copiado de REVISTA TAKIWASI http://takiwasi.wordpress.com/2008/03/08/
Michel Perrin: Enfoque antropológico sobre las drogas
Inicialmente físico, Michel PERRIN encontró su vocación de etnólogo al lado de Claude LEVI-STRAUSS. Especialista francés de América india, sus trabajos tratan de mitología, simbolismo, medicina tradicional y arte. Convivió más de tres años con los Guajiros de Venezuela y Colombia y luego con los Huicholes de México y los Kunas de Panamá.
Es autor de varios libros, entre los cuales están El camino de los Indios muertos (París, 1976; premiado por la Academia Francesa, y varias veces editado y traducido), Antropólogos y médicos frente al arte guajiro de curar (Caracas, 1982) y, sobre el shamanismo, Les Praticiens du rêve. Un exemple de chamanisme (“Los Practicantes del sueño”) PUF, París, 1992. Es también co-autor de una película (“El camino de los indios muertos”, 1983) que tuvo gran eco. Director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS), pertenece al Laboratorio de Antropología Social (Collège de France).
RESUMEN
La “droga”, en las sociedades de tradición oral que hacen uso de ella, se asocia a un tipo particular de comunicación. Es un vehículo que lleva a un “más allá” preciso, identificado por la mitología. Trastornando la percepción ordinaria, los psicó tropos harían posible su experiencia directa. En nuestra sociedad, esta función de vehículo está presente, pero no existe ningún “más allá” culturalmente definido adonde la “droga” permitiría “viajar”.
En todas las sociedades, la nuestra incluida, la “droga” asume también una función de señal. Su uso es codificado, ritualizado; su consumo o su prohibición coinciden con una división del campo social: es señal de distinción para el grupo que puede acceder a ella e, indirectamente, significa sus supuestas cualidades; puede subrayar la oposición entre el iniciado y la persona ordinaria, entre el individuo marginal y el conformista, entre hombres y mujeres… Puede manifestar el poder o la perversión, etc…
En fin, los psicotropos como agentes estimulantes, se asocian con los movimientos “mesiánicos” elaborados por algunas sociedades fuertemente sometidas al Occidente. En nuestra sociedad, se encuentra también este papel de la droga como catalizador que, muchas veces, ha sido o está asociado al deseo de cuestionar el orden establecido.
La finalidad de la antropología es describir y analizar sociedades a veces muy diferentes de las nuestras, pero es también – y es uno de sus grandes méritos-, considerar recíprocamente; con una mirada más exterior, agudizada por la comparación, hechos sociales propios a nuestra sociedad, considerando aquí desde este punto de vista el fenómeno de la “droga”.
Trataré aquí, de manera simplificada, tres aspectos que me parecen importantes del uso de productos llamados “alucinógenos” o “toxicomanógenos” en otras sociedades diferentes a la nuestra. Se trata de la relación entre droga y comunicación, entre droga y organización de las sociedades, y por fin entre droga y movimientos culturales y sociales. Para cada uno de estos temas, indicaré cómo el enfoque antropológico conduce a considerar el hecho social de la droga en nuestra sociedad y obliga a un cuestionamiento de las interpretaciones habituales que le son aplicadas (ver también al respecto: Perrin 1982 a 1991).
PSICOTROPOS, REPRESENTACIÓN DEL MUNDO Y COMUNICACIÓN
Es frecuente asociar el consumo de droga a una forma de “misticismo”, a una búsqueda (interior) de lo “sagrado”. ¿Qué da a entender eso? Para mostrar en forma más clara el tipo de relación que puede existir entre las drogas y lo “sagrado”, tomaré el ejemplo del shamanismo en dos sociedades que me son muy conocidas: la de los indios Guajiro con los cuales trabajé entre 1969 y 1985 y la de los indios Huicholes que conocí de 1988 a 1990. Pues estas dos sociedades asocian el shamanismo con el uso de psicotropos, de “drogas”.
Shamanismo y “droga”
El shamanismo constituye uno de los grandes sistemas imaginados por el hombre para interpretar, prevenir o aliviar las desgracias. Y el uso de sustancias psicotrópicas muchas veces se inscribe con él dentro de un marco lógico cuyas grandes líneas son las siguientes.
Todas las sociedades con tradición oral, en especial las sociedades con shamanismo, oponen dos mundos: “este mundo”, de lo cotidiano, lo profano, lo ordinario…, y un “mundo-otro” (Perrin, 1992). Poblado de dioses, de ancestros, de espectros, de criaturas fantásticas, y de seres de este mundo dotados provisionalmente de propiedades especiales -como el shaman, los objetos votivos, los animales emisarios de los dioses, etc.-, el mundo-otro es calificado por cada sociedad con un vocablo aproximándose a “lo sagrado”. Constituye un “espacio” dotado de propiedades específicas, positivas y negativas, delimitado de una manera fluctuante y relativa.
