copiado de: http://habitat.aq.upm.es/boletin/n26/amsar.htm
Espigando en los textos del propio Ivan Illich, veamos qué significa, en su pensamiento, el hecho de habitar.
Habitar es la huella de la vida
Habitar es la huella de la vida. Habitar es dejar huella. Hay dos textos de Ivan Illich que tratan específicamente de la cuestión de habitar: La reivindicación de la casa (Illich, 1985) y El mensaje de la choza de Gandhi (Illich, 1978). En este último se lee lo siguiente:
«Las bestias tienen madrigueras; el ganado, establos; los carros se guardan en cobertizos y para los coches hay cocheras. Sólo los hombres pueden habitar. Habitar es un arte. Únicamente los seres humanos aprenden a habitar.»
Insiste en la profunda relación entre habitar y vivir, y en sus derivaciones: la habitación, como huella de la vida (nunca acabada, nunca completamente planificada), florece y decae al compás de los esplendores y fracasos de sus habitantes.
«La casa no es una madriguera ni una cochera. En muchas lenguas, en vez de habitar puede decirse también vivir. ``¿Dónde vive usted?'', preguntamos, cuando queremos saber el lugar en el que alguien habita. ``Dime cómo vives y te diré quién eres''.»
Considera Illich que, al igual que en otros ámbitos a los que dedica sus análisis, también en el campo que ahora denominamos la vivienda, ha habido una pérdida. «La equiparación de habitar con vivir procede de una época en la que el mundo era habitable y los hombres habitantes. Toda actividad se reflejaba y repercutía en la habitación. La habitación era siempre huella de la vida». Una huella que podía adoptar múltiples formas, pero siempre dejar rastros, señales, vestigios. Y siempre, permanentemente inacabada. Como elemento vivo, reflejo de la vida, siempre considerada inacabada hasta que concluye la vida de los moradores:
«La vivienda tradicional nunca estaba acabada en el sentido en que hoy decimos que un bloque de pisos o de apartamentos se entrega llave en mano. A diario remiendan la tienda sus moradores, la levantan, la extienden, la desmontan. La casa de labor florece o decae con la prosperidad y el número de sus ocupantes; a menudo puede apreciarse desde lejos si los hijos han abandonado ya el hogar paterno o si los viejos han muerto.»
Los barrios de la ciudad corrían una suerte pareja.
«Un barrio de una ciudad nunca estaba terminado: hasta la época de los soberanos absolutos, en el siglo XVIII, los barrios residenciales de las ciudades europeas eran el resultado no planificado de la interacción de numerosos artistas constructores.»
Habitar un territorio es reconocerlo y recorrerlo
Habitar un territorio es marcarlo, lo acabamos de decir; pero también reconocerlo y recorrerlo. Ivan Illich solía hablar del «equilibrio múltiple»; y recordaba que la vida humana sólo se da en una situación de equilibrio de numerosas facetas y dimensiones. Voy a señalar una serie de campos relacionados con el hecho de habitar (un lugar, un territorio, una ciudad, un barrio), e indicar en ellos condiciones de equilibrio que posibilitan la vida y nos permiten, en consecuencia, considerarnos habitantes.
Por de pronto, habitar un territorio es recorrerlo a pie. Sólo así es posible crear un ambiente a lo largo de la propia ruta. Andando se responde a un mundo que se ofrece gratuitamente al caminante. Al andar, se quiebra el monopolio sobre la imaginación de los consumidores, en cuanto al transporte y la movilidad. Se responde a la capacidad innata de moverse. Desde luego, hay que contar con un espacio de madurez tecnológica. Pueden no bastar los pies. «En términos de circulación, éste es el mundo de aquéllos que han ensanchado su horizonte cotidiano a trece kilómetros, montados en su bicicleta. Al mismo tiempo es el mundo marcado por una variedad de motores subsidiarios disponibles para cuando la bicicleta no basta y cuando un aumento en el empuje no obstaculiza ni la equidad ni la libertad» . Pero la base insustituible del movimiento es el andar.
Habitar un territorio es también viajarlo. «Cualquier lugar está abierto a toda persona que lo viaja sin roturar la tierra» . Viaje corto, pero igualmente la posibilidad de los viajes largos, donde el mundo está a disposición de todos, «a su albedrío y su velocidad, sin prisa o temor, por medio de vehículos que cruzan las distancias sin roturar la tierra, sobre la cual el hombre ha caminado con sus pies por cientos de miles de años» . Al viajar se atiende a la necesidad de búsqueda, a la persecución de lo que enseña el vacío, el silencio, de lo que no se muestra con la evidencia: una forma de viaje radicalmente amenazada hoy.
