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De tanto pensar en el camarero casi se había olvidado de la litera. Le
tocaba una de arriba. El hombre de la estación había dicho que podía
darle una de las de abajo y Haze le había preguntado si no tenía de las
de arriba. Al acomodarse en el asiento, Haze se había fijado en que,
encima de su cabeza, el techo era redondeado. Ahí estaba la litera.
Bajaban el techo y ahí estaba, y para subirte tenías que usar una
escalera. No había visto ninguna escalera por ahí; supuso que las
guardarían en el armario. El armario estaba justo por donde se entraba.
Cuando se subió al tren había visto al camarero de pie, delante del
armario, poniéndose la chaqueta del uniforme. Haze se había parado justo
en ese instante, justo donde estaba.
La forma en que movía la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el
brazo lo tenía igual de corto. Se apartó del armario y miró a Haze, y
Haze le vio los ojos y eran iguales; eran idénticos... así, de entrada,
idénticos a los del viejo Cash, pero después eran diferentes. Se
volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por completo.
—¿A... a qué hora bajan las camas? —farfulló Haze.
—Falta mucho todavía —contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze no supo qué más decirle. Se fue para su compartimento.
El tren era ahora una mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás
atisbos de árboles, campos veloces y un cielo inmóvil que se oscurecía
mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza en el respaldo y miró por la
ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba con su tibieza. El
camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos veces hacia
delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había
echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin
decir nada; Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como
había hecho la vez anterior. Hasta su forma de andar era igual. Todos
los negros de la quebrada se parecían. Eran unos negros de un tipo muy
personal, pesados y calvos, pura roca. En sus tiempos, el viejo Cash
había pesado noventa kilos, sin un gramo de grasa, y no levantaba más de
metro cincuenta y cinco del suelo. Haze quería hablar con el camarero.
¿Qué le comentaría el camarero cuando él le dijese: «Soy de Eastrod»?
¿Qué le diría él?
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El tren había llegado a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente
de Haze. Eso significaba que a ella le tocaría la litera que había
debajo de la suya. La mujer comentó que le parecía que iba a nevar. Dijo
que su marido la había llevado en coche hasta la estación y le había
dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que él estuviera
de vuelta en casa. Tenía que recorrer quince kilómetros; vivían en las
afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido
tiempo de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban
pasando una detrás de la otra, y daba la impresión de que el tiempo
volaba tanto que ya no sabías si eras joven o vieja. Puso una cara como
si el tiempo la hubiese engañado al pasar el doble de deprisa cuando
ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se alegró de tener a alguien que
le diera conversación.
Se acordó de cuando era niño, cuando su madre y él y los demás niños
iban a Chattanooga en el ferrocarril de Tennessee. Su madre siempre se
ponía a conversar con los demás pasajeros. Era como un viejo perro de
caza al que acababan de soltar y salía corriendo, olía cada piedra y
cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con el que se encontraba.
Y además se acordaba de todos ellos. Años más tarde, de repente se
preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se
preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer
del hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que
le pasaba a las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era
una Jackson. Annie Lou Jackson.
«Mi madre era una Jackson», dijo Haze para sus adentros. Había dejado de
prestar atención a la señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella
creía que la escuchaba. «Me llamo Hazel Wickers —dijo—. Tengo diecinueve
años. Mi madre era una Jackson. Me crié en Eastrod, Eastrod,
Tennessee.» Pensó otra vez en el camarero. Le preguntaría al camarero.
De pronto se le ocurrió que el camarero podía ser hijo de Cash. A Cash
se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de que Haze naciera. Aun así,
seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze miró por la ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas
adelatándolo a toda velocidad. Si cerraba los ojos, entre cualquiera de
ellas, distinguía Eastrod de noche, y lograba encontrar las dos casas
con el camino en medio, y la tienda, y las casas de los negros, y aquel
granero, y el trozo de valla que se internaba en el prado, entre gris y
blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de la mula
suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la
noche. El también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había
visto a su mamá acercarse por el sendero y secarse las manos en el
mandil que acababa de quitarse, la había visto aparecer sombría como si
fuese la encarnación de la noche y luego de pie en la puerta:
Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo decía por él. Quiso
levantarse e ir a buscar al camarero.
—¿Vas para tu casa? —le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera se apellidaba Hitchcock.
—¡Hummm! —exclamó Haze, sobresaltado—, me bajo en... me bajo en Taulkinham.
