EL CAMINO DE UN PUEBLO HACIA SU EXTREMA CORRUPCIÓN, por Jean Jacques Rousseau
“Es muy difícil obligar a la obediencia al que no trata en absoluto de mandar, y el político más hábil no conseguiría avasallar a los hombres que sólo querrían ser libres; pero la desigualdad se extiende fácilmente entre las almas ambiciosas y cobardes siempre dispuestas a correr los riesgos de la fortuna y a dominar o servir. Veríamos incrementarse continuamente la opresión sin que los oprimidos pudiesen saber nunca cuándo terminaría ni qué medios legítimos les quedarían para detenerla. Veríamos los derechos de los ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco y las reclamaciones de los débiles tratadas como sediciosas murmuraciones. Veríamos a la política limitar a una fracción mercenaria del pueblo el honor de defender la causa común. De ahí veríamos salir la necesidad de los impuestos, el labrador desalentado abandonar su campo, incluso durante la paz, y dejar el arado para ceñir la espada. De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas, de la diversidad de las pasiones y de los talentos, de las artes inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldrían multitudes de perjuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud; se vería fomentar por los jefes todo cuanto puede debilitar a unos hombres agrupados al desunirlos; todo cuanto puede darle a la sociedad un aire de concordia aparente y sembrar en su seno un germen de división verdadera; todo cuanto puede inspirar a los diferentes órdenes un recelo y un odio mutuo mediante la oposición de sus derechos y de sus intereses y fortalecer, por consiguiente, el poder que todos los encierra.“
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Las diversas formas de gobierno sacan su origen de las diferencias más o menos grandes que existieron entre los individuos en el momento de su Institución. ¿Un hombre era eminente en poder, en virtud, en riquezas o en crédito? Fue elegido Magistrado él solo y el Estado se volvió monárquico. Si algunos, más o menos iguales entre sí, triunfaban de todos los demás, se elegían a sí mismos conjuntamente y se llegaba a una Aristocracia. Aquellos cuya fortuna o talentos eran menos desproporcionados y que menos se habían alejado del estado natural, guardaron mancomunadamente la Administración suprema y formaron una Democracia.
UN PUEBLO ACOSTUMBRADO A LA DEPENDENCIA, AL DESCANSO Y A LAS COMODIDADES, CONSIENTE EN QUE SE INCREMENTE SU SERVIDUMBRE CON TAL DE FORTALECER SU TRANQUILIDAD
El tiempo puso de manifiesto cuál de las formas era más ventajosa para los hombres. Los unos permanecieron sólo sometidos a las Leyes, los otros obedecieron pronto a unos Amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad, los sujetos no pensaron más que en quitársela a sus vecinos al no poder sufrir que los demás disfrutaran de un bien del cual ya no gozaban ellos mismos. En una palabra, las riquezas y las conquistas estuvieron de una parte y de la otra la felicidad y la virtud.
Dentro de aquellos diversos gobiernos, todas las magistraturas fueron en un comienzo electivas, y cuando la riqueza no triunfaba, la preferencia iba al mérito que da una influencia natural, y a la edad, que da la experiencia en los negocios y la sangre fría en las deliberaciones. Los Ancianos entre los Hebreos, los Gerontes de Esparta, el Senado de Roma, y la propia etimología de la palabra “señor” muestran muy bien hasta qué punto en la antigüedad era respetada la Vejez. Cuanto más recaían las elecciones sobre los hombres de edad avanzada, tanto más frecuentes solían ser y tanto más se dejaban sentir sus dificultades; se introdujeron las rivalidades, se formaron las facciones, los partidos se agriaron, las guerras civiles se encendieron; finalmente, la sangre de los ciudadanos se sacrificó a la supuesta felicidad del Estado y se estuvo al borde de recaer en la anarquía de los tiempos anteriores.
La ambición de los Principales aprovechó aquellas circunstancias para perpetuar sus cargos en el seno de sus familias; el Pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al descanso y a las comodidades de la vida, y fuera ya de estar en condiciones de romper sus cadenas, consintió en que se incrementara su servidumbre con tal de fortalecer su tranquilidad; y así fue cómo los jefes, al haberse vuelto hereditarios, se acostumbraron a considerar sus magistraturas como un bien familiar, a considerarse ellos mismos como los propietarios del Estado del cual no eran en un principio más que los Oficiales, a llamar a su ciudadanos como sus esclavos, a contarlos como un mero ganado entre las cosas que les pertenecían y a nombrarse ellos mismos iguales a los Dioses y Reyes de los Reyes.
Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de esas diferentes revoluciones, nos encontraremos con que el establecimiento de la Ley y del Derecho de propiedad fue su primer término, la institución de la Magistratura el segundo; que el tercero y último fue el cambio del poder legítimo en el poder arbitrario; de tal manera que la condición de rico y de pobre fue autorizada por la primera Época, la de poderoso y de débil por la segunda, y, por la tercera, la de Amo y de Esclavo, que es el último grado de la desigualdad y la meta a la cual conducen finalmente todas las demás, hasta que las nuevas revoluciones disuelvan totalmente el gobierno o lo vuelvan a aproximar a la institución legítima.
