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martes, 25 de diciembre de 2007

El Llano en Llamas de Juan Rulfo

¡Buenas! Hoy es martes, diciembre 25, 2007 y son las 12:57 pm

Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

El Llano en llamas
Originalmente publicado en la revista América
Nº 64, diciembre, 1950
(El Llano en llamas, 1953)

Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos...

(Corrido popular)

“¡Viva Petronilo Flores!”
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
“¡ Viva mi general Petronilo Flores!”
Nosotros nos miramos.
La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban Los cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!” Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la se&ntildeal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tama&ntildeo respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron.
Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.
Alguno de nosotros gritó: “¡Viva Pedro Zamora!”
Del otro lado respondieron, casi en secreto: “¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!”
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.
“¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!”, nos gritaron otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo.


Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslseguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía, por eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amole, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si tragara un buche de coraje, les gritóa los Joseses:
“¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! Iremos por él!”
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de “los Cuatro”. Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuando se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón.! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de los Cuatro detrasito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
“Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno”; pero, aun así seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.


Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: “¡Allí vienen los de Zamora!”
Había vuelto la paz al Llano Grande.


Pero no por mucho tiempo.
Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el escondrijo del Cañón del Tozín, allí donde el río Armería se encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros. Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando subíamos a la sierra en busca de venados. Eramos cinco, casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos, hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armancio Alcalá, que era el que le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de ma&ntildeanita, mientras nos ocupábamos en destazar una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse. Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver asomándose por entre los sabinos. Traía terciadas dos carrilleras con cartuchos del “44” y en las ancas de su caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera una maleta.
Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana, pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré.
Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde. También venían otros tres que no conocíamos.
—En el camino conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo formando grandes nubes alumbradas. Seguimos caminando de frente, encandilados por la luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos a los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían caído las manos y traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venían Pedro Zamora y mucha gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra como huizapoles maduros aventados por el viento, para llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un tiempo que así fue. Y ahora parecía volver.


De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel, porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ese era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: ”Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos.“ Eso nos dijo. Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron matándonos otra vez como antes, aunque no con la misma facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezu&ntildeas de sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y como diciendo: ”Ya los venteamos, nomás nos estamos haciendo disimulados.”
Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echaban sobre el suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos resistían allí hasta que otros nos iban cercando poquito a poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar mucho, aunque éramos muchos.
Y es que ya no se trataba de aquella gente del general Urbano, que nos habían echado al principio y que se asustaban a puros gritos y sombre­razos; aquellos hombres sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo cuando nos veían poquitos se iban sobre nosotros. Ésos ya se habían acabado. Después vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de “30-30” que quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil caer sobre los ranchos en lugar de estar emboscando a las tropas del gobierno. Por eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más allá hicimos más perjuicios que nunca, siempre a la carrera, pegando la patada y corriendo como mulas brutas.
Y así, mientras en las faldas del volcán se estaban quemando los ranchos del jazmín, otros bajábamos de repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de huizache y haciendo creer a la gente que éramos muchos, escondidos entre la polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se quedaban quietos, esperando. Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y desde aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes incendios como si estuvieran quemando los desmontes. Desde aquí veíamos arder día y noche las cuadrillas y los ranchos y a veces algunos pueblos más grandes, como Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha; pero cuando llegaban, comen­zaba a arder Totolimispa, muy acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del llano encerrada entre montañas.


Quemamos al Cuastecomate y jugamos allí a los toros. A Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.
Los federales se habían ido por el rumbo de Autlán, en busca de un lugar que le dicen La Purificación, donde según ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se les habían quedado olvidados ocho soldados, además del administrador y el caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos para la otra. Y el que costó más trabajo fue aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto sólo con ladearse un poquito. En cambío, el administrador se murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no usó ninguna maña para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se murió muy callado, casi sin moverse y como si él mismo hubiera querido ensartarse. Pero el caporal sí costó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una cobija a cada uno, y ésa fue la causa de que al menos el caporal se haya defendido tan bien de los verdu­guillos con aquella pesada y gruesa cobija; pues en cuanto supo a qué atenerse, se dedicó a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora. Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las costillas con el verduguillo, haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las avispas. Sólo cuando vio su sangre dándole vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en las costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo hacía ponerse más descolorido. Luego se quedó tirado en medio del corral mirándonos a todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, porque de otra manera hubiera tardado mucho en morirse.
Desde entonces, Pedro Zamora jugó al toro más seguido, mientras hubo modo.


