Hace algunos meses publicamos el ensayo de Sergio López Rivera sobre el gran escritor húngaro Sándor Márai. Ahora reunimos, con el permiso de Ediciones Salamandra s.a. y de la casa editorial Océano, algunos fragmentos de los Diarios de 1984-1989, de Confesiones de un burgués, de La herencia de Eszter y de El último encuentro. De esta manera queremos hacer patente nuestra admiración por la obra de uno de los escritores fundamentales del siglo XX. La inteligencia, la sinceridad y el artificio literario se unen para entregarnos estas reflexiones sobre la vida, la literatura, la política, los seres humanos y la muerte. Márai se suicidó en San Diego, California, a los ochenta y nueve años de su edad. La obra de este escritor sin miedo y sin tacha sigue creciendo e iluminando a la literatura de todos los tiempos.
HGV
Reflexiones de Sándor Márai
DIARIOS 1984- 1989
La capacidad de adaptación del ser humano es increíble: me acostumbro a vivir medio ciego, a tientas, a percibir las distancias transformadas. No tengo pánico, sólo la esperanza de que la hemorragia desaparezca. No es algo imposible. Tengo miedo de no aceptar la muerte cuando me llegue la hora.
“Muerte, acéptame como hijo tuyo” (Kosztolányi). Sería mejor así: “Muerte, te acepto como padre.”
Hoy en día, el escritor que intenta crear algo diferente de lo que la industria de consumo produce para alimentar a los lectores es como el cojo que anda con prótesis, pero de todas formas intenta presentarse a una carrera de cien metros.
Ilustración de Víctor Garrido |
El proletario occidental ya va en coche; el chino, en bicicleta. Puede ocurrir que el ciclista llegue más lejos que el automovilista.
Quejas democrático-populares por la “falta de crítica novelística”. Donde no hay crítica social, ¿cómo va a haber crítica literaria?
Algunas palabras tienen una fuerza destructora tan densa como el cianuro.
Una agenda antigua. Sólo encuentro la dirección de tres personas vivas, los demás se marcharon sin dejar dirección, están muertos.
Todas las noches algunas líneas de Marco Aurelio. Me parece demasiado cómoda la estoica resignación a la fatalidad. Es una postura hermosa y noble, pero me resulta más cercano Fausto, que no se conforma y se obstina en preguntar una y otra vez.
Anoche sentí por primera vez, con absoluta certeza y sin más, que soy mortal; no la posibilidad, sino el hecho. No fue tan aterrador.
La religión institucionalizada pierde justamente la esencia de la religión. Algo similar ocurre al institucionalizar la literatura y el arte: su esencia se evapora.
Tiene que ser muy bonito morir sano.
A veces me sorprende que todavía siga aquí, vivo,hasta el último momento, sin haber perdido la voluntad de “cumplir” con algo: con las obligaciones diarias o con otras, banales. No darse por vencido mientras aguante.
Schopenhauer fue uno de los grandes iconoclastas del siglo xix : supo destruir una visión del mundo de manera convincente pero no construyó otra realmente original para sustituirla. “¿Usted todavía necesita a Dios?”, preguntó furioso a un filósofo rival. La imagen del Dios antropomorfo le parecía humillante, tanto para Dios como para el hombre.
En la literatura no existe la democracia; sólo hay solistas. El escritor que decida cantar en un orfeón descubrirá que su voz no se distingue del coro.
¿La echo de menos? Tanto como echaría de menos el aire. Me la evocan las palabras, los objetos, todo. Incluso al aire le falta algo.
Cuando un escritor va llegando al final de una larga vida, se espera de él algún tipo de summa vitae, un compendio filosófico. Yo no sé nada sobre summa vitae, y mi filosofía se resume en lo siguiente: es mucho menos peligroso un malvado que un imbécil. Y los imbéciles abundan sobremanera. Ellos sí que son peligrosos.
En sus cuadernos tomaba nota también de sus sueños. Y a continuación añadía: “¿Qué significa?” Como le dijo Mallarmé a un joven poeta: “Nunca preguntes qué es... Sólo qué significa.”
No es bueno dejarse envejecer por la vejez.
Hoy en día, en el mundo literario quedan pocos caballeros: casi todos quieren aparentar más de lo que son y apropiarse de lo que no es suyo.
Cada día al despertar noto el regusto de la muerte en la boca. No se parece a nada, es como un aperitivo crudo.
La vejez. El viejo tiene que decidir cómo gestionar la soledad. ¿Qué es más adecuado: ser solitario a solas o vivir solo en compañía? Hace más de un año que vivo en la soledad solitaria. No es fácil, tampoco lo considero auténtica “vida”, pero es más tolerable que la soledad acompañada.