La señora Hosen conocía a algunas personas en Evansville que tenían un
primo en Taulkinham... un tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de
Taulkinham, Haze debía de conocerlo. ¿Alguna vez había oído hablar
de...?
—Yo no soy de Taulkinham —refunfuñó Haze—. Yo no sé nada de Taulkinham.
No miró a la señora Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
—¿Y se puede saber dónde vives?
Quería huir de ella.
—Eso estaba allí —murmuró, revolviéndose en el asiento, Luego añadió—:
Es que no m'acuerdo, estuve una vez pero... esta es la tercera vez que
voy a Taulkinham —se apresuró a explicar; la cara de la mujer había
surgido ante él y lo miraba con fijeza—, no volví más desde aquella vez
que fui y yo tenía seis años. No sé na d'ese lugar. Una vez vi ahí un
circo pero no...
Oyó un ruido metálico al final del vagón y se asomó para ver de dónde
venía. El camarero iba bajando las paredes de los compartimentos del
principio del vagón.
—Tengo que ver al camarero —dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No sabía qué le iba a decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir.
—Supongo que se prepara pa hacerlas ya —comentó Haze.
—Así es —dijo el camarero.
—¿Cuánto tarda en hacer una? —preguntó Haze.
—Siete minutos —contestó el camarero.
—Yo soy de Eastrod —dijo Haze—. Soy de Eastrod, Tennessee.
—Pues eso no está en esta línea —le aclaró el camarero—. Te has equivocado de tren si cuentas con llegar a un sitio como ése.
—Voy a Taulkinham —dijo Haze—. Me crié en Eastrod.
—¿Quieres que te haga la litera ahora mismo? —le preguntó el camarero.
—¿Eh? —respondió Haze—. Eastrod, Tennessee. ¿Que n'oyó hablar de Eastrod?
El camarero bajó un lateral del asiento.
—Yo soy de Chicago —le dijo.
Echó las cortinas de ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la
nuca era la misma. Cuando se agachó, se le vieron tres pliegues. Era de
Chicago.
—Estás justo en medio del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar —le dijo, y le dio la espalda a Haze.
—Me parece que mejor me voy a sentar un rato —dijo Haze sonrojándose.
Al regresar a su compartimento, notó que la gente lo observaba con
atención. La señora Hosen miraba por la ventanilla. Se volvió y lo
examinó con suspicacia; luego dijo que todavía no se había puesto a
nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba que a esa hora su
marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica para que
le hiciera la comida, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía
que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al
contrario, pensaba que a él le venía bien. Wallace no era gandul, pero
no tenía ni idea de lo sacrificado que era ocuparse todo el santo día de
la casa. La verdad es que no sabía cómo iba a sentirse en Florida con
alguien sirviéndola todo el rato.
El camarero era de Chicago.
Hacía cinco años que ella no se tomaba vacaciones. La última vez había
ido a ver a su hermana a Grand Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se
había mudado de Grand Rapids a Waterloo. Si llegaba a cruzarse ahí mismo
con los hijos de su hermana, no sabía bien si iba a ser capaz de
reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban tan grandes como
su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su hermana
había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen
puesto, pero en Waterloo, se...
—Estuve allí la última vez —dijo Haze—. No me bajaría en Taulkinham si
eso estuviera allí; se vino abajo como... no sé... como...
—Debes de estar pensando en otra Grand Rapids —le dijo la señora Hosen
frunciendo el ceño—. La Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad
grande y está donde ha estado siempre.
Lo miró con fijeza un instante y luego continuó: cuando estaban en Grand
Rapids se llevaban bien, pero en Waterloo él se dio a la bebida. Su
hermana tuvo que sacar adelante la casa y educar a los niños. La señora
Hosen no lograba entender cómo podía pasarse ahí sentado año tras año.
La madre de Haze nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson.
Al cabo de un rato, la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó
si quería acompañarla al vagón restaurante. Le dijo que sí.
El vagón restaurante estaba lleno y había gente esperando turno para
entrar. Haze y la señora Hosen hicieron media hora de cola meciéndose en
el estrecho pasillo; de cuando en cuando, se pegaban a los costados
para dejar paso a un goteo de gente. La señora Hosen se puso a conversar
con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la pared con cara de tonto.
Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante; menos mal que
había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar hablando,
él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última
vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los
negros de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo suficiente
para ser su hijo. Se lo hubiera contado durante la comida. Desde donde
estaba no se veía el vagón restaurante; se preguntó cómo sería por
dentro. «Como un restaurante», imaginó. Pensó en la litera. Cuando
terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha y se podía subir a
ella. ¿Qué diría su mamá si lo viera ocupando una litera en un tren?
