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lunes, 28 de julio de 2008

1968, AÑO 40. JOSÉ REVUELTAS. Copiado de "Correo del Sur", suplemento del periódico morelense, "La Jornada Morelos".



1968, Año 40

Escrito por José Revueltas


Domingo, 27 de Julio de 2008


En enero de 1970, apenas unos días después del Año Nuevo, José Revueltas, por entonces encarcelado en Lecumberri debido a su participación en el movimiento estudiantil de 1968, denuncia el ataque salvaje contra los presos políticos encabezado por reos comunes, justo en el amanecer del año nuevo. El texto, una carta dirigida al escritor Arthur Miller, presidente del Pen Club Internacional, cuenta los detalles de esa brutal provocación, lanzada para aniquilar la huelga de hambre mantenida desde diciembre por un grupo de presos políticos.
El genio literario de Revueltas, transmite al lector los detalles electrizantes de la agresión, la sensación de nausea, horror e incredulidad de las víctimas ante la barbarie. Testimonio de la represión y la miseria humana, Revueltas alerta y previene, sacude las conciencias y reclama acciones consecuentes. Al cumplirse cuarenta años del inicio del Movimiento Estudiantil de 1968, la reedición de éste relato es a la vez homenaje y recordatorio. El Correo del Sur.




José Revueltas

Año Nuevo en Lecumberri.
SEÑOR ARTHUR MILLER,
PRESIDENTE DEL PEN CLUB INTERNACIONAL,
LONDRES.

Querido Arthur Miller:


