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lunes, 19 de marzo de 2012

CARLOS MONSIVÁIS: El hombre que escribía como si siempre llegara antes


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El gran cronista latinoamericano era capaz de explorar el más amplio abanico de temas: desde Gloria Trevi hasta el debut de The Doors en México, pasando por la telenovela, la política y la moda. Su estilo único queda plasmado en la flamante Antología esencial.
El mayor cronista mexicano transformaba las pequeñas ideas en cuerpos perdurables. Sin prisa y sin esfuerzo, Carlos Monsiváis enfocaba su linterna donde deseaba. Tenía la lengua extremadamente filosa para hibridar lo “serio” y las minucias. No hay tema que haya escapado a su mirada desde que en 1954 escribió sobre la música de Bola de Nieve. Escribía como si siempre llegara antes. Su flexibilidad intelectual sacudía la modorra del pensamiento anquilosado en confortables certezas o prejuicios. Lo que aún hoy lo torna un “fuera de serie” es el modo tan desenfadado de explorar un amplio abanico de temas: bolero, telenovela, fotografía, comic, deporte, ídolos populares, perdedores de diversos pelajes, rock, moda, literatura, política, nuevos movimientos sociales; provocaciones como las de Gloria Trevi o el debut de The Doors en México. La lista es...
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...inabarcable porque su radar, siempre en estado de alerta ante lo que se le cruzara por el camino, consigue ir más a fondo, como si su ductilidad no tuviera límites. En el prólogo de Antología esencial (Mardulce), un libro de referencia que reúne sus principales artículos, retratos y crónicas, Juan Villoro ratifica cuál es la madera del “velocista de la prosa”: “Monsiváis es el turista japonés de los tiempos que nos constan: ya tomó todas las fotos y ya probó todos los platos típicos”.
En “Notas del Camp en México”, el primer texto de la antología, hay detalles que perforan el corset temporal. Los textos de Monsiváis no tienen fecha de vencimiento. Basta con repasar, por ejemplo, el modo en que analiza la apariencia como escamoteo, el vestido como disfraz. “Las sirvientas, al untarse los vestidos morados y las medias con diseños y al hiperbolizar su presencia en el mundo con los colores más vivos y desafiantes, se decoran, como también se decoran, con sus vestidos morados y sus medias con diseños y sus colores beligerantes, las señoras de la alta burguesía, que se trabajan a sí mismas como si tratase de escenarios al acecho de una representación. La ausencia de contenido –de una visión del mundo– se reemplaza por la sobreabundancia de escenografías. El orador embellece (y el verbo no es gratuito) su discurso, porque no le pedirán ideas, sólo le exigirán abundancia de esdrújulas, citas prestigiosas y fe en el hombre, la música verbal que decora la ausencia de ideas.” Monsiváis detecta en el Camp Mexicano el eco o el residuo de una confesión autocrítica “que declara un vacío, la oquedad interminable de este país que debe ataviarse, que debe amueblarse, que debe erigirse y constituirse en decoración, para así cerciorarse de su propia existencia”.

Bendito entre los mitos

Los textos de Antología esencial –un inmejorable preámbulo para comprobar que “fue el maestro de casi todo lo que se escribió después”– vuelven a poner de relieve el carácter excepcional de su producción. El autor de Los rituales del caos, Días de guardar y Amor perdido, entre otros títulos, ha publicado más de 45 libros. Inabarcable por la extensión y la dispersión, quedan excluidos de esta constelación las compilaciones, prólogos, artículos en revistas y diarios, ponencias y su célebre columna, “Por mi madre, bohemios”, que editó durante décadas en diversos medios mexicanos. “Oh, Monsiváis, tus manos escritoras,/ envidia de princesa y de zares,/ diminutas, profetas y cantoras,/ amapolas en flor de La Portales”, proclama el “Himno a Monsiváis”, un corrido de Liliana Felipe. “Oh, Monsi, Monsi,/ bendito entre los mitos,/los hombres, las mujeres y los otros/ nos hicimos la vida de cuadritos/ buscándote otro apodo que Carlitos.” The Doors en México, el 2 de julio de 1969. “Monsi”, como no podía ser de otra manera, estuvo ahí. “Morrison desconcertaba y azoraba. Mientras su élan sexual dependía de las atribuciones del público, las cosas marchaban bien. Ahora, su desdén, el manejo visiblemente obsceno de la voz y el micrófono, el fuck you de su actitud, la sensación de que –de un modo sacrílego– a “Morrison le valía gorro cualquier propaganda en relación con las bellezas turísticas o de-sarrollo portentoso de nuestro hospitalario país, se iban transmutando en asombro, disgusto no confesado, irritación y finalmente decepción a nivel de fraude: no esperábamos esto, no quiere complacernos, no es un entertainer, no busca agradar, no nos pela. Querían divertirse y habían descubierto que esa onda –policromática– a la que tan religiosamente pertenecían mientras buscaban su nombre en la lista de asistentes, no gozaba de la admiración unánime.”
Las barrocas cejas de “Monsi” parecen elevadas hacia el infinito de la frente. Ahí donde muchos desaprobarían a priori el interés por el “fenómeno” Gloria Trevi –”la serpiente del Edén en tanga”–, el cronista lo interpreta en nueve capítulos magistrales. “Gloria y las chavas por ella representadas pertenecen a lo hoy y no corresponderían a ninguna otra época –escribe en 1994–. Lo suyo es la era del deseo proclamado y el sexo seguro, del ‘¡Quiero!’ unisex, del fiestón alegórico en torno a lo orgásmico (porque ya no se cree en las orgías confiables)... Y en la popularidad de Gloria intervienen la audacia y la franqueza y el juego erótico y la apariencia frágil y cachonda y la energía y la voz gruesa, gruexa, que anima un repertorio donde las ganas y su realización instantánea son una y la misma cosa.”
Hambre de sutileza con afán de distinción podría resumir el sello indeleble del más grande cronista mexicano y latinoamericano, que nació en la ciudad de México el 4 de mayo de 1938 y murió a los 72 años, el 19 de junio de 2010. “El documentador de la fecundísima fauna de nuestra imbecilidad nacional”, como lo definió Sergio Pitol, pega el salto de la música al boxeo. Las crónicas de la antología, estas criaturas híbridas que en sus manos son perfectas, confirman lo que Villoro postula: “Desde el punto de vista formal, Monsiváis ha perfeccionado el género de la crónica comentada. Presta menos interés a la narración de los hechos que a lo que puede decir de ellos”. En el comienzo de “La hora del consumo de orgullos”, sobre la pelea entre Julio César Chávez y Greg Haugen, plantea que “si algo le queda al nacionalismo es su condición pop”. “No popular –aclara–, algo ya más bien anacrónico a fuerza de lo sentimental, sino pop, con el acento en el perfil publicitario, en los mensajes subliminales, en ‘ese barullo de estaciones’ que es la moda.” El cronista observa que “el dentro y el afuera se extinguen como categorías inapelables”. A los hechos los exprime hasta dar con el hueso de una hipótesis. “La pelea no tiene mucho interés, al decir de los expertos. Pero el país goza de uno de esos ratos de esparcimiento en los cuales vuelve a ser, por un instante, una Nación.”

