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lunes, 10 de septiembre de 2012

LA TRANSICIÓN POLÍTICA

copiado de DICCIONARIO CRÍTICO DE CIENCIAS SOCIALES http://www.ucm.es


LA TRANSICIÓN POLÍTICA


por Antonia Martínez Rodríguez
     Universidad de Salamanca

EN TORNO AL SIGNIFICADO DE TRANSICION POLITICA

Hace casi dos décadas, países como Portugal, Grecia o España se vieron inmersos en procesos de resurgimiento democrático que se extendieron, con posterioridad, a otros ámbitos espaciales como la región latinoamericana, algunos casos de Africa y Asia, y los más recientes de Europa del Este. A su vez, estos procesos de cambio de régimen político influyeron sobre la producción de las ciencias sociales que, tanto a nivel teórico como de estudio de caso, han conformado a las transiciones como un objeto básico de análisis. Esta influencia se acompañó de variaciones metodológicas significativas. En los años previos, los análisis de los politólogos privilegiaban, en gran medida, que precondiciones favorecían la emergencia y estabilidad de las democracias (Lipset, 1959), o porqué se producía la quiebra de las mismas (Linz y Stepan, 1978). Por el contrario, la ola política de (re)democratización se ha visto acompañada de una abundante literatura académica sobre cómo se produce el renacimiento de la democracia, a través de relacionar los resultados de los procesos de transición con sus factores determinantes. A ello contribuyó la publicación del artículo de Dankwart A. Rustow (1970: 337-363) y su énfasis en la necesidad de distinguir entre la génesis de las democracias y la estabilidad de las mismas... 

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...Su articulación en torno a que los análisis sobre las democracias debían basarse en las relaciones de causalidad, antes que en las correlaciones propias de la escuela funcionalista, se significó como el inicio de una nueva vertiente metodológica que influyó en las siguientes investigaciones, caracterizadas éstas por el estudio de las élites y de sus estrategias en los procesos de cambio de régimen político. Uno de los estudios pioneros desde esta perspectiva minimizó la importancia de los factores estructurales y postuló la autonomía explicativa de la esfera política (O'Donnell y Schmitter, 1988). Así, las estrategias de investigación de los análisis sobre los procesos de transición política han minimizado la importancia de la esfera socio-económica como uno de los factores determinantes del desarrollo político. Por el contrario, el estudio sobre el comportamiento de los actores políticos se ha mostrado como una dimensión relevante para el análisis de los procesos de cambio de régimen político. De conformidad con esta óptica metodológica, los procesos de transición estarán determinados por la acción política de los actores políticamente significativos. En este sentido, las investigaciones sobre transiciones se adhieren a los análisis que, desde la Ciencia Política, postulan un margen de libertad de acción a determinados actores por encima de los condicionantes de carácter estructural. Por ello, y en lo que respecta a la dimensión específica de los actores políticos, un análisis sobre las transiciones debe evaluar tres cuestiones. La primera está relacionada con la necesidad de definir quiénes son aquellos que, con su acción política, intervienen de forma directa en las transformaciones consideradas (Fuerzas Armadas, partidos políticos, etc.). En segundo término, es preciso identificar el proceso seguido para la reproducción de sus estrategias políticas (negociación, pactos, etc.). Por último, hay que reconocer los hechos políticos a través de los cuales los actores evidencian tanto sus estrategias políticas como los recursos de poder disponibles (constitución, elecciones, etc.). Complementariamente, la nueva perspectiva aplicó un marco de análisis teórico que recuperaba el ámbito de lo político como esfera explicativa per se. El desarrollo de esta vertiente analítica ha posibilitado avanzar en la consideración de que la transición a la democracia sea un proceso uniforme alejado del determinismo de los factores caracterizados como objetivos. Pero, a su vez, esta estrategia investigadora ha recibido críticas por privilegiar la autonomía de la esfera política frente al abandono de los planteamientos estructurales como base de justificación de la existencia y estabilidad de las democracias. Sin embargo, esta opción analítica resulta razonable si se considera a la democracia más como una cuestión de procedimiento que de sustancia, y si se entiende por transición el proceso mediante (y durante) el cual determinadas reglas de juego son transformadas hasta producir un nuevo orden (democrático) que influye en la capacidad decisoria y los intereses de los actores. De ahí que no sea casual una de las metáforas elegidas al describir este proceso como una guerra de movimientos (Schmitter, 1988: 7-9). La transición se percibe como un contexto estratégico, con la presencia de diversas opciones, de dificil predictibilidad sobre el comportamiento de los actores y en donde las acciones de carácter intrépido pueden producir resultados notorios. Igualmente, con la utilización de esta metáfora se subraya la idea de que el espacio propio de la transición se constituye como una acción orientada hacia la definición de las reglas, y que esta acción se desarrolla en un marco normativo e institucional débilmente limitado. Con ello aparece un nuevo elemento que define los procesos de transición política: la incertidumbre (O'Donnell y Schmitter, 1988: 15-18). El contexto de incertidumbre que envuelve los procesos de transición no permite definir de antemano las estrategias y los comportamientos de los actores involucrados. Así, su argumento central reposa en el alto grado de indeterminación de las acciones políticas de los actores, en tanto que son parte de un proceso de redefinición del incierto contexto y de sí mismos. Este hecho implica que los conceptos acuñados desde esta opción normativa observen de manera inductiva el cómo del proceso antes de responder el porqué del mismo.

