Lean la siguente columna tomada del periódico mexicano "La Jornada".
Gustavo Iruegas /I
¡Castrar al Sol!
El sino trágico de México, tantas veces refrendado en los avatares de la historia, contiene también la determinación de su pueblo de enfrentar con coraje y entereza la desventura, la adversidad, el abuso y aun la traición.
En los primeros capítulos de la epopeya nacional está la destrucción de las civilizaciones originarias de esta tierra con la que empieza el relato de la tragedia. Maya es la querella y el lamento que mejor condensa el crimen: “¡Castrar al Sol! Eso vinieron a hacer aquí los extranjeros”. El atroz asalto fue tan tremendo como habría sido acabar con la luz y con la vida.
Roto el orden social, invalidada la moral, desechada la religión, desorganizado el poder y dispersa la nación, los antiguos mexicas, mayas, texcocanos, tlaxcaltecas y las demás naciones encontraron que, además, ya no eran quienes habían sido. Con la espada y la cruz –más la pólvora, la viruela, la insidia, la corrupción y tantos otros males– se les había arrancado la identidad. De repente eran simplemente “indios” y estaban sujetos a un nuevo orden del que no eran parte, sino sólo posesión. De la brutal imposición de la cultura española sobre la raza autóctona surgió la nación mexicana.
Atemperada por los siglos, la identidad nacional se fue gestando hasta que encarnó en entidad y reclamó su lugar en el concierto de las naciones. Los mexicanos habían comprendido que la liberación requería del binomio virtuoso que hacían la independencia política y la revolución social. Romper los lazos coloniales y construir un orden político propio justo y progresista. Se obtuvo la independencia, pero la revolución se malogró.
Aun así, la idea era diseñar un orden jurídico ajustado a la gente, a la tierra y al tiempo; construir un Estado capaz de cumplir su cometido final de procurar seguridad y bienestar a la nación. La voluntad nacional se empeñó en realizar un proyecto político para el que se requería consolidar la soberanía en el interior y al mismo tiempo preservarla de los embates de las potencias ajenas, interesadas en explotar el territorio, los recursos y la población de la joven República. Para lograrlo, el Estado mexicano debía estar acorde con los tiempos y nutrirse de lo más avanzado del pensamiento universal. El arquetipo estaba en los estados revolucionarios, las democracias ejemplares del momento: Estados Unidos y Francia.
La República se organizó bajo el modelo estadunidense y se nutrió de los valores sociopolíticos de los franceses. ¡Quién le habría de decir que serían precisamente esos estados sus principales depredadores!
El gobierno se instaló en la mediocridad, situación que se produce cuando los medianos tendrían que ser excelsos, y de allí cayó a la aberración que condujo fatalmente a la perdición.
Incapaz de evitar la mutilación territorial infligida desde el norte y –aprendida la lección– después de la implantación del Estado laico y la exitosa defensa de la República que detuvo la acometida imperial francesa, la nación se dio un respiro republicano, pero hubo todavía de padecer uno de sus males congénitos: una clase política extraviada y pronta a sustituir los intereses nacionales por el lucro personal y el inefable placer de mandar. La encabezó un héroe que devino dictador.
Naturalmente, la dictadura provocó una revolución social. Se luchó primero por la democracia –por la efectividad del sufragio, aún tan lejana–, después por restablecer la Constitución y enseguida por renovarla. Instaurarla fue una tarea obstruida por la lucha entre los caudillos y contra la reacción y, nuevamente, la Iglesia. La revolución alcanzó su cúspide con la expropiación petrolera, y aunque siguió generando gobiernos, ya no fueron gobiernos revolucionarios. Fueron solamente gobiernos emanados de la revolución.
El último de ellos, cautivado por el alza en los precios del petróleo y las engañosas ofertas de crédito, cambió la estrategia revolucionaria que preservaba el petróleo para la nación y se sumó a la alegre vendimia de los incautos. Se desoyeron las advertencias y se ignoraron los peligros. No tomó mucho tiempo a los compradores imponer sus precios a los vendedores ni a los acreedores practicar las malas artes de la usura. Como ratas ante el naufragio, pero con perfidia propia, los dineros nacionales se dieron a la fuga. La airada y tardía respuesta fue la largamente postergada decisión de nacionalizar la banca, ¡a sólo dos meses de entregar el poder a quien habría de revertirla!
Entre tanto, ya daba sus frutos la fórmula concebida en Estados Unidos para controlar a México que confiaba en educar él mismo a los “ambiciosos” jóvenes mexicanos para que, finalmente, se adueñaran de la Presidencia. “Sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que queramos. Y lo harán mejor y más radicalmente que nosotros”. Verdadero anatema, la receta era cierta y efectiva, pero insuficiente. Faltaba desvincular a la burguesía de los intereses de la nación.
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