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miércoles, 10 de marzo de 2010

JUAN CARLOS ONETTI: "Los Adioses"



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Los adioses

por Juan Carlos Onetti







a Idea Vilariño






Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años— hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.

Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.

En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.

El enfermero sabe que no me equivoco; cuando viene a comer o a jugar a los naipes me hace siempre preguntas sobre las caras nuevas, se burla conmigo de Castro y de Gunz. Tal vez sólo me adule, tal vez me respete porque hace quince años que vivo aquí y doce que me arreglo con tres cuartos de pulmón; no puedo decir por qué acierto, pero sé que no es por eso. Los miro, nada más a veces los escucho; el enfermero no lo entendería, quizás yo tampoco lo entienda del todo: adivino qué importancia tiene lo que dijeron, qué importancia tiene lo que vinieron a buscar, y comparo una con otra.

Cuando éste llegó en el ómnibus de la ciudad, el enfermero estaba comiendo en una mesa junto a la reja de la ventana; sentí que me buscaba con los ojos para descubrir mi diagnóstico. El hombre entró con una valija y un impermeable; alto, los hombros anchos y encogidos, saludando sin sonreír porque su sonrisa no iba a ser creída y se había hecho inútil o contraproducente desde mucho tiempo atrás, desde años antes de estar enfermo. Lo volví a mirar mientras tomaba la cerveza, vuelto hacia el camino y la sierra; y observé sus manos cuando manejó los billetes en el mostrador, debajo de mi cara. Pero no pagó al irse, sino que se interrumpió y vino desde el rincón, lento, enemigo sin orgullo de la piedad, incrédulo, para pagarme y guardar sus billetes con aquellos dedos jóvenes envarados por la imposibilidad de sujetar las cosas. Volvió a la cerveza y a la calculada posición dirigida hacia el camino, para no ver nada, no queriendo otra cosa que no estar con nosotros, como si los hombres en mangas de camisa, casi inmóviles en la penumbra del declinante día de primavera, constituyéramos un símbolo más claro, menos eludible que la sierra que empezaba a mezclarse con el color del cielo.

—Incrédulo —le hubiera dicho al enfermero si el enfermero fuera capaz de comprender—.

Incrédulo —me estuve repitiendo aquella noche, a solas. Esto es; exactamente incrédulo, de una incredulidad que ha ido segregando él mismo, por la atroz resolución de no mentirse. Y dentro de la incredulidad, una desesperación contenida sin esfuerzo, limitada, espontáneamente, con pureza, a la causa que la hizo nacer y la alimenta, una desesperación a la que está ya acostumbrado, que conoce de memoria. No es que crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse.

Tendría cerca de cuarenta años, y sus gestos, algunos abandonos que delataban la inmadurez. Cuando salió para tomar el ómnibus, el enfermero dejó de mirarme, alzó el vaso de vino y se volvió hacia la ventana.

—¿Y éste? ¿Se vuelve caminando o con las patas para adelante? Si está enfermo y va al hotel, lo atenderá Gunz. Tengo que preguntarle.

Lo decía en broma o tal vez pensara asegurarse las posibles inyecciones. Me hubiera gustado sentarme a tomar vino con él y decirle algo de lo que había visto y adivinado. Tenía tiempo: el ómnibus no había traído ningún pasajero y era la hora en que comenzaban a proyectar las comidas en las casitas de la sierra. Deseaba conversar y el enfermero me estaba invitando, sonriendo sobre el vaso y el plato. Pero no salí de atrás del mostrador; me puse a quitar polvo de unas latas y apenas hablé.

—Sí, está picado, no hay duda. Pero no es muy grave, no está perdido. Y, sin embargo, no se va a curar.
—¿Por qué no se va a curar si puede? ¿Porque Gunz lo va a matar?

Yo también me reí; hubiera sido sencillo decirle que no se iba a curar porque no le importaba curarse; el enfermero y yo habíamos conocido mucha gente así.

Alcé los hombros y continué con las latas.

—Digo —dije.

Después empecé a verlo desde el hotel en ómnibus y esperar frente al almacén el otro, el que iba hasta la ciudad; casi nunca entraba, seguía vestido con las ropas que se trajo, siempre con corbata y sombrero, distinto, inconfundible, sin bombachas, sin alpargatas, sin las camisas y los pañuelos de colores que usaban los demás. Llegaba después del almuerzo, con el traje que usaba en la capital, empecinado, manteniendo su aire de soledad, ignorando los remolinos de tierra, el calor y el frío, despreocupado del bienestar de su cuerpo: defendiéndose con las ropas, el sombrero y los polvorientos zapatos de la aceptación de estar enfermo y separado.

