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martes, 9 de abril de 2013

MANUEL MEJÍA VALERA: "El Discípulo", cuento.



EL DISCÍPULO

de Manuel Mejía Valera

JAVIER DOBLÓ EL PERIÓDICO, MIENTRAS en su cara se esbozaba un gesto de malestar.
   _No es posible, no es posible _murmuró.
   Sabedora de los estados de ánimo de su joven esposo, María Eugenia le interrogó diligente:
   _ ¿Qué pasa, amor mío?
   _Ha muerto el poeta Cyril Marko en un accidente de aviación. Aunque personalmente apenas lo conocí, bien sabes cómo ha influido su poesía y su vida en mi obra. La última vez que lo vi fue cuando viajaba a Europa: parecía inquieto y me extrañó mucho que su esposa y las niñas no fueran a despedirlo.
   _ ¡Qué lamentable! _dijo María Eugenia despreocupada.
   Javier se limpió involuntariamente la húmeda frente. Se puso de pie y como un sonámbulo fue al lavabo. El agua sobre el rostro alivió en algo su angustia. Se acarició la cara delante del espejo. Había que afeitarse antes de hacer cualquier cosa. Después iría al trabajo. La compañía de sus amigos, y quizá unos tragos, le harían bien.
   Javier frecuentó los bares, durante meses, incapaz de ocuparse de nada. Al comienzo le brindaron una atención entusiasta: entre prosaico y lírico, relataba los infortunados azares de su maestro muerto. Pero la atención de los otros tocó sus límites, y a poco Javier advirtió un ir y venir silencioso, y cierto día la deserción total de sus oyentes.
   Para escapar de aquel estado _y aconsejado por uno de sus amigos, que como todos se aburría escuchando a diario el tema obsesivo_  decidió escribir la biografía del maestro.
   María Eugenia asistía con alarma a esta etapa febril de su esposo, confinado en la luminosidad gris y apagada de su escritorio.  
   _Me parece que lo estoy perdiendo_  le confesó a una amiga.
   Entretanto, la exhumación de documentos, encuestas, entrevistas, cartas, colmaban el tiempo de Javier, al paso que le revelaban coincidencias extrañas: nacidos el mismo día, aunque con quince años de diferencia (según el horóscopo ambos estaban regidos por Capricornio), sus años de infancia, su temprano interés por la poesía, la edad en que publicaron su primer libro (a los diecinueve años), su inclinación por el alcohol, la fecha de matrimonio, el mismo número de hijas, establecían entre Javier y el poeta biografiado una coincidencia singular. Una colección de fotografías comprobó el sorprendente parecido físico entre ambos poetas. Desde luego, esto agudizó la pasión de Javier en su tarea. 