Por ese tiempo casi todos éramos “abajeños”, desde Pedro Zamora para abajo; después se nos juntó gente de otras partes: los indios güeros de Zaco­alco, zanconzotes y con caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría, que se decían de Mazamitla y que siempre andaban ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a cuidar el puerto de los volcanes, allá arriba, donde no había sino pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios güeros pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se quisieron separar de él. Iban siempre pegaditos a él, haciéndole sombra y todos los mandados que él quería que hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas que había en los pueblos para que él se encargara de ellas.
Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían de muy cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que ninguno se quedara rezagado:
—¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a ese caballo! ¡Y usté no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar!
Sí, él nos cuidaba. Ibamos caminando mero en medio de la noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida; pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro. Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del sueño que hacía, callados, lo seguíamos como si estuviéramos ciegos.


Pero la cosa se descompuso por completo desde el descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no haber sucedido eso, quizá todavía estu­viera vivo Pedro Zamora y el Chino Arias y el Chihuila y tantos otros, y la revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento del tren de Sayula.
Todavía veo las luces de las llamaradas que se alzaban allí donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los hacían rodar como troncos hasta el fondo de la cuesta, y cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el aire muy lejos, y muchos días después todavía se sentía el olor a muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a bien lo que iba a suceder. Habíamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos abierto los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a dar luz a las cosas. Se veía ya casi claramente a la gente apeñuscada en el techo de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todavía medio ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se detuvo.
De haber querido lo hubiéramos tiroteado, porque el tren caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos quisiera subir la cuesta. Hubiéra­mos podido hasta platicar con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de lo que les pasaba cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren como si alguien lo estuviera sacu­diendo. Luego la máquina se vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los carros pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos roncos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba. Seguía hacia atrás arrastrada por aquel tren al que no se le veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de lado cayó al fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar allá abajo. Después todo se quedó en silencio como si todos, hasta nosotros, nos hubiéramos muerto.
Así pasó aquello.
Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de los carros, nosotros nos retiramos de allí, acalambrados de miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz; ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz. Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de comer, y que los días y las noches fueran iguales para nosotros. Quisimos llegar al cañón del Tozín; pero el gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán. Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le dicen el, Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre nosotros, en rachas apretadas, calen­tando el aire que nos rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran terrones. Después supimos que eran ametralladoras aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de uno; pero entonces creímos que eran muchos soldados, por miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.
Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se quedó el Chihuila, atejonado detrás de un madroño, con la cobija envuelta en el pescuezo como si se estuviera defendiendo del frío. Se nos quedó mirando cuando nos íbamos cada quien por su lado para repartirnos la muerte. Y él parecía estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones, colorados de sangre.
Aquella desparramada que nos dimos fue buena para muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viéramos colgado de los pies a alguno de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien las hubiera puesto a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora sí iba de veras al ver aquello.
Algunos ganamos para el Cerro Grande y arrastrándonos como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el llano, hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido y vivido y donde ahora nos estaban aguardando para matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz; pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la gente se había vuelto matrera y lo único que habíamos logrado era agenciarnos enemigos. Hasta los indios de acá arriba ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en cuanto nos vean:
“No queremos verlos; pero si los vemos los matamos”, nos mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos, cada quien arrendando por distinto rumbo.


Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos esperando a que regresara, que cualquier día apareciera (le nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos cansamos de esperar. Es todavía la hora en que no ha vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supie­ron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tenía de robar muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quizá la mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el mundo. La que estaba allí, afuerita de la cárcel, esperando quién sabe desde cuándo a que me soltaran.
—¡Pichón, te estoy esperando a ti —me dijo—. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.
Yo entonces pensé que me esperaba para matarme. Allá como entre sueños me acordé de quién era ella. Volví a sentir el agua fría de la tormenta que estaba cayendo sobre Telcampana, esa noche que entramos allí y arra samos el pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de salida; al que alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza mientras yo me echaba a su hija sobre la silla del caballo y le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y no me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos catorce años, de ojos bonitos, que me dio mucha guerra y me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—. Allí está.
Y apuntó con el dedo a un muchacho largo con los ojos azorados:
—¡Quítate el sombrero, para que te vea tu padre!
Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí con algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer, aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena.
Yo agaché la cabeza.




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