FOTO: Elena Álvarez-Buylla |
La milpa y la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos
César Carrillo Trueba
Es sabido que el maíz fue domesticado en Mesoamérica alrededor de ocho mil años a.C., pero con frecuencia se olvida que siempre estuvo acompañado de otras plantas, que su cultivo y diversificación se desarrollaron en todo el territorio bajo el sistema de milpa, es decir, que milpa, maíz y cultura nacieron y crecieron juntos en esta parte del mundo.
De hecho, las primeras especies que presentan cambios debido a manipulación humana son el guaje y la calabaza, seguidos del chile y el aguacate, y una presencia constante de frijol silvestre. En Tehuacán los dos primeros eran sembrados en las barrancas que mantenían una mayor humedad, mientras el chile se plantaba en los márgenes del río, junto con el aguacate, que no es nativo de esa región. El maíz hace su aparición en este sitio, al igual que en Tamaulipas y Oaxaca, alrededor de dos mil años después, bajo la forma de una pequeña mazorca con minúsculos granos, comparados con los actuales que, se piensa, deben su tamaño a una mutación súbita resultado de la estructura genética de esta planta, aunque hay polémica al respecto.
La domesticación de plantas era parte de una estrategia que buscaba nivelar las variaciones entre la cantidad de productos obtenida del manejo de la vegetación en la estación de secas y en la de lluvias con el fin de mantener una cierta abundancia a lo largo del año, un rasgo que se observa en todos aquellos lugares donde se originó casi simultáneamente la agricultura en el orbe.
No se sabe cómo ocurrió, pero el cultivo de maíz en milpa, junto con frijol, calabaza, chile y otras plantas más fue adoptado por pueblos de distinto origen y lengua –pertenecientes a 16 familias lingüísticas– que ingresaron a lo que es actualmente territorio mexicano en diferentes épocas y ocuparon las muy diversas regiones: semiáridas, templadas, cálidas y húmedas, etcétera. Allí moldearon su hábitat, creando paisajes tan diversos como el territorio mismo, en donde el maíz ocupó un sitio privilegiado y tramó relaciones con los cultivos propios de cada región y otras plantas silvestres. La conjunción de estos vegetales y las presas de caza, el pescado y otros recursos propios de cada zona conformó dietas muy variadas y estilos culinarios distintos. Las muy distintas variedades de maíz que han existido en Mesoamérica y aún persisten, así como los sistemas empleados para su cultivo, dan fe de semejante diversidad.
Sin embargo, hay una unidad en la manera como se siembra tradicionalmente, ya que es muy similar en todo el territorio mesoamericano: se hace un pequeño hoyo con bastón plantador –conocido también como coa, espeque y otros nombres– y se coloca uno o varios granos para asegurar que alguno brote, manteniendo cierta distancia entre cada hoyo a fin de intercalar otros cultivos, principalmente calabaza, frijol y chile, pero también chayote, cebollín y muchos más, ya sea al mismo tiempo o cuando el maíz haya alcanzado cierta altura.
La manera de preparar el terreno depende de distintos factores, pero sobre todo del sistema empleado, lo cual ha variado a lo largo del tiempo –han existido de camellones, chinampas, terrazas, de riego, etcétera–; sin embargo, el más sencillo y difundido parece ser el conocido como roza, tumba y quema, en donde se devasta una pequeña porción de bosque o selva, se cortan árboles y arbustos y se queman. Al cabo de un breve lapso, al inicio de las lluvias, se realiza la siembra, después de lo cual es preciso cuidar regularmente la milpa, removiendo las hierbas que impiden el crecimiento del maíz y alejando aquellos animales que lo perjudican. La cosecha se efectúa a mano, sin ayuda de instrumento alguno.
Esta forma de cultivo, que difiere por completo de la empleada en la mayoría de los cereales y se asemeja más a las llamadas prácticas de horticultura –como el cultivo de tubérculos– fue un factor fundamental en la conformación de la manera de ver el mundo en Mesoamérica, en la forma de relacionarse dentro de las comunidades y de los distintos pueblos y entre éstos.
Génesis de una cosmovisión. El maíz yace así en el centro de la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos y la estructura. Es un elemento fundamental de los mitos de origen –en algunos de ellos, el ser humano está hecho de maíz o procede de esta planta–, y su aparición marca un antes y un después en la historia humana. Es metáfora de la vida misma, en especial del nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte del ser humano. Su cultivo en milpa rige el ciclo anual, alrededor del cual se estructura la observación del movimiento de los astros, y cuya característica principal es la alternancia de la temporada de lluvias y la de secas, el tiempo de preparación de la parcela y el inicio de la siembra, el transcurso del crecimiento y la cosecha. Este rasgo constituye la impronta de su origen – en una zona de fuerte contraste estacional–, y se arraiga en las raíces de la visión dualista lluvias/secas consolidándola, por lo que, aun cuando en parte del territorio mesoamericano se lleva a cabo la siembra de invierno en la época de secas, las principales fiestas son en todas partes la de la Santa Cruz y la del Día de Muertos, que marcan, respectivamente, el fin de la época de secas y el fin de la de lluvias.