Dentro de esta opción metodológica, el concepto de transición política remite a un proceso de radical transformación de las reglas y de los mecanismos de la participación y de la competencia política, ya sea desde un régimen democrático hacia el autoritarismo, o desde éste hacia la democracia. Pese a ello, el objetivo básico del estudio sobre las transiciones políticas aquí realizado se articula en torno al análisis del paso desde un régimen autoritario hacia uno poliárquico. Desde una perspectiva general, el término de transición hace referencia a un proceso de cambio mediante el cual un régimen preexistente, político y/o económico, es reemplazado por otro, lo que conlleva la sustitución de los valores, normas, reglas de juego e instituciones asociados a éste por otros(as) diferentes (Santamaría, 1982: 372). Ello implica que las transiciones no siempre se circunscriban a transformaciones políticas, sino que también puedan afectar a otros ámbitos. Así, y además de la esfera política, habría que referirse a la económica, institucional o a aquélla otra que afecta a la organización del Estado, y cuya conjunción en algunos ámbitos espaciales ha sido caracterizado como de una revolución sin precedentes históricos (Offe, 1992: 927-928).
Con carácter normativo, un período de transición política (democrática) se define como el espacio de tiempo que discurre entre la crisis de un régimen autoritario y la instauración de un sistema político democrático (Maravall y Santamaría, 1988: 114). De manera simultánea, el concepto de transición política también engloba, además de (los acontecimientos de) un período temporal, un proceso causal que permite decidir sobre cuales son las transformaciones producidas en el régimen autoritario que autorizan a considerar la nueva situación como de transición entre regímenes (O'Donnell y Schmitter, 1988: 20). En este sentido, las principales modificaciones acaecidas en el régimen autoritario se corresponden con las diversas fases consecutivas del proceso de cambio político. Sin embargo, como toda decisión de carácter normativo, una exposición secuencial de un proceso de transición política presenta dos problemas. El primero está unido a la diferente óptica de cada uno de los actores considerados en relación a la percepción sobre las fases de apertura. Así, la coalición autoritaria puede entender el proceso de transición como una fase de reequilibrio del régimen, mientras que la oposición puede percibir ciertas medidas liberalizadoras como un camino hacia la democracia. El segundo se relaciona con el problema de definir el límite superior del proceso. De acuerdo con el esquema adoptado, la transición finaliza mediante la quiebra del régimen autoritario y la instalación de un gobierno electo por procedimientos democráticos, o, en términos de Giuseppe Di Palma, "cuando un acuerdo sobre las nuevas reglas del juego democrático ha sido alcanzado y puesto en funcionamiento" (Di Palma, 1990: 138). Es decir, se trata de concluir el proceso mediante una institucionalización de carácter formal-legal. Sin embargo, puede mantenerse que la transición sólo culmina cuando el nuevo régimen democrático procesa los denominados legados autoritarios de índole política, o, incluso, cuando se produce la renovación de la élite gobernante. Complementariamente, un proceso de transición desde un régimen autoritario se caracteriza, de acuerdo con Leonardo Morlino, por la modificación de las reglas de éste con relación a los grados de oposición que acepta, así como con respecto a los grupos susceptibles de ser incluídos en la esfera de la toma de decisiones (Morlino, 1987: 57). Este periodo se caracteriza por su ambigüedad y una alta fluidez institucional, derivadas tanto de la persistencia de normas y actitudes del anterior ordenamiento institucional, en convivencia con otras propias del nuevo régimen que previsiblemente se instaurará, como de la presencia de diferentes soluciones políticas apoyadas por los diversos actores inmersos en el proceso de cambio de régimen. En términos similares, Enrique Baloyra entiende la transición democrática como un proceso de cambio político que se inicia con la erosión de los componentes autoritarios del régimen, y que pone de manifiesto un conflicto político entre diversos actores que compiten por la puesta en práctica de políticas basadas en diferentes concepciones de gobierno, sistema político y estado (Baloyra, 1987: 12-13). Dicho conflicto se resuelve mediante la quiebra del régimen autoritario y la instalación de un gobierno comprometido o electo a través de los procedimientos democráticos, si bien en algunos casos antes de las primeras elecciones competitivas es posible determinar que se ha producido un giro democrático.
