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lunes, 3 de noviembre de 2008

ASAMBLEA DE PÁJAROS. Hermann Bellinghausen

Hermann Bellinghausen

Asamblea de pájaros

Primero llegó el cenzontle a una rama, y extrañamente se abstuvo de cantar un rato. Giró parsimoniosamente sobre sus patas en 360 grados. Esperó, mirando fijo hacia la montaña al occidente. En determinado momento soltó una armonía gutural, luego cristalina, luego chifladora y burlona, “oilo, oilo, oilo”.

Por las partes bajas, en los arbustos y hasta tocando tierra, se arriman cuclillos, osqueros, rascadores, jilgueros. A la altura de la rama del cenzontle llegan el cuitlacoche, que es medio primo del convocante, y el zorzal, que ése se mete donde sea.

Al otro extremo del prado, entre las milpas y los matorrales, como quien no quiere la cosa, rondan tordos y zanates, y dicen que hoy pidieron refuerzos nada menos que a los cuervos. Pero se mantienen lejos. Nerviosos y hostiles, sin necesidad. También ellos, si se aproximaran, tendrían mucho qué aportar al tema de la asamblea: ¿Qué le pasa a la gente, a los humanos allá abajo, que andan tan alterados y raros? Se acaba por congregar cualquier cantidad de emplumados, todos con un punto de vista más o menos desinteresado.

La primera en tomar la palabra es una invitada especial, pues nunca sale al bosque, es rata de ciudad: una paloma. Llegaron varias en una delegación nacional, dejando atrás los postes y palomares en fachadas, azoteas y bodegas. Habla en un currucucú que a los pajaritos silvestres les da risa por su tonito naco y barrioabajero, y jajajá dicen. Pero enmudecen alarmados al escucharla describir a los humanos, que andan muy nerviosos, pateando a sus propios perros, aglomerados en las puertas de los bancos y en los basureros, expectantes en las terminales de autobuses. Que caminan de prisa con los bolsillos vacíos. Que cada día menos viejitas salen a plazas y jardines a tirar migajas de campechana y pedazos de bolillo. El pan ha subido demasiado, por desgracia.

Los carpinteros y trepadores se han venido sumando adheridos a los troncos, pegando saltos que imitan el reptar de una serpiente. Un perico de la selva cuenta de taladores, incendios y hoteles para ecoturismo de aventura, embarcaderos, campos de golf, minas, rugientes carreteras. Ahuyentan a las culebras, los zorros, los tlacuaches, y agilizan la extinción del tímido jaguar, el tapir, el venado, “y el aparatoso y torpe quetzal”, añade con mala leche y verde de envidia, aprovechando la ausencia del antedicho, que jamás podría llegar a estos bosques sin ser capturado antes por algún vivales y vendido en miles y miles de dólares, como quien atrapa un dinosaurio.

“Hoteles, hoteles, a mí no me hablen de eso”, interrumpe un cormorán deportista que viene del mar. “Los miles de kilómetros de playas del océano Pacífico, el mar Caribe y los golfos oriental y occidental están plagados de ellos, cada día más grandes, más feos y más inútiles”. Lo respaldan casi histéricas las delegaciones de gaviotas, incapaces como son de articular media palabra; prefieren usar la boca para alimentarse que para cantar. Y si no hay qué tragar o robar, arman alharaca. Por eso graznan.

El pelícano, serio y sereno, reflexivo, expone la situación del envenenamiento de las aguas marinas, por petróleo, en primer lugar. Los pesticidas, los desechos tóxicos, la putrefacción de las especies sacrificadas. Admite que a las rocas ásperas de los acantilados e islotes donde anida no ha llegado la insaciabilidad de los inversionistas, pero ya se le dificulta pescar para sus pollitos entre tanto pirata nacional y japonés, o el cochinero de grasa y el endemoniado crudo.

Cambiando el tono del debate, un gorrión de los de cable, los más adaptables y resistentes al smog y las in- versiones térmicas, describe lo mejor que puede el ruido de máquinas y aparatos, día y noche. Y la luz eterna gracias a la electricidad. “Cada día resulta más difícil encontrar dónde dormir a oscuras y tranquilo”, concluye con un suspiro. El búho aplaude en silencio, sin parpadear, respal- dando al pequeño compañero diurno.

“Y la de balazos que se andan dando”, exclama un zopilote desde bien alto. Coinciden en pleno las aves de la ciudad y del campo, las que atraviesan cerros, selvas, costas, desiertos. Y fronteras, pues no necesitan papeles para cruzar líneas imaginarias.

Un águila de cabeza blanca cierra la ronda de oradores sacando por el pico dorado una de esas observaciones de conjunto que son su fuerte: “Cuando los jefes de los humanos se hayan quedado con todo ya no habrá nada. Hasta los ricos serán pobres el día que todo sea sólo de ellos”.


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