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sábado, 29 de noviembre de 2008

CHARLES BAUDELAIRE: "El Envilecimiento De Los Corazones"


EL ENVILECIMIENTO DE LOS CORAZONES, por Charles Baudelaire


“Pido a cualquier hombre, que piense, que me muestre lo que subsiste de la vida. Creo inútil hablar de la religión y buscar sus restos, porque tomarse todavía el trabajo de negar a Dios es, en esas materias, el único escándalo posible. La imaginación humana puede concebir, sin demasiado esfuerzo, repúblicas u otros estados sociales dignos de alguna gloria, si están gobernados por hombres sagrados, por ciertos aristócratas. Pero no es mediante las instituciones políticas como se manifestará especialmente la ruina, o el progreso universal, ya que poco importa el nombre; ello ocurrirá por el envilecimiento de los corazones. Y tú mismo, ¡oh Burgués! -menos poeta aún que lo eres hoy-, no encontrarás nada que oponer; no lamentarás nada.”.

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El mundo va a terminar. La única razón por la que podría durar es porque existe. ¡Y qué débil es esta razón comparada con todas aquéllas que anuncian lo contrario, particularmente con ésta: ¡¿Qué tiene que hacer de aquí en adelante el mundo bajo el cielo?! Porque, suponiendo que siguiera existiendo materialmente, ¿sería acaso una existencia digna de ese nombre y del diccionario histórico?


PIDO A CUALQUIER HOMBRE, QUE PIENSE, QUE ME DIGA LO QUE SUBSISTE DE LA VIDA

No digo que el mundo quede reducido a los expedientes y al desorden grotesco de las repúblicas de América del Sur, ni que podamos retornar al estado salvaje, ni que, atravesando las ruinas cubiertas de hierbas de nuestra civilización, vayamos a buscar el alimento con un fusil en la mano. No, porque ese destino y esas aventuras supondrían todavía cierta energía vital, eco de los tiempos primitivos.

La mecánica nos habrá americanizado hasta tal punto, el progreso habrá atrofiado tanto en nosotros la parte espiritual, que ninguna de las fantasías sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá ser comparada con sus resultados positivos.

Nuevo ejemplo y nuevas víctimas de las inexorables leyes morales, pereceremos por lo mismo que hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado hasta tal punto, el progreso habrá atrofiado tanto en nosotros la parte espiritual, que ninguna de las fantasías sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá ser comparada con sus resultados positivos.

Pido a cualquier hombre, que piense, que me muestre lo que subsiste de la vida. Creo inútil hablar de la religión y buscar sus restos, porque tomarse todavía el trabajo de negar a Dios es, en esas materias, el único escándalo posible.

La propiedad había virtualmente desaparecido con la supresión del mayorazgo; pero llegarán los tiempos en que la humanidad, como un ogro vengador, arrancará el último pedazo a quienes creen haber heredado legítimamente las revoluciones. Y ése no será todavía el peor mal.

La imaginación humana puede concebir, sin demasiado esfuerzo, repúblicas u otros estados sociales dignos de alguna gloria, si están gobernados por hombres sagrados, por ciertos aristócratas. Pero no es mediante las instituciones políticas como se manifestará especialmente la ruina, o el progreso universal, ya que poco importa el nombre; ello ocurrirá por el envilecimiento de los corazones.

¿Debe aún decir que lo poco que quede de política se debatirá penosamente oprimida por la animalidad general, y que los gobernantes se verán forzados, para mantenerse y para crear un fantasma de orden, a recurrir a medios que harían estremecer a nuestra actual humanidad, tan endurecida, sin embargo?

Entonces el hijo huirá de la familia no a los dieciocho años, sino a los doce, emancipado por su glotona precocidad; y huirá de ella no para buscar aventuras heroicas, no para liberar una belleza encerrada en una torre, no para inmortalizar una bohardilla mediante pensamientos sublimes, sino para establecer un comercio, para enriquecerse, para competir con su infame papá, fundado y accionista de un diario que divulgará las “luces” y que hará que se considere a El Siglo de esa época como un soporte de la superstición.


EN ESA ÉPOCA LA JUSTICIA CASTIGARÁ A LOS CIUDADANOS QUE NO SEPAN HACER FORTUNA

Entonces las errabundas, las desclasadas, aquéllas que tuvieron algunos amantes, y a las que a veces se llama ángeles para agradecerles su atolondramiento que brilla, luz del azar, en su existencia lógica como el mal, digo que entonces ellas no serán más que despiadada sabiduría, una sabiduría que lo condenará todo, salvo el dinero, todo, hasta los errores de los sentidos.

Entonces lo que se parece a la virtud, ¿qué digo?, todo lo que no sea entusiasmo por Plutón, será considerado inmensamente ridículo. La justicia -si en esta época afortunada puede existir todavía una justicia- castigará a los ciudadanos que no sepan hacer fortuna.

Tu esposa ¡oh Burgués!, tu casta mitad, cuya legitimidad es para ti la poesía, introduciendo desde entonces en la legitimidad una infamia irreprochable, guardiana vigilante y enamorada de tu caja fuerte, no será ya otra cosa que el ideal perfecto de la mujer mantenida. Tu hija, con una nubilidad infantil, soñará en su cuna que se vende por un millón. Y tú mismo, ¡oh Burgués! -menos poeta aún que lo eres hoy-, no encontrarás nada que oponer; no lamentarás nada.

Porque hay cosas en el hombre que se fortifican y prosperan a medida que otras se hacen más delicadas y se debilitan y, gracias al progreso de esos tiempos venideros, ¡no te quedarán en las entrañas más que vísceras! ¡Quizás esos tiempos estén muy próximos; quién sabe si no llegaron ya, y es sólo el espesamiento de nuestra naturaleza el único obstáculo que nos impide apreciar el medio en que respiramos!

En cuanto a mí, que siento a veces, en mí mismo, el ridículo de un profeta, sé que no tendré nunca la caridad de un médico. Perdido en este mezquino mundo, rodeado por la muchedumbre, soy como un hombre cansado cuya mirada no ve hacia atrás, en los años profundos, más que desengaño y amargura, y que hacia adelante sólo ve una tempestad que no trae nada nuevo, ni enseñanzas ni dolor.

La noche que este hombre robó a su destino algunas horas de placer mecido por su digestión, echando al olvido, tanto como le es posible, el pasado, contento del presente y resignado al porvenir, embriagado por su sangre fría y su dandysmo, orgulloso de no haber descendido tanto como los que pasan, se dice a sí mismo, contemplando el humo de su cigarro: ¿Qué me importa adónde van esas conciencias?

Creo que he derivado hacia lo que la gente del oficio llama una digresión. Sin embargo, dejaré estas páginas porque quiero fechar mi tristeza.


CHARLES BAUDELAIRE, Diarios íntimos. Editorial Leviatán, 2006. Buenos Aires. Traducción de José Pedro Díaz.


tomado de: FILOSOFÍA DIGITAL www.filosofiadigital.com



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