Pero si es moverse y desplazarse, habitar un territorio es también demorarse en él y sobre él. Perder el tiempo, calentarse al sol. Estar, sin hacer nada, en los lugares: la contemplación, la pulsión de la inacción, el descanso, la respiración. Una contemplación siempre vista con recelo por el sistema (por cualquier sistema), si no va acompañada de alguna componente económica. Se podía hablar también de que habitar un espacio es recordarlo (aludir a los precedentes, conjugar sobre él metáforas), soñarlo (abrirlo al horizonte), recordar soñando. Porque, en efecto, habitar es soñar: «Los sueños han dado forma siempre a las ciudades; y las ciudades, a su vez, han inspirado sueños» (Illich, 1989!). Habitar un territorio es, digámoslo otra vez, tomarlo y marcarlo; aun bien con nuestras emociones, sentimentalmente, y con nuestras ilusiones.
¿Qué equilibrios, pues, hay que garantizar? Los de la movilidad, el descanso, la conservación. Tres facetas radicalmente amenazadas.
Habitar un territorio es convivirlo
Habitar un territorio es convivirlo. Una relación convivencial que siempre es nueva. La convivencialidad es la acción de las personas que participan en la creación de la vida social. Para Illich, «trasladarse de la productividad a la convivencialidad es sustituir un valor técnico por un valor ético, un valor material por un valor logrado». La convivencialidad es «la libertad individual, realizada dentro del proceso de producción, en el seno de una sociedad equipada con herramientas eficaces». Implica renunciar a la sobreabundancia y al superpoder (ya se trate de individuos o de grupos). Lo cual redunda en renunciar a la ilusión que sustituye la preocupación por lo prójimo, por lo más próximo, «por la insoportable pretensión de organizar la vida en las antípodas» Habitar una región es sentir, asumir, valorar la presencia de las comunidades que la pueblan. Lo que significa, en primer lugar, el derecho a un hábitat comunal. Pero el arte de habitar no sólo crea espacios interiores. También fue siempre y en todas partes habitable el espacio situado más allá de nuestros umbrales. «Aún hoy, en los países cálidos, la mayoría de la gente se pasa una buena parte de su vida en la calle. Este espacio habitable fuera del propio hogar son las zonas comunales, lugares que sirven a muchos grupos y a cuyo uso de todos tenemos derecho, aunque sólo en la forma comúnmente reconocida por la comunidad. El portorriqueño que llega a Nueva York utiliza la calle con toda naturalidad como un bien común. Y el turco residente en Berlín sigue practicando su costumbre de sentarse en una silla en la calle a charlar, apostar, discutir o hacerse servir un café. Muy lentamente caerá en la cuenta de que en nuestros países desarrollados el progreso ha convertido las calles en carreteras y el tráfico rodado amenaza a puestos callejeros y bancos, al comercio, al chismorreo, al juego y al trabajo. Hasta ahora, el progreso económico ha supuesto siempre y en todas partes la ruina de las zonas comunales y la reclusión de las personas en jaulas de cemento. Así, poco a poco, el mundo se ha vuelto inhabitable». Habitar un mundo significa depender de otros en el acto mismo de habitar (y asumir esa dependencia personal). E intervenir en su transformación humana: participar. En este sentido, participar significa vivir y relacionarse de un modo diferente. Pero «sobre todo implica la recuperación de la libertad interior propia, es decir, aprender a escuchar y compartir, libre de cualquier miedo o conclusión, creencia o juicio predefinidos. En la medida en que la libertad interior no es necesariamente dependiente de la libertad exterior, su recuperación es una cuestión esencialmente personal, y puede llevarse a cabo aun en la cárcel, o bajo las condiciones mas represivas». Esa libertad habilita a uno para el florecimiento de la propia vida, pero también para contribuir de forma realmente significativa a la lucha por una mejor vida de todos los demás. En este caso, «la libertad interior le da vida a la libertad externa, haciéndola posible y dándola sentido». Lo que exige el uso de la razón, de esa razón común que nos habita a todos. Y como condición, estar atentos a evitar la corrupción del lenguaje cotidiano (otra de las mayores preocupaciones de Ivan Illich).
