copiado de AL SERVICIO DE QUIZÁS http://www.ataraxiamultiple.blogspot.com
Este texto, publicado el pasado domingo en el Ángel, suplemento cultural del periódico El Reforma, elabora una contemplación torno a la impermanencia.
Un año anterior a su muerte, víctima de una sobredosis a los 21 años, Sid Vicious, aturdido bajista de los Sex Pistols, predijo su propia muerte. La trama de su vida era entonces un enmarañado caos, digna de una historieta tragicómica. Sus días transcurrían teñidos por la fama exprés que le otorgó el boom mediático del punk, los cuidados de una madre heroinómana de quien vendría aquella última dosis letal, y discusiones volátiles con su desquiciada novia Nancy, a la cual terminaría por asesinar meses antes de su propio fallecimiento. En el torbellino de estos vaivenes de la vida declaró: “Tengo este sentimiento de que moriré antes de llegar a ser viejo. No sé porqué. Sólo tengo este sentimiento”.
Haciendo a un lado el hecho de que no es muy detallada su predicción—no menciona dónde, cuándo, ni cómo—, resulta difícil no entrever un matiz irónico, amargamente irrisorio incluso, en tal decreto. Digo, si te arañas el cuerpo con botellas rotas gritando “No futuro” en tocadas donde el público te agrede como respuesta a tus gargajos, para poder pagar tu siguiente dosis de chiva que habrás de inyectarte con tu mortífera noviecita, no puede ser muy enserio que no tienes idea de dónde emerge una cierta intuición sobre tu ausencia de porvenir. Dadas las circunstancias no sería un secreto que probablemente se encuentre algo reducida tu expectativa de vida. Musicalmente hablando, Sid Vicious era un pésimo bajista; sin embargo, fue mucho mejor profeta que Nostradamus.
Los motivos para creer esto pueden variar, pero para enumerar sólo un par: Primero, Vicious, a diferencia de Nostradamus, se refería únicamente a su propio apocalipsis y no al de toda la humanidad, la flora, la fauna y la totalidad espacio sideral. Y con este despectivo y quizás banal gesto, Sid asume una responsabilidad existencial que Nostradamus parece eludir con delirante fervor. Por otro lado, contrario a Vicious, al esotérico vidente francés se le pinta como carente de siquiera una gota de sentido del humor en sus fantasías. Sin sentido del humor, dudo que se puedan hacer predicciones de ningún tipo.
Ahora que el hiperanunciado y ya mítico 2012 se aproxima. Toda una sobrecarga de conspiraciones estelares y/o humanoides se van acumulando en películas que narran el Fin de los tiempos. (Presagio, 2012, El Día después del mañana, Guerra de los mundos, La Suma de todos los miedos, El Día que la tierra se detuvo, por mencionar algunas). Ya sea que Nick Cage salve a la humanidad gracias a su insoportable clarividencia y carisma, o que John Cusack rescate a su familia de los efectos desastrosos de emisiones solares y del exitoso padrastro cirujano de tetas, invariablemente me quedo con la duda, ¿qué acaso no viene ya otra catástrofe en camino? Cabe hacer memoria de hace cuanto tiempo se viene anunciando el famoso apocalipsis. Los números se cambian, suman, multiplican e invierten, y las palabras proféticas se baten como si se tratase de un scrabble para adictos al ritalin. ¿Cuántas veces ya se hubiese tenido que aniquilar la tierra según los intérpretes de Nostradamus? Llevan más de dos mil años reiterando que está a punto de volar en pedazos, y aquí seguimos, ¿y luego qué?
Así, como cualquier buen cibernauta, cinéfilo o televidente contemporáneo, el ensayista francés George Bataille también se dedicaba con regularidad a contemplar imágenes perturbadoras. Dentro de lo que para él era un método de exploración mística, una de sus imágenes predilectas era una fotografía que tomó en Pekín un paisano suyo, Louis Carpeaux, en 1905. La imagen muestra un joven chino siendo pública y metódicamente desmembrado. Contemplar esta foto suscita una voraz gama intermitente de reacciones; se transita del vértigo aberrante que surge al ver el cuerpo destazado manando sangre, a una confusa euforia empática, al mirar el rostro del condenado, mirando hacia el fulgor del sol con un semblante rebosante…extático.