El esquivo renovador

Adonde quiera que fuese, anotaba, pensaba y arriesgaba. Desde muy joven, afortunadamente para sus lectores, Monsiváis metió las manos en el periodismo y colaboró en suplementos y en diarios como El Universal, Futuro, Excelsior y el Gallo Ilustrado. Además escribió en el semanario Proceso, en Unomásuno y en La Jornada. Villoro afirma que nadie ha leído la producción entera del gran cronista mexicano por la sencilla razón de que no se ha reunido aún. Aunque coleccionaba caricaturas, grabados, libros, películas y gatos, detestaba ser “museógrafo de sus manuscritos”. El prologuista revela que una vez fue jurado de un concurso que premió un libro de “Monsi”, Cinturón de castidad, sobre cultura y telenovela, “pieza maestra que, muy en su estilo, sigue inédita”. El esquivo renovador de la crónica se formó en las aulas de Filosofía y Letras de la UNAM, donde conoció a quienes serían sus amigos entrañables: Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Elena Poniatowska. Estos y otros amigos, como Juan Gelman, lo apodaron “porsiváis”, porque su asistencia a las invitaciones que recibía (y confirmaba) nunca estaba garantizada. “Ajeno a todo impulso de hacer carrera literaria o cortejar la posteridad, Monsiváis deja plantados a sus traductores e ignora que existen los agentes –recuerda Villoro–. En una ocasión lo vi escapar de un célebre editor inglés porque no quería perderse la exposición de Max Ernst en la Tate Gallery.”
Cuentan que su casa olía a gato; su escritura, a libertad. “Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos, también. Los libros no aúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí”, confesaba Monsiváis. El jurado que le otorgó el premio Juan Rulfo en 2006 subrayó que ha renovado “las formas de la crónica periodística, el ensayo literario y el pensamiento contemporáneo de México y América latina” y que “ha forjado un lenguaje distinto para representar la riqueza de la cultura popular, el espectáculo de la modernización urbana, los códigos del poder y las mentalidades”. En el artículo “La crema de la crema”, en la ineludible antología que acaba de lanzar Mardulce, pesca en el aire un chiste típico del nuevo rico mexicano con sus “potpurríes del gusto y su admiración por lo caro y sus viajes por Europa”. La ironía y erudición de “Monsi” apuntalan la compleja red de relaciones simbólicas. Las potencia a través del chiste en cuestión: “En Venecia me subí a una de esas glándulas”.
Monsiváis fue “el último escritor público” en México, como lo calificó Adolfo Castañón en su ensayo “Un hombre llamado ciudad”. Cualquier mexicano lo ha escuchado o leído. Todos –o casi todos– eran capaces de reconocerlo en la calle. Su empatía por la izquierda política no eclipsaba su rechazo visceral contra posiciones intolerantes y retrógradas. Una de las piezas de colección de la antología es “El disidente (Radical Chic): los burgueses con corazón de masa”. “El radical chic a la mexicana no está exasperado por la injusticia –anota en 1973–. Lo exaspera la falta de sensibilidad social de su ambiente. Para él, las contradicciones que más se agudizan son las del buen gusto. ¿Cómo es que los de su clase no se dan cuenta de lo formidable, de lo excitante de una asamblea que dura ocho horas? Usar lenguaje fuerte, chingada madre, darle validez política a las palabras que hacen sonrojar a sus tías, leer manifiestos, injuriar al Sistema. ¡Qué tremendo, qué cabrón, pero en serio! Así debió sentirse Errol Flynn. Esto es lo máximo, jugar a la revolución sin que intervengan ni las consecuencias ni el temor a las consecuencias, mirarle a los cocolazos a horas fijas, padrísimo, qué buena rola, cómo pudieron los de la generación caduca pasarla bien sin sentirse en el mérito centro de la impugnación.”
Villoro destaca que como todo escritor de “temple bíblico”, Monsiváis es pródigo en aforismos que pronto serán refranes. El que perdurará más allá del tiempo, acaso como el mejor estribillo del siglo XXI, reza: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya no pasa lo que estaba entendiendo”.

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