La caída
por Albert Camus
copiado de http://bibliotecadescontexto.blogspot.com
¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno? Temo que no logre usted hacerse comprender por el estimable gorila que preside los destinos de este establecimiento. En efecto, sólo habla holandés. Amenos que usted no me autorice a abogar por su causa, él no adivinará que desea usted ginebra. Vamos, me atrevo a espe rar que haya comprendido. Ese cabeceo ha de signifi car que el hombre se rinde a mis argumentos. Sí, en efecto, ya va, se apresura con una sabia lentitud. Tiene usted suerte, no gruñó. Cuando se niega a ser vir, le basta un gruñido, y entonces ya nadie insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los ani males más evolucionados. Pero, en fin, me retiro, señor, contento de haberle sido útil. Se lo agradezco y aceptaría, si estuviera seguro de no serle molesto. Es usted demasiado amable. Pondré, pues, mi vaso junto al suyo.
Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargado a más no poder. A veces, me sorprende la obstinación que pone nuestro taciturno amigo en su inquina por las lenguas civilizadas. Su oficio consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en este bar de Ámsterdam que él llama, por lo demás, sin que nadie sepa por qué, México-City. Con semejantes deberes, bien pudiera temerse, ¿no lo cree usted?, que su ignorancia sea muy incómoda. ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon instalado en la torre de Babel! Por lo menos, el hombre de Cro-Magnon se sentiría un extraño en ese mundo. Pero éste, no; éste no siente su destierro. Sigue su camino sin que nada lo alcance. Una de las raras frases que oí de su boca proclamaba qué todo era cuestión de tomarlo o de dejarlo. ¿Qué era lo que había que tomar o dejar? Probablemente a nuestro propio amigo. Se lo confesaré: me atraen esas criaturas hechas de una sola pieza. Cuando, por oficio o por vocación, uno ha meditado mucho sobre el hombre, ocurre que se experimente nostalgia por los primates. Éstos no tienen pensamientos de segun da intención.
Nuestro huésped, a decir verdad, tiene algunos, aunque los alimenta oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adqui rido un carácter desconfiado. De ahí le viene ese aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, por lo menos, de que algo no marcha bien entre los hombres. Esta disposición suya hace menos fáciles las discusiones que no atañen a su oficio. Mire por ejemplo allí, por encima de su cabeza, en la pared del fondo, ese espectáculo que marca el lugar de un cuadro que ha sido descolgado. Efectivamente, antes había allí un cuadro y particularmente interesante. Era una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estu ve presente cuando el amo de este lugar lo recibió y luego cuando lo cedió. En los dos casos lo hizo con la misma desconfianza, después de pasarse semanas rumiándolo. A este respecto, la sociedad echó a per der un poco, hay que reconocerlo, la franca simpli cidad de su naturaleza.
Advierta usted bien que no lo juzgo. Considero fundada su desconfianza y yo mismo la compartiría de buena gana, si, como usted lo ve, mi naturaleza comunicativa no se opusiera a ello. Soy parlanchín, ¡ay!, y entablo fácilmente conversación. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasio nes son para mí buenas. Cuando vivía en Francia no podía encontrarme con un hombre de espíritu sin que inmediatamente me pegara a él. ¡Ah, advierto que le choca ese pretérito imperfecto de subjuntivo! [1]. Confieso mi debilidad por ese modo y el lenguaje correcto y elegante en general. Y es una debilidad que me reprocho, créamelo. Bien conozco que el gus to por la ropa blanca fina no supone necesariamente que uno tenga los pies sucios. Una cosa no impide la otra. El estilo, lo mismo que la ropa interior fina, disimula con demasiada frecuencia el eczema. Me consuelo diciéndome que, después de todo, los que farfullan un idioma no son, tampoco ellos, puros. Pero, claro está, volvamos a beber ginebra.
Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargado a más no poder. A veces, me sorprende la obstinación que pone nuestro taciturno amigo en su inquina por las lenguas civilizadas. Su oficio consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en este bar de Ámsterdam que él llama, por lo demás, sin que nadie sepa por qué, México-City. Con semejantes deberes, bien pudiera temerse, ¿no lo cree usted?, que su ignorancia sea muy incómoda. ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon instalado en la torre de Babel! Por lo menos, el hombre de Cro-Magnon se sentiría un extraño en ese mundo. Pero éste, no; éste no siente su destierro. Sigue su camino sin que nada lo alcance. Una de las raras frases que oí de su boca proclamaba qué todo era cuestión de tomarlo o de dejarlo. ¿Qué era lo que había que tomar o dejar? Probablemente a nuestro propio amigo. Se lo confesaré: me atraen esas criaturas hechas de una sola pieza. Cuando, por oficio o por vocación, uno ha meditado mucho sobre el hombre, ocurre que se experimente nostalgia por los primates. Éstos no tienen pensamientos de segun da intención.
Nuestro huésped, a decir verdad, tiene algunos, aunque los alimenta oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adqui rido un carácter desconfiado. De ahí le viene ese aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, por lo menos, de que algo no marcha bien entre los hombres. Esta disposición suya hace menos fáciles las discusiones que no atañen a su oficio. Mire por ejemplo allí, por encima de su cabeza, en la pared del fondo, ese espectáculo que marca el lugar de un cuadro que ha sido descolgado. Efectivamente, antes había allí un cuadro y particularmente interesante. Era una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estu ve presente cuando el amo de este lugar lo recibió y luego cuando lo cedió. En los dos casos lo hizo con la misma desconfianza, después de pasarse semanas rumiándolo. A este respecto, la sociedad echó a per der un poco, hay que reconocerlo, la franca simpli cidad de su naturaleza.
Advierta usted bien que no lo juzgo. Considero fundada su desconfianza y yo mismo la compartiría de buena gana, si, como usted lo ve, mi naturaleza comunicativa no se opusiera a ello. Soy parlanchín, ¡ay!, y entablo fácilmente conversación. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasio nes son para mí buenas. Cuando vivía en Francia no podía encontrarme con un hombre de espíritu sin que inmediatamente me pegara a él. ¡Ah, advierto que le choca ese pretérito imperfecto de subjuntivo! [1]. Confieso mi debilidad por ese modo y el lenguaje correcto y elegante en general. Y es una debilidad que me reprocho, créamelo. Bien conozco que el gus to por la ropa blanca fina no supone necesariamente que uno tenga los pies sucios. Una cosa no impide la otra. El estilo, lo mismo que la ropa interior fina, disimula con demasiada frecuencia el eczema. Me consuelo diciéndome que, después de todo, los que farfullan un idioma no son, tampoco ellos, puros. Pero, claro está, volvamos a beber ginebra.
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