Momentos en que un animal enloquecido aúlla en la oscuridad. El momento en el que al final de una larga vida uno comprende que el destino no sólo es cruel, sino además deshonesto.
CONFESIONES DE UN BURGUÉS
Los niños “sanos”, los que saben adaptarse, cuando sufren al sentirse apartados dentro de la familia, al recibir alguna herida de esa clase, suelen escapar de su desengaño y de su soledad integrándose en una comunidad socialmente organizada, en una congregación religiosa, en una asociación cultural o estudiantil.
La burguesía daba testimonio de sus responsabilidades sociales a través de los actos de caridad. De los pobres se hablaba como si fuesen miembros de una tribu extraña e indefensa a quienes había que alimentar. A veces, cuando alguien llamaba a nuestra puerta, la criada nos informaba: “No es nadie, sólo un pobre.”
En aquel mundo de burgueses liberales, de prosperidad y de bienestar, nadie reparaba en que la pobreza era un problema mucho más grave de lo que podía parecer a simple vista y que no podía resolverse sólo por la vía de la caridad.
Yo pertenecía, con todas mis aspiraciones, a mi familia, y mi familia pertenecía, con todos sus instintos, a su clase social. Todo lo que se quedaba fuera de esa clase social –todos los intereses, todas las personas– era sólo materia prima, un conglomerado sin forma, algo sucio, pura basura. Sí, incluso en la iglesia se hablaba de los pobres como si fueran enfermos, como si ellos mismos hubiesen querido enfermar por no haberse cuidado lo suficiente.
Los recuerdos de la vida amorosa de un joven se componen de muslos, brazos, gestos, movimientos... Cuando el rostro aparece entre los demás miembros del cuerpo, termina la pubertad y empieza la edad madura del hombre.
Una soledad gélida me envolvía. Era algo más que la soledad del extranjero, surgía de mi interior, de mi ser, de mis recuerdos; era la soledad sin esperanzas que caracteriza al escritor. Mis hermanos culturales avanzaban o retrocedían cada uno por su propio camino; sólo nos comunicábamos mediante señales luminosas.
En esa época aún ardía en mi interior la llama resplandeciente de la alegría pura del erotismo, que me permitía entregarme al amor sin sentir remordimientos ni rechazo. La extraña sensación de tener que huir del “escenario del crimen” tras hacer el amor todavía no se había apoderado de mí. Cogía todo lo que Berlín me ofrecía con las dos manos, sin temores ni dobles intenciones.
Su intuición femenina le procuraba ese material que poseen la mayoría de las mujeres de verdad y del que los hombres se enorgullecen cuando consiguen adquirir una mínima parte.
Los alemanes, personas por otra parte muy sensatas, impregnadas de los valores de la burguesía, soportaban la vida de entonces a duras penas. La mayoría de la gente no bebe para alcanzar un estado de éxtasis; simplemente lleva dentro una herida que un día no puede soportar más. Y es cuando empieza a beber.
Uno pertenece a una familia espiritual, y en la jerarquía de ese árbol genealógico está Goethe como padre primigenio de todos, de los demás miembros de la familia, de nuestros hermanos y tíos espirituales. Cuando empecé a leer a Péguy, tuve enseguida la impresión de haberlo leído ya. Con las almas de esa clase, con los miembros de esa familia resulta fácil establecer un diálogo, no es necesario ser explícito, se comprende enseguida lo que el otro quiere decir. La soledad del escritor sólo está poblada por ese tipo de almas, nunca por amigos o amantes.
En París advertí desde las primeras semanas que podría perecer delante de los franceses y ni me ofrecerían un vaso de agua, ni siquiera se encogerían de hombros. Esa fue una buena lección para mí: detrás de la indiferencia empedernida de los franceses adivinaba su fuerza, su crueldad latina, su verdad. Casi los admiraba por tanta indiferencia.
¡Ay, la manera de encogerse de hombros de los franceses! Me costó mucho tiempo olvidarla; únicamente logré reconciliarme con ese gesto cuando conocí a otros franceses más tiernos.
Todas las tardes pasaba por allí Unamuno con su suave sonrisa de sabio, aguantando las incomodidades de la emigración forzosa con comprensión y serenidad; a su alrededor se reunían los intelectuales y los aventureros de la nueva España, oficiales, filósofos, escritores. A mí me gustaba estar con ellos. Eran personas tristes, como todos los que frecuentábamos Montparnasse: allí todos éramos personas perdidas y con multitud de defectos, todos buscábamos un lugar en el mundo, una patria física y espiritual.