Pero sobre todo, incita una reflexión sobre ese inevitable devenir que depara la existencia humana: habremos de rendir esta forma conocida a la danza de los elementos como ofrenda imprevista, para ser desintegrados y digeridos tras la desgarradora plenitud de nuestras vidas.
Al mirar las imágenes del reciente terremoto en Haití, me encontré, de pronto, recordando el devastador temblor que arrasó a la Ciudad de México la mañana del 19 de septiembre de 1985. Observo las nebulosas de polvo tornear sobre las ruinas amontonadas de lo que alguna vez fuese el Hotel Regis. Ante las fotografías de los edificios derrumbados, se acentúa una nitidez en cuanto a la naturaleza efímera de todo fenómeno. En tan sólo un par de minutos, elaboradas estructuras enteras, cuya planeación y construcción tomaron años y los esfuerzos de miles de personas, cayeron sin previo aviso alguno. 2 minutos.
Dentro del budismo tibetano hay una tradición de elaborar mándalas de arena como representación de la experiencia viviente del universo. Los monjes llegan a dedicar semanas enteras enunciando oraciones, colocando los granos de arena con tremenda delicadeza y precisión, trazando el detallado diagrama simbólico del cosmos/mente. Apenas está completo, se realizan las ceremonias y exhibición, entonces, en un gesto característico del mismísimo Sid Vicious lo destruyen, así sin más.
¿Cómo responder a tal transitoriedad?, ¿amontonado bienes y teorías, para intentar tapizar la incertidumbre de verdades?, ¿coleccionando explicaciones escatológicas y desabridas pastillas ansiolíticas, como si fueran estampitas del mundial, para así negar el No futuro? O quizás, permitiendo que la angustia se exprese como apertura, así asumiendo la muerte como tal, saboreando y compartiendo el dulce filo de la apreciación da la vida misma. El sencillo y ominoso hecho de que ahora mismo registramos una experiencia. La muerte no es la catástrofe: la muerte es un hecho. La catástrofe es la clausura de la apreciación de este breve lapso de gracia que el azaroso diferir de la muerte permite.
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Texto publicado en Picnic #12, bajo el seudónimo Francisco-María Guerra...
El carisma me da nauseas
La autoridad consiste en que cada uno tiene la convicción de que los demás creen en ella…
Judith Butler
Judith Butler
Una celebridad se representa a sí misma como una autoridad cultural. Impone con su imagen la hegemonía de ciertos valores. De estos el que más insistentemente recalca es el éxito, su definición, y las cualidades vistas como indispensables para su realización. Una celebridad es un punto cultural en el cual se amplifica la capacidad discursiva—se le sube al volumen; tienen nuestra atención. Lejos de ser fenómenos sociales que desestabilizan los valores implícitos y obviados de una cultura, los reafirman y perpetúan. La celebridad es un punto acentuado de la estructura socio-económica cuya función es certificar la norma. Y ahí estamos—los espectadores (que no es lo mismo que un observador o un lector) —en fila, formados, esperando, preparándonos para nuestra gran oportunidad. Esa apócrifa oportunidad de emular la imagen idealizada que vemos frente a nosotros. Son nuestro reflejo fantasioso con el cual nos identificamos y comparamos. Admiramos con envidia y confusión la aparente plenitud de su imagen, mientras que en contraste nosotros nos sentimos fraccionados.
Entrenando, asimilando, empujando para estar hasta adelante, lo más cerca al enigma del éxito; queremos deshacernos o deshacerlos, nos queremos fundir, desaparecernos/los. Nuestro miedo es dejar la fila, aunque nos estemos matando, suicidando, nos rehusamos a abandonarla—la oportunidad de ser descubiertos. No dejamos la fila, ni siquiera nos permitimos cuestionarlo que es y qué hacemos ahí. Todos esos estatutos que las instituciones culturales oficiales implementan, las hemos aprendido a demandar de nosotros mismos, y de los demás, y esperamos a su vez que ellos lo exijan de nosotros.
