Foto de Richard Gwin, tomada de www2.ljworld.com
Medio siglo de El almuerzo desnudo de Burroughs
Eduardo Espina
William S. Burroughs (1914–1997) era flaco y alto. Es como lo recuerdo. Con su sombrero onda Dick Tracy parecía incluso tener mayor estatura. Un globetrotter blanco. Fue una emoción tenerlo un rato al lado, una experiencia rara por decir poco, aunque no tanto como las experiencias extremas que tan campantes salen de sus libros. Era la historia de una fecha que, tal como entonces lo supuse bien, duraría para siempre. La historia de ese día había en verdad comenzado la noche anterior. St. Louis, Missouri, y febrero de 1984. Mi finado amigo, el pintor Bill Cohn (un grande), me había invitado a la premier de Burroughs, documental de ochenta y cuatro minutos sobre la vida del autor de Almuerzo desnudo, quien, como T. S. Eliot y Tennessee Williams (y varios otros: Miles Davis, Chuck Berry, Marianne Moore, etcétera) nació en la ciudad calma a orillas del río Mississippi. Sin embargo, a diferencia de los ilustres mencionados, Burroughs amaba su ciudad aunque hubiera vivido gran parte de su vida fuera, en África y Nueva York, y volvía cada vez que podía, aunque no podía mucho. Hasta entonces.
Por lo tanto, la premier de la película tenía rasgos de homenaje, tal como lo fue. La sala estaba llena a pesar de que había nevado mucho. Al final, todo el público aplaudió de pie, no sólo porque el escritor se encontraba presente, sino porque es un buen documental, uno de los mejores que he visto sobre escritores. Tras unas breves palabras que no tuvieron demasiada importancia, Burroughs se sentó detrás de una mesa a firmar libros. Su paciencia fue extraordinaria, pues firmó uno por uno los ejemplares que le traían, y algunos venían hasta con dos o tres de sus obras. Parecía un robot alimentado con mezcalina, aunque ya para entonces había dejado las drogas y hasta casi completamente el alcohol. Es una de las pocas cosas buenas de la vejez: obliga a tomarse al cuerpo en serio.
William Burroughs saludando a el agente Mugwump (en la película Naked Lunch de David Cronenberg) |
Como yo era el penúltimo de una interminable fila de muchos, pensé que sería de mal gusto darle otro libro para autografiar, después de haber tenido que satisfacer con su pluma a tanta gente, por lo que decidí esconder el que llevaba. De pronto me tocó el turno y ya estaba allí, parado frente a quien tanto había leído, y no hice más que quedarme callado. Burroughs ante una tapia. Sin embargo, tras un breve silencio que el escritor presintió como importante, aunque no lo fuera tanto, me animé a preguntarle si podía verlo al día siguiente, pues como fiel lector suyo tenía unas preguntas para hacerle desde hacía tiempo. Burroughs, sorprendido por el pedido, me dijo que hablara con su secretario, parado detrás. Éste me sugirió que estuviera “mañana a las 11 en la librería Left Bank”, porque allí también firmaría libros.
El día amaneció con nieve y yo con una gripe tremenda. Salir hubiera sido un peligro. Con la fiebre que tenía me arriesgaba a contraer una pulmonía. Para peor, no tenía seguro de salud. Me metí nuevamente en la cama. A los ocho minutos tuve una corazonada. Pensé que una oportunidad así no se repetiría y, aunque podría haber sido el último acto de mi vida, salí. Para mi sorpresa, en Left Bank, una de las pocas librerías independientes que todavía quedan en este país, había poca gente, gente además parca. Apenas les firmaba el libro que habían traído, se iban sin decir nada aparte de thank you, como si la cuota diaria de fetichismo literario quedara satisfecha tan fácilmente. Burroughs me vio y no dijo nada, tampoco saludó. Su inexpresividad era literaria. Miraba por una ventana que daba a la calle Euclid, como si el mundo alrededor suyo, ese día blanco y helado, no importara. Me hubiera gustado estar en sus ideas, en la topografía mental de donde salía ese silencio, intimidante. Uno que, raro, no duró mucho.