Volví a mi casa parisina y, de repente, comencé a expresarme con libertad y sin miedos, como un niño que ya ha aprendido a hablar. No es fácil analizar ese tipo de “liberaciones”. No puedo definir la “experiencia”, no conozco el proceso anímico que abre camino a esa avalancha natural, a la capacidad –exenta de cualquier duda o temor, casi impúdica– de la escritura y de la expresión.
Los recuerdos que me quedaron de aquellos viajes salvajes de la juventud –cuando estaba constantemente al acecho de cualquier presa, cuando me apropiaba con ansias inocentes y entusiasmo vándalo de paisajes y calles que trasladaba a la esfera de mis recuerdos– duraron poco.
La atmósfera de Londres era erótica; Londres es quizá la única ciudad del mundo con una atmósfera erótica inconfundible. En París la gente se besaba en la calle y hacía el amor en los cafés..., pero el erotismo es algo oculto y rodeado de secretos; el erotismo es siempre el dessous, nunca la desnudez. En Londres no he visto ni un beso dado en una mano en público que durase un segundo más de lo debido o se prolongase de cualquier forma. Más la ciudad rebosaba erotismo y en la niebla se oían gritos de placer.
Recuerdo algunas de las tardes que pasé en el campo inglés, cuando llegué a comprender a los suicidas ingleses; recuerdo a un hombre que se alojaba en el mismo hotel que yo, que se vestía cada noche de frac, subía personalmente una botella de vino tinto francés a su habitación para sentarse al lado de la chimenea con las piernas bien estiradas y quedarse así, vestido de frac, hasta la medianoche, momento en que se acostaba. Se aburrían como unas fieras nobles en su jaula. A veces me daban miedo.
Y aquellos criados que te agradecían el hecho de haber podido servirte con un “ Thank you! ” silencioso, melódico y, al mismo tiempo, altanero y despectivo, para que sintieras bien que no eras inglés, hecho deplorable cuyas consecuencias tú nunca serías capaz de comprender... Todo era “distinto”, el papel de cartas y el agua del grifo, la sonrisa y la brutalidad, y, sin embargo, por encima de ese carácter “distinto”, eran capaces de dedicarle a la gente del continente una sonrisa familiar, casi de complicidad. De mi estancia en Londres guardo el recuerdo de las sonrisas más hermosas, dulces y tiernas. No conservo nada más.
Aprendí que el buen periodista –con su ira solidaria, sus acusaciones y sus antipatías– cree de verdad en su rabia cuando ataca algo o a alguien: esa solidaridad es la que da credibilidad al periodismo.
El trabajo invadió poco a poco toda mi vida, como una enfermedad. La escritura no es una tarea para una persona “sana”, una persona sana es una persona que trabaja para acercarse a la vida, mientras que un escritor trabaja para acercarse a las profundidades de su obra, donde lo esperan peligros, terremotos, abismos, incendios.
LA HERENCIA DE ESZTER
No sé cómo sonó mi voz en aquel instante; pero probablemente no reflejó felicidad. Seguramente hablé como una sonámbula recién despertada. Aquel estado había durado veinte años. Durante veinte años yo había estado caminando así, dormida, al borde de un precipicio, con pasos decididos y sosegados, sonriendo. Entonces, me desperté de golpe y vi la realidad delante de mis ojos; sin embargo, no me sentí mareada. Nunca más me he sentido mareada. En la realidad, en la realidad de la vida y de la muerte, hay algo tranquilizador.
Había algo triste en él. Algo del fotógrafo o del político envejecido que ya no se entera de las artimañas ni de las ideas de los nuevos tiempos y que se aferra, obstinado y resentido, a sus viejos trucos, a sus afables prácticas de prestidigitador. Había algo en él del viejo domador de fieras a quien ya no temen ni sus propias bestias.
EL ÚLTIMO ENCUENTRO
Como todas las personas que viven mimadas por los dioses sin ninguna razón, también sentía una especie de angustia en el fondo de tanta felicidad. Todo era demasiado hermoso, demasiado redondo, demasiado perfecto. Uno siempre teme tanta felicidad ordenada.
Uno también construye lo que le ocurre. Lo construye, lo invoca, no deja escapar lo que le tiene que ocurrir. Así es el hombre. Obra así incluso sabiendo o sintiendo desde el principio, desde el primer instante, que lo que hace es algo fatal. Es como si se mantuviera unido a su destino, como si se llamaran y se crearan mutuamente. No es verdad que la fatalidad llegue ciega a nuestra vida, no. La fatalidad entra por la puerta que nosotros mismos hemos abierto, invitándola a pasar.