Entre estos dos mundos, la comunicación se supone posible y se considera que numerosas desgracias -a veces las buenas fortunas-, son consecuencia de ello. Los seres del mundo-otro amenazan o agreden las almas, los cuerpos, los bienes o el medio ambiente. Es el precio a pagar para que se reproduzca la especie humana que ataca sin cesar a la naturaleza para sobrevivir. Es una concepción “persecusionista” de las desgracias. Pero el “mundootro” ofrece también a los humanos la posibilidad de comunicarse con él y de responder a sus ataques. Esta comunicación se hace más frecuente mediante los sueños, considerados como voz emitida y gobernada por el mundo-otro que así revela la verdad venidera, profiriendo pronósticos y oráculos. Pero queda entonces aleatoria. Para paliarlo, se imaginó que el mundo-otro sabía ofrecer a algunas personas la posibilidad de recibir o adquirir poderes “sagrados” comparables a los suyos y utilizarlos a voluntad para tratar las malas fortunas. Así es en cuanto a los shamanes.
Cada sociedad define a su modo las condiciones para volverse shaman o, si uno ya es un shaman, las maneras para franquear la frontera entre este mundo y el mundo-otro con el fin de resolver un problema cuando se presenta: enfermedad, sequía, caza infructuosa, etc. Y numerosas son las que, para marcar este paso, esta ruptura, acordaron un sitio privilegiado para las sustancias psicotrópicas a las cuales hacen jugar el papel de “operadores” intelectuales y afectivos. En efecto, provocando impresiones de discontinuidad, de desplazamiento, o de viaje, reconocidas por todas las sociedades, la nuestra incluida, las “drogas” subrayan el paso de un mundo al otro. Mediante un aprendizaje, una enseñanza sistemática, hacen posible, por otra parte, una “exploración afectiva” de la mitología: bajo el efecto de la droga, uno tiene la certeza de encontrar los seres del mundo-otro, de vivir sus aventuras, de experimentar las grandes transformaciones místicas, etc. Por fin, el consumo de psicotropos, voluntario, controlado, ritualizado, puede servir implícitamente de modelo para pensar las modificaciones de sensibilidad que provoca la enfermedad. Siendo ésta generalmente concebida como una intrusión o un desequilibrio que alcanza el cuerpo pero también como un viaje forzado del “alma”, numerosas analogías vinculan las percepciones inducidas en el enfermo por los efectos y las representaciones de la enfermedad con las impresiones psico-fisiológicas producidas por la ingestión de sustancias psicotrópicas. Además, la toma controlada de droga puede servir de metáfora del poder de curación. Así algunas sociedades relacionan el dominio que tiene el shaman con el poder que tiene éste de sacar a un enfermo de su estado mórbido. Según ellas, la capacidad del shaman para “cambiar de estado” bajo el efecto de la droga, mandar su alma al mundo-otro, para encontrar sus espíritus auxiliares…, luego volver a su estado ordinario cuando cesa de tomarla, sería análoga a su poder de curar un enfermo, a su capacidad para hacer recobrar su estado normal a quien lo había perdido bajo la acción del mundo-otro. Es el caso entre los Guajiros.
Dos ejemplos: shamanismo guajiro y shamanismo huichol
Los Guajiros son pobladores de una península semi-desértica del extremo norte de Suramérica, en Venezuela y Colombia. Para ellos, los fenómenos naturales como la lluvia, la repartición de las presas de caza y de las plantas, y también las enfermedades y demás desgracias que acechan a los hombres, son supuestamente regidos por seres llamados pülasü (Perrin, 1976 y 1992). Existen también en la sociedad guajira individuos considerados capaces de comunicarse con ellos para conseguir la curación de enfermedades, la caída de la lluvia o la vuelta de los animales para la caza: se trata de los shamanes. Para comunicarse con ellos, para volverse ellos mismos pülasü, los shamanes guajiros deben ingerir una sustancia también considerada como pülasü, es decir una droga. En este caso particular, es el jugo de tabaco mascado, consumido en altas dosis (Nicotiana tabacum o N. rústica; alcaloide: nicotina). Primero, en el futuro shaman se acumulan, en un lento proceso, “síntomas” significativos -sueños terapéuticos, fobias alimentarias, enfermedades repetidas…-, considerados como otras señales de una comunicación privilegiada con el mundo-otro, y por consiguiente de una vocación shamánica (Perrin, 1987). Pero esta comunicación no está bajo control. Surge luego un desmayo, la “casi muerte” como dicen los guajiros. Es un “revestimiento”, con la condición que esté confirmado mediante “la prueba por el tabaco”. Las reacciones que provoca deciden “objetivamente” el acceso al shamanismo. Si el aprendiz aguanta la alta dosis de jugo de tabaco que la shamana llamada en emergencia le obliga a tragar, si este líquido le hace renacer muy rápidamente de su desmayo significativo, se volverá un shaman; si vomita, se le declara incapaz. Una reacción positiva al tabaco significa el acceso a una nueva “especie”. La persona se “abrió”, dicen, al mundo-otro; sus “malas enfermedades se convirtieron en sus espíritus auxiliares”. Mas luego, en cada curación, es tomando el jugo de tabaco que se abrirá a voluntad, que se comunicará con sus auxiliares. Una shamana me decía así en 1979 :
“La shamana se abre por todo su cuerpo a causa del yüi, del jugo de tabaco (…)
Entonces, su voz sale de su vientre, canta, sus espíritus llegan y le hablan… Porque el tabaco es pülasü, tiene poderes (. . .) Cuando la shamana termina el jugo de tabaco, cuando abre de nuevo los ojos, su canto se vuelve tímido, inseguro y se detiene…”
Y en cada curación, es con su soplo cargado de jugo de tabaco que el shaman tratará los males, haciendo volver las almas o expulsando del cuerpo los elementos patógenos. El tabaco constituye entonces para los Guajiros a la vez un vehículo y una señal: permite alcanzar el mundo-otro y es el emblema del shamanismo.