(...) Poco después de las ocho de la noche del 1º de enero de 1970, desde nuestras celdas de la crujía M —donde se encuentra instalada una parte de los presos políticos de la Cárcel Preventiva de Lecumberri (los demás se distribuyen entre las crujías N y C) en la cual una mayoría de dichos presos políticos somos quienes estamos en huelga de hambre desde el 10 de diciembre de 1969—, escuchamos la voz de algún compañero que desde el corredor anunciaba en tono de alarma que las visitas que habían acudido esa tarde a la crujía M se encontraban detenidas desde hacía más de dos horas sin que se les hubiese permitido hasta entonces abandonar la cárcel y salir a la calle. Nuestras visitas, en efecto, habían abandonado la crujía M poco más o menos a las seis de la tarde y todos ya las suponíamos fuera de la prisión desde mucho tiempo antes, así que una gran inquietud se apoderó particularmente de aquellos que se habían despedido de sus familiares sólo hasta el último momento. A la voz de alarma, todos los huelguistas y unos cuantos compañeros que no secundaron la huelga de hambre, salimos del pequeño jardín interior de la crujía para agruparnos tras de la reja que separa al propio jardín de una gran puerta de hierro con dos hojas, que a su vez, comunica con el corredor circular (al que se llama "redondel" por su semejanza con el "callejón" de una plaza de toros) en cuyo centro se erige la elevada torre de vigilancia conocida como "el polígono", corredor al que convergen radialmente la mayor parte de las crujías del penal, pues otras como la M, N y la L, constituyen cuerpos del edificio interiores, separados del "redondel" por patios, pasillos y muros con puertas enrejadas, como en el caso del jardín de la crujía M, al que enmarcan dos paredes en ángulo que forman un trapecio con la línea de rejas de entrada y salida. Estos detalles tienen una importancia fundamental para comprender la forma en que ocurrieron los acontecimientos del primero de enero. Bien, como queda dicho, nos aglomeramos más de una veintena de compañeros a la puerta de la crujía M para inquirir con la guardia de celadores por la suerte de los familiares y pedirles que permitieran salir a nuestros representantes —o siquiera sólo uno de ellos— a fin de recabar informes fidedignos. Los celadores se negaron secamente a nuestra solicitud y en seguida, con aire de vaga distracción e indiferencia, se alejaron de la puerta para desaparecer a la vuelta del "redondel" en cosa de segundos. Al otro lado de los barrotes se mostraba ante nuestros ojos una cárcel vacía, insólita, desolada, sin un solo guardián, ni autoridad alguna a la cual recurrir. Una sensación oprimente y extraña. A nuestros oídos llegaron, distantes, gritos de mujeres y un apagado llanto de niños. "¡Presos políticos!", "¡Presos políticos!" gritaban a coro. Nadie puedo resistir al llamamiento.
Golpeamos la puerta frenéticamente, algunos salieron al otro lado, otros provistos de una barra de pesas para ejercicios gimnásticos, arremetieron sobre las cadenas. Los candados cedieron, ya estábamos en el "redondel".
Corrimos hacia los gritos. Ahí estaban en un corredor, prisioneros tras una alta puerta con rejas, mujeres, hombres, niños, nuestros visitantes. (Mi esposa no; había salido casualmente con una hora de anticipación al límite en que se termina la visita.) Pero ya no había nada que hacer, ni que intentar, cuando nuestro propósito simplemente era el de entrevistarnos con el director de la cárcel, con el subdirector en funciones de jefe de vigilancia, el primero, general Andrés Puentes Vargas y el segundo, mayor Bernardo Palacios, o con quien quiera que fuese la autoridad de la prisión a fin de obtener una explicación de los acontecimientos y la libertad de las visitas detenidas. Empero, ya en estos instantes no había autoridad en la prisión; o mejor dicho, el general Puentes Vargas y el mayor Palacios, allí presentes, representaban otra autoridad. Ahí estaban, sí, pero a la cabeza de las nutridas y compactas filas de un centenar de los presos por delitos comunes que constituyen la "élite" del poder en la Cárcel Preventiva: reos "comisionados" para el desempeño de las más diversas funciones administrativas de la prisión, "mayores" y "oficiales" de crujía, "escribientes", "galeros", "recaderos", "mandaderos", cada uno de los curiosos gremios con su respectivo cabecilla al frente, por supuesto, el rufián más acreditado y más temido entre todos ellos. El director de la cárcel y su subdirector en funciones de jefe de vigilancia, un general y un mayor que acaso habrían comandado con orgullo, en otros tiempos, a soldados del ejército nacional, optaban esta vez por el dudoso honor de ser quienes autorizaran a las bandas de los peores maleantes de las crujías habitadas por la población del más negro prestigio, para que gozaran dos largas horas de manos libres en el ataque impune y en el saqueo sin freno de los presos políticos, que sobrevendría apenas en unos vertiginosos minutos más..

“.... Los reclusos de la E desde atrás de las rejas nos cubrían de insultos soeces y nos lanzaban miradas de una ferocidad zoológica casi increíble. Las cosas se sucedían con una rapidez onírica, atropellada y fantástica. A nuestra espalda llegaban en tropel los compañeros de la C, muchachos estudiantes a los que de pronto causaba sorpresa, quién sabe por qué, mirarlos tan extraordinariamente jóvenes...”