De acuerdo con la conceptualización expuesta, resulta posible ordenar la periodización de un proceso de transición política conforme a dos dinámicas o dimensiones centrales definidas como liberalización y democratización (O'Donnell y Schmitter, 1988: 20-27). Mediante la primera se hacen efectivos ciertos derechos destinados a proteger a individuos y grupos sociales de los actos arbitrarios o ilegales cometidos por el Estado, e indica el transcurso por el cual se amplían ciertos derechos de ciudadanía, como las libertades de expresión y de asociación. Si bien el inicio de este proceso se significa como una modificación importante respecto a la prácticas habituales de los regímenes autoritarios, no es irreversible en la medida en que esta primera etapa de la transición depende en gran medida de la voluntad del gobierno autoritario. Pese a ello, estas prácticas pueden institucionalizarse aumentando, así, los costos de su posible eliminación. Se tratará, a modo de ejemplo, de la flexibilización de las normas de control del régimen sobre los medios de comunicación, o de la puesta en marcha de mecanismos y espacios legales, aunque restringidos, de sindicalización. La dimensión denominada democratización supone la modificación del régimen autoritario en sus procedimientos de representación política, de forma que las normas democráticas se convierten en el mecanismo básico para la toma de decisiones y para la delimitación del ejercicio del poder, caracterizándose, igualmente, por ser reversible. Ambas dimensiones no suelen darse de forma simultánea, si bien a medida que se avanza en la liberalización es más dificil contener las demandas de democratización, siendo una de las principales incertidumbres de la transición si estas demandas serán lo suficientemente fuertes como para generar dicho cambio, aunque no tanto como para originar una regresión autoritaria. Por su parte, Adam Przeworski (1988: 93) identifica la dinámica de liberalización con el proceso de desintegración del régimen autoritario, mientras que la de democratización la relaciona con la fase de instauración de las instituciones democráticas. Ambas dimensiones sugieren, más allá de su aportación conceptual, la distinción entre diferentes momentos (o rutas) de la transición. Como regla general, la mayor parte de los procesos de transición política en Europa del Sur, América Latina y Europa del Este, comenzaron con alguna medida tendente hacia la liberalización del régimen autoritario, para pasar, a continuación, a la puesta en práctica de otras de carácter democratizador. Desde esta opción analítica, resulta razonable considerar a la transición política como el proceso mediante el cual determinadas reglas de juego son transformadas hasta producir un nuevo orden democrático. Sin embargo, es posible observar ciertos casos en que ambas dimensiones tienen lugar de forma casi simultánea, e incluso de manera opuesta a la lógica referida. Esta alteración de la secuencia de las dimensiones puede producir la aparición descompensada de las mismas. Así, tienen lugar casos de alta liberalización y baja democratización, denominados dictablandas, y casos de alta democratización y baja liberalización, denominados democraduras (O'Donnell y Schmitter, 1988: 30). Estas desviaciones de la meta común -el sistema democrático- indican la importancia de mantener un equilibrio en la evolución de sendas dinámicas, mediante una compensación entre las presiones liberalizadoras y las democratizadoras de acuerdo a una secuencia adecuada.