Burroughs no paraba de mirar a lo lejos, pero hacia dentro. De pronto, cuando ya había decidido irme por respeto al escritor y más que nada al espectral silencio que emitía, su secretario, con quien había hablado la noche anterior, me sorprendió diciéndome: “En veinte minutos vamos a ir a tomar algo al café de enfrente, si quiere puede acompañarnos.” La invitación fue un mantra. Un momento Kodak fuera del libreto, el que vino después. Un café con Burroughs, y con su silencio, aunque yo terminé tomando un té con miel para la garganta. La gripe se me fue apenas nos sentamos y Burroughs me preguntó si Uruguay quedaba lejos de Perú. Hubiera querido cooperar mejor con su curiosidad. En ese momento quise que fueran países vecinos, que Uruguay tuviera incas y montañas, pero igual le expliqué dónde estábamos. Me dijo que Allen Ginsberg le había recomendado que conociera Perú. Pensé en dos de mis amigos, fanáticos lectores de Burroughs, uno en Argentina y el otro en Uruguay. Cuando les dijera que había estado por casi una hora con el delirante beatnik pensarían que era joda. La foto que nos tomamos, en la cual él luce con menos edad y yo con más pelo, demuestra que la joda fue verídica. Miércoles 8 de febrero, 1984: ni Burroughs ni yo aparecemos riendo. El fotógrafo no dijo “whisky”.
Escena de la película Naked Lunch dirigida por David Cronenberg |
Nunca publiqué la entrevista porque nunca hubo tal cosa, apenas una conversación intensa y cortada (sobre todo por los ratos en que Burroughs se quedaba callado y yo debía escuchar lo que decían sus ojos) que duró cincuenta y dos minutos y terminó cuando ya era la hora del almuerzo, aunque no desnudo, porque ese día hacía mucho frío. Hablamos de la buena reacción de la gente ante la película y aproveché para preguntarle qué pensaba de la opinión de su hermano Mortimer, quien había dicho: “Intenté leer Almuerzo desnudo, pero me quedé por la mitad y luego tiré el libro.” Impávido, como si hubiera escuchado un elogio, Burroughs respondió: “Quiero mucho a Mortimer.” Reconoció que haber matado a su esposa Joan fue un acto insano (estaban jugando a Guillermo Tell en un hotel de Ciudad de México, ella se puso una manzana en la cabeza pero el tiro de Burroughs, quien estaba alcoholizado, impactó en la cabeza, no en la fruta) y que ya no quería volver a Nueva York, en donde había pasado la mayor parte de su vida, en un apartamento sin ventanas, al cual llamaba “bunker”. Desde 1981 Burroughs vivía en Lawrence, Kansas, un pueblo, para algunos idílico, situado a no muchas horas de su ciudad natal, en donde murió y pasó los últimos años practicando tiro en el fondo de su casa, después de su rigurosa siesta, y antes de tomarse un martini, batido, no revuelto.
El escritor que tan estereotipadamente fue considerado sórdido y amoral, ejemplo sentimental del desastre, ha sido también un profeta del cannabis bien empleado, esto es, para escribir literatura de la que se sigue hablando incluso después de la muerte de su usuario. Su libro más reconocido, aunque no sé si el mejor, Almuerzo desnudo, del cual se cumplen en estos días cincuenta años de su publicación, es un caso de caos controlado, de experiencia única y transgresiva del lenguaje. Durante la conversación, hablando de lo tan mutuamente involucradas que han estado su vida personal y su carrera literaria, Burroughs comentó, sin afán profesoral: “El mérito no se consigue con lo que uno hace con su vida, sino con su trabajo, con lo que escribe.” Ese mérito ha sido conseguido, pues la historia de la literatura todavía rinde pleitesía a los resultados literarios de una “mente insana” que vivió boicoteando con actos y palabras la realidad. Además, en esa reverencia está la aceptación implícita de que cualquiera, si lo intenta con la misma persistencia de los días, puede llegar a ser diferente.
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