EL DISCÍPULO
de Manuel Mejía Valera
JAVIER DOBLÓ EL PERIÓDICO, MIENTRAS en su cara se esbozaba un gesto de
malestar.
_No es posible, no es posible
_murmuró.
Sabedora de los estados de
ánimo de su joven esposo, María Eugenia le interrogó diligente:
_ ¿Qué pasa, amor mío?
_Ha muerto el poeta Cyril
Marko en un accidente de aviación. Aunque personalmente apenas lo conocí, bien
sabes cómo ha influido su poesía y su vida en mi obra. La última vez que lo vi
fue cuando viajaba a Europa: parecía inquieto y me extrañó mucho que su esposa
y las niñas no fueran a despedirlo.
_ ¡Qué lamentable! _dijo
María Eugenia despreocupada.
Javier se limpió
involuntariamente la húmeda frente. Se puso de pie y como un sonámbulo fue al
lavabo. El agua sobre el rostro alivió en algo su angustia. Se acarició la cara
delante del espejo. Había que afeitarse antes de hacer cualquier cosa. Después
iría al trabajo. La compañía de sus amigos, y quizá unos tragos, le harían
bien.
Javier frecuentó los bares,
durante meses, incapaz de ocuparse de nada. Al comienzo le brindaron una
atención entusiasta: entre prosaico y lírico, relataba los infortunados azares
de su maestro muerto. Pero la atención de los otros tocó sus límites, y a poco
Javier advirtió un ir y venir silencioso, y cierto día la deserción total de
sus oyentes.
Para escapar de aquel estado
_y aconsejado por uno de sus amigos, que como todos se aburría escuchando a
diario el tema obsesivo_ decidió
escribir la biografía del maestro.
María Eugenia asistía con
alarma a esta etapa febril de su esposo, confinado en la luminosidad gris y
apagada de su escritorio.
_Me parece que lo estoy
perdiendo_ le confesó a una amiga.
Entretanto, la exhumación de
documentos, encuestas, entrevistas, cartas, colmaban el tiempo de Javier, al
paso que le revelaban coincidencias extrañas: nacidos el mismo día, aunque con
quince años de diferencia (según el horóscopo ambos estaban regidos por
Capricornio), sus años de infancia, su temprano interés por la poesía, la edad
en que publicaron su primer libro (a los diecinueve años), su inclinación por
el alcohol, la fecha de matrimonio, el mismo número de hijas, establecían entre
Javier y el poeta biografiado una coincidencia singular. Una colección de
fotografías comprobó el sorprendente parecido físico entre ambos poetas. Desde
luego, esto agudizó la pasión de Javier en su tarea.
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Una mañana, al lado de su
taza de café, Javier advirtió el sello rojo de una carta. “Viene de Italia”,
pensó, mientras abría el sobre con sus manos temblorosas. Después de los
rutinarios saludos y las frases comunes sobre boîtes y museos, un viajero amigo suyo le hablaba del último
escándalo literario: la viuda del poeta Cyril Marko se paseaba ostentosamente
con un joven en Roma. Venía adjunta una fotografía de los dos aparecida en Oggi, frente a una conocida fuente
romana. Javier observó con detenimiento
el gesto cínico del adolescente y el rostro sonriente de la otoñal señora.
“Parecen felices”, pensó, mientas envolvía a su esposa en un tumulto de miradas rencorosas.
Grotescamente trémulo, estrujó la carta y se levantó:
_No vendré a comer ni a cenar
_dijo.
En el bar, Javier imaginó con
horror su propio destino: como su maestro, sufriría un accidente de aviación, y
después de muerto, María Eugenia ¡la muy canalla! lo engañaría en Italia. La
recordó con su vestido blanco…el olor de gardenias…los grandes ojos grises,
jurándole fidelidad…Ya borracho se despidió de sus amigos, que ante el aire
sombrío de Javier esta vez no se atrevieron a poner a su lado la habitual silla
vacía, que simbolizaba la ausencia del poeta muerto.
Sin emoción, Javier besó los
labios húmedos de su mujer, la apartó bruscamente y se durmió en
seguida…Rostros sardónicos que le conducían a un vasto páramo de erectos
cuernos, aparecieron amenazadores en sus sueños. Para sorpresa de sus amigos,
al día siguiente renunció a colaborar en los suplementos literarios de El Torero, Las Astas y El Ruedo.
Al comienzo, María Eugenia
pensó que se trataba de dificultades en el trabajo, luego atribuyó las
extravagancias de su marido a neurastenia, pero la conducta de la última noche
le hizo temer que había otra mujer. Esto pareció confirmarse cuando Javier
renunció al trabajo, sacó sus ahorros del banco y le confesó que había decidido
partir a Italia. Para María Eugenia fue
el colmo del cinismo el que su esposo le dijera que de aquel viaje dependía el
futuro de ambos.
