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La leyenda del Sol y la Luna
Antes de que hubiera día en el mundo, se reunieron los dioses en Teotihuacan.
-¿Quién alumbrará al mundo?- preguntaron.
Un dios arrogante que se llamaba Tecuciztécatl, dijo:
-Yo me encargaré de alumbrar al mundo.
-Yo me encargaré de alumbrar al mundo.
Después los dioses preguntaron:
-¿Y quién más? -Se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquel oficio.
-¿Y quién más? -Se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquel oficio.
-Sé tú el otro que alumbre -le dijeron a Nanahuatzin, que era un dios feo, humilde y callado. y él obedeció de buena voluntad.
Luego los dos comenzaron a hacer penitencia para llegar puros al sacrificio. Después de cuatro días, los dioses se reunieron alrededor del fuego.
Iban a presenciar el sacrificio de Tecuciztécatl y Nanahuatzin. entonces dijeron:
-¡Ea pues, Tecuciztécatl! ¡Entra tú en el fuego! y Él hizo el intento de echarse, pero le dio miedo y no se atrevió.
Cuatro veces probó, pero no pudo arrojarse
Cuatro veces probó, pero no pudo arrojarse
Luego los dioses dijeron:
-¡Ea pues Nanahuatzin! ¡Ahora prueba tú! -Y este dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego.
Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había echado al fuego, se avergonzó de su cobardía y también se aventó.
-¡Ea pues Nanahuatzin! ¡Ahora prueba tú! -Y este dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego.
Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había echado al fuego, se avergonzó de su cobardía y también se aventó.
Después los dioses miraron hacia el Este y dijeron:
-Por ahí aparecerá Nanahuatzin Hecho Sol-. Y fue cierto.
-Por ahí aparecerá Nanahuatzin Hecho Sol-. Y fue cierto.
Nadie lo podía mirar porque lastimaba los ojos.
Resplandecía y derramaba rayos por dondequiera. Después apareció Tecuciztécatl hecho Luna.
Resplandecía y derramaba rayos por dondequiera. Después apareció Tecuciztécatl hecho Luna.
En el mismo orden en que entraron en el fuego, los dioses aparecieron por el cielo hechos Sol y Luna.
Desde entonces hay día y noche en el mundo.
La leyenda del maíz
Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y animales que cazaban.
No tenían maíz, pues este cereal tan alimenticio para ellos, estaba escondido detrás de las montañas.
Los antiguos dioses intentaron separar las montañas con su colosal fuerza pero no lo lograron.
Los aztecas fueron a plantearle este problema a Quetzalcóatl.
-Yo se los traeré- les respondió el dios.
Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en separar las montañas con su fuerza, sino que empleó su astucia.
Se transformó en una hormiga negra y acompañado de una hormiga roja, marchó a las montañas.
El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl las superó, pensando solamente en su pueblo y sus necesidades de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no se dio por vencido ante el cansancio y las dificultades.
Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz, y como estaba trasformado en hormiga, tomó un grano maduro entre sus mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar entregó el prometido grano de maíz a los hambrientos indígenas.
Los aztecas plantaron la semilla. Obtuvieron así el maíz que desde entonces sembraron y cosecharon.
El preciado grano, aumentó sus riquezas, y se volvieron más fuertes, construyeron ciudades, palacios, templos...Y desde entonces vivieron felices.
Y a partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, el dios que les trajo el maíz.
Nota: El significado del nombre Quetzalcóatl es Serpiente Emplumada.
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Rubén DaríoHuitzilopoxtli
Leyenda mexicana
Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.
Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.
—Porfirio dominó- decía—porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.
—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.
—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...
Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes.
En otras partes se dice: «Rascad... y aparecerá el...». Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos.
—Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.
—Prefiero el comiteco— respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.
Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: «¡Alto!».
Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.
El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la
marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:
—Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?
—¡Como la que lo parió! — bufó el apergaminado personaje.
—Lo digo— repuse— porque tengo que preguntarle sobre cosas que a mi me preocupan bastante.
Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky.
Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije:
—Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas.
Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la conquista?
—¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?
Le di un cigarro.
—Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.
—¿Y... ?
—No se meta en eso.
—Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida.
¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
—Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen...
—¿Cómo, padre?
