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lunes, 8 de junio de 2009

SUSAN BOYLE: "El Mito Boyle". www.rebelion.org

El síndrome Boyle



A Ana Isabel Reyna,

tan conmovida por todo esto...


No pareciera ser casual el coincidente éxito de la película Slumdog Millioniare, del inglés Danny Boyle, ganadora de ocho Óscares, y la aparición de la escocesa Susan Boyle en Britain's Got Talent, visto ya algunas millones de veces por Internet, aspirando a cien mil libras esterlinas y a tener a la Reina como espectadora última y definitiva de su actuación. Cenicientas modernas, el príncipe capitalista peina su billetera ante una pantalla de televisión.

Las coincidencias no pueden ser menores, más allá del apellido de los involucrados. Lo que en la película justifica todos los sufrimientos y las injusticias de la pobreza (precisamente la de la India, en la cual tanta responsabilidad tiene los ingleses), los excesos policiales y las arbitrariedades mismas de los medios, es en la Boyle cantante el morbo conmovido ante su retraso y su fealdad radicalizada por la propia transmisión que la hace famosa. En la película, entre la debilidad del casting, los lugares comunes de su banal historia de amor, llena de Deus ex machina que le permite a la parejita encontrarse fácilmente en una ciudad abarrotada de gente, significativamente sólo el presentador del show-del-conocimiento (o “aprenda de una vez para ser millonario” o “el conocimiento no sirve, si no te hace rico”) es un personaje psicológicamente bien construido. Pero la película hace conciente el juego de sus posibilidades erradicadas. En vez de prevalecer el amor sobre el premio económico, que sería coherente en su moderno cuento de hadas, apunta a la solución conjunta como felicidad máxima. Un gesto de amistad final borra el abuso inicial que conduce a la protagonista a una prostitución obligada. Por supuesto, la película no toca las responsabilidades del Estado y no hay valores de referencialidad ética, fuera de la centralidad de la historia amorosa. Hay más bien una validación de la injusticia como portadora de un conocimiento que es premiable, televisible y admirado por su propia comunidad, pero que reivindica solo lo individual, ya que no deja posibilidad de conciencia colectiva. El pobre es sujeto mismo de la realización ideal capitalista, en la reivindicación de su recompensa económica imprevista. Se obvia el camino paciente de la comprensión y la experiencia cognitiva, por innecesario para la felicidad mediática. Y, por supuesto, no se pone en conexión el valor de la riqueza que obtienen los delincuentes, entre ellos los explotadores de mujeres y niños, con el dinero ganado en el concurso televisivo, libre de toda culpa, lavado de conciencias.

Susan Boyle es vida real, si hay todavía algo de realidad en todo esto. Escocesa de 48 años, pasada de kilos para el estándar del show, y vestida como una ama de casa, con evidencias de lo que al parecer fue falta de oxígeno al nacer, es ella, en cambio, casting ideal para cenicienta televisiva del programa de concurso. Precisamente, canta I Dream a Dream, de Les Misérables, el musical de Claude-Michel Schönberg, basado en la obra de Victor Hugo. Referencias aparte, en la transmisión podemos ver el énfasis que hace la cámara sobre la sorpresa que la no poco tardía cantante potencial tiene sobre el panel que la juzga, en el que se destaca una hermosa y joven rubia (su opuesto en todo sentido) que parece no creer lo que sus ojos ven, lo que sus oídos oyen: “tanta fealdad cantando tan bonito”.

Desatada la contienda, con todo el favor del público internacional, Susan pierde el primer lugar, y tiene que ser recluida en un sanatorio psiquiátrico, dada las tensiones y la rabia que esto le ocasiona. Aunque ya no vemos la cara de la linda jueza, de seguro estaría diciendo lo que era de esperarse: “todas las aguas vuelven a su cauce, no hay de qué preocuparse”. Sin embargo, millones de páginas en Internet, artículos en los periódicos de todo el mundo, un segundo premio no poco sustancioso, la posibilidad de nuevos contratos “artísticos” (Lloyd Webber, el mismo de aquella cenicienta Evita, entre otros), hacen que se haga realidad ilusoria del talento desconocido como reivindicación de una vida mediocre, su proyección hacia el éxito económico, hacia la admiración mundial, hacia la fama. Poco se agregará ya a la historia del Patito feo y la manada artística a la que realmente pertenecía. Poco se podrá decir ya de la banalización y la superficialidad tanto de estos concursos, como de quienes a ellos se prestan.

La fórmula es sencilla. Ir en contra del lugar común imponiendo un lugar común, el poder de los medios. Se puede ser pobre y feo y retrasado y ser felizmente millonario, depende del talento que se exponga a ser televisado. Con una excepción manejada y plenamente creada, se hace más duradera la regla. Dejamos atrás el espectáculo para ser una sociedad del show, la superficie ahora como centro total y aspiración de una intelectualidad rebajada, sustituible y pobremente valorada en dinero, o el arte una vez más como mera diversión, llenando unos minutos en la aspiración de ser rápidamente famosos y televisados (aunque ya no se sea joven). Reivindicar la pobreza y no cambiarla, parecen decirnos, para qué la transformación cultural, social, política, cuando tiene tanta potencialidad para hacer dinero, mucho dinero. No hablemos del valor humano de los minusválidos, del significado que develan de los valores sociales referenciales, de la manera cómo nos relacionamos, de las debilidades en los conceptos impuestos de normalidad, etc., porque quizás se esconda en ellos el artista que todos somos, pero que tememos descubrir. Para qué estudiar, para qué aprender, si no nos sirve para ser poderosos, más bien nos hace falta el puesto en el concurso televisivo a nosotros destinado, solo tenemos que estar atentos.

* Doctor en Literaturas Latinoamericanas de la Universidad de Pittsburgh, es profesor contratado de la Universidad Central de Venezuela, autor de varios libros de poesía, música y cine.



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