La separación fue
tempestuosa. Agobiada por intensa agitación, rodeada de sus hijas, ella lo
acusó de bígamo y destructor del hogar, y lo amenazó con el divorcio. Por
supuesto, sólo fueron a despedirlo al puerto jóvenes discípulos y admiradores.
Javier no disfrutó de las comodidades del viaje. Sombrío, esquivaba a
los pasajeros del barco, se negaba a participar en los juegos y era frecuente
verlo con la mirada fija en el mar crispado por las arremetidas del viento. el
camino del Havre a Roma lo hizo en ferrocarril. Entre la oscura prisa de París
y la Torre Eiffel, pero se detuvo con morboso deleite frente a una modesta librería
que anunciaba La Dame infidéle.
En el consulado de Roma un
empleado muy solemne le dio el teléfono de la viuda del poeta. Javier contuvo
la respiración al oír la voz de la señora que le invitaba a tomar té. Al
colgar, lo abrumó la sensación de lo inevitable, como si una antigua profecía
lo llamara.
La simpatía fue instantánea.
El rostro dulce, apenas surcado por leves arrugas y los inocentes ojos grises
de la viuda, casi desvanecieron la impresión de la calumnia.
_Señora, vengo a verla porque
estoy escribiendo un libro sobre su difunto esposo. Yo también soy poeta y he
seguido paso a paso al maestro. Sin duda, usted me dará otros datos que me
permitan diseñar la figura intelectual del poeta. _La voz de Javier parecía tímida, aunque
apretaba las mandíbulas como si le dolieran los dientes.
La viuda de Cyril Marko
sonrió con benevolencia:
_Tome asiento, joven. Basta
que usted quiera hablarme de mi esposo
para que yo lo atienda con gusto. _Tocó
una campanilla de plata y apareció un mozo uniformado. La señora le dijo:
_Dentro de unos minutos
sírvanos el té, y, en cuanto venga el joven Oswaldo, hágalo pasar en seguida.
_Volviéndose a Javier continuó_: A pesar de que nada grave ensombreció nuestro
matrimonio, algo nos anunciaba un desacuerdo: de mi parte, ciertos celos que
ahora encuentro ridículos, y en él, un apego extraño a su maestro. Mi esposo
vino solo a Europa. Ahora yo sigo sus pasos y sospecho por qué no quiso traerme
en su viaje: nada tan aburrido como una mujer celosa.
De pronto apareció un
muchacho elegante y de aspecto muy sano: se secó el sudor de la cara y encendió
un cigarrillo. Observó el rostro del recién llegado, los ojos azules y la piel
cubierta de un vello dorado y sutil. Se puso en pie.
_Le presento a Oswaldo: es
casi un hijo o un pariente mío.
Javier sintió dificultad en
continuar la conversación. También el otro permanecía en silencio. Ella dijo:
_Hace poco reprodujeron
nuestra fotografía en la crónica social de un diario. Muchos creyeron que
Oswaldo era mi hijo mayor. _En seguida
rió de buena gana.
Mientras tomaba el té, con
voz inexpresiva, la señora reveló que Oswaldo, sobrino de una antigua amiga,
pretendía a una de sus hijas. Ahora disfrutaba de una beca en Italia y le servía
de cicerone. Cambio bruscamente de tema. Ante la colmada sonrisa de Javier, él
le pidió la ayudara en la edición de las obras completas de su esposo.
El joven poeta apenas pudo
disimular su triunfante excitación al comprobar el inalterable tono maternal de
la viuda y la actitud respetuosa del muchacho. Arrepentido de sus sospechas,
sonrió a su acompañante. Y cuando éste se despidió, nítida, vagaba la ternura
por la cara del poeta. “Esta misma noche le escribiré a mi pobre María
Eugenia”, pensó.
La viuda y Javier continuaron hablando de
Cyril Marko. Saborearon unas copas de vino italiano y pusieron unos discos.
Bailaron. Creció la euforia, y, respetuoso, Javier consideró prudente
despedirse…Pero en la cálida penumbra sus ojos se encontraron: había una
complicidad secreta y compartida. Ella lo besó apasionadamente.
Mientras ambos se abrazaban
voluptuosos, Javier dedujo con horror que alguno de sus discípulos, un día,
repetiría esta escena.
Cuento copiado del libro:
MEJÍA VALERA, MANUEL. "UN CUARTO DE CONVERSIÓN". ED. JOAQUÍN MORTIZ. MÉXICO. 1966. El discípulo. pp. 17-26.
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