Tan preponderante era el maíz como metáfora de la vida misma que, cuenta Sahagún, entre los nahuas del siglo XVI, cuando nacía un niño se le encomiaba diciéndole, “es tu salida el mundo. Aquí brotas y aquí floreces”, y se le cortaba el ombligo sobre una mazorca de maíz. “Es verosímil –explica Alfredo López Austin– que los antiguos nahuas creyeran que pasaba al maíz parte de la fuerza de crecimiento de la que estaba cargado el recién nacido. En efecto, la mazorca quedaba ligada a la vida del niño. Los granos se guardaban para su siembra, y su cultivo era sagrado. Los padres del niño usaban los frutos para hacerle el primer atole. Después, cuando el niño crecía, un sacerdote guardaba el maíz reproducido y lo entregaba al muchacho para que sembrase, cosechase e hiciese con lo cosechado las ofrendas a los dioses en los momentos más importantes de su vida”.
Todos estos elementos fueron conformando una visión del mundo muy elaborada, al interior de la cual se desarrollaron conocimientos de gran precisión en diferentes áreas –astronomía, medicina, etcétera– y una religión compleja, manejada por una clase sacerdotal que retomó los mitos y ritos existentes para reelaborarlos y legitimar su dominio en una sociedad que cada vez se tornaba más jerárquica. La cultura olmeca marca el inicio de este proceso, alrededor de mil 200 a.C., y de ella se originan todas las demás.
Con la irrupción europea terminó el auge de estas culturas, pero las zonas rurales mantuvieron su tradición oral por sobre la escrita o pictográfica, un calendario más ligado a los asuntos agrícolas, una organización social menos jerárquica y un saber en donde la teoría no se separa de la práctica. Por ello, como lo explica López Austin, “los principios fundamentales, la lógica básica del complejo, siempre radicó en la actividad agrícola, y ésta es una de las razones por las que la cosmovisión tradicional es tan vigorosa en nuestros días”... por supuesto, acompañada de la milpa que la vio nacer.
Facultad de Ciencias, UNAM
La oruga, la milpa y las flores
Cuento para Ana Libertad
Pablo Sigüenza Ramírez
De un árbol de cerezo situado en el cerco de una parcela campesina, bajó una pequeña oruga internó en la pequeña milpa. Mientras caminaba entre surcos, se maravilló de la variedad de plantas que allí existían. A ella siempre le gustó el color blanco de las flores, pues le parecía que era la luz hecha pétalos. Al ver tantos colores se preguntó en voz alta:
“¿Por qué no todas las flores son blancas, si es el mejor color sobre la Tierra?”
Sin esperarlo, escuchó de pronto una voz que salía de una planta cercana: “¡Yo soy la flor de ayote, en otros lados me llaman calabaza; no soy de color blanco, pero mis pétalos amarillos son muy apetecibles para comer y cuando doy fruto, los ayotes también son utilizados por muchos animales para alimentarse”.
Otra voz se escuchó unos pasos más allá: “¡Yo soy la hierbabuena, pocas veces llego a tener flor, pero el verde de mis hojas tiene un sabor y un olor importante para la cocina de los seres humanos y para aliviar dolores en la pancita de niños y niñas”.
“¡A mí me dicen jacaranda! –se oyó la voz fuerte de un enorme árbol que estaba en la esquina de la parcela– ¡En los meses de enero a marzo de cada año mis flores moradas son recolectadas para aliviar a los hombres y mujeres de unos bichitos que ellos llaman amebas!”
Una espiga dorada, a la que un escritor llamado Pablo Neruda denominó “punta de fuego sobre lanza verde”, habló así: “¡Yo soy la flor del maíz; el fruto que sale de mí en forma de mazorca ha servido para alimentar a miles de comunidades por más de diez mil años. Grandes pueblos se han desarrollado en estas tierras debido al uso que han dado a mi fruto. Las manos amorosas de señoras y señores escogen las semillas que luego siembran en la Madre Tierra; el cuidado que me procuran hace que tengan alimento de maíz de colores varios: blanco, negro, amarillo y rojo”.
La oruga exclamó: “¡Vaya, eso no lo sabía!”
La espiga de maíz continuó: “Conmigo conviven frijoles, ayotes, tomates, miltomates, chiles, la hierbabuena, palos de jacaranda, saúco y frutales. Ves, amiga oruga, somos muchas plantas y somos diferentes. Todas somos importantes, igual que tú”.
Entonces, la pequeña oruga vio con otros ojos la diversidad de colores y formas que había en la parcela. Regresó al árbol de cerezo con la certeza de que la Madre Tierra es sabia. Estaba ansiosa por convertirse en mariposa. Con sus nuevas alas podría recorrer más lugares, sentirse con libertad y admirar los colores desde las alturas. Ella misma sería de múltiples colores: quizá roja como el jitomate, azul como la borraja o amarilla como la flor de ayote.
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