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lunes, 23 de mayo de 2011

RUBÉN JARAMILLO: A 49 años del cobarde asesinato de él, su esposa y tres hijos, por parte del régimen del PRI, con Adolfo López Mateos


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Rubén Jaramillo: con nueve balas en el cuerpo 

Ulises Martínez Flores
*
—“Con nueve balas en el cuerpo, y dos pa’ colmo en la cabeza, me cuesta mucho 
trabajo concentrarme”, piensa Rubén Jaramillo, ahí tumbado dentro de una barranca a 
unos metros de las ruinas arqueológicas de Xochicalco. 
Es el 23 de mayo de 1962; la tarde  empieza a agacharse, como que se quiere 
terminar… como la vida de Jaramillo. El viejo dirigente campesino y guerrillero 
zapatista se trata de agarrar de los recuerdos para no irse del todo.  
         Los primeros que le vienen a la cabeza  son los más recientes: su casita de 
Tlaquiltenango –a dos horas de camino de donde se encuentra ahora– rodeada por 
militares y civiles en número de 60, camiones blindados y  jeeps militares, la 
ametralladora emplazada al frente de la morada… todo un escenario de guerra. 
Después, recuerda a uno de sus hijos mostrando a los agresores el amparo 
concedido al líder agrario después de la  última amnistía, en 1958, y a su hija Raquel 
logrando zafarse del cerco y  salvando con ello la vida. A empellones lo suben a los 
vehículos a él, a su esposa y a tres de sus hijos. 
         Las balas que lleva adentro le calan como si fueran las piedras sobre las que está 
tirado en esa barranca; como si las letritas de cada bala que muestran las iniciales de la 
Fábrica Nacional de Municiones (la misma que pertenece al ejército y que se encarga de 
fabricar la munición de toda la soldadesca) le rasparan las entrañas. 
Con nueve balas en el cuerpo le cuesta mucho trabajo concentrarse. En sus 
recuerdos, Rubén Jaramillo ahora se ve de chamaco, apenas a los 12, 13 años, jalando 
parejo con los guerrilleros  de Emiliano Zapata, y cuatro años después, en 1917, 
                                                
Editor del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM).

comandando a un grupo de 75 soldados del Ejército Libertador del Sur pa’ mantener la 
resistencia revolucionaria en contra de los carrancistas. 
Todavía escucha a su alrededor los ruidos de sus asesinos, husmeando como 
buitres, bajo las órdenes del jefe de la policía judicial militar, general Carlos Saulé; del 
jefe de la policía de Morelos, capitán  Gustavo Ortega Rojas; y del capitán José 
Martínez, jefe de la partida militar que comandó directamente el pelotón de ejecución.  
Si todavía pudiera mirar no quisiera hacerlo. Sabe que a su lado muere su Pifa, 
Epifanía Zúñiga, su compañera de toda la vida que guarda a su hijo en gestación, y 
también sus hijos adoptivos: Enrique, Filemón y Ricardo. 
No, no quiere verlos con él en la barranca de Xochicalco. Vuelve a huir con sus 
recuerdos, ahora a los tiempos del general Lázaro Cárdenas, cuando él y su compadre 
Mónico Rodríguez organizaron el ingenio azucarero de Zacatepec. Y luego las primeras 
traiciones, las del avilacamachismo, que lo llevaron en 1942 a dirigir la huelga de los 
obreros y campesinos azucareros y, al final, a decidir volver a levantarse en armas, 
como cuando su general Zapata, pero ahora enarbolando el Plan de Cerro Prieto. 
Los recuerdos se le agolpan a Jaramillo: rememora la primera amnistía que 
aceptó de los “gobiernos de la Revolución”;  se ve en las campañas a gobernador por 
Morelos, en la fundación del Partido Agrario Obrero Morelense, en la lucha contra el 
fraude electoral; hasta los asesinatos de jaramillistas… y de nuevo a agarrar las armas, a 
desempolvar el Plan de Cerro Prieto y a sumergirse en la clandestinidad durante todo el 
ruizcortinismo. 
Ahí, en la barranca de Xochicalco, a donde lo aventaron los que lo ametrallaron 
a quemarropa, ahora le cala en la memoria el haber creído que estaba seguro con la 
nueva amnistía de 1958, con el abrazo frente a las cámaras con Adolfo López Mateos y con el amparo federal que lo protegía de cualquier detención ordenada por autoridades 
judiciales y militares. 
No, si nomás lo dejaron avanzar un poquito en la organización campesina legal, 
allá en los llanos de Michapa y El Guarín; nomás habían llegado a ser seis mil los 
campesinos que reclamaron las tierras que desde 1922 y 1929 la Revolución les había 
otorgado en el papel, pero que ese 1961 habían tenido que tomar a la brava. 
Entonces estaban creciendo; recuerda a Genaro Vázquez, un guerrerense aún 
joven que por esos tiempos se le juntó para formar el Comité Organizador de la Central 
Campesina Independiente, y a otro más chamaco aún, Lucio Cabañas, metido a la 
organización regional de la misma central campesina. 
Pero ahora es el 23 de mayo de 1962, Rubén Jaramillo da sus últimas bocanadas 
en una barranca de Xochicalco. Los días siguientes, la “gran prensa” lo tachará de 
“siniestro personaje”, de “delincuente contumaz”, de asesino, de asaltante y de ladrón. 
De las pruebas contundentes que señalan al ejército y a la policía –al gobierno, pues– 
como los autores del crimen, no se hablará; tampoco de la supuesta protección que la 
amnistía de 1958 le otorgaba; ni de que semanas antes de su asesinato todavía había 
buscado los cauces legales para que el viejo lema de “Tierra y libertad” se cumpliera 
conforme a derecho. 
Ya anochece y con nueve balas en el cuerpo le cuesta trabajo concentrarse. 
Jaramillo vuelve a recordar a su general Zapata y piensa: “¿Chinameca será igual que 
Xochicalco… y Xochicalco será igual que Tlatelolco… y que la sierra de Guerrero… y 
que Guadalupe Tepeyac… y que Acteal… y que Aguas Blancas… y que El Charco… y 
que Atenco… y que las barricadas de Oaxaca…? 
¡Ah que mi general Jaramillo! De veras que las balas no lo dejan concentrarse. 
¡Ya hasta está imaginando tiempos que no le tocó vivir!

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