Para comprender la necesidad de este progreso, es preciso contemplar en un grado menor los motivos del establecimiento del cuerpo político que la forma que asume dentro de su ejecución y los inconvenientes que lleva consigo, pues los defectos que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen su abuso inevitable; y como quiera que -salvo en Esparta, donde la Ley velaba principalmente por la educación de los niños y donde Licurgo estableció unas costumbres que casi los dispensaban de añadir unas Leyes- las Leyes, por lo general menos fuerte que las pasiones, frenan a los hombres sin cambiarlos, sería fácil probar que cualquier Gobierno que, sin corromperse ni alterarse, siguiera marchando siempre conforme a la finalidad de su institución, habría sido instituido sin necesidad, y que un país en el que nadie eludiera las Leyes ni abusara de la Magistratura no necesitaría ni Magistrados ni Leyes.
LOS CIUDADANOS SÓLO SE DEJAN OPRIMIR CUANDO, ARRASTRADOS POR LA CIEGA AMBICIÓN, PREFIEREN LA DOMINACIÓN A LA INDEPENDENCIA, Y ACEPTAN LLEVAR CADENAS PARA PODERLAS PONER A SU VEZ A LOS DEMÁS
Las distinciones políticas acarrean necesariamente las distinciones civiles. La creciente desigualdad entre el pueblo y sus jefes se hace sentir bien pronto entre los individuos y cambia de mil maneras según las pasiones, los talentos y las ocurrencias. El Magistrado no podría usurpar un poder ilegítimo sin valerse de unas criaturas a las cuales se ve obligado a cederles alguna parte. Por lo demás, los ciudadanos no se dejan oprimir sino cuando arrastrados por la ciega ambición y mirando más debajo que por encima de ellos, la dominación se vuelve para ellos más preciada que la independencia y aceptan llevar cadenas para poderlas poner a su vez a los demás.
Es muy difícil obligar a la obediencia al que no trata en absoluto de mandar, y el político más hábil no conseguiría avasallar a los hombres que sólo querrían ser libres; pero la desigualdad se extiende fácilmente entre las almas ambiciosas y cobardes siempre dispuestas a correr los riesgos de la fortuna y a dominar o servir casi indiferentemente según que aquella les fuese favorable o adversa. Es así como debió acontecer un tiempo en el que los ojos del pueblo estuvieron fascinados hasta tal extremo que sus conductores no tenían más que decirle al más pequeño de los hombres: sé grande tú y toda tu raza, para que el acto le pareciera grande a todo el mundo así como a sus propios ojos y que sus descendientes siguiesen elevándose a medida que se alejaban de él; cuanto más remota e incierta era la causa, más aumentaba el efecto; cuanto más holgazanes podía contarse en una familia, más ilustre se volvía.
Si fuese este el lugar de entrar en pormenores, explicaría fácilmente de qué manera (sin que el gobierno se interfiera incluso) la desigualdad de crédito y de autoridad se vuelve inevitable entre los individuos tan pronto como, reunidos en una misma sociedad, no tienen más remedio que compararse entre sí y tener en cuenta las diferencias que encuentran en el uso constante que tiene que hacer unos de otros. Estas diferencias son de varios tipos, pero en general siendo la riqueza, la nobleza o el rango, el poderío y el mérito personal las distinciones principales a través de las cuales se suele medir dentro de la sociedad, yo probaría que el acuerdo o el conflicto de dichas fuerzas diversas es la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido. Pondría de manifiesto que, entre esos cuatro tipos de desigualdad, siendo las cualidades personales el origen de todas las demás, la riqueza es la última a la cual se reducen en última instancia, ya que al ser la inmediatamente útil al bienestar y la más fácil en comunicar, sirve fácilmente para comprar todo lo demás.
Esta observación puede hacer apreciar bastante concretamente la medida en que cada pueblo se ha alejado de su primitiva institución y el camino que ha recorrido hacia la meta extrema de la corrupción. Observaría hasta qué grado ese deseo universal de reputación, de honores y de preferencias que a todos nos devora, ejercita y compra los talentos y las fuerzas; hasta qué punto excita y multiplica las pasiones y hasta qué grado al volver competidores, rivales o más bien enemigos a todos los hombres, origina diariamente los reveses, los éxitos y las catástrofes de toda índole al hacer correr la misma lid a tantos pretendientes.
Mostraría que es a ese ardor en hacer hablar de sí, a ese furor de distinguirse que nos mantiene casi siempre fuera de nosotros mismos, a quienes debemos lo que hay de mejor y de peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros conquistadores y nuestros filósofos, o sea, una multitud de cosas malas sobre un pequeño número de buenas. Demostraría finalmente que si se ve a un puñado de poderosos y de ricos en la cumbre de las grandezas de la fortuna, mientras la multitud se arrastra en la oscuridad y en la miseria, es porque los primeros sólo aprecian las cosas de las que gozan en la medida en que los demás carecen de ellas, y que, sin cambiar de estado, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable.