Supe por el enfermero que iba a la ciudad para despachar dos cartas los días que había tren para la capital, y del correo iba a sentarse en la ventana de un café, frente a la catedral, allí tomaba su cerveza. Yo lo imaginaba, solitario y perezoso, mirando la iglesia como miraba la sierra desde el almacén, sin aceptarles un significado, casi para eliminarlos, empeñado en deformar piedras y columnas, la escalinata oscurecida. Aplicado con una dulce y vieja tenacidad a persuadir y sobornar lo que estaba mirando, para que todo interpretara el sentido de la leve desesperación que me había mostrado en el almacén, el desconsuelo que exhibía sin saberlo o sin posibilidad de disimulo en caso de haberlo sabido.

Hacía el viaje de cerca de una hora a la ciudad para no despachar sus cartas en el almacén, que también es estafeta de correos; y lo hacía por culpa o mérito de la misma yerta, obsesionada voluntad de no admitir, por fidelidad al juego candoroso de no estar aquí sino allá, el juego cuyas reglas establecen que los efectos son infinitamente más importantes que las causas y que éstas pueden ser sustituidas, perfeccionadas, olvidadas.

No estaba en el hotel, no vivía en el pueblo. Gunz no le había aconsejado irse al sanatorio; todo esto podía borrarse siempre que no entrara en el almacén para despachar sus cartas, siempre que las deslizara contra la plancha de goma de la ventanilla del correo de la ciudad. La interrupción quedaba anulada si en lugar de entregarme sus cartas como todos los que vivían en el pueblo, presenciaba la caída del sello fechador, manejado por una mano monótona y anónima que se disolvía en la bocamanga abotonada de un guardapolvo, una mano variable que no correspondía a ninguna cara, a ningún par de ojos que insinuaran hacerse cargo y deducir. El presente podía eludirse si veía el sello golpeando los sobres, imprimiendo en ellos, junto a las dos o tres palabras de un nombre, el de una capital de provincia, el de una ciudad que puede visitarse por negocios.

Pero, algunas veces, al regresar de la ciudad entraba en el almacén para tomar otra cerveza. Esto sucedía las tardes de fracaso, cuando el nombre de mujer que él había dibujado en el sobre se hacía incomprensible, de pronto, en el segundo definitivo en que el sello se alzaba y caía con ruido de blandura y resorte. Entonces el nombre no designaba a nadie y lo enfrentaba, arrevesado y maligno desde la plancha de goma, para insinuarle que tal vez fueran verdad la separación y las líneas de fiebre.

Lo veía llenar el vaso y vaciarlo en silencio, dándome el perfil, acodado en el mostrador, combatiendo la idea de que ni siquiera los pasados pueden conservarse inmutables, que las orejas más torpes tienen que escuchar el rumor de la arenilla que los pasados escarban para descender, alejarse, cambiar, seguir vivos. Se marchaba antes de emborracharse y caminaba hacia el hotel.

Pero las cartas que le mandaban desde la capital las recibía yo en el almacén y se las enviaba con el muchacho de los Levy, que hacía de cartero aunque no cobraba sueldo del correo sino algunos pesos que le pagábamos el hotel, el sanatorio y yo. Tal vez el hombre me creyera lo bastante interesado en personas y situaciones como para despegar los sobres y curiosear en las maneras diversas que tiene la gente para no acertar al decir las mismas cosas. Tal vez también por esto iba a despachar sus cartas en la ciudad, y tal vez no fuera sólo por impaciencia que a las pocas semanas empezó a venir al almacén alrededor del mediodía, poco después del momento en que el chófer del ómnibus me tiraba la bolsa flaca y arrugada de la correspondencia.

Tuvo que presentarse, prefirió salir del rincón de los salames y el almanaque y obligarme a conversar, sin intentar convencerme, sin esconder su desinterés por las variantes ortográficas de los apellidos patricios, mostrando cortésmente que lo único que buscaba era hacerme recordar su nombre para evitar preguntarme, cada vez, si había llegado carta para él.

Recibía, al principio, cuatro o cinco por semana; pero pude, muy pronto, eliminar los sobres que traían cartas de amistad o de negocios e interesarme sólo por los que llegaban regularmente escritos por las mismas manos. Eran dos tipos de sobres, unos con tinta azul, otros a máquina; él trataba de individualizarlos con un vistazo estricto y veloz, antes de guardarlos en el bolsillo, antes de volver al rincón de penumbra, recuperar el perfil contra la lámina folklórica, borrosa de moscas y humo del almanaque, y seguir tragando su cerveza exactamente con la misma calma de los días en que le daba cartas.

El doctor Gunz le había prohibido las caminatas; pero solamente usaba el ómnibus para volver al hotel cuando llevaba en el bolsillo uno de los sobres escritos a máquina. Y no por la urgencia de leer la carta, sino por la necesidad de encerrarse en su habitación, tirado en la cama con los ojos enceguecidos en el techo, o yendo y viniendo de la ventana a la puerta, a solas con su vehemencia, con su obsesión, con su miedo a la esperanza, con la carta aún en el bolsillo o con la carta apretada con otra mano o con la carta sobre el secante verde de la mesa, junto a los tres libros y el botellón de agua nunca usado.


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