—Pues así... Lo que hay es que los otros dioses...
—¿Cuáles, Padre?
—Los de la tierra...
—¿Pero usted cree en ellos?
—Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.
—Invitemos —le dije— a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.
—¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!
No nos contestó el yanqui.
—Espere— le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.
—No vaya— me contestó mirando al fondo de la selva . Tome su comiteco.
El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:
—Si Madero no se hubiera dejado engañar...
—¿De los políticos?
—No, hijo; de los diablos...
—¿Cómo es eso?
—Usted sabe.
—Lo del espiritismo...
—Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos...
—¡Pero, padre...!
—Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.
Mi mula dio un salto atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.
—Quieto, quieto— me dijo Reguera.
Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.
—No se asuste —me dijo—; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura...
—No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.
—No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: «¡Alto!»
—¿Otra vez? — le dije a Reguera.
—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial:
—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.
De más decir que yo no podía dormir. Yo había terminado mi tabaco y pedí a Reguera.
—Tengo —me dijo— , pero con mariguana.
Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas salvajes: era el aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del cura. Si seria eso...
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el peligro.
Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos
cabezas de serpiente, que eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el espectáculo una actualidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre Mister Perhaps estaba allí.
Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
—El Coronel Reguera— me dijo la persona que estaba cerca de mí—está en este momento ocupado. Le faltan tres por fusilar.
F I N
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LA LEYENDA DEL FUEGO
(Leyenda tradicional mexicana)
Hace muchos años los huicholes no tenían el fuego y, por ello, su vida era muy dura, En las noches de invierno, cuando el frío descargaba sus rigores en todos los confines de la sierra, hombres y mujeres, niños y ancianos, padecían mucho.
Sólo deseaban que las noches terminaran pronto para que el sol, con sus caricias, les diera el calor que tanto necesitaban. No sabían cultivar la tierra y habitaban en cuevas o en los árboles.
Un día el fuego se soltó de alguna estrella y se dejó caer en la tierra, provocando el incendio de varios árboles. Los vecinos de los huicholes, enemigos de ellos, apresaron al fuego y no lo dejaron extinguirse. Nombraron comisiones que se encargaron de cortar árboles para saciar su hambre, porque el fuego era un insaciable devorador de plantas, animales y todo lo que se ponía a su alcance.
Para evitar que los huicholes pudieran robarles su tesoro, organizaron un poderoso ejército encabezado por el tigre. Varios huicholes hicieron el intento de robarse el fuego, pero murieron acribillados por las flechas de sus enemigos.
Estando en una cueva, el venado, el armadillo y el tlacuache tomaron la decisión de proporcionar a los huicholes tan valioso elemento, pero no sabía cómo hacer para lograr su propósito. Entonces el tlacuache, que era el más abusado de todos, declaró:
-Yo, tlacuache, me comprometo a traer el fuego.
Hubo una burla general hacia el pobre animal. ¿Cómo iba a ser que ese animalito, tan chiquito él, tan insignificante, fuera a traer la lumbre? Pero éste, muy sereno, contestó así: -No se burlen, como dicen por ahí, "más vale maña que fuerza"; ya verán cómo cumplo mi promesa. Sólo les pido una cosa, que cuando me vean venir con el fuego, entre todos me ayuden a alimentarlo.
Al atardecer, el tlacuachito se acercó cuidadosamente al campamento de los enemigos de los huicholes y se hizo bola.
Así pasó siete días sin moverse, hasta que los guardianes se acostumbraron a verlo. En este tiempo observó que con las primeras horas de la madrugada, casi todos los guardianes se dormían. El séptimo día, aprovechando que sólo el tigre estaba despierto, se fue rodando hasta la hoguera.
Al llegar, metió la cola y una llama enorme iluminó el campamento. Con el hocico tomó una brasa y se alejó rápidamente.
Al principio, el tigre creyó que la cola del tlacuache era un leño; pero cuando lo vio correr, empezó la persecución. Éste, al ver que el animalote le pisaba los talones, cogió la brasa y la guardó en su marsupia. El tigre anduvo mucho sin encontrarlo, hasta que por fin lo halló echado de espaldas, con las patas apoyadas contra una peña. Estaba allí, descansando tranquilamente y contemplando el paisaje.