La droga de los Huicholes que viven en la Sierra Alta al Noroeste de Guadalajara, en México, es el famoso cactus peyote, el jikuri (Lophophora Williamsii), cuyo alcaloide más activo es la mescalina (Benzi 1972; Furst, 1972). El Huichol que se siente con vocación shamánica deberá consumirlo hasta tener sueños o visiones apropiados que sólo esta planta suscitaría. Una vez que es shaman, utiliza luego el peyote como un producto “sagrado” (ma’ibe) que le revela diagnósticos, le ayuda a liberar las almas prisioneras, a curar las lesiones, etc. Puede también intentar, mediante absorción masiva, alcanzar un nivel shamánico superior, es decir una mejor capacidad para vivir la mitología, para encontrarse con más seres del mundo-otro. Los huicholes acuden también a otra droga, el Kieri (Solandra brevicalix o Datura metiloides, de la familia de las solanáceas), con efectos al parecer tremendos y que, asociados a la vez a la brujería shamánica y a la inspiración creadora, “hace sistema” con el peyote: kieri y jikuri tienen, en sus funciones, sus usos y sus mitos, posiciones opuestas, complementarias o incompatibles.
Las sociedades justifican el poder de estas plantas vinculándolas a su concepto del mundo, a su simbólica y a su mitología. Les otorgan así un significado de la más alta importancia.
En la simbólica guajiro, el tabaco se asocia al jaguar original que, en un combate épico, se enfrenta con Maleiwa, el Héroe cultural (Perrin, 1976: 108-11). Consumir el tabaco es entonces incorporar un producto que significa el todo-poder de la naturaleza, representado por el jaguar. Cuando el shaman le “come en su barriga”, puede no sólo comunicarse con el mundo-otro sino también pelear en plan de igualdad con él. Todo ocurre como si la potencia “sagrada” (pülasü, dicen los Guajiros) del tabaco, asociada al jaguar, tuviera que neutralizar los seres patógenos del mundo-otro (Perrin, 1992).
Para los Huicholes, el peyote es un “dios”. Elaboraron un sistema ternario en el cual el peyote, el ciervo y el maíz ocupan los tres polos. Consumiendo la droga, el shaman huichol debe alcanzar un estado tal en el que se confunden o superponen sin cesar las imágenes del maíz, del peyote y del venado, cada uno puede ocupar simbólicamente el sitio de los demás y también, se dice, aparecer realmente bajo la forma de los demás en el transcurso de una experiencia alucinógena permitiendo alcanzar un estado de fusión que la mitología asocia al poder de los orígenes. Así me lo describía un shaman en octubre de 1989:
“Cuando estamos embriagados del peyote, vemos el pequeño venado, un momento es hombre, un momento mujer, un instante después será peyote.
Al momento siguiente será maíz, hombre un instante, mujer por otro instante…
Luego peyote, luego lluvia y nube, venado otra vez…”
Así se dice que “se caza el peyote”, como un venado, en una tierra llamada Wirikuta, lugar a la vez mítico y real, ubicado a unos quinientos kilómetros del territorio indígena, donde se recoge lo necesario para un año. Allá se consume hasta lograr la sensación de haber franqueado la frontera entre este mundo y el mundo-otro, hasta experimentar la mitología, hasta encontrar a Kauyumari, el venado que asume el papel de espíritu auxiliar y cuyos favores se comparten o se disputan los shamanes. Este encuentro es el primer nivel a alcanzar para ser shaman. En este lugar de los orígenes, el huichol, gracias al peyote, actualiza la mitología, experimenta las analogías entre las modificaciones de sus afectos, de sus percepciones sensoriales, y el concepto del mundo y de sus orígenes que le impone su sociedad.
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“Droga”, cultura y naturaleza química
En todos estos casos, la droga es considerada no sólo como un elemento capaz de trastornar la percepción “normal” del mundo, sino también como un vehículo que lleva a voluntad al shaman a un “más allá” donde moran los seres sobrenaturales. Es una interpretación propia de numerosas sociedades que afirman de igual modo que el mundo sobrenatural puede ser alcanzado por cualquier alma humana durante el sueño o por el alma de un enfermo pero de manera casual. Finalmente, gracias a la droga, el shaman puede ubicar el alma errante de su paciente y lograr su curación. Se trata entonces de un concepto de gran coherencia intelectual, vinculando por analogía el sueño a la enfermedad y a las impresiones psico-fisiológicas de viaje y de desdoblamiento producidas por la sustancia alucinógena.
