: el ideal de belleza (serenidad, equilibrio, espiritualidad, perfección anatómica), el apego fidedigno y experimental a la naturaleza, y la recreación expresionista de la personalidad de los sujetos (su carácter determinado y exclusivo, reflejado a la luz de los sentimientos y las emociones). Y al reinventar el canon estético de la época, Leonardo y sus afamados colegas afirmaron y confirmaron el novísimo papel que el artista renacentista comenzó a jugar durante estos albores de la modernidad en tanto que genio individual que, cada vez más, firmaba y vendía sus productos a manera de valiosas y codiciadas mercancías disputadas por los papas y los reyes, los mecenas y los aristócratas.
En su afanosa exploración estética en torno a la belleza, la interior y la exterior, la del alma humana y la de la naturaleza, Leonardo dejó un conjunto de contribuciones pictóricas de primer orden: el desarrollo de la perspectiva, el manejo innovador del claroscuro, la lograda composición piramidal de los grupos humanos, la audaz e imaginativa recreación de los paisajes naturales, la diestra plasmación del dinamismo corpóreo y anímico de las figuras, y, sobre todo, la aportación de la técnica del sfumato , por medio de la cual, al modelar sutilmente el juego de luces y sombras en las comisuras de los ojos y los labios, el pintor logró reproducir el halo misterioso de una sonrisa apenas insinuada y la verosimilitud palpitante de una mirada saturada de enigmas y coquetería. Es verdad que esta belleza sublime reflejada por la Gioconda y el Baco, por la Virgen y santa Ana, no pasó a ser ese modelo universal y eterno que imaginaba y anhelaba Leonardo, sobre todo después del ulterior nacimiento de perspectivas tan diversas y cambiantes como la representada por la “estética de lo feo” (que va desde la serie negra de Goya hasta la rica gama de corrientes expresionistas), a causa de las innovaciones radicales hechas durante el florecimiento de las vanguardias del siglo xx , y recientemente a partir de las aportaciones eclécticas del arte postmoderno. Sin embargo, a pesar de las mutaciones de la creación y la recepción estéticas, ningún crítico se atrevería hoy en día a cuestionar la genialidad inigualable y las aportaciones artísticas que nos heredó Leonardo.
A la luz de este paradigmático concepto de belleza tributado a la cultura universal por los maestros renacentistas es que se vuelve posible y necesario emprender, aquí y ahora, una última reivindicación del humanismo como modelo filosófico alternativo. Aludimos, siempre inspirados en el ejemplo luminoso de Leonardo, a la necesidad de criticar el actual proceso de degradación y manipulación de la percepción y el gusto estético de la gente, a la urgencia de repudiar la manipulación del pensamiento y la sensibilidad de las masas mediante los clichés consumistas que impone la mercadotecnia capitalista, y, de manera muy especial, a la importancia de cultivar una educación artística integral que se traduzca en la progresiva superación de ese abrumador “analfabetismo visual” que prolifera en la sociedad contemporánea.
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