El tigre saltó hacia el tlacuache, decidido a vengar todos los agravios.
-Pero, compadre, ¿por qué? - le dijo el tlacuache-. ¿No ves acaso que estoy sosteniendo el cielo? Ya casi se nos viene encima y nos aplasta a todos. Podrías mejor ayudarme, quedándote en mi sitio mientras yo voy por una tranca. De esa manera estamos salvados.
El tigre, muy asustado, aceptó colocarse en la misma posición en la que estaba el tlacuache, apoyando las patas contra la peña.
-Aguanta hasta que venga, compadre. No tardaré -dijo el tlacuache.
El tlacuache salió disparado, mientras el tigre se quedaba ahí, patas arriba. Pasó un ratote y el tigre ya se había cansado.
-¿Qué andará haciendo este tlacuache bandido que no viene? -protestaba el tigre.
Siguió esperando, sin moverse. Pronto ya no pudo más. -Me voy aunque el cielo se venga abajo -pensó y se levantó rápidamente.
Se asombró de ver que no pasaba nada, que las cosas seguían en su sitio. El tlacuache lo había engañado otra vez. Salió a buscarlo enfurecido. Lo encontró en la punta de un peñasco, comiendo maicitos, a la luz de la luna llena. En cuanto el tlacuache lo vio venir, hizo como que contaba los granos y se apresuró a decirle:
-Mira compadre, ¿ves esa casa que está allá abajo? Ahí venden ricos quesos, podemos comprar muchos con este dinerito.
-Pero no veo cómo llegaremos a esa casa.
-Es fácil compadre. Cuestión de pegar un salto. Ya otras veces ha saltado y nada me ha pasado -argumentó el tlacuache.
-Bueno, saltemos juntos. No vaya a ser que te quedes aquí arriba o que llegues primero abajo y te escapes.
Mientras el tigre recogió los maicitos, pensando que eran dinero, el tlacuache aprovechó para encajar su cola en una grieta, sin que el otro se diera cuenta. Los dos se pararon en el borde de la peña. Cuando el tigre dijo: "¡ya!", el tlacuache saltó pero no se movió de su sitio pues tenía la cola encajada.
El tigre pegó un gran brinco y voló derechito hacia la luna llena, hasta desaparecer. Por fin, herido y exhausto, el tlacuachito llegó hasta el lugar donde estaba los otros animales y los huicholes. Allí, ante el asombro y la alegría de todos, depositó la brasa que guardaba en su bolsa. Todos sabían que tenían que actuar rápidamente para que el fuego sobreviviera. Así que levantaron al fuego, lo apapacharon y lo alimentaron. Pronto creció una hermosa llama.
Después de curar a su bienhechor, los huicholes bailaron felices toda la noche. El generoso animal, que tantas peripecias pasó para siempre proporcionarles el fuego, perdió para siempre el pelo de su cola; pero vivió contento porque hizo un gran beneficio al pueblo. En cambio, cuenta la gente que el tigre fue a caer en la luna y que todavía se le puede ver ahí de noche, parado con el hocico abierto.
El pueblo huichol es un grupo indígena mexicano que habita en el norte de Jalisco y parte de Nayarit, Zacatecas y Durango.
Este grupo conserva hasta ahora costumbres muy antiguas. Los hombres visten pantalón y camisa de manta blanca con algunos bordados, faja y sombrero. Las mujeres usan falda amplia, blusa de percal, un paliacate sobre la cabeza y, en ocasiones, el quechquémitl, que es un pequeño jorongo triangular.
Los huicholes se dedican a la artesanía, la cual está muy relacionada con sus creencias. Ellos quieren a las cosas de la naturaleza como quieren a algún familiar cercano.
Dicen que sus "abuelos" son el sol y el fuego; sus "abuelas", la fertilidad, la luna y la tierra, sus "tías", la lluvia y las tormentas. Por eso los representan en sus bordados y otros trabajan artesanales.
5 comentarios:
muy largos los ultimos busquen mas cortos
Que buenos relatos; practicos para los teatros de sombras infantiles!!
GRACIAS!!
Bien
Apoco no re gusta leer leyendas largas
jajjajajaja que bueno que encontre esta pagina gracias a los que la crearon bay
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