n joven investigador abordó un taxi en alguna calle del Distrito Federal. Durante el trayecto revisaba algunos papeles repletos de números y signos que llamaron la atención y despertaron la curiosidad del conductor.
–¿Qué son tantos números? –preguntó el taxista.
–Son fórmulas matemáticas –respondió escuetamente el pasajero sin separar la vista del papel.
–Mmm… ¿y a qué se dedica usted?
–Soy físico.
El taxista sonrió entonces con la certeza de haberlo comprendido todo.
–¡Ah que bien, físico! ¡Como Moshinsky!
La anécdota, relatada con humor por el propio joven investigador hace unos cinco años durante uno de los innumerables homenajes que la academia rindió al doctor Marcos Moshinsky, arrancó risas a los asistentes, pero también fue, sin duda, una especie de confirmación de lo que el físico de origen ucraniano representaba no sólo para la ciencia mexicana, sino para el país entero.
Y es que, en efecto, el mediodía del pasado miércoles México perdió no sólo al mejor físico de su historia, sino también perdió un icono. Perdió al hombre más emblemático de la ciencia mexicana.
Moshinsky era judío. Llegó a México a los tres años de edad y, desde los 18, vivió con el presentimiento, casi con la certeza, de que moriría pronto.
Aborrecía escribir. Lo hacía a mano, con una letra horrible que sólo los muy cercanos podían entender. Se aceptaba como analfabeto de la computación
. Decía que escribir era una de las cosas desagradables, pero indispensables, porque en el proceso de escribir las ideas se van encontrando agujeros que uno mismo tiene que completar o bien que reformular
.
Además de pensar en ciencia
, Moshinsky gustaba del cine, el teatro, la ópera y el ballet. Durante muchos años caminó todos los días los seis kilómetros que separan su casa del Instituto de Física de la UNAM y los fines de semana solía nadar.
Era un hombre informado, culto y conservador. Lector habitual de publicaciones como Time y The Economist.
Marcos Moshinsky era dueño de una mirada profunda, reflexiva. Tenía una nariz prominente, un tanto aguileña, y una figura delgada y erguida que, con los años, se fue encorvando de manera paulatina e irremediable.
En política decía exactamente lo que pensaba y actuaba en consecuencia. Su prestigio intelectual y su con- gruencia se lo permitían. Tenía ese estatus ideal que coloca a ciertas personalidades, como suele decirse, más allá del bien y del mal.
Antes de descubrir sus extraordinarias capacidades para la física y las matemáticas, Moshinsky se reconocía como un adolescente ordinario que aspiraba a ser, nunca supo por qué razón, ingeniero químico.
Al salir de la preparatoria, cuando lo perseguía con insistencia el presentimiento de que la muerte lo acechaba, viajó a Nueva York, donde trabajó seis meses de obrero en una fábrica textilera. A su regreso a México se inscribió en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde comenzó a desarrollar sus extraordinarias capacidades en la física y las matemáticas.
El posgrado lo estudió en la Universidad de Princeton, en plena guerra mundial. Sus maestros de entonces, todos ellos de gran renombre durante la llamada era atómica, eran encabezados, nada más y nada menos, que por Albert Einstein, Niels Bohr, Eugene Wigner y Robert Oppenheimer, entre otros.
Nunca dudó en volver a México. En la UNAM desplegó todas sus habilidades y compartió con generosidad sus conocimientos con colegas y alumnos. Fue impulsor infatigable de la ciencia mexicana desde mediados del siglo pasado hasta el día de su muerte. Así, junto con otros notables, hace 50 años fundó la Academia de la Investigación Científica, hoy Academia Mexicana de Ciencias.
Del aparato científico mexicano señalaba que era diez veces más pequeño de lo que debía ser, pero equiparaba su calidad con las mejores del mundo. Argumentaba con vehemencia que la ciencia había tenidovaivenes muy nocivos
en el país, pues consideraba que una actividad como ésa debe planearse en relación no con un periodo presidencial, sino por lo menos con una generación.
El doctor Moshinsky fue miembro de al menos una decena de academias científicas internacionales, incluida la Academia Pontificia de Ciencias, del Vaticano.
Obtuvo todos los premios y galardones, en México y el extranjero, a que un científico puede aspirar. En 1988, la corona española lo condecoró con el Príncipe de Asturias, y dos años después la OEA le confirió el Premio Bernardo Houssay. Era miembro de El Colegio Nacional. Desde1993 se otorga anualmente una medalla de oro con su nombre a los mejores investigadores jóvenes del país.
Del Premio Nobel se había olvidado tiempo atrás. “Si me lo dieran –decía– no me opondría, pero no lo espero porque mi trabajo ha sido más bien conceptual.”
Era pesimista del futuro. Cuentan sus amigos que con frecuencia repetía, en broma, una maldición: “…ojalá y vivas muchos años del siglo XXI… lo que viene no se ve particularmente prometedor”.
Afortunadamente sus miedos juveniles de una muerte prematura no se materializaron. Produjo mucho. Murió de viejo. En dos semanas habría de cumplir 88 años.
Hace tres semanas tuve el privilegio y la fortuna de verlo, durante la comida anual de ex presidentes de la Academia Mexicana de Ciencias. Seguramente fue su última salida pública. Departió con sus iguales. Ahí estuvieron casi todos. Desde Guillermo Soberón hasta Juan Ramón de la Fuente. De René Drucker a José Sarukhán, Antonio Peña, Daniel Reséndiz o Rosaura Ruiz, la actual presidenta. Estuvo animado pese a lo disminuido de su cuerpo.
Y se fue cansado, pero contento. Satisfecho.
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