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lunes, 23 de marzo de 2009

MONTESQUIEU:"Prejuicios y Principios", "Naturaleza y Leyes de la Democracia"

copiado de FILOSOFÍA DIGITAL

PREJUICIOS Y PRINCIPIOS, por Montesquieu


“No he sacado mis principios de mis prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas. No escribo para censurar lo que está establecido en los distintos países. Cada nación encontrará aquí las razones de sus máximas y cada individuo sacará por sí mismo la siguiente consecuencia: sólo están capacitados para promover cambios aquellos que venturosamente nacieron con un ingenio capaz de penetrar, en una visión genial, toda la constitución de un Estado. No es indiferente que el pueblo esté ilustrado. Los prejuicios de los gobernantes empezaron siendo siempre prejuicios de la nación. En épocas de ignorancia no se tienen dudas, ni siquiera cuando se ocasionan los males más graves. En tiempos de ilustración, temblamos aun al hacer los mayores bienes. Sería el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres se curaran de sus prejuicios. Y llamo prejuicios, no a lo que hace que se ignoren ciertas cosas, sino a lo que hace ignorarse a sí mismo. Intentando instruir a los hombres es como se puede practicar la virtud general de amor a la humanidad. El hombre, ser flexible que en la sociedad se amolda a los pensamientos y a las impresiones de los demás, es capaz de conocer su propia naturaleza cuando alguien se la muestra, pero también es capaz de perder el sentido de ella cuando se la ocultan.”

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Si entre el infinito número de cosas que se dicen en este libro hubiera alguna que, contra mi voluntad, pudiera ofender, al menos no fue escrita con mala intención. No soy por naturaleza espíritu desaprobador. Platón daba gracias al cielo por haber nacido en la época de Sócrates; yo se las doy por haber hecho que naciera bajo el Gobierno en que vivo, y por haber querido que obedezca a quienes me hizo amar.

LOS PRINCIPIOS SE DEBEN EXTRAER DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

Pido una gracia que temo no se me conceda: que no se juzgue el trabajo de veinte años por la lectura de un momento; que se apruebe o se condene el libro entero, pero no sólo algunas frases. El que busque la intención del autor, sólo podrá descubrirla en la intención de la obra.

El hombre de Leonardo da Vinci. Estudiándolo y observándolo se descubren las leyes a las que su naturaleza y su conducta están sujetos.

En primer lugar, he examinado a los hombres y me ha parecido que, en medio de la infinita diversidad de leyes y costumbres, no se comportaban solamente según su fantasía.

He asentado los principios y he comprobado que los casos particulares se ajustaban a ellos por sí mismos, que la historia de todas las naciones era consecuencia de esos principios y que cada ley particular estaba relacionada con otra ley o dependía de otra más general.

Cuando estudié la antigüedad procuré hacerlo desde su mismo espíritu para no considerar como semejantes casos realmente distintos y para no dejar de ver las diferencias de los aparentemente iguales.

No he sacado mis principios de mis prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas.

Muchas verdades no se harán patentes en esta obra hasta después de haber visto la cadena que une unas con otras. Cuanto más se reflexione sobre los detalles, mejor se percibirá la verdad de los principios. Sin embargo, no los he expuesto todos, porque ¿quién podría decirlo todo sin hacerse mortalmente aburrido?

No se encontrarán en este libro las sutilezas que parecen caracterizar las obras de nuestros días. Por poca amplitud de criterio con que se contemplen las cosas, tales sutuilezas se desvanecerán, puesto que éstas surgen tan sólo cuando nuestro espíritu, atraído únicamente por una parte de la realidad, abandona el resto.

No escribo para censurar lo que está establecido en los distintos países. Cada nación encontrará aquí las razones de sus máximas y cada individuo sacará por sí mismo la siguiente consecuencia: sólo están capacitados para promover cambios aquellos que venturosamente nacieron con un ingenio capaz de penetrar, en una visión genial, toda la constitución de un Estado.

NO ES INDIFERENTE QUE EL PUEBLO ESTÉ ILUSTRADO

No es indiferente que el pueblo esté ilustrado. Los prejuicios de los gobernantes empezaron siendo siempre prejuicios de la nación. En épocas de ignorancia no se tienen dudas, ni siquiera cuando se ocasionan los males más graves. En tiempos de ilustración, temblamos aun al hacer los mayores bienes.