Y como condición de convivencia: la austeridad, la renuncia (que no excluye, en absoluto, los placeres, sino sólo los que degradan la relación personal). Hablamos más arriba del equilibrio. Illich señala como una de las piedras angulares de su pensamiento el concepto del «umbral de mutación». El umbral en el que, al verse superado, se rompe algún equilibrio social básico. En lo que nos ocupa: el límite que separa el terreno inhóspito del habitable. En este sentido puede hablarse de la última mutación que afecta al territorio y las ciudades: la de la hospitalidad. Que no puede definirse desde la arrogancia del técnico (esas «figuras de una caridad pervertida»), sino como condición de que las personas puedan mirarse cara a cara, sin intermediarios (cabe aquí recordar la durísima crítica de Illich a los planificadores, en el artículo de la choza de Ghandi o en el libro Profesiones inhabilitantes). Abrir el territorio, la ciudad, al de fuera. A que lo recorra, lo comparta, lo construya, lo entienda. Habitar un territorio es apropiárselo (hacerlo propio), pero también extrañarlo (abrirlo al otro). Incorporarlo al juego de los signos de apropiación y extrañamiento.
Creo que también puede formularse esta idea conforme a uno de los autores preferidos de Illich, Karl Polanyi, para quien en nuestra sociedad conviven superpuestos dos dominios, dos mundos (dos redes de organización social entrelazadas): uno dominado por la economía del mercado único (con la tecnocracia, el progreso técnico, la tecnoutopía); y otro propio de la protección social. Este último sería el que permite y conserva la habitabilidad, en el mismo espacio que quiere a su vez hacer suyo el mercado.
Habitar es construir
Habitar es construir. Usando sus manos y sus pies las personas transforman el espacio, simple territorio para el animal, en casa y patria. Puede ayudarse en su quehacer de herramientas, de máquinas. Aunque «más allá de un cierto punto, el uso de energía motorizada inevitablemente empieza a oprimirlo». Por eso decimos que habitar es hacer, manipular, utilizando una herramienta manejable y manipulable. Por medio de la tecnología denominada intermedia. «Desde el momento en que se te hace necesario un micrófono, te aúpas inevitablemente a una plataforma demagógica». Y algo parecido podría decirse del coche o del ordenador (recordar aquí el significado de lo vernáculo y las cuatro bandas de Cuernavaca). Es lógico Illich que valorase la autoconstrucción. En la introducción al libro coordinado por su amigo Franco de La Cecla (Il potere di abitare) escribió: «Hablamos de la fabricación de la vivienda o de la entrega a la asistencia médica. Los hombres ya no se consideran aptos para curarse a sí mismos ni para construirse sus viviendas». Y sin embargo sólo a través de esas acciones (cuidarse, construir la propia morada, cuidar al vecino, colaborar en las construcciones de los vecinos) se vive la libertad. «Debe quedar claro que la dignidad del hombre sólo será posible en una sociedad autosuficiente, y que disminuye al desplazarse hacia una industrialización progresiva».
Habitar un territorio es construirlo, valorando los materiales primeros que ponen en marcha la imaginación material. Y los vestigios (de un mundo pasado) en el lugar, donde la economía queda afuera. Como dijimos, Illich advierte de la conveniencia de observar la evolución de varios umbrales de mutación, cuyo desbordamiento quebraría la posibilidad de habitar. Habitar es ser consciente «del espacio vital y la limitación temporal». La persona integra a los dos por medio de su acción. La energía, transformada en trabajo físico le permite integrar su espacio y su tiempo. «Privado de energía suficiente se ve condenado a ser un simple espectador inmóvil en un espacio que le oprime».