Sí, nos duele, y no nos convence del todo, pero no nos vamos. El miedo a quedarnos solos, lejos de todo ese posible reconocimiento y de la estructura que su búsqueda nos brinda; lejos de esa identidad, esa pirámide en la cual nos sabemos identificables, nombrables. Temor a quedarnos afuera, mientras los demás sigan en fila, esto nos mantiene formaditos. Podríamos perder el sitio que tanto tiempo nos ha costado “obtener”; perderlo a cambio de nada, sólo para querer formarnos de nuevo, pero otra vez hasta el final.
La Realeza Adorada
La celebridad es un constructo formulado y producido por la industria cultural para defenderse a si misma. Bajo su apariencia de ser una celebración de la democracia, de las decisiones personales de consumo, y de cómo cualquiera puede llegar al estrellato, no son más que mecanismos de alienación. Con tanta atención dirigida hacía esas figuras sociales, ¿Qué tanto observamos nuestro entorno? ¿Para qué lo cuestionamos si funciona tan bien, produciendo con oportunidades ecuánimes y al azar a estos seres tan “libres”?
Son la (mas)cara humana y afectiva de las instituciones oficiales; defensores del sistema, legitimadores de lo establecido. Signos proyectados para que nos identifiquemos con mercancías por medio de una sensación de intimidad. Ahí los vemos en la pantalla, en los espectaculares, en la radio, en revistas, promocionando la identidad misma como una colección de mercancías. La compra-venta de modelos de actitudes.
La pantalla se vuelve un espejo de nuestra fantasía de llegar a ser completos algún día. La imagen que vemos nos parece humana, un modelo a seguir, a imitar, o sentimos la urgente necesidad de humillarles, de seducirles, de recordar que son humanos. Envidiamos esa imagen tan completa, que se presenta como lejana de la confusión, de la angustia, con esa tranquilidad simulada que el prestigio y el dinero prometen comprar.
Así luchamos contra el flujo de admiración que surge dentro de nosotros, al mirar esas figuras, siguiendo sus vidas, creyendo que ellos satisfacen sus deseos haciendo berrinches, siendo prepotentes. Hacen lo que creemos que quisiéramos todos: comer chocolates, destrozar hoteles, tener bodas exageradas, chocar coches, meterse drogas, dar discursos, firmar autógrafos, tener prestigio, sexo con otras celebridades, reconocimiento social. Proyectamos todas nuestras fantasías de soberanía, de impunidad, y de goce. Son defensores de los vampiros invisibles que nos someten a una jerarquía en la cual estamos por debajo de los productos que producimos, y por eso los adoramos.
Son la nueva realeza; espejismos de la individualidad moderna, procurando la estabilidad del estatus. Como sugiere P. David Marshall, en su libro Celebrity and Power: Fame in Contemporary Culture (Celebridad y Poder: La Fama en la Cultura Contemporanea), comenta acerca del juego de poder político involucrado en la creación de las celebridades:
Históricamente, el surgimiento de las celebridades está vinculado con el movimiento histórico dirigido a contener a las “irracionales” masas en los sistemas democráticos…
(University of Minnesota Press: USA, 2004)
No sólo se nos induce al sueño hipnótico de la farándula, cobijándonos para dormir soñando en la Tetanic o en Moderatto en vez de despertar a nuestro entorno, tomando conciencia social y reconociendo nuestro poder colectivo y personal. Se nos pone a dudar de nosotros mismos, de nuestras voz, se nos minimiza, hablándonos de manera condescendiente, y nosotros lo festejamos—nos patean y agradecemos, después de pagar.
Esta realeza se nutre de la idea de que es “real” en ambos sentidos. Proyectando las definiciones de la autenticidad, a tal grado que creemos que quien comete la farsa es genuino, porque pretende saber que no lo es. Y todos esos programas televisivos dedicados a hablar de las vidas “reales” de los actores de otros programas de tele: circuito de auto-referencia, sistema narcisista—por eso nos atrae. La indiferencia autocomplaciente aparenta saber. Nadie más existe, y nos hace creer que su reconocimiento de vuelta es muy valioso.