Pero )qué elementos nos indican que puede producirse un posible cambio de régimen? Un primer indicador de que existen probabilidades para que se genere un proceso de cambio de régimen político es la crisis del gobierno autoritario. Así, los casos de Europa después de 1945, de Grecia, Portugal y España en la década de 1970, y de América Latina y Europa del Este en los años ochenta, demuestran que la transformación de sus regímenes autoritarios en otros democráticos se ha relacionado con la crisis producida al interior de los gobiernos de los primeros. Sin embargo, el análisis de este tipo de situaciones puede ser desvinculado del estudio sobre las transiciones hacia la democracia, ya que sólo a posteriori se pueden conectar estas crisis con el origen de la transformación del régimen autoritario en uno democrático (Linz, 1990: 10). A pesar de esta importante advertencia, es posible analizar la crisis del gobierno autoritario en base a cuatro criterios sucesivos: las características del régimen autoritario y de la coalición gobernante; las causas del proceso de erosión experimentado por la referida coalición; las manifestaciones de la crisis; y, por último, si para la apertura de la transición política es causa suficiente y necesaria la crisis de la coalición autoritaria. En este sentido, lo que requiere una atención inmediata es una aproximación a las principales características del régimen y de la coalición gobernante en él. La naturaleza y evolución del régimen autoritario se constituye en un elemento de decisiva influencia sobre el proceso de transición. Las variaciones en el origen y composición, el grado de movilización, el nivel de institucionalización, la eficacia en la satisfación de las necesidades sociales y la existencia de principios de legitimidad, son algunos de los factores que contribuyen a diferenciar al régimen de partida y, simultáneamente, al proceso transicional y a su resultado final (Alcántara, 1992: 10-11).
Un régimen autoritario mantendrá su estabilidad mientras exista una coalición de actores que apoyen a ese régimen y a la mayoría de sus políticas, es decir, cuando exista una cohesionada coalición dominante que lo sustente. En este sentido, una ruptura al interior de esta coalición será un factor fundamental en el origen de la crisis de éste. Sin embargo, )cuáles son las condiciones significativas que determinan la erosión de la cohesión interna de la coalición dominante? Desde una perspectiva global, la respuesta más obvia es aquélla que relaciona algún tipo de transformación no controlada por el régimen que tenga la suficiente capacidad de influencia sobre el comportamiento de los actores de la coalición dominante, siendo el factor más relevante de este nivel la crisis de la legitimidad autoritaria (Morlino,1982: 99; Maravall y Santamaría, 1988: 114). La crisis de la legitimidad autoritaria desencadena tres manifestaciones propias de la descomposición del régimen autoritario. La primera se concreta en el aumento del número de socios insatisfechos en la coalición dominante debido a una menor satisfacción de sus demandas. Esto origina, en segundo lugar, una erosión de la capacidad del régimen para limitar la expansión del pluralismo. En último término, y como efecto de las dos manifestaciones anteriores, se incrementan los umbrales de movilización política que va acompañada de una disminución en las posibilidades de represión. En síntesis, la erosión de la cohesión de la coalición autoritaria se evidencia en un doble efecto de socavamiento. Por un lado, el régimen ve reducida su legitimidad y, por otro, se crean las condiciones para la presencia deopciones preferibles al mismo. Si bien todo ello evidencia la crisis del régimen, es preciso cuestionarse en torno a la premisa de si sólo dicho factor es elemento suficiente para garantizar un proceso de transición política. La crisis del régimen no es motivo determinante para el inicio de un cambio político, sino que los altos umbrales de imprecibilidad determinan el posible (re)surgimiento de otros destinos finales (Linz, 1992: 445). Sin embargo, se coincide en que existe un punto de no retorno en el momento en que a la débil legitimidad del régimen se unen, por una parte, una ostensible disminución de su eficacia en la toma de decisiones políticas, y, por otra, unos incrementos del pluralismo político y de la movilización social cuyos costos de represión son enormes. En esta coyuntura, el cambio de régimen hacia un sistema democrático se presenta como una alternativa factible.