En otras sociedades, serán técnicas corporales, acciones directas sobre el cuerpo, sin mediar la droga, las que producirán un efecto similar. En todos los casos, se supone que esos vehículos llevan a alguna parte. Todas las culturas que practican este tipo de comunicación espiritual disponen de palabras, metáforas u otras formas específicas para que sus alucinados puedan describir su viaje en este “mundo sobrenatural”, este mundo-otro que los Occidentales tienden a imaginar como el único producto de la sustancia química ingerida. Este punto de ver atraía a Michaux: según él, las “alfombras mágicas” y el “paraíso de Mahomet” podían derivar de los efectos propios del hachís (1967: 133). Pero, evidentemente no es así. Por lo menos, la expresión cultural de esos efectos es tan dominante que llega a ocultar las reacciones más específicas atribuibles a la naturaleza química (siendo el efecto principal una impresión de viaje, aparentemente producida por todas las drogas). La toma de alucinógenos lleva a recorridos fantásticos en universos culturalmente bien estructurados. En otras palabras, el viaje es inconscientemente modelado por representaciones culturales que actúan, a pesar del sujeto, como una segunda naturaleza: refleja este mundo de signos y símbolos que constituye una mitología.
Así, los Guajiros y los Waraos son dos pueblos donde los shamanes utilizan el tabaco para comunicarse con lo sobrenatural. Sin embargo, las visiones que describen y los encuentros que se supone tienen en este “más allá”, son muy diferentes, tanto como sus mitologías (Furst, 1972). A la inversa, los Piaroa, viviendo en la cuenca del Orinoco, consumen el yopo (Piptadenia peregrina, leguminosa conteniendo un alcaloide alucinógeno: la bufoteína) mientras los Tukanos de la cuenca del Vaupés (Colombia) utilizan el yagé (bebida obtenida de la Banisteriopsis caapi, malpigiaceae que contiene harmina). Y, a pesar que los efectos “psicodélicos” de esos dos alcaloídes son considerados diferentes por los científicos, las expresiones culturales testimoniadas por esas dos sociedades parecen a veces cercanas (Reichel-Dolmatoff, 1972).
Sin embargo, ciertos pueblos indios, como los Tukanos, afirman que sus mitos y sus dibujos son una traducción exacta, directa, de lo que escuchan o ven bajo el efecto alucinatorio. De hecho, son víctimas de una ilusión -como los etnólogos algo ingenuos quienes dan crédito a esa interpretación-: lo que producen, son de manera manifiesta objetos culturales cuyos modelos se imponen inconscientemente durante los “viajes psicodélicos” (además sociedades vecinas hacen dibujos parecidos pero no utilizan drogas…). Alcanzamos aquí el problema del poder creador tradicionalmente asociado a la droga en numerosas sociedades, la nuestra incluida. La interrogante es la siguiente: ¿Existen en la mitología, el arte y todas las actividades intelectuales de los pueblos consumidores de drogas, elementos que resulten directamente de este consumo del cual dependen intrínsecamente? Esbocemos una respuesta: probablemente sí, pero en menor modo, y hasta ahora ningún estudio fue suficientemente fino como para dar una prueba convincente. Al respecto, Lévi-Strauss (1973), ya había escrito:
“… Los alucinógenos no encierran un mensaje natural cuya noción misma es contradictoria; son arrancadores y amplificadores de un discurso latente que cada cultura tiene guardado y cuya elaboración permiten y facilitan las drogas…”
Es otra cosa, se comentará, si se considera las reacciones más inmediatas a la droga, por ejemplo las modificaciones que suscita en los comportamientos sociales. Pero una vez más, “lo cultural” le lleva la delantera a “lo natural”, a tal punto que parece que se pueda solicitar de la misma droga hasta efectos opuestos.
Así, la famosa Amanita muscaria (el Soma de los Arios, según Wasson en Furst, 1972) provocaría comportamientos pacíficos y benevolentes en el pueblo siberiano de los Koriak, mientras que en los Vikingos hubiera sido asociada al “furor bersek”, ese acceso de violencia asesina y suicidaria culturalmente determinado…
Surge aquí otra pregunta completando la anterior: ¿Algunas drogas son con mayor preferencia reservadas a la comunicación con el mundo-otro, en razón de sus efectos intrínsecos y otras más específicamente destinadas a facilitar la comunicación social, y por ende poco simbolizadas, poco “verbalizadas”, casi independientes del concepto general del mundo? Tal vez sea así, pero los límites entre esos dos grupos hipotéticos son muy flexibles.
El caso de los indios de las Llanuras y de los Navajos adeptos de la Native American Church (Iglesia Nativa Americana) -que mezcla tradiciones shamánicas y cristianas y se apoya en el culto del llamado “peyotismo”, inspirado entre otras cosas por las tradiciones huichol y tarahumara-, ejemplifica perfectamente la “elasticidad” de relaciones entre el producto y su uso cultural.
Cuando, hacia los años 30, el consumo del peyote, recomendado por esta nueva iglesia estuvo prohibido por la legislación norteamericana, se orientaron hacia el “frejol rojo” (o “bean mescal”: Sophora secundifolia), a veces también hacia el alcohol, antes considerado como incompatible con el peyote, o también hacia frejoles sin ningún poder psicotrópico… Cuando la autorización de consumir peyote con “fines religiosos” les fue devuelta, en 1960, esos substitutos fueron relegados a un segundo plano.