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   Una mañana, al lado de su taza de café, Javier advirtió el sello rojo de una carta. “Viene de Italia”, pensó, mientras abría el sobre con sus manos temblorosas. Después de los rutinarios saludos y las frases comunes sobre boîtes y museos, un viajero amigo suyo le hablaba del último escándalo literario: la viuda del poeta Cyril Marko se paseaba ostentosamente con un joven en Roma. Venía adjunta una fotografía de los dos aparecida en Oggi, frente a una conocida fuente romana.  Javier observó con detenimiento el gesto cínico del adolescente y el rostro sonriente de la otoñal señora. “Parecen felices”, pensó, mientas envolvía a  su esposa en un tumulto de miradas rencorosas. Grotescamente trémulo, estrujó la carta y se levantó:
   _No vendré a comer ni a cenar _dijo.
   En el bar, Javier imaginó con horror su propio destino: como su maestro, sufriría un accidente de aviación, y después de muerto, María Eugenia ¡la muy canalla! lo engañaría en Italia. La recordó con su vestido blanco…el olor de gardenias…los grandes ojos grises, jurándole fidelidad…Ya borracho se despidió de sus amigos, que ante el aire sombrío de Javier esta vez no se atrevieron a poner a su lado la habitual silla vacía, que simbolizaba la ausencia del poeta muerto.
   Sin emoción, Javier besó los labios húmedos de su mujer, la apartó bruscamente y se durmió en seguida…Rostros sardónicos que le conducían a un vasto páramo de erectos cuernos, aparecieron amenazadores en sus sueños. Para sorpresa de sus amigos, al día siguiente renunció a colaborar en los suplementos literarios de El Torero, Las Astas y El Ruedo.
   Al comienzo, María Eugenia pensó que se trataba de dificultades en el trabajo, luego atribuyó las extravagancias de su marido a neurastenia, pero la conducta de la última noche le hizo temer que había otra mujer. Esto pareció confirmarse cuando Javier renunció al trabajo, sacó sus ahorros del banco y le confesó que había decidido partir  a Italia. Para María Eugenia fue el colmo del cinismo el que su esposo le dijera que de aquel viaje dependía el futuro de ambos.
   La separación fue tempestuosa. Agobiada por intensa agitación, rodeada de sus hijas, ella lo acusó de bígamo y destructor del hogar, y lo amenazó con el divorcio. Por supuesto, sólo fueron a despedirlo al puerto jóvenes discípulos y admiradores.
Javier no disfrutó de las comodidades del viaje. Sombrío, esquivaba a los pasajeros del barco, se negaba a participar en los juegos y era frecuente verlo con la mirada fija en el mar crispado por las arremetidas del viento. el camino del Havre a Roma lo hizo en ferrocarril. Entre la oscura prisa de París y la Torre Eiffel, pero se detuvo con morboso deleite frente a una modesta librería que anunciaba La Dame infidéle.
   En el consulado de Roma un empleado muy solemne le dio el teléfono de la viuda del poeta. Javier contuvo la respiración al oír la voz de la señora que le invitaba a tomar té. Al colgar, lo abrumó la sensación de lo inevitable, como si una antigua profecía lo llamara.
   La simpatía fue instantánea. El rostro dulce, apenas surcado por leves arrugas y los inocentes ojos grises de la viuda, casi desvanecieron la impresión de la calumnia.
   _Señora, vengo a verla porque estoy escribiendo un libro sobre su difunto esposo. Yo también soy poeta y he seguido paso a paso al maestro. Sin duda, usted me dará otros datos que me permitan diseñar la figura intelectual del poeta.  _La voz de Javier parecía tímida, aunque apretaba las mandíbulas como si le dolieran los dientes.
   La viuda de Cyril Marko sonrió con benevolencia:
   _Tome asiento, joven. Basta que usted quiera hablarme de  mi esposo para que yo lo atienda con gusto.  _Tocó una campanilla de plata y apareció un mozo uniformado. La señora le dijo:
   _Dentro de unos minutos sírvanos el té, y, en cuanto venga el joven Oswaldo, hágalo pasar en seguida. _Volviéndose a Javier continuó_: A pesar de que nada grave ensombreció nuestro matrimonio, algo nos anunciaba un desacuerdo: de mi parte, ciertos celos que ahora encuentro ridículos, y en él, un apego extraño a su maestro. Mi esposo vino solo a Europa. Ahora yo sigo sus pasos y sospecho por qué no quiso traerme en su viaje: nada tan aburrido como una mujer celosa.
   De pronto apareció un muchacho elegante y de aspecto muy sano: se secó el sudor de la cara y encendió un cigarrillo. Observó el rostro del recién llegado, los ojos azules y la piel cubierta de un vello dorado y sutil. Se puso en pie.
   _Le presento a Oswaldo: es casi un hijo o un pariente mío.
   Javier sintió dificultad en continuar la conversación. También el otro permanecía en silencio. Ella dijo:
   _Hace poco reprodujeron nuestra fotografía en la crónica social de un diario. Muchos creyeron que Oswaldo  era mi hijo mayor. _En seguida rió de buena gana.
   Mientras tomaba el té, con voz inexpresiva, la señora reveló que Oswaldo, sobrino de una antigua amiga, pretendía a una de sus hijas. Ahora disfrutaba de una beca en Italia y le servía de cicerone. Cambio bruscamente de tema. Ante la colmada sonrisa de Javier, él le pidió la ayudara en la edición de las obras completas de su esposo.
   El joven poeta apenas pudo disimular su triunfante excitación al comprobar el inalterable tono maternal de la viuda y la actitud respetuosa del muchacho. Arrepentido de sus sospechas, sonrió a su acompañante. Y cuando éste se despidió, nítida, vagaba la ternura por la cara del poeta. “Esta misma noche le escribiré a mi pobre María Eugenia”, pensó.
   La viuda y Javier continuaron hablando de Cyril Marko. Saborearon unas copas de vino italiano y pusieron unos discos. Bailaron. Creció la euforia, y, respetuoso, Javier consideró prudente despedirse…Pero en la cálida penumbra sus ojos se encontraron: había una complicidad secreta y compartida. Ella lo besó apasionadamente.
   Mientras ambos se abrazaban voluptuosos, Javier dedujo con horror que alguno de sus discípulos, un día, repetiría esta escena.

Cuento copiado del libro:

MEJÍA VALERA, MANUEL. "UN CUARTO DE CONVERSIÓN". ED. JOAQUÍN MORTIZ. MÉXICO. 1966. El discípulo. pp. 17-26.

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