Habitar un territorio es construirlo, atendiendo al impulso natural a la construcción, excluyendo el uso herramientas opresoras. Pero en los últimos tiempos la evolución de la construcción de la ciudad se ha dirigido en sentido contrario. Illich nos ofrece su propio relato de estos hechos. «En la primera mitad del siglo XIX, el capitalismo y la revolución industrial produjeron cambios drásticos en la configuración de las ciudades, especialmente en la Europa noroccidental. Cada vez más gente fluía a los viejos barrios, proliferaban las fábricas y los humos industriales flotaban sobre las calles cubiertas de aguas de albañal. Superpoblada y desordenada, la ciudad enferma, como decía la metáfora, demandaba un nuevo tipo de planeamiento que diera soluciones al desenfrenado caos urbano. Ciertamente, los funcionarios y reformadores de esas ciudades eran quienes estaban más preocupados con las normas de la salud, las obras públicas y las intervenciones sanitarias, y quienes primero pusieron las bases de un planeamiento urbano global. La ciudad comenzó a ser concebida como un objeto, analizada científicamente y transformada según los dos requerimientos principales del tráfico y la higiene. Se supuso que la respiración y la circulación debían ser restaurados en el organismo urbano, que había sido abrumado por una presión súbita. Las ciudades fueron diseñadas o modificadas para asegurar una apropiada circulación del aire y del tráfico y los filántropos se propusieron erradicar los espantosos barrios marginales y llevar los principios morales correctos a sus habitantes. El rico significado tradicional de las ciudades y la más intima relación entre ciudad y morador fueron entonces erosionados a medida que el orden higiénico-industrial devino dominante. Mediante la deificación del espacio y la objetivación de la gente, la práctica del planeamiento urbano conjuntamente con la ciencia del urbanismo, transformó la configuración espacial y social de la ciudad, dando nacimiento en el siglo XX a lo que se ha llamado la taylorización de la arquitectura».
Habitar una ciudad o un territorio es entenderla, comprenderlo
Habitar una ciudad o un territorio es entenderla, comprenderlo. Recorrerlo, manipularlo, compartirlo...y entenderlo. La ciudad y el territorio son hechos culturales, y no cabe entenderlo sino a través de los hábitos de conocimiento. Lo que implica tanto aprender como desaprender. Illich insiste en un aprendizaje crucial para nuestro tiempo: aprender a renunciar. «Es más fácil desechar los rascacielos con ineficientes acondicionadores de aire de San Juan de Puerto Rico que extinguir el anhelo por un clima artificial. Y una vez que este anhelo se ha convertido en una necesidad, el descubrimiento del confort en una isla expuesta a los vientos alisios, se hará muy difícil.»
La definición experta de las necesidades puede «quebrar el cimiento cultural de la pobreza», al redefinir la naturaleza humana en función de los intereses profesionales. Las necesidades, entonces, aparecen como la condición normal del homo miserabilis. Representan algo que está definitivamente fuera del alcance de la mayoría. «Bajo el gran peso de las nuevas estructuras, el cimiento cultural de la pobreza no puede permanecer intacto; se quiebra. La gente es forzada a vivir en una costra frágil, debajo de la cual acecha algo enteramente nuevo e inhumano». En la pobreza tradicional, la gente podía contar con algunos colchones culturales. Y siempre estaba el nivel del suelo del cual de ender, como ocupante ilegal o como mendigo. De este lado de la sepultura nadie podía caer más abajo que el piso. «El infierno era un verdadero pozo, pero era para aquéllos que no habían compartido con el pobre en esta vida, y deberían sufrirlo después de la muerte. Esto ya no vale. Los marginales modernizados no son mendigos ni holgazanes. Ellos han sido embaucados por las necesidades que les atribuye algún alcahuete de la pobreza». Frente a la innovación obligada, aprender a cuidar el entorno a la vez que reaprendemos a cuidarnos por nosotros mismos. Sin definición técnica de lo que nos falta, lo que necesitamos. Ni el territorio ni la ciudad se pueden definir a partir de ningún sistema de necesidades. Ni de un conjunto de hechos económicos. Visto así, nunca lo entenderemos. De hecho, hoy (que se leen las ciudades desde la perspectiva economicista) no se entiende el significado de la pobreza urbana.
Entender para celebrar el territorio (la ciudad, la casa) y también para lamentarlo. Valorar los ciclos, las estaciones, el tiempo cíclico que lo recorre. Perseguir la proporcionalidad, frente a la desmesura y el despilfarro. Habitar, en fin, un verbo de vida.
Referencias Bibliográficas
Cecla, Franco de La (1982) Il potere di abitare Rimini, Libreria Editrice Fiorentina
Illich, Ivan (1985) «La reivindicación de la casa», Alternativas II, ed. Joaquín Mortiz/Planeta, 1989, México
Illich, Ivan (1985) H2O y las aguas del olvido ed. Cátedra, Madrid, 1989
Illich, Ivan (1978) «El mensaje de la choza de Gandhi», Ixtus, Espíritu y cultura (Ivan Illich: La arqueología de las costumbres), Nº 28 año VII, Cuernavaca, México, 106 págs (Disponible en la red en: http://www.ivanillich.org/LiIxtus.htm)
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