En este nivel es necesario cuestionarse sobre cuáles son las posibles rutas que pueden presentarse en el marco de una transición. En estas líneas se hace referencia exclusiva a los procesos de transición entre un régimen autoritario y uno democrático, si bien resulta evidente que no todos estos procesos terminan en una (re)instauración democrática. Por el contrario, existen, al menos, otras dos posibilidades: la estabilización de algún tipo de forma híbrida que combine ciertos componentes autoritarios con la existencia restringida de principios democráticos, o el fracaso global del impulso liberalizador con el consiguiente retorno al autoritarismo precedente. Sin embargo, y de acuerdo a lo expuesto anteriormente, sólo se hace referencia al estudio de los factores de carácter genérico que, en materia de coaliciones e instituciones, influyen (o no) en la (re)democratización. Por tanto, esta estrategia analítica supone una taxonomía previa de las posibles rutas democratizadoras, siendo necesario analizar cuales de sus combinaciones -ya que en escasas ocasiones estas rutas aparecen en su estado puro en los casos concretos- presagian un destino democrático en términos probabilísticos.
Una primera ruta de democratización tiene como dimensión central los factores internacionales, ya sean económicos o políticos. En relación a estos segundos, los conflictos bélicos, y una posterior ocupación, formaron parte esencial del proceso redemocratizador en los principales cambios de régimen ocurridos en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Para Alfred Stepan (1986: 108-117), resulta evidente que existió un nexo entre los sucesos postbélicos y la herencia democrática/ capitalista, y la posterior estabilidad histórica de estas democracias emergentes. Junto al conflicto bélico, se encuentran otros supuestos que pueden constituirse en elementos relevantes en algunos de los casos que han experimentado procesos de transición, convirtiéndose, en ocasiones, en factores determinantes que aceleran la descomposición del régimen autoritario. Así, se destaca la política exterior de potencias extraregionales; el efecto dominó de otras democratizaciones experimentadas en el área; los resultados adversos en conflictos bélicos; la desintegración de la potencia dominante en la región y/o de la ideología defendida por aquélla como modelo político para la zona; y, por último, la opción de vincularse a unidades supranacionales de carácter ventajoso para lo que fuese preciso alcanzar una determinada homologación democrática.
Una segunda ruta de democratización contempla, como dimensión central, los factores de naturaleza doméstica. Dentro de este marco, la transición suele presentar dos fases de acuerdo con el actor hegemónico en su definición. Estas fases o itinerarios revelan tanto las etapas de la transición como el comportamiento estratégico de los actores durante la misma. La primera, definida por el inicio del proceso de transición, tiene como protagonista a los actores de la coalición autoritaria. Su comienzo puede venir determinado por la imposibilidad de elaborar políticas eficaces que contengan las demandas sociales; por la probabilidad de que los que detentan el poder puedan seguir desempeñándolo; por la consideración de que los costos de supresión son mayores que los de tolerancia; o, finalmente, por la autopercepción negativa sobre los costos de reequilibrio del régimen en contraste con los derivados de la democratización. La valoración de que el mantenimiento del marco autoritario puede implicar la erosión de sus fundamentos corporativos, o su desaparición, no sólo formal, del espectro político, pueden ser decisivos argumentos a favor del comienzo del cambio de régimen. Esta opción se revela como la solución con menores costos toda vez que queda establecida la participación de dichos actores en el proceso de transición y en el sistema político futuro. La segunda ruta se muestra determinada por la acción política de las élites partidistas opositoras y su recurso a la negociación. El establecimiento de un pacto, y de una coalición que lo apoye, contribuye a minar las bases del gobierno autoritario y, simultáneamente, se constituye en un marco sobre el que estructurar el futuro régimen democrático. Sin embargo, las fuerzas opositoras pueden articular una estrategia basada en una violenta ruptura o revolución sobre principios reformistas o marxistas prescindiendo de instrumentos menos radicalizados.
