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Rubén Jaramillo: con nueve balas en el cuerpo
Ulises Martínez Flores
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—“Con nueve balas en el cuerpo, y dos pa’ colmo en la cabeza, me cuesta mucho
trabajo concentrarme”, piensa Rubén Jaramillo, ahí tumbado dentro de una barranca a
unos metros de las ruinas arqueológicas de Xochicalco.
Es el 23 de mayo de 1962; la tarde empieza a agacharse, como que se quiere
terminar… como la vida de Jaramillo. El viejo dirigente campesino y guerrillero
zapatista se trata de agarrar de los recuerdos para no irse del todo.
Los primeros que le vienen a la cabeza son los más recientes: su casita de
Tlaquiltenango –a dos horas de camino de donde se encuentra ahora– rodeada por
militares y civiles en número de 60, camiones blindados y jeeps militares, la
ametralladora emplazada al frente de la morada… todo un escenario de guerra.
Después, recuerda a uno de sus hijos mostrando a los agresores el amparo
concedido al líder agrario después de la última amnistía, en 1958, y a su hija Raquel
logrando zafarse del cerco y salvando con ello la vida. A empellones lo suben a los
vehículos a él, a su esposa y a tres de sus hijos.
Las balas que lleva adentro le calan como si fueran las piedras sobre las que está
tirado en esa barranca; como si las letritas de cada bala que muestran las iniciales de la
Fábrica Nacional de Municiones (la misma que pertenece al ejército y que se encarga de
fabricar la munición de toda la soldadesca) le rasparan las entrañas.
Con nueve balas en el cuerpo le cuesta mucho trabajo concentrarse. En sus
recuerdos, Rubén Jaramillo ahora se ve de chamaco, apenas a los 12, 13 años, jalando
parejo con los guerrilleros de Emiliano Zapata, y cuatro años después, en 1917,
Editor del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM).
comandando a un grupo de 75 soldados del Ejército Libertador del Sur pa’ mantener la
resistencia revolucionaria en contra de los carrancistas.
Todavía escucha a su alrededor los ruidos de sus asesinos, husmeando como
buitres, bajo las órdenes del jefe de la policía judicial militar, general Carlos Saulé; del
jefe de la policía de Morelos, capitán Gustavo Ortega Rojas; y del capitán José
Martínez, jefe de la partida militar que comandó directamente el pelotón de ejecución.
Si todavía pudiera mirar no quisiera hacerlo. Sabe que a su lado muere su Pifa,
Epifanía Zúñiga, su compañera de toda la vida que guarda a su hijo en gestación, y
también sus hijos adoptivos: Enrique, Filemón y Ricardo.
No, no quiere verlos con él en la barranca de Xochicalco. Vuelve a huir con sus
recuerdos, ahora a los tiempos del general Lázaro Cárdenas, cuando él y su compadre
Mónico Rodríguez organizaron el ingenio azucarero de Zacatepec. Y luego las primeras
traiciones, las del avilacamachismo, que lo llevaron en 1942 a dirigir la huelga de los
obreros y campesinos azucareros y, al final, a decidir volver a levantarse en armas,
como cuando su general Zapata, pero ahora enarbolando el Plan de Cerro Prieto.
Los recuerdos se le agolpan a Jaramillo: rememora la primera amnistía que
aceptó de los “gobiernos de la Revolución”; se ve en las campañas a gobernador por
Morelos, en la fundación del Partido Agrario Obrero Morelense, en la lucha contra el
fraude electoral; hasta los asesinatos de jaramillistas… y de nuevo a agarrar las armas, a
desempolvar el Plan de Cerro Prieto y a sumergirse en la clandestinidad durante todo el
ruizcortinismo.
Ahí, en la barranca de Xochicalco, a donde lo aventaron los que lo ametrallaron
a quemarropa, ahora le cala en la memoria el haber creído que estaba seguro con la
nueva amnistía de 1958, con el abrazo frente a las cámaras con Adolfo López Mateos y con el amparo federal que lo protegía de cualquier detención ordenada por autoridades
judiciales y militares.
No, si nomás lo dejaron avanzar un poquito en la organización campesina legal,
allá en los llanos de Michapa y El Guarín; nomás habían llegado a ser seis mil los
campesinos que reclamaron las tierras que desde 1922 y 1929 la Revolución les había
otorgado en el papel, pero que ese 1961 habían tenido que tomar a la brava.
Entonces estaban creciendo; recuerda a Genaro Vázquez, un guerrerense aún
joven que por esos tiempos se le juntó para formar el Comité Organizador de la Central
Campesina Independiente, y a otro más chamaco aún, Lucio Cabañas, metido a la
organización regional de la misma central campesina.
Pero ahora es el 23 de mayo de 1962, Rubén Jaramillo da sus últimas bocanadas
en una barranca de Xochicalco. Los días siguientes, la “gran prensa” lo tachará de
“siniestro personaje”, de “delincuente contumaz”, de asesino, de asaltante y de ladrón.
De las pruebas contundentes que señalan al ejército y a la policía –al gobierno, pues–
como los autores del crimen, no se hablará; tampoco de la supuesta protección que la
amnistía de 1958 le otorgaba; ni de que semanas antes de su asesinato todavía había
buscado los cauces legales para que el viejo lema de “Tierra y libertad” se cumpliera
conforme a derecho.
Ya anochece y con nueve balas en el cuerpo le cuesta trabajo concentrarse.
Jaramillo vuelve a recordar a su general Zapata y piensa: “¿Chinameca será igual que
Xochicalco… y Xochicalco será igual que Tlatelolco… y que la sierra de Guerrero… y
que Guadalupe Tepeyac… y que Acteal… y que Aguas Blancas… y que El Charco… y
que Atenco… y que las barricadas de Oaxaca…?
¡Ah que mi general Jaramillo! De veras que las balas no lo dejan concentrarse.
¡Ya hasta está imaginando tiempos que no le tocó vivir!
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