“No conviene pensar en los hombres en función de su bajeza… Una multitud a la que se obliga a vivir bajamente, no es propensa a mirar hacia lo alto. Desde hace cuatrocientos años, ¿quiénes tienen “cuidado de estas almas”, como ustedes dirían? Si no les enseñaran de tal modo a odiar, quizá aprenderían mejor el amor, ¿no?”
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Los guardias civiles ocupaban la plaza de Cataluña. Barcelona nocturna estaba llena de cantos, de gritos y de tiros de fusil. Civiles armados, burgueses, obreros, soldados, guardias de asalto pasaban en la luz de la cervecería; instalados en todas las mesas, los guardias bebían.
El coronel Jiménez bebía también en un saloncito del primer piso transformado en puesto de comando. Controlaba todo el barrio; desde hacía algunas horas, muchos jefes de grupos venían a pedirle instrucciones.
Puig entró. Llevaba ahora una chaqueta de cuero y un gran revólver, atuendo que no dejaba de ser romántico bajo su turbante sucio y ensangrentado. Parecía aún más pequeño y más ancho.
-¿Dónde somos más útiles? -preguntó-. Tengo un millar de hombres.
-En ninguna parte. Por el momento, todo anda bien. Van a tratar de salir de los cuarteles, de Atarazanas, a lo menos. Lo mejor es que usted espere media hora; no es inútil ahora tener su reserva además de las mías. Parecen vencedores en Sevilla, Burgos, Segovia y Palma, sin hablar de Marruecos. Pero aquí serán vencidos.
-¿Qué hace usted de los soldados prisioneros?
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