Mientras tanto, cumplieron funciones comparables (Allain, 1973: 152,159). Este caso se puede generalizar: cuando hubo en una sociedad suspensión autoritaria, por ejemplo en un contexto colonial, del uso de un psicotropo intelectual y socialmente importante, su lugar fue ocupado por un substituto y hasta, transitoriamente, por un placebo.
De lo “exótico” a lo familiar
Vemos así, al término de este breve análisis, lo que separa radicalmente la concepción de la droga y su consumo en las sociedades “shamánicas” y en las nuestras. Dentro de nuestra sociedad, la droga no se utiliza realmente como herramienta de pensamiento, nada es culturalmente muy estructurado, o lo que puede serlo queda de manera provisoria. Se encuentra más que todo intentos de clasificación de los efectos de la droga. Claro que nos encontramos lejos de la época en la que los primeros viajeros, cuando experimentaron drogas de los indios de América, ni siquiera tenían palabras para describir sus efectos. En el siglo XIX, los químicos y los primeros farmacólogos intentaron describirlos “objetivamente” mientras Quincey o Baudelaire proponían un acercamiento a través del arte y de la literatura que sirve todavía de referencia cultural… En el siglo XX, las clásicas exploraciones propuestas por Michaux (1967) en Francia, o por Huxley (1954) en Gran Bretaña, para sólo citar los más cercanos, son ante todo modelos de análisis “objetivo”, privilegiando el estudio de los efectos intrínsecos de los psicotropos en general y de las diferencias entre los productos. Los “estudios” de Castañeda, que mezclan ficción etnológica y proyecciones de nuestra mentalidad occidental en busca de idealismo, no duraron pese a haber servido como “modelo” durante los años setenta.
En nuestra cultura, el vehículo-droga lleva a un más allá hipotético. Los adeptos de la droga y sus portavoces aluden frecuentemente a “una dimensión mística” a cuyo acceso llevan los alucinógenos. Evocan una nueva percepción del mundo exterior, como si éste se volviera antropomorfo, como si, hipersensibilizado, el drogado se comunicara directamente con la naturaleza y el cosmos. Se habla muchas veces- son palabras de partidarios-, de franquear los límites, de alcanzar lo absoluto, de comunicar con el mundo o “con todo y todos” (Michaux,1967: 211), de “evadirse fuera del yo” (Huxley, 1954: 56), pero esas investigaciones quedan “fuera de discurso”, a pesar del surgimiento de todo un vocabulario para expresar los efectos (“vibración”, “flip”, “stone”, etc.) y de algunas músicas, poesías o pinturas que modelan supuestamente el “trip”, el viaje. A este nivel nada está tan estructurado como en las sociedades tradicionales. Es una diferencia importante. Estas actitudes expresan esencialmente relaciones confusas con el deseo, con una necesidad de trascendencia, con la muerte. A lo mejor, cada uno espera de la droga que le ayude a experimentar de manera emotiva y dinámica lo que leyó, vio o escuchó. Los Occidentales que, al tomar psicotropos, se refiriesen explícitamente a nuestra religión buscando por ejemplo vivenciar las experiencias extraordinarias relatadas en el Antiguo o Nuevo Testamento serían considerados locos o malos creyentes. Simplificando y reteniendo lo más caricatural, se podría decir que hoy en día en Francia predomina, para el “sentido común”, una representación maniquea elemental que asocia, por una parte la droga no controlada a la Muerte -asociación que confortan los mismos toxicómanos- y, por otra, la droga médicamente controlada al Bienestar y la Eficiencia -¡relación que reconocen las personas con “stress” o los “dinámicos ejecutivos”!-. En las sociedades con tradición oral, cuando varias “drogas” son consumidas, como entre los huicholes, éstas están organizadas en un sistema, cada una de ellas tomando un valor simbólico y social preciso. Nosotros consumimos varias drogas para comparar sus efectos “propios”, y es habitual amplificar las diferencias mediante un juego de oposiciones generalmente simplistas e inestables.
Por otra parte, numerosas observaciones mostraron que la forma y el contenido de los delirios dependen esencialmente del medio social, de la profesión, de la educación de cada sujeto, en sumo, del contexto socio-cultural (en todo caso para los sujetos considerados “psíquicamente normales”). Llegamos aquí a un punto capital y a los límites de una comparación entre las sociedades “exóticas” y la nuestra. Pertenecemos a una sociedad compleja, caracterizada por grupos sociales diferentes, conflictivos, que aunque queden íntimamente dependientes y sus contornos no aparezcan siempre muy nítidos son, desde un punto de vista antropológico, portadores de valores culturales específicos, diferentes y, además, movibles. Podemos entonces plantear como hipótesis que cada clase social, cada grupo identificable, interpreta a su modo las alucinaciones y elabora un discurso propio en cuanto a sus razones para consumir la droga, reflejo de una cultura particular, llámese “popular”, “burguesa” o “intelectual”. Por ejemplo, según los líderes de la “contra cultura” o de “la cultura underground”, la toxicomanía tenía que llevar a una experimentación de nuevos valores (relajamiento, nomadismo, retorno a la naturaleza, etc.), definidos en oposición a los ideales dominantes. Antropológicamente hablando, parece de hecho difícil que pueda existir una toxicomanía de grupo instituida que no se fundamente en un concepto cultural, una “filosofía” más o menos explícita (salvo bajo una forma suicida en grupos particularmente amenazados o en individuos gravemente perturbados, asociados al consumo de drogas y en dosis más y más fuertes llevando rápidamente a la “degradación” física y moral).