Niñera enseñando a leer a una niña. No es indiferente que el pueblo esté ilustrado.

Nos damos cuenta de los abusos antiguos y vemos dónde está su corrección, pero vemos también los abusos que trae consigo la misma corrección. Así, pues, dejamos lo malo si tememos lo peor, dejamos lo bueno si dudamos de lo mejor, examinamos las partes solamente para juzgar del todo y examinamos todas las causas para ver todos los resultados.

Si yo pudiera hacer que todo el mundo encontrara nuevas razones de amar sus deberes, de amar a su príncipe, a su patria y a sus leyes; hacer que cada cual pudiera sentir mejor la felicidad de su país, en su Gobierno, en el puesto en que se encontrase, sería el más feliz de los mortales.

Sería el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres se curaran de sus prejuicios. Y llamo prejuicios, no a lo que hace que se ignoren ciertas cosas, sino a lo que hace ignorarse a sí mismo.

Intentando instruir a los hombres es como se puede practicar la virtud general de amor a la humanidad. El hombre, ser flexible que en la sociedad se amolda a los pensamientos y a las impresiones de los demás, es capaz de conocer su propia naturaleza cuando alguien se la muestra, pero también es capaz de perder el sentido de ella cuando se la ocultan.

He empezado muchas veces esta obra para abandonarla después: he lanzado mil veces al viento las hojas que ya tenía escritas; sentía caer todos los días las manos paternas; perseguía mi objeto sin formarme un plan; no conocía aún ni las reglas ni las excepciones; encontraba la verdad y la perdía al momento. Pero cuando descubrí mis principios, todo lo que andaba buscando vino a mí y, durante veinte años, he visto cómo mi obra empezaba, crecía, avanzaba y concluía.

Si esta obra tiene éxito se lo deberé, en buena medida, a la grandeza del tema; sin embargo, creo que no carezco en absoluto de ingenio. Cuando vi lo que tantos grandes hombres escribieron antes que yo en Francia, Inglaterra y Alemania, me llené de admiración, pero no perdí ánimos y dije como el Corregio: “Yo también soy pintor”.

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MONTESQUIEU, prefacio a Del espíritu de las leyes. Sarpe, 1984. [FD, 28/11/2006]

NATURALEZA Y LEYES DE LA DEMOCRACIA, por Montesquieu


“Si el pueblo entero es, en la República, dueño del poder soberano, estamos ante una democracia; si el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, se trata de una aristocracia. El pueblo que detenta el poder soberano debe hacer por sí mismo todo aquello que pueda hacer bien; lo que no pueda hacer bien lo hará por medio de sus ministros. Sus ministros no le pertenecen si no es él quien los nombra; es, pues, máxima fundamental de este Gobierno que el pueblo nombre a sus ministros, es decir, a sus magistrados. Otra ley fundamental de la democracia es que sólo el pueblo debe hacer leyes. A veces, incluso, es conveniente probar una ley antes de establecerla. Las constituciones de Roma y Atenas eran muy sabias a este respecto: las decisiones del Senado tenían fuerza de ley durante un año, y sólo se hacían perpetuas por la voluntad del pueblo. La desgracia de una República no es que en ella no haya intrigas, cosa que ocurre cuando se corrompe al pueblo con dinero: entonces se interesa por el dinero, pero no por los negocios públicos, y espera tranquilamente su salario sin preocuparse del Gobierno ni de lo que en él se trata. En los Estados en los que no participa en el Gobierno, el pueblo se apasionará por un actor como lo hubiera hecho por los asuntos públicos.”

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DE LA NATURALEZA DE LOS TRES GOBIERNOS DISTINTOS

Hay tres clases de Gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. Para descubrir su naturaleza nos basta con la idea que tienen de estos tres Gobiernos los hombres menos instruidos.

Doy por supuestas tres definiciones o, mejor, hechos: uno, que el Gobierno republicano es aquél en que el pueblo entero, o parte del pueblo, tiene el poder soberano; el monárquico es aquél en que gobierna uno solo, con arreglo a leyes fijas y establecidas; por el contrario, en el Gobierno despótico una sola persona, sin ley y sin norma, lleva todo según su voluntad y su capricho.