Nadie en Casa
Sospecha de la imagen…
Jacques Lacan
A veces uno llega a sentir que entre más critica a una celebridad más valor le agrega—la plusvalía simbólica de la “polémica”. Cabe señalar una vez más que la celebridad no es una persona como quisiéramos creer. Como plantea P. David Marshall: “El signo de la celebridad es enteramente imagen…[la celebridad] articula al individuo como una mercancía:” (ibid).
No hay una persona real detrás del signo de celebridad; quienquiera que esa persona “real” sea, en tanto es real no es significable, y la celebridad no es más que un signo. Confundir la imagen con lo real tiene su precio: estar apantallados. Lo observamos cuando alguien ve a una celebridad en un restaurante e intenta hablar con ellos; la voz les tiembla, se emocionan, es el instante en que un objeto osa convertirse en sujeto.
Queremos creer que esa persona tiene alguna habilidad innata que les hace ser la celebridad—queremos validar todo el sistema comercial. Queremos creer en la justicia divina del mercado, su lógica de hechos y recompensas; queremos creer en el individuo, en que nosotros como tal estamos presentes y localizables. Queremos saber cómo nos distinguimos, quienes somos. Buscamos creer que hay alguien detrás de la celebridad, algo más que contrastes de signos culturales. Para así creer que nosotros existimos de manera total como individuos independientes e inherentes. Aceptar que no hay nadie detrás de la imagen de la celebridad quizás nos confronta con que no hay un “yo” entre nuestras cejas que vaya a ser permanente a través de los cambios de la vida—algo inmortal e inmutable.
Avatares en serie, iconos de culto (culturales); nos gustaría pensar que alguien tiene la respuesta, que alguien sabe el camino y lo ha recorrido; que hay un camino, que hay un objetivo final. Soluciones rápidas, autoridades perpetuas. Queremos creer que esa celebridad sabe de qué se trata la vida, y que sabe que hacer—que alguien tiene esa certeza.
Mil Amores
Que triste senos tiene Carmela
el silicón le ha roto el corazón
Ahora llora como Ernesto
que se ha castrado por falta de amor.
Caifanes, (“Que Triste se nos fue la Vida”, El Nervio del Volcan, Sony : 1994)
Además de ser figuras enigmatizadas y ambiguas que protegen la continuidad del status quo, las celebridades son mecanismos eugénicos. Imponen la carga de su imagen distante y retocada a nuestra libido; se intrometen en nuestra vida intima, aseguran que nos sintamos inadecuados.
La intimidad se vuelve competitiva bajo sus estándares, el espacio privado es invadido por el discurso público. Somos comparados con sus reflejos, con el juego de luces y brillantina de quienes los manejan. Son fantasmas plagando nuestra cotidianeidad, nuestros amores—celos diferidos que inducen a la compra de productos. El esposo, atento a la edecán en la pantalla, que ya no toca a su mujer; la novia que en el fondo quisiera estar con Luís Miguel, pero se conforma con su novio quien siempre queda en segundo lugar.
Como un microchip de auto-vigilancia que instalamos ingenuamente en nuestra mente. Nos observamos, corregimos y comparamos bajo sus términos—bajo el aura de su encanto nos sentimos menos. Así es como nos tornamos en objetos, en nuestros objetos, somos un utensilio de complacencia imposible. No sólo caminamos por la calle y nos hablamos, nos observamos haciéndolo, cerciorándonos de cumplir con el reglamento oficial del cool.
¿Quiénes somos entonces, los unos para los otros, si ni siquiera nos vemos; si sólo nos comparamos y juzgamos? ¿Qué amor encontramos, si vivimos fascinados por la imagen de Brad Pitt o Beyonce? El amor es (en parte) lo que hace frente, sin miedo, a este modelo, a este totalitario fundamentalismo iconoclástico que rehuye de la intimidad (sólo para terminar buscándola en un simulacro-voyeur-panóptico—el porno). El amor es (en parte) no cooperar con la letanía del prestigio y el poder, para así encontrarnos con un otro/a. El amor no puede ser clasificado; menos bajo los términos de la celebridad, el amor se escurre, los desafía, los hace inoperables.
