CÉSAR VALLEJO
El primer libro de César Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación, Antenor Orrego, cuando afirma que “a partir de este sembrador se inicia una nueva época de la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula articulación verbal” (1).
Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar —signo larvado, frustrado— en sus yaravíes es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y artificial dualismo de la esencia y la forma. “La derogación del viejo andamiaje retórico —remarca certeramente Orrego— no era un capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la necesidad de una técnica renovada y distinta” (2). El sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los Heraldos Negros podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva época. En estos versos del pórtico de Los Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana (peruana, en el sentido de indígena).
Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
¡Y el hombre...Pobre...pobre! vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes...¡Yo no sé!
Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es sino en parte simbolista. Se encuentran en su poesía —sobre todo de la primera manera— elementos de simbolismo, tal como se encuentran elementos de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de Vallejo es el de creador. Su técnica está en continua elaboración. El procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra quechua, el giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son en él producto espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre como flojo cognac dentro de mí.
(“Idilio Muerto”, Los Heraldos Negros)
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero hijos...”
(“A mi hermano Miguel”, Los Heraldos Negros)
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
(XXVIII, Trilce)
Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde.
(XXXIV, Trilce)
Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:
Ausente! La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.
(“Ausente”, Los Heraldos Negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
(“Verano”, Los Heraldos Negros)
Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero —y en esto se identifica también un rasgo del alma india—, sus recuerdos están llenos de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta melancólicamente cuando nos habla del “facundo ofertorio de los choclos”.
Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un “¡para qué!” En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía “la pena de los hombres” como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal. Su alma “está triste hasta la muerte” de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:
Siento a Dios que camina tan en mí,
con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos, Orfandad...
Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que él me dicta no sé qué buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desdén de enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.
Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
mido y lloro una frágil Creación.
Y tú, cuál llorarás tú, enamorado
de tanto enorme seno girador
Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.
Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En Los Dados Eternos el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. “Tú que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación”. Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:
El suertero que grita “La de a mil”,
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
“El poeta —escribe Orrego— habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente”. Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo (3).
Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:
Todos mis huesos son ajenos;
¡yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... ¡A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
¡aquí, en el horno de mi corazón ...!
La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce -ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria- se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!” Este es inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.
Notas(1) Antenor Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo.
(2) Orrego, ob. citada.
(3) Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva técnica, pero que sus motivos continúan siendo románticos. Pero la más alquitarada “nueva poesía”, en la medida en que extrema su subjetivismo, también es romántica, como observó a propósito de Hidalgo. En Vallejo, hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y decadentismo hasta Trilce, el mérito de su poesía se valora por los grados en que trasciende esos residuos. Además, convendría entenderse previamente sobre el término romanticismo.
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