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“Ha llegado el momento de que el hombre se proponga su meta. Ha llegado el momento de que el hombre siembre la semilla de sus más preciosas esperanzas. Todavía es su suelo lo bastante rico. Mas llegará un día en que tal suelo será demasiado estéril y miserable, y ningún árbol elevado podrá ya crecer en él. Yo os lo anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro de sí para poder engendrar estrellas danzarinas. ¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es deseo? ¿Qué es una estrella? Esas preguntas se hace el último hombre, entre gesticulaciones y guiños. La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella da brincos el último hombre, el que todo lo empequeñece. Se trabaja aún, porque el trabajo es una distracción: mas hay que procurar que tal distracción no haga daño. Todos quieren lo mismo, todos son iguales; y quien no se conforme, al manicomio. Todavía disputan, pero para reconciliarse pronto: lo contrario estropea la digestión. Se tiene pequeños placeres para el día y para la noche; pero hay que respetar siempre la salud. “Hemos descubierto la felicidad”, repiten los últimos hombres, entre gesticulaciones y guiños.”
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Cuando Zarathustra hubo pronunciado tales palabras, se volvió hacia el pueblo y enmudeció. “”¡Vedlos -se dijo- cómo ríen! No me comprenden, no es mi boca la adecuada a esos oídos.
¿Será preciso destrozar sus oídos, para que aprendan a oír con los ojos? ¿Habrá que atronar al modo de los tambores, o de los predicadores de la Cuaresma, o de los misioneros? ¿O será más bien que sólo hacen caso de los tartamudos?
Existe algo de lo que se sienten intensamente orgullosos. ¿Cómo llaman a eso en lo que cifran su orgullo? Cultura lo llaman, y es lo que les distingue de los cabreros.
Por eso les hiere la palabra “desdén”. Hay que hablarles de su orgullo. Hay que hablarles incluso del más despreciable de entre ellos: el último hombre.”
Y Zarathustra, dirigiéndose al pueblo, le habló así:
“Ha llegado el momento de que el hombre se proponga su meta. Ha llegado el momento de que el hombre siembre la semilla de sus más preciosas esperanzas.
Todavía es su suelo lo bastante rico. Mas llegará un día en que tal suelo será demasiado estéril y miserable, y ningún árbol elevado podrá ya crecer en él.
¡Ay! ¿Se aproxima acaso el tiempo en que el hombre no podrá ya disparar las flechas de su anhelo más allá del hombre mismo, y la cuerda de su arco no podrá ya vibrar?
Yo os lo anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro de sí para poder engendrar estrellas danzarinas. Yo os lo anuncio: aún se agita algún caos en vuestro interior.
¡Ay! Se acercan los tiempos en que ya no podréis dar a luz estrellas danzarinas. ¡Ay! ¡Se acercan sin duda los tiempos del hombre más despreciable, de un hombre que ya no sabrá despreciarse a sí mismo!
¡Mirad! Voy a mostraros el último hombre.
¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es deseo? ¿Qué es una estrella? Esas preguntas se hace el último hombre, entre gesticulaciones y guiños.
La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella da brincos el último hombre, el que todo lo empequeñece. Su linaje es inmortal como el del pulgón: el último hombre es el que más vive.
“Nosotros hemos descubierto la felicidad!”, se dicen los últimos hombres, entre gesticulaciones y guiños.
Han abandonado los parajes en que la existencia era dura, pues necesitaban calor. Aún aman al prójimo, y se acercan a él, porque necesitan calor. El enfermar y el desconfiar se les antoja pecaminoso. Andan siempre con cautelas. ¡Qué tonto quien sigue tropezando con otros hombres, o con las piedras!
Una pizca de veneno de vez en cuando condimenta los ensueños. Y mucho veneno al final da un morir agradable.
Se trabaja aún, porque el trabajo es una distracción: mas hay que procurar que tal distracción no haga daño.
No haya ni pobres ni ricos: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? También esas dos cosas resultan demasiado molestas.
¡No haya pastores ni rebaños! Todos quieren lo mismo, todos son iguales; y quien no se conforme, al manicomio.
“En otros tiempos todos parecían locos”, dicen los más sutiles, entre gesticulaciones y guiños.
Son prudentes, y saben todo lo que ha ocurrido: por eso sus burlas no tienen fin. Todavía disputan, pero para reconciliarse pronto: lo contrario estropea la digestión.
Se tiene pequeños placeres para el día y para la noche; pero hay que respetar siempre la salud.
“Hemos descubierto la felicidad”, repiten los últimos hombres, entre gesticulaciones y guiños.”
Y así terminó el primer discurso de Zarathustra, también llamado “el Prólogo”. Pues en aquel punto le interrumpió el griterío y el regocijo d la multitud.
“¡Danos esos últimos hombres, Zarathustra! -gritaban a coro-. ¡Haznos como ese Último Hombre, y quédate tú con tu Superhombre!”
Y todo el pueblo se reía a carcajadas, emitiendo extraños ruidos con la lengua.
Entonces Zarathustra, muy entristecido, dijo a su corazón:
“No me entienden. No soy la boca para esos oídos. Sin duda he vivido demasiado tiempo en las montañas, y he escuchado demasiado tiempo a los arroyuelos y a los árboles: ahora les hablo como si también ellos fueran cabreros.
Mi alma está empapada de placidez, radiante y sosegada como los montes por la mañana. Pero ellos piensan que yo soy frío, un bufón que usa de ironías siniestras.
Me miran y se ríen; y, mientras se ríen, me odian. En esa risa hay hielo.”
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FRIEDRICH NIETZSCHE, Así habló Zarathustra, Prólogo, VI. Orbis, 1982. Traducción de J. C. García Borrón. [FD, 23/09/2008]
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