Mata a tus Ídolos
En la ideología punk, (si se le puede llamar así), después del yonqui, lo más bajo es el sicofante, el adulador, el fanático, los groupies. Si bien el drogadicto constituye una excusa para que la policía entre a interrumpir las tocadas (por ello muchos llegaron a creer que el fármaco dependiente era un agente de la tira), un groupie es símbolo activo de la perpetuación de las dinámicas jerárquicas.
El punk quiere hacer espacios en los cuales la norma de la cultura dominante no opere. En el punk no hay espacio entre el público y la banda, ya que no son considerados como distintos. La música surge desde la comunidad para la comunidad; no viene dirigida, por una compañía de discos, hacia un grupo de personas, demográficamente estudiadas, cuya identidad se espera se construya en torno al producto, (como cuando un programa de tele se escribe pensando en las marcas que se anunciaran en los comerciales, y no viceversa como a menudo pensamos). Es lo contrario a los grandes conciertos con esas bandas en un escenario distante y enorme, que hace que se vuelvan el centro de lo que está pasando en ese momento, se tornan en una autoridad.
Como dirían en el Budismo Zen: “Si encuentras al Buda en el camino, mátalo.” En el lenguaje de nuestra experiencia, esto quiere decir que podemos optar por no validar la autoridad, podemos decidir no cooperar con los discursos repetitivos de la cultura oficial. Lo más odioso de las celebridades es que pretenden ser desafiantes a la norma, pretenden despreciar su fama, pretenden generar la creencia de que son rebeldes. Cero ídolos es mi derecho a probar la vida desde lugares alternativos a los dictaminados, es una invitación a toda una plétora de paradigmas.
La Asfixia
Quieres ver
las explosiones en mis ojos
Quieres ver
el reflejo
de cómo solíamos ser
La belleza está
en los ojos de los sueños de otro
Sonic Youth, (“Beauty Lies in the Eye”, Sister, Geffen : 1987)
Febrero 06, 2006: Tres muertes hoy. Tres cuerpos asfixiados en busca de un autógrafo, en un afán de proximidad—de contacto. En Sao Paolo tres personas perdieron la vida aplastadas en una multitud de gente que buscaba acercarse a sus celebridades favoritas, los protagonistas de la telenovela, show-simulacro-musical RBD.
Masas adorando a niños ricos que actúan de niños ricos. Adorando a quien te ves obligado a servir. Tautología maldita. Día tras día; a quien a lo más te mira de vuelta con la simpatía de un amo “apreciando” la “amabilidad” y “admiración” de su sirviente.
Asfixia: Clausura de la respiración, colapso de una función vital que no puede cesar por más de un par de minutos. Cuerpos sin aliento, cuerpos pisoteados en el tumulto, euforia, hipnosis; el pánico de la religión más abrumadora de hoy: la producción. Buscando tocar lo que se quiere creer inalcanzable…intentando saciar el impulso por el contacto…algo que afirme de manera definitiva el valor de la existencia propia…mueren por exceso de contacto…de quienes ignoran por su proximidad…los últimos de la fila sólo están más cerca de la salida.
Masas adorando a niños ricos que actúan de niños ricos. Adorando a quien te ves obligado a servir. Tautología maldita. Día tras día; a quien a lo más te mira de vuelta con la simpatía de un amo “apreciando” la “amabilidad” y “admiración” de su sirviente.
Asfixia: Clausura de la respiración, colapso de una función vital que no puede cesar por más de un par de minutos. Cuerpos sin aliento, cuerpos pisoteados en el tumulto, euforia, hipnosis; el pánico de la religión más abrumadora de hoy: la producción. Buscando tocar lo que se quiere creer inalcanzable…intentando saciar el impulso por el contacto…algo que afirme de manera definitiva el valor de la existencia propia…mueren por exceso de contacto…de quienes ignoran por su proximidad…los últimos de la fila sólo están más cerca de la salida.
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