EL GOBIERNO PROPIO DEL PUEBLO, por George Santayana
“Que salga de las entrañas de cada uno es el sentido radical, tanto gramatical como emocionalmente, de la cláusula
* * * * * *
Si supusiéramos que varias familias y algunos individuos sueltos naufragan en una isla desierta, podríamos entender que, encontrándose en un mismo apuro, a veces cooperaran y a veces riñeran; espontáneamente aparecerían dirigentes que, por la fuerza de sus palabras y acciones, asegurarían la obediencia o la aquiescencia de sus sompañeros. De ese modo surgiría un gobierno.
UN GOBIERNO DEL PUEBLO TENDRÍA UNA FUNCIÓN MERAMENTE SOCIAL
Su función no sería defender el territorio, que no era atacado, ni construir casas ni ocupar tierras, puesto que cualquiera estaría dispuesto a hacerlo por sí mismo a su manera. Nadie podría tener una posesión previa del suelo o plantear prerrogativas ideales como un profeta.
La función de ese gobierno sería sólo la de supervisar la cooperación voluntaria que pudiera darse entre la gente y resolver sus disputas por medio de la equidad natural o la ley común. Los individuos y las familias cuidarían de sí mismos y el gobierno interferiría en sus vidas sólo cuando ellos interfirieran en la de los demás. No tendrían nada que gobernar salvo el pueblo.
A la mayoría de los gobiernos, sin embargo, no les interesa esa función puramente social. Les conciernen principalmente los recursos y la grandeza política de sus dominios, y la constante corriente de habitantes anónimos que nacen y mueren allí les preocupa sólo como arrendatarios de la tierra, trabajadores de las minas, soldados y marineros, contribuyentes y personas que, en otras circunstancias, los gobernantes desearían ver florecer en el estado entregado a su cargo.
¿Tenía Abraham Lincoln ese marcado contraste en la cabeza cuando, en su discurso de Gettysburg, definió el carácter ideal de la democracia americana? Si lo tenía le dio a la primera frase de su definición, “gobierno del pueblo”, un significado histórico y descriptivo más realista del que tendría en la actualidad cuando se repite rutinariamente.
Recuerdo el violento énfasis, en las décadas de 1870 y 1880, cuando los muchachos lo recitaban en la Escuela de Latín de Boston, y en otros oradores en general, que se ponía en las tres proposiciones de la fórmula, gritando casi con furia que un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la tierra.
Nadie (excepto yo) se daba cuenta de que la frase “del pueblo” podría haber sido originalmente un tranquilo genitivo objetivo que implicara, si algo implicaba, que el pueblo requería un gobierno. El lenguaje del discurso de Gettysburg es tan noble, tan sobrio, y tan cuidadosamente estudiado, que incluso ahora dudo que Lincoln, al componerlo, se propusiera que la primera frase fuera una vaga anticipación de lo que la segunda y la tercera frase anuncian explícitamente. Pero, popularmente, con la repetición frecuente, el ritmo y el entusiasmo han mezclado el conjunto en un símbolo ritual, y ese genitivo objetivo legal se ha convertido decididamente en posesivo.
EL BUEN GOBIERNO SERÁ DEMOCRÁTICO, BENÉFICO Y SALIDO DE LAS ENTRAÑAS DEL PUEBLO
Significa que el gobierno, si ha de preservarse, no sólo será democrático en forma y benéfico en operación, sino precioso y querido en sí mismo, popular y doméstico: el gobierno propio del pueblo. Que salga de las entrañas de cada uno es el sentido radical del caso genitivo, de modo que tanto gramatical como emocionalmente la lectura de la cláusula “gobierno del pueblo” es legítima, pero ¿qué significa políticamente?
Esa expresión “el pueblo”, aunque ahora se usa a menudo para designar a todos los habitantes de una región o del globo, conserva una cualidad retórica y política que la limita a una clase de la población total. El título oficial de la República romana, Senatus Populusque Romanus, distingue explícitamente el pueblo de los patricios o de las familias originales sin tener en cuenta a los esclavos y forasteros, que en ocasiones superaban en número a los ciudadanos plebeyos. Había otro pueblo al que, al menos los puritanos en América, se sentían afines, el pueblo escogido de Israel, más marcadamente opuesto a la humanidad en general o la población mixta de las grandes ciudades o Estados reconocidos.
Aparte de la idiosincrasia religiosa y moral de quienes se llamaban a sí mismos el pueblo, había en casi todos los colonos americanos memorias amargas de la monarquía propietaria y la tiranía de los terratenientes. Si era necesario un gobierno, al menos debía estar compuesto por las personas de su clase, que conocieran sus necesidades y compartiera sus pensamientos.
No un gobierno de aristócratas: ni rey, ni sacerdotes, ni terratenientes, ni generales, ni burócratas ni (podrían haber añadido proféticamente) políticos profesionales. Que todos los cargos los ocupen hombres sencillos, que sirven durante poco tiempo, por la voz general de sus camaradas, venidos del arado, la mina, la tienda o el almacén, y que -puesto que el poder corrompe- regresen pronto a sus antiguas ocupaciones para empaparse de nuevo de la saludable atmósfera del trabajo y la ruda, aunque sana, sabiduría de los analfabetos. Ésa es, según la entiende el pueblo, la verdadera acepción de la frase “gobierno del pueblo”.
Es obvio, sin embargo, y la experiencia lo corrobora enseguida, que conforme los asuntos del gobierno se vuelven complejos -y son complejos más allá de lo imaginable-, se empleará a especialistas que preparen sus planes y los ejecuten. El pueblo corriente tendrá que confiar en la mayoría de los casos en el juicio ajeno, y ¿cómo decidirá en qué juicio ha de confiar?
Olas de sentimiento contagioso recorrerán el público, y montados en esas olas los hombres de elocuencia y tacto ascenderán al poder. ¿Hasta dónde podrá el gobierno del pueblo, en esas circunstancias, seguir siendo el gobierno propio del pueblo?
* * *
GEORGE SANTAYANA, Comentario al discurso de Gettysburg (1ª parte), 1951. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2006. Traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra, 2006. [FD, 10/03/2007]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario