Acteal, en estos días, ha provocado tantas palabras –las más en repudio de la actuación de la Suprema Corte de Justicia–, que nada nuevo pretendo decir ahora. Así suele sucedernos, ante las conmociones necesitamos hablar, hay un algo que lo exige aunque el qué y el para qué no queden claros. Son las lealtades quizá, ésas que se van acumulando revueltas con los sueños y las amistades profundas. Son, tal vez, los antiguos sentimientos que reviven dentro sin expresiones conceptuales precisas porque ellas nunca logran expresar cabalmente lo profundo. Son, a lo mejor, los impactos que nos han transformado, impactos del amor o del dolor, de la injusticia, del otro o de los otros tan golpeados, tan ofendidos, que alguna vez no nos dejaron ser como éramos. Que sean lealtades, sentimientos o impactos es lo de menos, de cualquier modo son huellas gratuitas que nos deja la vida, ofrecidas como un don por los vejados, los pobres, los desdeñados. Y como al fin de las cuentas son esas huellas las que terminan dando sentido y rumbo a nuestra propia vida, son las que nos urgen a clamar ante el horror del poderoso sobre el menospreciado. Me voy, así, a los recuerdos de algunas huellas que me ayudan a decir lo que necesito detestar ahora.
Hace cinco años, en este mismo espacio, evoqué lo que ahora retomo: una plática en la selva chiapaneca. Fue unos meses después de Acteal. El motivo del encuentro era otro, pero yo traía una preocupación pendiente. Le pregunté al comandante Tacho cómo estaban, qué cambios del corazón les había traído Acteal. Me miró sorprendido y dijo, como solía decirme: don Ricardo, pero si eso ya lo habíamos hablado tú y yo, ya lo sabíamos
. Y luego retomamos sus opciones zapatistas sobre la vida y la muerte, el ya estamos muertos
tan sabido, sobre las provocaciones que montarían los gobiernos, sobre la necesidad de no caer en ellas y de cómo habría que resistir con lucidez y paz a la violencia gubernamental.
Años antes, el día de las únicas firmas que hubo en San Andrés, las luego perjuradas por los tres poderes, teníamos esa misma sensación de ver venir lo que ya nos sabíamos. Lo dijeron los comandantes con palabras cercanas a éstas: Hasta ahora los acuerdos son sólo papel, a ver si ahora sí cumplen, porque siempre nos han engañado, nos han mentido. En entrevistas al día siguiente, varios de los asesores decíamos lo mismo. Ésa había sido nuestra experiencia, no habíamos vivido un diálogo, sino una faceta diferente de la misma guerra de baja intensidad, decíamos. Ya lo sabíamos, aunque preferíamos pensar en la inesperable esperanza. Años después las Cámaras aprobaron una ley diciendo que así cumplían. Mentían de nuevo, y ya lo sabíamos desde antes de conocer la iniciativa de tal ley.
Ahora, ya sabíamos que con su larga trayectoria de acomodos jurídicos, la Suprema Corte de Justicia se vería una vez más en su espejo con su sonrisa de quien complace al poder. Lo ya sabido no provoca sorpresa ni decepción siquiera. Duele, avergüenza y nos deja cada vez más escépticos ante las autoridades. Nada más.
Hemos ido comprobando en numerables atropellos a los derechos indígenas que siempre existe la duda jurídica, si no, los casos no llegarían ni al juez. La duda puede serlo de verdad o puede ser fingida buscando algún resquicio legal que permita sacar algún provecho.
La justicia en México suele cantearse, con impresionante frecuencia, hacia el que tiene y puede. Quedan casos que no enlisto por fatiga y sólo ejemplifico. Están las controversias constitucionales, los casos de Atenco, Oaxaca y Puebla, los ecologistas muertos o presos de conciencia, las gastritis múltiples y multisomáticas, cobijando violaciones; los luchadores sociales criminalizados. Están los despojos para el turismo, las minas, la energía, los bosques, las aguas, y cualquier proyecto que conlleve inversiones y lucro. Están los funcionarios cupulares culpables e impunes, siguiendo en su gremio las leyes del narco: si estás más abajo cargas con el riesgo de perderlo todo y de ser chivo expiatorio, y mientras más arriba estés, eres más intocable.
La Corte tenía que colocar y soldar el siguiente eslabón de una cadena de injusticias de casi 12 años, extender cartas de impunidad a los que convenía que las recibieran, liberar de ese peso a las actuales y antiguas autoridades, abrir los espacios para el libre comercio de lo que los indios son y tienen, y para ello atemorizar, amenazar y humillar tácitamente. Tenía que dar el golpe y esconder la mano. Ya lo sabíamos.
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