“DROGA” Y ORGANIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
En las sociedades tradicionales, el uso de la droga está muy codificado, como lo está el acceso a lo sobrenatural: sólo ciertas personas (shamán, brujo, sacerdote, etc.) son autorizadas a tomarla, o grupos restringidos, en ocasiones bien definidas, por períodos limitados (en el transcurso de las iniciaciones, con ocasión de festividades cosmológicas anuales, para marcar alianzas entre grupos, etc.). En otras palabras, el consumo de droga o su prohibición coincide siempre con una división del campo social en grupos distintos.
Entre los Guajiros, el consumo del jugo de tabaco distingue a los que. tienen acceso a lo “sobrenatural”, al mundo-otro, y a los que no. Tomarlo cuando uno no está autorizado suscita un castigo “sagrado” llevando a la muerte o a una grave enfermedad. El consumo de alcohol refleja la oposición hombre/mujer. No tomar alcohol para un varón es como no ser hombre; tomarlo para una mujer es como ser algo loca… En otras partes, el consumo de droga puede señalar una distinción entre iniciados y no iniciados, entre clases de edad, etc. La droga sirve entonces como señal. Designa el grupo que tiene acceso a ella, así como los poderes y cualidades que le son atribuidos. Ya sea la sociedad simple o compleja, esos hechos son aparentes, explícitos o no. Así, para los Taos de Norte América, el consumo de peyote entre los jóvenes, -y su adhesión a la Native Church-, significaba una oposición a la clase de los mayores agrupados en una especie de hermandad de iniciados llamada “Kiva” y no consumidora de droga (Allain, 1973).
De igual modo en la sociedad inca, el uso de la coca era reservado a la clase de los sacerdotes, de los “curacas” y de los jefes locales. La justicia castigaba las faltas a esta regla: de cierta manera toda ingestión de droga por otros significaba una amenaza a su poder (Watchel, 1971).
Se podría así multiplicar los ejemplos. Para terminar, señalemos, que en numerosas sociedades, el uso de la droga es también asociado a actividades económicas. Entre los Guajiros, por ejemplo, el consumo de alcohol acompaña las faenas colectivas y las estimula. Se afirma que en Perú, la coca sirve desde la época colonial para sobrellevar el trabajo a pesar del hambre. Y es en esta óptica al parecer, que se impuso a los mineros de Bolivia últimamente.
En Occidente, se considera que el café estimula el ardor para el trabajo y, de un punto de vista económico, los efectos del alcohol son estimados menos nefastos que los de la marijuana.
Volvamos “a casa”. Aquí es claro que la revalorización o el desprecio, la aceptación o el rechazo social de las drogas, pero también su misma definición, dependieron y dependen todavía en gran parte de las relaciones entre los grupos en pro de la legislación y los grupos de consumidores. La historia y la sociología proporcionan al respecto muchas confirmaciones. La misma droga fue muchas veces vinculada a valores opuestos según la posición social del locutor: creación o destrucción, elevación del alma o degeneración, no dependencia o dependencia, etc. O también dos drogas sirvieron para expresar una oposición entre dos grupos sociales: En Estados Unidos, opusieron el consumo del alcohol, como señal de la burguesía blanca, considerada como dominante y un poco racista, al consumo de drogas vegetales como señal de la gente de color, del exotismo oprimido, etc. En el mismo orden de ideas, señalemos las interpretaciones contradictorias que la legislación norteamericana otorgó a los supuestos efectos del consumo de marijuana en grupos minoritarios. En 1937, se prohibió esta droga por considerarla criminógena. En 1965, fue asociada a actitudes no violentas entonces vistas como antisociales. Puede entonces existir, como en este último ejemplo, confusión entre los defectos atribuidos a un grupo social y los efectos supuestos del producto que todos sus miembros hipotéticamente consumen.
La denuncia del consumo de droga puede también, según algunos autores, ser un medio indirecto para denunciar a un grupo entero y así designarlo a la reprobación social, “criminizarlo”. Este fue tal vez el caso a principios de siglo con el opio consumido esencialmente por la comunidad china. Se puede ver en su prohibición una manera de condenar a este grupo juzgándolo “contaminante”, grupo que constituía una mano de obra más y más competitiva, de cierta manera percibida como peligrosa ( Perrin, 1982).
El discurso médico (evocando los peligros de la droga en términos epidemiológicos: contaminación, predisposición, terreno con alto riesgo, etc.) puede servir de justificación esencial a una colusión entre lo jurídico y lo político. Con el pretexto de toxicomanía “contagiosa” y de salud pública, se puede establecer un control social. Así, el drogado, real o imaginario, se volvería un verdadero símbolo, significando implícitamente los valores negativos del grupo designado.
Por fin, evoquemos rápidamente otra consecuencia de esta “función-señal” de la droga: su posible desprecio, la pérdida de su sentido de “marcador” si el consumo se extiende a otros grupos. Tal perspectiva puede explicar el desarrollo o el abandono de una droga y sugiere que la liberalización o la represión puedan tener consecuencias indirectas insospechables, fuera del análisis sociológico.
