La danza y la lluvia El yumari es uno de los bailes más importantes de los tarahumaras. Se efectúa durante una no-che entera para ayudar al Padre Sol y a la Madre Luna a producir la lluvia. En esta danza se imitan los movimientos de los venados, que también están muy interesados en que llueva. El viejo dijo a Juaní que los animales habían enseñado a bailar a los tarahumaras y le explicó que no eran seres inferiores, sino que entendían de magia y ayudaban a atraer la lluvia. —En la primavera —le dijo—, el gorjeo de los pájaros, el arrullo de las palomas, el canto de las ranas, el chirrido de los grillos y los mil ruidos que emiten los habitantes del bosque, son peticiones a los dioses para que envíen el agua, ¿qué otra razón tendrían para cantar? También los venados saltan y hacen cabriolas para llamar la atención de los dioses y que éstos se pongan contentos y hagan llover. Durante el regreso a su casa, Juaní permaneció callado reflexionando sobre las palabras del abuelo y contemplando las nubes que formaban un desfile de animales fantásticos que danzaban en el cielo. Esa noche se reunió el pueblo para bailar. Todo estaba preparado: habían elevado una cruz y encendido una gran hoguera. A la hora fijada, después de la puesta del sol, el viejo Andrés sacudió una sonaja para avisar a los dioses que el baile iba a comenzar. Acto seguido, se puso a dar vueltas alrededor de la cruz, canturreando y marchando al compás de la sonaja que movía de abajo hacia arriba; dio la vuelta ceremonial deteniéndose por unos segundos en cada uno de los puntos cardinales, y después comenzó su danza. Poco a poco fueron uniéndose hombres, mujeres y niños que habían acudido a tan importante reunión. El yumari consistía en pasos cortos hacia adelante y hacia atrás, en una marcha cerrada. Los indios, envueltos en sus frazadas, se alineaban a ambos lados del adivino, tocándose con los hombros y fijos los ojos en el suelo. Las mujeres danzaban por separado detrás de los hombres. De este modo, todos avanzaban y retrocedían, formando una curva alrededor de la cruz. Juaní no estaba con los otros niños de su edad que también danzaban lejos de los mayores. Trataban de estar lo más cerca posible del abuelo y, aunque ya había participado en ceremonias similares, la de esta noche era muy especial. El fuego iluminaba en forma extraña a todos los danzantes que parecían flotar en el aire, mientras repetían los cantos acompañados en una atmósfera de singular encanto. Los cantos del yumari decían que el grillo quería bailar, que la rana quería bailar y brincar, que la garza azul quería pescar, que la lechuza y la tórtola estaban bailando y la zorra gris aullaba, de tal forma que pronto comenzarían las aguas. La danza continuó sin interrupción durante horas y horas con aquel movimiento rítmico y regular dirigido por el adivino, que sacudía su sonaja con entusiasmo y energía golpeando con el pie derecho contra el suelo, como para poner énfasis en las palabras que salían de su boca con voz fuerte y resonante. Con su fervor se empeñaba en sacar a los dioses de su indiferencia. Mientras los grandes bailaban, los niños empezaron a cansarse y se fueron quedando dormidos uno a uno. Juaní, aunque se esforzó en permanecer despierto, también se durmió debajo de un árbol mientras pensaba que el Lucero de la Mañana miraba bailar a sus hijos, los tarahumaras de la sierra, y enviaba sus últimos rayos sobre la fantástica escena, antes de la llegada del astro del día: el Padre Sol.
Los grandes continuaron con la segunda parte de la ceremonia, que se efectuaba cuando el primer rayo de la rosada aurora anunciaba la llegada del sol. Entonces dejaron de bailar, ofrecieron a los dioses la comida que habían preparado y las jícaras llenas de tesgüino, una bebida muy importante para ellos hecha con maíz y parecida a la cerveza. Después todos se pusieron a comer y a beber tesgüino.
Cuando Juaní despertó, todo había terminado. Ya no vio al abuelo. Seguramente se había retirado a su solitaria casa en la montaña. Muchos seguían bebiendotesgüino y otros ya se habían embriagado con sus efectos; Juaní y su familia se encaminaron a casa. Pasaron varios días y la lluvia no hacía su aparición. Todo continuaba seco y triste. Entonces la gente del pueblo decidió consultar al adivino Andrés sobre la conveniencia de hacer otro yumari, y éste dio su consentimiento para que se llevaran a cabo los preparativos.
* Altamirano, Graziela, Andanzas en la Sierra Tarahumara, México, sep/Instituto Mora (Colección el tiempo vuela), 1994. |
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