El pasado 20 de agosto, en plenas vacaciones, mientras que las buenas gentes de Francia se paseaban despreocupadas entre playas repletas y pantallas de televisión para seguir las proezas de los atletas en Beijing, haciendo lo posible por olvidar el estrés del inaplazable regreso a la rutina de “trabajar más y ganar menos”, la noticia estalló como un trueno en un cielo sereno: diez jóvenes y valerosos soldados franceses acababan de morir en el lejano Afganistán, en una emboscada tendida por los horribles talibán a 50 km de Kabul, lo cual elevó a veintidós la cifra de militares franceses muertos desde 2002, una minucia en relación con los cien británicos que han perdido la vida y menos aún si se compara con los miles de afganos asesinados. Y cuando digo afganos me refiero a hombres armados, hombres desarmados, mujeres, niños y ancianos.
Y, de improviso, las buenas gentes de Francia descubrieron que su ejército estaba implicado en la guerra de Afganistán. Han tenido que pasar seis años antes de que los franceses se den cuenta de que estaban físicamente comprometidos en una guerra.
¿Una guerra mundial? No. ¿Una guerra local? Tampoco. Se trata más bien de una “guerra entre dos mundos”. Dos mundos que se enfrentan en las montañas y las llanuras de Afganistán: a un lado, los buenos, la “coalición” que agrupa a 70 000 soldados de unos cuarenta países. Oficialmente no están allí para hacer la guerra sino la paz, para reconstruir el país y, en especial, para liberar a las mujeres, esas pobres afganas encerradas en sus velos como jaulas. Al otro lado, los “malos”, los barbudos, los “terroristas”, los talibán, al-Qaeda. De modo que esos soldados están allí también para luchar contra el terrorismo, eso que George Bush llama “la guerra mundial contra terror”. Excepto que, según parece, los “terroristas” afganos gozan del apoyo de una gran parte de la población.
Durante los seis años que han transcurrido desde el inicio del conflicto, a la opinión pública francesa no le ha importado nada esta guerra que oficialmente no lo es. Ni la izquierda blanda ni la extrema izquierda han organizado una sola manifestación. Nada, nada, nada. Silencio en la radio y consenso total. No ha sido distinto en España ni en Italia, donde la izquierda institucional retiró sus tropas de Iraq para mejor implicarse en Afganistán. Más agitación hubo en Alemania, en Dinamarca, en Suecia, en Noruega y en Canadá, aunque sin gran impacto sobre los acontecimientos: “Aquí estoy y aquí me quedo”, es la consigna de las fuerzas de coalición, bautizadas con las siglas ISAF.
De hecho, los aliados de USA, el invasor, se encargan del trabajo de apoyo logístico y civil, al “servicio” de los boys, que son quienes supuestamente hacen el trabajo sucio, es decir, los crímenes de la guerra y los bombardeos de la población civil con uranio empobrecido. Por su parte, los franceses y los europeos tratan de mantener sus manos limpias, cavan algunos pozos y ayudan a dar a luz a algunas mujeres.
Pero, ¿qué hacían los soldados franceses en ese berenjenal?, se pregunta de repente el ciudadano de a pie de la República Francesa. Un “trabajo indispensable”, le responde el presidente, mientras que su ministro Jean-Marie Bockel, secretario de Estado de Defensa, apela a la “unión nacional” y advierte que éste no es un buen momento para las críticas.
Porque parece que tanto la izquierda blanda como la extrema izquierda se han despertado de golpe: el Partido Comunista Francés y la Liga Comunista Revolucionaria exigen la retirada de las tropas, mientras que el Partido Socialista se contenta con decir que haría falta reexaminar “la misión de los soldados franceses en Afganistán”. Por su parte, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen es el más virulento en la denuncia de esta guerra que esconde su condición de guerra.
El 21 de agosto de 1968, hace exactamente cuarenta años, los tanques del Pacto de Varsovia entraron en Praga y pusieron fin a una primavera demasiado breve. Los jóvenes checos de entonces escribieron lo siguiente en las paredes de la ciudad, “Lenin, despierta, se han vuelto locos”, y cantaron para los soldados soviéticos una canción que acababan de componer, cuya letra decía: “Iván, vuelve a tu casa, Natacha te espera”.
Los resistentes afganos, a su vez, deberían escribir “Jaurès, despierta, se han vuelto locos” sobre los muros de los barracones franceses en Kabul.
Jean Jaurès fue el dirigente socialista francés que se atrevió a decir NO a la unión sagrada para la guerra en 1914 y lo pagó con su vida. Sí, Jean Jaurès, el mismo a quien el candidato a presidente Sarkozy citó en sus discursos preelectorales.
Y, también, los resistentes afganos podrían cantar esta canción a los soldados franceses: “Kevin, vuelve a tu casa, Jessica te espera” [1].
[1] Kevin y Jessica se encuentran entre los nombres más utilizados por las nuevas generaciones de franceses. [NdelT]
Fuente: http://www.tlaxcala.es/pp.asp?reference=5740&lg=fr
Sobre el autor (Fausto Giudice)
Manuel Talens es miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.
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