De un punto de vista antropológico, parece entonces que la cuestión de la toxicidad intrínseca del producto es secundaria. Es además un factor muchas veces puesto en segundo plano en la práctica de la represión o del laxismo frente a las drogas, que viene muy atrás de razones (explícitas o implícitas, conscientes o no) de orden social que refleja la naturaleza de las relaciones entre grupos con intereses sociales diferentes. El ejemplo más común es el alcoholismo: médicamente hablando produce los más grandes destrozos, sin embargo el alcohol está en venta libremente.
Aquí conviene subrayar fuertemente una evidencia: en nuestra sociedad la droga es también un valor (económico). Entra directa o indirectamente -estimulando o frenando la capacidad al trabajo-, en los mecanismos económicos. Dentro de una economía de mercado, este valor, tanto más alto cuanto el producto es escaso o prohibido, es fuente de dinamismos ausentes o menores en sociedades tradicionales. Proselitismo de Estado, de “Medio” o mafias, competencia entre grupos de consumidores llevando al sobreconsumo (“overdosis”), competencia entre diversos grupos de usuarios revendedores, etc., complican o enredan lo antes descrito. Este fenómeno además es antiguo.
Es en este trasfondo de rivalidad económica que en el siglo XVII ocurrió, en Perú, una lucha entre partidarios de la coca y grupos de defensa del alcohol. Más cerca de nosotros, recordemos que la administración francesa de la época colonial recomendaba la venta de cantidades mínimas de alcohol y opio en Indochina, para beneficio del Tesoro… Durante el mismo período histórico, Inglaterra invadía los pueblos australianos o melanesios con su sobreproducción de whisky.
Control del consumo y ritos de deshamanización
Volvemos a las sociedades de tradición oral para introducir brevemente otro problema: el control de uso de drogas. El viaje shamánico es entonces un encuentro con los seres del mundo-otro, con los cuales hay que ser astuto, dialogar o combatir con el fin de enmendar las desgracias. El consumo de psicotropos se incrementará si el encuentro o el combate son difíciles, ya que se considera la “droga” como el arma más potente del shaman. Puede desde luego ser llevado a un consumo excesivo -demasiado tabaco o demasiado peyote-, para llevar a cabo, según él, su pelea o su discusión a veces hasta morir. Pero cada sociedad define una normalidad shamánica que, indirectamente, se vincula con un uso conforme de psicotropos Y cada sociedad propone una representación de sus desarreglos. Así, la categoría guajira irairaiwaa, literalmente “ser presa del auxiliar que hace temblar”, designa a los shamanes “anormales”. Víctimas de crisis frecuentes -con temblores, desmayos, agitación intensa, etc.-, serían dependientes de la “droga” ya que sólo altas dosis de tabaco los pueden aliviar. Pero pierden rápidamente su clientela y, a veces, luego de un doloroso y peligroso ritual, se les debe extraer su “shamanería”. Si los etnólogos se acordaran de observarlos, encontrarían seguramente hechos comparables de “deshamanización” en otras sociedades.
Entre los Huicholes, el consumo de peyote por los futuros shamanes se presencia del hace en general en una casa ceremonial, bajo la público y de los “especialistas” que supervisan con atención las reacciones de los aprendices. He visto a jóvenes que habían abusado del peyote ser amarrados de las manos y de los pies para impedirles consumir más. Se dice que mientras más experiencia y sabiduría tienen los shamanes, menos necesitan peyote para experimentar el mundo-otro y para ser poderosos terapeutas, como si, implícitamente, al perfeccionamiento se asociara una especie de desintoxicación …
“DROGA” Y MOVIMIENTOS SOCIALES CULTURALES
Movimientos llamados “mesiánicos” o “nativistas” por los etnólogos se desarrollaron en numerosas partes del mundo, en sociedades sometidas a contactos prolongados con la sociedad occidental. Denunciando la desigual distribución de bienes y riquezas y midiendo el desfase enorme entre los valores religiosos o morales proclamados y las prácticas colonialistas, esos movimientos tuvieron la ambición de elaborar una nueva sociedad o el retorno a un “mejor estado original”. Muchas veces el uso de drogas, generalmente excesivo, o de técnicas corporales que llevan a un estado extraordinario de percepción, fue promocionado con el fin, entre otras cosas, de facilitar una toma de conciencia y de difundir más fácilmente las nuevas ideas (Mülhmann, 1968). Ese fue el caso de los Tupi-Guaraní de Sudamérica, quienes practicaron danzas y ayunos intensos para alcanzar la “Tierra sin Mal”. Fue el caso también de los Tukanos adonde un indio se declaró emisario de Dios y Nuevo Cristo y llevó a sus discípulos a borracheras y flagelaciones. La rebelión de Santos Atahualpa en el Perú del siglo XVIII fue asociada a la búsqueda de una religión sincrética armonizada con el uso generalizado de la coca (Métraux, 1967).