Seguro que ella nunca llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se
acercaron un poco más a la entrada del vagón restaurante, vio el
interior. ¡Era igualito a un restaurante de la ciudad! Seguro que su
mamá nunca llegó a imaginar que sería así.
Cada vez que alguien salía del vagón restaurante, el encargado le hacía
señas a las personas del principio de la cola; a veces le hacía señas a
una sola persona, a veces a varias. Pidió que entraran dos personas, la
cola avanzó y Haze, la señora Hosen y la mujer con la que conversaba
quedaron al final del vagón restaurante, mirando hacia el interior. Al
cabo de poco, se marcharon dos personas más. El hombre hizo una seña y
entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El hombre detuvo a
Haze y le dijo: «Dos nada más», y lo hizo retroceder hasta la puerta.
Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la
persona que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola
para regresar al vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente
apretujada cerca de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar
que todos lo miraran. Durante un rato nadie se marchó y tuvo que
quedarse ahí de pie. La señora Hosen no volvió a fijarse en él. Al
final, la señora que se encontraba al fondo del vagón restaurante se
levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la mano agitarse
otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y, antes
de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café
de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa.
Pidió lo primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo
comió sin pensar en lo que era. La gente con la que compartía mesa había
acabado y notó que esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo
comer.
Cuando salió del vagón restaurante se sentía débil y las manos le
temblaban solas, con movimientos imperceptibles. Era como si hubiera
pasado un año desde que había visto al encargado hacerle señas para que
se sentara. Se detuvo entre dos vagones; para despejarse inspiró hondo
el aire frío. Funcionó. Cuando regresó a su vagón, todas las literas
estaban montadas y los pasillos, oscuros y siniestros, flotaban
envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que tenía una
litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía
tumbarse y subir la persiana un poquito para mirar y vigilar —justo lo
que pensaba hacer— y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren
en marcha. Podía observar la noche en movimiento.
Cogió el macuto, se fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de
dormir. Un cartel indicaba que había que avisarle al camarero para subir
a las literas de arriba. Se le ocurrió de repente que a lo mejor el
camarero era primo de algunos de los negros de la quebrada; podía
preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tennessee. Fue pasillo
abajo, a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él se
metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se
fue para la otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color
rosa, que lanzó un grito ahogado y masculló: «¡Serás torpe!». Era la
señora Hosen envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de
bigudíes. Se había olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo
brillante, peinado para atrás y esos rizadores que parecían setas negras
enmarcándole la cara. Ella trató de avanzar y él quiso dejarla pasar,
pero los dos se movieron a la vez. A ella se le puso la cara morada
salvo por unas manchitas blancas que no se le encendieron. Se puso
tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
—¿Se puede saber qué es lo que te pasa?
El se escurrió como pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal
fuerza contra el camarero que este perdió el equilibrio y él le cayó
encima; la cara del camarero quedó muy cerca de la suya, era clavado al
viejo Cash Simmons. Por un instante no pudo quitarse de encima del
camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó: «Cash», y el
camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo, a
toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que
quería subirse a su litera mientras pensaba: «Es pariente de Cash», y
entonces, de repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando
estaba distraído: «Este es el hijo que se le fugó a Cash». Y luego:
«Conoce Eastrod y no quiere saber nada, no quiere hablar de eso, no
quiere hablar de Cash».
Se quedó mirando mientras el camarero le ponía la escalera para subir a
la litera; luego subió sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash,
aunque distinto, no tenía los mismos ojos, y cuando estaba a medio
subir, dijo, sin dejar de mirar al camarero:
—Cash está muerto. Un puerco le pegó el cólera.
El camarero se quedó con la boca abierta y, observando a Haze con
desdén, masculló: —Soy de Chicago. Mi padre era empleado del
ferrocarril.
Haze se lo quedó mirando y se echó a reír: un negro empleado de
ferrocarril; y rió otra vez y el camarero apartó la escalera con un
movimiento del brazo tan brusco que Haze tuvo que agarrarse de la manta.
Se acostó boca abajo en la litera, temblando por la forma en que había
subido. El hijo de Cash. De Eastrod. Pero que no quería saber nada de
Eastrod, que odiaba Eastrod. Siguió acostado boca abajo durante un rato,
sin moverse. Era como si hubiese pasado un año desde que se había caído
en el pasillo encima del camarero.