Estas dos rutas constituyen las modalidades de transición más usuales, si bien la presencia de ambas dimensiones pueden ser ingredientes necesarios, pero no suficientes, para culminar un proceso de transición con garantías de éxito. En este sentido, el cambio iniciado puede realizarse en condiciones bastante precarias en la medida en que puede enfrentarse a una regresión autoritaria encabezada por los sectores más conservadores del régimen, quienes también pueden optar por impedir una rápida democratización volviéndola más lenta e incluso limitando el grado de apertura. De forma similar, la instrumentación de un pacto por las élites opositoras puede ser efímero, no logrando el objetivo transicional, o puede conducir a un resultado distinto al del establecimiento de un régimen democrático (Stepan, 1988: 117-131). En todo caso, la posibilidad de configurar algún tipo de pacto y la acción de los actores hegemónicos se evidencian como indicadores probabilísticos de que una transición tenga posibilidades de éxito. Sin embargo, para obtener dicho objetivo es más determinante que, en las etapas del proceso, el comportamiento de los actores se guie por la voluntad de la coalición autoritaria que detentó el poder de retirarse, y, de las organizaciones opositoras, para poner en marcha un nuevo orden democrático. En ambos momentos, el papel desarrollado por la sociedad civil como actor político -a través de su movilización social- constituye un ingrediente adicional importante, aunque insuficiente, para el éxito del proceso de transición hacia la democracia (Morlino, 1982: 102; y, Stepan, 1988: 126-128). Es esta estructura de carácter triangular, integrada por las motivaciones de la coalición dominante para poner en marcha la apertura política, y por las estrategias de los partidos políticos, en el desarrollo de la misma, así como el papel ejercido por la sociedad civil en la redefinición de ambas dimensiones, la que constituye el contexto básico del proceso de transición hacia la democracia.
Finalmente, un tema al que hay que referirse es el de las transiciones y el objetivo democrático. Conforme al modelo elaborado por Dankwart Rustow (1970: 353-361), un proceso de cambio de régimen se desarrolla mediante la concatenación de tres fases sucesivas. La primera de ellas, denominada fase preparatoria, se concreta en una situación de conflicto que enfrenta a los detentadores del poder con diversas fuerzas opositoras, si bien tanto la composición de éstas como las causas de la crisis varían en los diferentes contextos. La segunda etapa, denominada fase de decisión, se articula sobre la decisión deliberada de institucionalizar algunos aspectos decisivos del procedimiento democrático, lo que implica un acto de acuerdo deliberado y explícito. Ello se concreta en el consenso básico entre los sectores de la coalición autoritaria y los grupos opositores sobre su gestión al frente del aparato estatal; en la sustitución de la élite autoritaria por otras fuerzas políticas que, mediante negociaciones, establecen unas normas provisionales y buscan, con ello, recuperar la creencia en la legalidad de las futuras acciones políticas de los nuevos actores; y, finalmente, el nuevo régimen, mediante la definición de sus principales estructuras políticas, fundamenta una novedosa institucionalidad y dota de legitimidad de origen al nuevo sistema político. A partir de ahí, las instituciones básicas del orden político instaurado comienzan a operar de acuerdo a las nuevas reglas de juego. La última étapa es la fase de habituación de políticos y ciudadanos a los valores y prácticas democráticas como mecanismo de resolución de conflictos. En este nivel se destaca la consagración constitucional de una serie de procedimientos e instituciones que posibiliten que los miembros de la sociedad establezcan sus propias estructuras de poder mediante la garantía de los derechos civiles y políticos de sus ciudadanos. Pero también es decisivo para reducir los riesgos de una posible regresión autoritaria que el nuevo gobierno sea eficaz y que los diversos actores se habitúen a la legitimidad democrática. Así, las nuevas reglas, mecanismos y procedimientos precisan, para su realización efectiva, de un complejo proceso de institucionalización (Valenzuela, 1990). El principal componente de éste es el aprendizaje político que se desarrolla durante los procesos de transición. Pero un apredinzaje político que no hace referencia únicamente al marco legal normativo, sino también a toda una serie de acuerdos no explícitos, de sistemas informales de prescripción y proscripción. En definitiva, el proceso de aprendizaje, que afecta a todos los niveles, es la forma genérica para lograr la emergencia y cristalización de las identidades, rutinas y criterios compartidos para la resolución de los conflictos de cualquier sociedad.