En Nuevas-Hébridas, la bebida en exceso del Kava (Piper methysticum) fue vinculada con los movimientos de protesta llamados “del cargo” liderados por profetas indígenas de inicios de siglo (Worsley, 1977). Así fue también el caso de numerosas sociedades indias de Norte América,en las cuales la “Danza del sol” y el uso del peyote fueron la expresión de una protesta o de una rebelión contra la sociedad Occidental, liderada por profetas y visionarios estimulados mediante esas técnicas ( La Barre, 1970).
La historia de la Native Church, arriba mencionada, es, desde el punto de vista de las drogas, doblemente interesante. Demuestra, por una parte, que la toma de peyote no es incompatible con la religión cristiana -los adeptos indios de esta religión sincrética instituyeron un bautizo con peyote-, planta que adoran como a un dios y asimilan a veces a la hostia. Buscan, mediante la “droga”, encontrar a Cristo, comunicarse con Dios, visualizar el Paraíso y el Infierno, en sumo, vivir la Biblia… Esta historia demuestra también que la “droga” puede ayudar a la rebelión. De hecho, la creación de la Native American Church, en 1918, fue una manera indirecta de protesta contra el orden impuesto por los Blancos. Promoviendo el uso religioso de los psicotropos, se proseguía, uniéndose, una tradición de movimientos mesiánicos y de reivindicaciones nacidos el siglo anterior en muchas sociedades norteamericanas.
Así, en un estado de percepción extraordinario, son mejor traídas a la conciencia y proclamados por pueblos enteros, hechos que denuncian un estado de dominación o de opresión. La droga desempeña aquí el papel de catalizador que, en lugar de llevar a una expresión bien estructurada del “viaje psicodélico”, garante del mantenimiento del orden social, lo amenaza estimulando la protesta, la expresión abierta de la desesperanza o la revolución. Generalmente los modos de consumo de alucinógenos son entonces profundamente modificados. Se trata de subvertir el uso tradicional creando un nuevo ritual, implicando frecuentemente la ingestión de cantidades más importantes de “droga” y un número más grande de consumidores con la finalidad de imponer el cambio.
En nuestra sociedad, este carácter dinamizante y “desinhibitorio” de la “droga” se evoca claramente cuando se trata de la esfera bien delimitada de los intelectuales y artistas. Pero lo es rara vez cuando se trata de la toxicomanía contestataria de las clases sociales desfavorecidas, donde se la considera más fácilmente como un factor de “degeneración”, justificando el control social. Se pretende que Baudelaire y muchos más recurrían al opio o al hachís con una finalidad muy precisa, conscientemente definida, creadora o contestataria. Pero impugnaban más la estrecha moral de la clase a la cual pertenecían que el mismo orden social. De igual modo, los poetas y los novelistas americanos de la “contra-cultura”, llamándose explícitamente “revolucionarios”, recomendaban la droga como modo de acceso a una conciencia nueva que conducía a un nuevo modo de vida caracterizado por la no violencia, el rechazo de la alienación material y del trabajo rutinario, la vida comunitaria, etc.
Es este modelo cultural el que fue importado en Francia y que provocó y justificó la última boga de toxicomanía a partir de 1968 (ver Perrin, 1982a). Pero, ya que nuestra sociedad es heterogénea y cambiante, aparecen vinculados a efectos de la moda, fenómenos de “distinción” en el sentido dado a este término por Bourdieu (1979). Las actitudes frente a la droga pueden ser entendidas entonces considerando sobre todo su función de señal, la cual es muchas veces dominante (Perrin, 1982a: 133, 136-7) y seguramente no es la misma hoy en día en dos grupos supuestamente consumidores: cierto medio artístico o del espectáculo y una franja de delincuentes.
PARA CONCLUIR
Ciertas sociedades “salvajes”, para pensar su mundo y actuar sobre él, otorgan entonces un papel primordial a las sustancias psicotrópicas. Las domesticaron, no siempre sin excesos ni problemas. En nuestra sociedad, al contrario, “la droga” se quedó, si se me permite la fórmula, en un estado casi salvaje, o vinculada a un caos de ideas y prescripciones heterogéneas, cambiantes o contradictorias. Pero tal vez este desorden la hace más fascinante todavía, porque se la asocia oscuramente, con valores que nuestra sociedad opone o juzga incompatibles: libertad/dependencia; creación individual/ comunión con el mundo; placer/sufrimiento; éxtasis/degeneración; religioso/profano; amor al producto/tiranía de la necesidad; prescripción inconsciente/prohibición oficial, etc; la droga se ubica en el encuentro de lo individual y de lo social, de lo físico y de lo mental. Es un “operador” excepcionalmente eficaz, permitiendo un juego social y un juego intelectual de gran amplitud.
Adoptando la mirada a distancia del etnólogo y la perspectiva comparatista del antropólogo, me entregué aquí a un ejercicio de clasificación para intentar descubrir las razones del uso intelectual y social de “drogas”. Esta mirada parecerá a unos demasiado distanciada y a otros demasiado comprometida. No toma en cuenta los accidentes dramáticos producidos en nuestra sociedad por el exceso de consumo de productos toxicomanógenos.
Pero para la antropología y la sociología, la distancia y el sentido crítico son necesarios, aun si ello hace sorprendentes sus interpretaciones de los eventos del presente.
Bibliografía
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[1] Traducido del francés por TAKIWASI
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