Los que habíamos salido de la crujía M nos detuvimos a unos 50 pasos del punto en que, frente a frente a nosotros se encontraba la compacta masa de "comisionados", con el general y el mayor a corta distancia de ellos. Estábamos a la altura de la crujía E, los "comisionados" más o menos a la altura de la D, y en medio, en una "tierra de nadie", el corredor con rejas en el cual se encontraban detenidas las visitas. Los reclusos de la E desde atrás de las rejas nos cubrían de insultos soeces y nos lanzaban miradas de una ferocidad zoológica casi increíble. Las cosas se sucedían con una rapidez onírica, atropellada y fantástica. A nuestra espalda llegaban en tropel los compañeros de la C, muchachos estudiantes a los que de pronto causaba sorpresa, quién sabe por qué, mirarlos tan extraordinariamente jóvenes. Al mismo tiempo los maleantes de la D a quienes se habían abierto las puertas de la crujía, avanzaban en tumulto, ya armados con tubos, garrotes y varillas de fierro, a través de la masa que formaba el cinturón de "comisionados". Comenzaban aquí y allá, a trabarse cuerpo a cuerpo con aquellos de nosotros a quienes habían logrado sorprender más al alcance de sus golpes. De todas partes llovían proyectiles, botellas, piedras, tabiques, en medio del estruendo de los vidrios que estallaban en pedazos y gritos, palabras, voces y maldiciones de las que nadie entendía nada. Ante mis propios ojos y con ademanes que me parecieron singularmente lentos y tranquilos, un celador introducía la llave en el candado de la E, le daba unas vueltas cuidadosas, con aire profesional y experto, retiraba la cadena y en seguida abría la puerta.
Durante unos segundos los de la E permanecieron vacilantes, perplejos, como sin dar crédito a esa realidad extraña, y sin atreverse tampoco a dar aquel paso hacia el "redondel" que en circunstancias normales de la cárcel, constituye un paso hacia la rebelión, a los golpes de macana de los celadores hacia el solitario encierro en una celda —por semanas enteras, el temido "apando" con que se castiga a los presos. Pero esta desconfianza ocupó el instante de un parpadeo. Los de la E salieron en avalancha para unirse a los de la D y la fracción de éstos que habían tomado la dirección opuesta a los primeros se aproximaba a toda carrera sobre nosotros, a nuestra retaguardia, para coparnos en medio de las dos fuerzas. Con la instantánea rapidez de un flash cinematográfico divisé la figura del general que agitaba los brazos por encima de su cabeza con un objeto negro en la mano derecha. Acto seguido se escucharon, huecas, precisas, como si se produjeran en una especie de vacío, las detonaciones; el general disparaba al aire la carga entera de su pistola. A diferentes ritmos y con diferentes graduaciones se generalizó de pronto una dispareja balacera que parecía provenir de todos los rumbos imaginables, de arriba, de atrás, de adelante, de los lados; los celadores de "la muralla" y del "polígono" disparaban a su vez. "¡A refugiarse en la M, en la eme!", gritábamos.
Éste era el único sitio —pensábamos— en que podríamos ponernos a salvo. Entre la crujía M, hacia la cual ya corríamos en atropellada carrera, y la crujía D, de la que habían salido los hampones para agredirnos, se encuentra la crujía N, que está ocupada, como la nuestra y la C, únicamente por presos políticos. Alguien había abierto la puerta que da acceso al patio de la N y ésta ofrecía así, un inesperado refugio intermedio, antes de que pudiéramos alcanzar la entrada de la crujía M. Un gran número de compañeros se acogió de inmediato a la N y una reducida minoría proseguimos nuestra carrera hasta la M, a donde entramos dispersos, jadeantes, rabiosos, vencidos por la impotencia, pero también no dispuestos a pelear con los presos comunes, respecto a los que habíamos resuelto, desde el comienzo mismo de nuestro encarcelamiento y por acuerdo unánime, no enfrentarnos jamás en ninguna lucha, que en cualquier caso sería, a no dudarlo, una monstruosa provocación urdida por el gobierno en nuestra contra.
Ahora, cuando menos lo pensábamos, habíamos caído en la trampa de tal provocación.

“...Nos golpearon, nos despojaron de todo lo que llevábamos encima, plumas, relojes, saquearon nuestras celdas sin dejar en ellas ni una sola de nuestras pertenencias, escritorios, máquinas de escribir, libros, camas, colchones, ropa, manuscritos, todo. Libros, libros. ¿De qué podrá servir a estos infelices la Fenomenología de Hegel, o la Estética de Lukács, o los Manuscritos de 1844 de Marx, o la correspondencia de Proust con su madre?...”