Si el proceso de cambio concluye en la elaboración de un acuerdo sobre las nuevas reglas de juego democrático y en su puesta en funcionamiento, entonces se puede señalar que la transición ha finalizado (Di Palma, 1990: 138). Pese a ello, las modificaciones experimentadas por el régimen autoritario pueden ser divergentes del objetivo primigenio. En este sentido, Leonardo Morlino (1987: 58) distingue hasta cuatro diferentes tipos posibles de sistemas políticos de destino: democracia, democracia limitada, democracia protegida e híbrido institucional. Las condiciones mínimas para considerar como democrático a un determinado régimen son las garantías en las libertades de asociación y de expresión, así como el respeto y la protección de los derechos fundamentales de la colectividad. En segundo término, se requiere que las autoridades estatales sean electas a través de un acto soberano protagonizado por los integrantes de la sociedad civil. Además, un régimen democrático debe posibilitar la formación, el carácter de oposición, y el debate entre los partidos políticos legitimados por los ciudadanos-votantes para ello. Como efecto inmediato, ello implica la existencia de una comunidad libre para asociarse y expresar, de esta manera, sus intereses políticos y sus creencias ideológicas, éticas o morales, todo ello bajo la garantía que supone un marco regido por normas constitucionales legitimamente establecidas (Dahl, 1989: 15; y, Linz, 1987: 17). Por el contrario, en una democracia limitada, el gobierno se encuentra condicionado en sus acciones políticas por las normas legislativas heredadas del régimen anterior, o acordadas durante el proceso de transición con aquellos que detentaban el poder autoritario. Por su parte, la democracia protegida, además de participar de los atributos de una democracia limitada, implica algún tipo de intervención activa de los integrantes de la coalición gobernante del régimen autoritario en el nuevo sistema político. En estos dos sistemas democráticos, la transformación del régimen se realiza de acuerdo a los mecanismos y procedimientos establecidos por el propio gobierno autoritario. Por último, los híbridos institucionales son categorías que se relacionan con los conceptos ya aludidos de dictablanda y democradura.
La configuración de uno u otro resultado final está influido, en gran medida, por las dinámicas generadas durante el proceso de transición. En este sentido, se diferencian tres posibles tipos de dinámicas. En primer lugar, aquéllas que desembocan en una reforma radical del modelo de régimen, refundaciones; en segundo término, aquéllas que adoptan las instituciones políticas del último régimen democrático anterior, restauraciones; y, por último, aquéllas que permiten la vigencia de la legalidad autoritaria débilmente reformada (Alcántara, 1992: 12-13). También se posibilita una distinción entre procesos de reforma, de ruptura y aquéllos otros que implican una situación intermedia entre ambas dimensiones y que conllevan el recurso a la noción de pactismo. En principio, la puesta en práctica de cualquiera de estas dinámicas depende del nivel de agotamiento de los recursos del régimen autoritario, y de las relaciones entre la coalición que apoya a éste y las coaliciones opositoras al mismo (Maravall y Santamaría, 1988: 114-116). En relación a los procesos de reforma, éstos representan una continuidad legal mediante la cual se puso en práctica el cambio de régimen; estos procesos también se denominan de transición continua (Morlino, 1982: 104-105). En gran medida, ello implica que la transición se articulará sobre una estrategia diseñada por la coalición autoritaria y con la exclusión, sobre las fases y el diseño del sistema al que se tiende, del conjunto de la oposición. Para esta última ello supone, además, aceptar las reglas de juego diseñadas sin su concurso, o quedar al margen de los sucesos futuros. Por su parte, los procesos de ruptura -o, de transición discontinua- expresan la falta de continuidad política entre los dos tipos de régimen y sus principios de legitimidad. Este escenario puede venir determinado por el hecho de que los actores autoritarios se encuentren desestructurados y carentes de la fortaleza necesaria para imponer, o negociar, una estrategia de cambio. En este marco, es previsible una retirada del gobierno autoritario y su sustitución por uno provisional integrado por las fuerzas de la oposición. Sin embargo, las divergencias en medios y fines, que se pueden presentar entre los miembros de esta incipiente coalición, incrementan el umbral de incertidumbre inherente a los procesos de transición, y contribuir a que el desenlace sea más incierto (Linz, 1992: 445-447). Un tercer escenario se define en torno a la concretización de un consenso deliberado y explícito