Esto es lo que llamo naturaleza de cada gobierno. A continuación se trata de ver cuáles son las leyes que dimanan directamente de dicha naturaleza, y que son, por consiguiente, las primeras leyes fundamentales.

SÓLO HAY DEMOCRACIA ALLÍ DONDE EL PUEBLO ES DUEÑO DEL PODER SOBERANO

Si el pueblo entero es, en la República, dueño del poder soberano, estamos ante una democracia; si el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, se trata de una aristocracia.

De Atenas conservamos algo más que unas bellas ruinas como vestigio de su antiguo esplendor. Nos dejó la espléndida herencia de su balbuciente, pero pujante, democracia.

El pueblo es, en la democracia, monarca o súbdito, según los puntos de vista. A través del sufragio, que es expresión de su voluntad, será monarca puesto que la voluntad del soberano es el mismo soberano. Las leyes que establecen el derecho al voto son, pues, fundamentales en este Gobierno. La reglamentación de cómo, por quién y sobre qué deben ser emitidos los votos, es tan importante como saber en una Monarquía quién es el monarca y de qué manera debe gobernar.

Libanio dice que en Atenas se castigaba con la muerte a todo extranjero que se introdujese en la asamblea del pueblo, porque usurpaba el derecho de soberanía.

Es esencial determinar el número de ciudadanos que deben formar las asambleas. De otro modo no se sabría cuándo habla el pueblo o una parte de él. En Lacedemonia se precisaban diez mil ciudadanos. En Roma, nacida en la pequeñez para llegar a la máxima grandeza, destinada a experimentar todas las vicisitudes de la fortuna; en Roma, que unas veces tenía casi todos sus ciudadanos fuera de sus muros y otras a toda Italia y parte de la tierra dentro de ellos, este número no estaba fijado, lo cual fue una de las causas principales de su ruina.

EL PUEBLO DEBE HACER POR SÍ MISMO TODO AQUELLO QUE PUEDA HACER BIEN

El pueblo que detenta el poder soberano debe hacer por sí mismo todo aquello que pueda hacer bien; lo que no pueda hacer bien lo hará por medio de sus ministros. Sus ministros no le pertenecen si no es él quien los nombra; es, pues, máxima fundamental de este Gobierno que el pueblo nombre a sus ministros, es decir, a sus magistrados.

Más aún que los monarcas, el pueblo necesita que le guíe un consejo o senado. Pero para poder confiar en él es preciso que sea el pueblo quien elija los miembros que lo compongan, ya sea escogiéndolos él mismo, como en Atenas, o por medio de magistrados nombrados para elegirlos, como se hacía en Roma en algunas ocasiones.

El pueblo es admirable cuando realiza la elección de aquellos a quienes debe confiar parte de su autoridad, porque no tiene que tomar decisiones más que a propósito de cosas que no puede ignorar y de hechos que caen bajo el dominio de los sentidos.

Sabe perfectamente cuándo un hombre ha estado a menudo en la guerra o ha tenido tales o cuales triunfos; por ello está capacitado para elegir un general. Sabe cuándo un juez es asiduo y la gente se retira contenta de su tribunal porque no ha sido posible sobornarle: cosas suficientes para que elija un pretor. Le impresionan las magnificencia o las riquezas de un ciudadano: basta para que sepa elegir un edil. Son estos hechos de los que el pueblo se entera mejor en la plaza pública que el monarca en su palacio. Pero, en cambio, no sabría llevar los negocios ni conocer los lugares, ocasiones o momentos para aprovecharse debidamente de ellos.

Si se dudara de la capacidad natural del pueblo para discernir el mérito, bastaría con echar una ojeada por la sucesión ininterrumpida de elecciones asombrosas que hicieron los atenienses y los romanos y que no se podrían atribuir a la casualidad.

Sabemos que en Roma, a pesar de que el pueblo tuviera el derecho de elevar a los plebeyos a los cargos públicos, no se decidía, sin embargo, a elegirlos; y aunque en Atenas se podían nombrar magistrados de todas las clases sociales por la ley de Arístides, no ocurrió nunca, según Jenofonte, que el pueblo pidiera los cargos que podían interesar a su salvación o a su gloria. (más…)

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