Al cabo de un rato se acordó de que, en realidad, estaba en la litera,
se dio la vuelta, encendió la luz y miró a su alrededor. No había
ventana.
En la pared del costado no había ninguna ventana. No se subía hacia
arriba para convertirse en ventana. No había ninguna ventana disimulada
en la pared. Había como una red de pesca en toda la pared del costado,
pero no había ninguna ventana. Por un instante, se le pasó por la cabeza
que eso era obra del camarero: le había dado esa litera que no tenía
ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo, porque lo odiaba.
Seguro que eran todos iguales.
El techo encima de la litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo
daba la impresión de no estar bien cerrado; daba la impresión de estar
cerrándose. Se quedó acostado un rato, sin moverse. Notó en la garganta
como una esponja con sabor a huevo. En la cena había tomado huevos.
Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta. Justo en la
garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se
movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera
oscuro. Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del
interruptor, le dio y la oscuridad le cayó encima, y después se hizo
menos intensa por la luz que se filtraba por el espacio sin cerrar, como
de un palmo. Quería que la oscuridad fuera completa, no que estuviera
diluida. Oyó al camarero acercarse por el pasillo, sus pasos mullidos en
la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las cortinas verdes, luego los
pasos se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se oyeron más. El
camarero era de Eastrod. Era de Eastrod pero no quería saber nada de ese
lugar. Cash no lo hubiera reclamado. No lo hubiera querido. No hubiera
querido nada que llevara una chaquetilla blanca y ajustada y anduviera
con una escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la misma pinta
que si la hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como
los negros. Pensó en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del
tren. En Eastrod ya no quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al
entrar por el camino vio en la oscuridad, en la penumbra, la tienda de
comestibles cerrada con tablas y el granero abierto donde la oscuridad
andaba suelta, y la casa más pequeña medio desmontada, sin porche ni
suelo en la entrada. Se suponía que debía ir a casa de su hermana en
Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del campamento
de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a Eastrod
pese a que sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias
desperdigadas por los pueblos y hasta los negros que vivían en el camino
se habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros sitios. Él había
vuelto a dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del techo se
había desprendido una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un
corte en la cara. Pegó un salto, como si notara la tabla, y el tren dio
una sacudida, se detuvo y volvió a arrancar. Recorrió la casa para
comprobar que no quedara nada que conviniera llevarse.
Su mamá siempre dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal.
En ninguna parte había otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había
pagado treinta dólares por aquel ropero y no había vuelto a comprarse
nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él calculó que en el camión no había
quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los cajones.
En el de arriba de todo encontró dos trozos de bramante y nada en los
demás. Le pareció raro que no hubiera entrado nadie a robar un ropero
como aquel. Cogió el bramante, ató las dos patas a unas tablas sueltas
del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno de los cajones: este
ropero pertenece a hazel wickers. no robar. al que lo robe lo VOY A
PERSEGUIR Y LO VOY A MATAR.
Así ella descansaría mejor sabiendo que el mono estaba protegido de
alguna manera. Si ella llegaba a buscarlo por la noche, lo vería. Haze
se preguntó si alguna vez su mamá caminaba de noche y pasaba por ahí...
si pasaba con aquella expresión en la cara, inquieta y fija, si subía
por el sendero y recorría el granero abierto por todas partes y si se
paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles cerrada con
tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara como
la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le
había visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa,
había visto la sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como
si no estuviera contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un
salto, apartar la tapa y salir volando como un espíritu que iba a estar
satisfecho: pero ellos encerraron dentro al espíritu. A lo mejor ella
iba a salir volando de ahí dentro, a lo mejor iba a levantarse de un
salto; tremenda, como un enorme murciélago que se colaba por la rendija,
la vio salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre ella, se
cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio cerrarse,
acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se
veían por la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más
negra. Abrió los ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto,
se coló por la grieta y se quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz
del tren le permitió ver poco a poco la alfombra del suelo, moviéndose,
qué mareo. Se quedó ahí, mojado y frío, y vio al camarero en el otro
extremo del vagón, una silueta blanca en la oscuridad, ahí de pie,
observándolo sin moverse. Las vías describieron una curva y él, mareado,
cayó de espaldas en la intensa calma del tren.
En Cuentos completos
Traducciones de Marcelo Covián, Celia Filipetto y Vida Ozores
Barcelona, Debolsillo, 2006
Imagen: Autorretrato de Flannery O'Connor 1953
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