Dentro de la crujía M no había forma —ni tiempo— de cerrar las puertas y además, quedaba afuera un indeterminado número de compañeros que no habría podido entrar en la N y que se encontraría sin refugio alguno al que acogerse. Un grupo de catorce compañeros, entre quienes se encontraban algunos de la C, decidimos encerrarnos en la celda número 21, que era la que ofrecía mayores seguridades y a la cual acaso no lograsen entrar los asaltantes si la atrincherábamos en forma adecuada. Amontonamos tras de la puerta de la celda 21 las camas, una mesa y cuantos objetos fue posible y corrimos el cerrojo. Minutos después se inició el saqueo de la crujía y luego el asedio de la celda 21. A nuestros oídos llegaba cínico, obsesivo, el grito de incitación al pillaje de los hampones, que es el estilo de hablar entre ellos, "¡Lléguenle, lléguenle!", que indica el acto de llegar a la víctima con la mayor premura posible, llegarle, caerle encima cuanto antes, en esa oportunidad propicia, cuando está más inerme e indefensa y el modo más artero, cobarde y ventajoso. "¡Lléguenle, lléguenle!".
Aquí deja de ser necesaria la continuación de este relato. Nos golpearon, nos despojaron de todo lo que llevábamos encima, plumas, relojes, saquearon nuestras celdas sin dejar en ellas ni una sola de nuestras pertenencias, escritorios, máquinas de escribir, libros, camas, colchones, ropa, manuscritos, todo. Libros, libros. ¿De qué podrá servir a estos infelices la Fenomenología de Hegel, o la Estética de Lukács, o los Manuscritos de 1844 de Marx, o la correspondencia de Proust con su madre? Por lo que se refiere a mis originales, corrí con suerte.
El piso de mi celda estaba cubierto por una alfombra de cuartillas en desorden, pero éstas engrapadas por grupos de temas y problemas, se salvaron en su mayor parte. Perdí una caja de cartón con más de quince carpetas de apuntes no del todo esenciales y ahora ya no tengo máquina de escribir con la cual pasar en limpio mis trabajos, que siempre escribo a mano. De Gortari, doctor en Filosofía, pierde en cambio por desgracia, originales irrecuperables en los que invirtió años enteros de labor. Me abrazó gimiendo de pena cuando nos encontramos en su celda devastada.
Me resta tan sólo hablar de un último detalle en lo que se refiere a la escena del saqueo. Detalle que ya no puede sino considerarse maravilloso, por lo increíble de su significado. Cuando por fin los maleantes nos permitieron salir de la celda 21, después de habernos cubierto de golpes y puñetazos en todo el cuerpo, la crujía aún estaba llena de facinerosos que entraban y salían con los objetos robados. Pero esto no era lo que podía asombrarnos. Lo asombroso, lo incomprensible era que ahí estaban, entre ellos, los celadores del penal, caminando de un lado a otro del corredor, con un andar indiferente y tranquilo, jugando con los molinetes que hacían dar mediante el vuelo de la correa a la macana sujeta a una de sus manos, como si se encontraran en un paseo inofensivo.
¿Qué hacían ahí si no estaban para proteger a las víctimas del atraco? Muy sencillo: dirigían el tránsito de los delincuentes, indicaban cuál era la puerta para salir de la crujía desconocida, apresuraban a los remisos. "Muévanse, muévanse, que se empiojan". Aún recuerdo la frase que me dirigió el celador con que me topé a la salida de la celda 21, mientras me miraba con una sonrisa: "¿Está malherido, maestro?" Y se contestó a sí mismo: "¿Nomás unos cuantos golpecitos, verdá?" El tratamiento de "maestro", que nunca ha terminado por gustarme por completo, en sus labios sonaba a la más inmunda vileza. No, yo no estaba malherido: unos cuantos puñetazos en el rostro, nomás. No estoy malherido.
Éstos son los acontecimientos que ocurrieron el día de Año Nuevo de 1970, vistos, como ya dije, por alguien que fue a un mismo tiempo testigo, participante y víctima. (...)


José Revueltas

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