en el que lo relevante es, más que los principios defendidos por los actores, los puntos sobre los que están dispuestos a negociar y las concesiones que están inclinados a realizar. Desde esta perspectiva, lo relevante no es que el resultado final satisfaga a todos de forma absoluta, sino que posibilita el avance hacia la instauración democrática (Rustow, 1970: 357-358). Ahondando en la búsqueda del consenso mediante la instrumentación de pactos, también es posible relacionar la negociación con aquellas situaciones de transición en las que ninguno de los actores inmersos en el proceso se encuentra en una posición privilegiada; es decir, nadie cuenta con la capacidad suficiente para anular al otro e imponer su modelo sin restricciones (O'Donnell y Schmitter, 1988: 63-67). Dentro de esta dinámica, los actores admiten la existencia de un conflicto político que puede ser canalizado a través de una reducción gradual de las tensiones y de la articulación de diferentes estrategias de negociación. Así, una primera, supone el desarrollo de tácticas de acercamiento y de divergencia con el objeto de hacer visibles las preferencias y opciones de los otros y anticipar, con ello, sus propias acciones políticas. Una segunda modalidad implica, por parte de la oposición, el desarrollo de tácticas que logren su reconocimiento público como actores con la suficiente capacidad como para liderar el proceso de transición. En este sentido, los movimientos de oposición recurren a mecanismos medioambientales con objeto de demostrar tanto su capacidad de acción política como su presencia en cuanto actor social. La utilización de estos recursos puede pretender objetivos diversos. En primer término, pueden tener fines maximalistas y, así, profundizarán la movilización social con el fin de crear las condiciones para la quiebra del régimen autoritario. Por el contrario, sus planteamientos pueden ser minimalistas, de forma que utilicen su capacidad de acción política para buscar una integración efectiva en el proceso de negociación. Desde esta óptica, un aspecto destacable del recurso pactista es su alta dinamicidad ya que, en la medida en que pueden surgir nuevos actores, será necesario renegociar los marcos de garantías y los acuerdos sobre las reglas de juego. Si bien este carácter no estático posibilita una progresiva adecuación a las posibles condiciones cambiantes, variaciones sustanciales en su número pueden incitar a un incremento de la incertidumbre. En último aspecto a tener en cuenta es el hecho de que, si bien las pautas de negociación entre (o al interior) de las élites políticas favorecen los iniciales impulsos democratizadores, a su vez, pueden constituirse en frenos que, en el medio-largo plazo, terminan por dificultar el proceso de consolidación democrática (Colomer, 1990: 303-307). Es decir, que las mismas condiciones de la transición que posibilitaron la instauración del régimen, han evidenciado, posteriormente, una escasa capacidad para resolver de forma eficaz los obstáculos -incluso los generados por el propio funcionamiento del sistema- que impiden el reforzamiento y la profundización de la democracia como régimen político (Crespo, 1994). Debido a ello, en el momento de centrar el análisis sobre la consolidación es básico prestar atención a las modalidades de resolución de las cuestiones planteadas por (y en) las transiciones (Santamaría, 1982: 410-417).
A esta tentativa clasificación puede añadirse la basada en la combinación de dos dimensiones. La primera de ellas, se refiere a la fuerza relativa de los actores, distinguiendo para ello entre procesos con ascendente de masa (desde abajo) y de élite (desde arriba). La segunda hace referencia a las estrategias dominantes durante el proceso de transición, diferenciando entre aquéllas sigularizadas por el compromiso (de reforma) o por la fuerza (de ruptura). Como resultado final, al combinar las dos dinámicas de ambas dimensiones, se generan cuatro modalidades del cambio de régimen político: pacto, reforma, imposición y revolución (Karl, 1990: 8-11).
En suma, las taxonomías presentadas se refieren tan sólo a las modalidades predominantes durante el proceso de transición, así como a las condiciones que, en términos comparativos, parecen haber constituido causa suficiente para el cambio de régimen. Sin embargo, estas meras clasificaciones no deben oscurecer otro tipo de factores que, aún no encontrándose en la naturaleza de las transiciones, se combinan con los anteriores, colaborando a modelar el resultado final: la instauración de un régimen democrático. 


BIBLIOGRAFIA CITADA

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THEORIA  | Proyecto Crítico de Ciencias Sociales - Universidad Complutense de Madrid

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