Mas estos detalles formarían por sí solos la materia de una obra considerable en la cual se ponderarían las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación a los derechos del estado natural y en la que se pondría al descubierto todas las diferentes faces bajo las cuales la desigualdad se ha manifestado hasta el día de hoy y podrá mostrarse en los siglos futuros, según la naturaleza de los gobiernos y de las revoluciones que el tiempo les traerá necesariamente.
DE LA EXTREMA DESIGUALDAD DE CONDICIONES SALDRÁ UNA MULTITUD DE PERJUICIOS CONTRA LA RAZÓN, LA FELICIDAD Y LA VIRTUD; DESPUÉS LOS HOMBRES VOLVERÁN A SER IGUALES PORQUE NO SON NADA
Veríamos a la multitud, oprimida en su interior por una serie de aquellas mismas precauciones que había tomado frente a lo que la amenazaba desde el exterior. Veríamos incrementarse continuamente la opresión sin que los oprimidos pudiesen saber nunca cuándo terminaría ni qué medios legítimos les quedarían para detenerla. Veríamos los derechos de los ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco y las reclamaciones de los débiles tratadas como sediciosas murmuraciones. Veríamos a la política limitar a una fracción mercenaria del pueblo el honor de defender la causa común. De ahí veríamos salir la necesidad de los impuestos, el labrador desalentado abandonar su campo, incluso durante la paz, y dejar el arado para ceñir la espada. Veríamos nacer las reglas bizarras y funestas del pundonor. Veríamos a los defensores de la patria convertirse tarde o temprano en sus enemigos, mantener constantemente el puñal levantado contra sus conciudadanos y llegaría un tiempo en que se les oiría decirle al opresor de su país:
Pectore si fratis gladium juguloque parentis/condere me jubeas, gravidoeque in viscera partu/conjuggis, invitâ peragam tamen omnia dextrâ.
De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas, de la diversidad de las pasiones y de los talentos, de las artes inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldrían multitudes de perjuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud; se vería fomentar por los jefes todo cuanto puede debilitar a unos hombres agrupados al desunirlos; todo cuanto puede darle a la sociedad un aire de concordia aparente y sembrar en su seno un germen de división verdadera; todo cuanto puede inspirar a los diferentes órdenes un recelo y un odio mutuo mediante la oposición de sus derechos y de sus intereses y fortalecer, por consiguiente, el poder que todos los encierra.
Del seno de ese desorden y de esas revoluciones es como el despotismo, elevando gradualmente su cabeza hidrosa y devorando todo cuanto habría percibido de bueno y de sano en todas las partes del Estado, conseguiría finalmente pisotear las Leyes y el pueblo y establecerse sobre las ruinas de la República. Los tiempos que precedieron este último cambio serían unos tiempos de desórdenes y de calamidades, y al final todo estaría engullido por el monstruo, y los pueblos ya no tendrían ni Jefes, ni Leyes, sino sólo unos tiranos. A partir de entonces, tampoco cabría hablar de costumbres y de virtud por cuanto en todos los lugares donde reina el despotismo, “cui ex honesto nulla est spes”, no sufre ningún otro amo; tan pronto como habla no hay ni probidad ni deber que consultar y la más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los esclavos.
Y así llegamos al último término de la desigualdad y al punto extremo que cierra el círculo y toca el punto del cual hemos arrancado. Es aquí donde todos los individuos vuelven a ser iguales porque no son nada y porque al no tener los sujetos más ley que la voluntad del amo, ni el amo más regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se esfuman en el acto. Es aquí donde todo se reduce a la única ley del más fuerte y, por consiguiente, a un nuevo estado natural diferente de aquel por el que hemos empezado, en el sentido de que uno era el estado natural dentro de su pureza y que este último es el fruto de un exceso de corrupción.
Por lo demás, hay tan poca diferencia entre esos dos estados, y el contrato de gobierno se halla totalmente disuelto por el despotismo, que el déspota sólo es el amo en tanto que siga siendo el más fuerte y que tan pronto como es posible expulsarlo no tiene por qué quejarse contra la violencia. El motín que acaba por estrangular o destronar a un Sultán es una acto tan jurídico como aquellos mediante los cuales él disponía aquella víspera de las vidas y de los bienes de sus sujetos. La sola fuerza lo mantenía, la sola fuerza lo derroca; todas las cosas transcurren así según el orden natural, y cualquiera que pueda ser el acontecimiento de esas breves y frecuentes revoluciones, nadie puede quejarse de la injusticia de los demás, sino únicamente de su propia imprudencia o desventura.
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JEAN JACQUES ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Ediciones Península, 1976. Traducción de Melitón Bustamante Ortiz.
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