El origen de las especies
Rosa Beltrán
Estábamos frente al espejo del baño, en medio de algún argumento, cuando de pronto cayó como un golpe:–No te lo presto –dijo mi hija, refiriéndose a un lápiz labial que acababa de aplicarse. La miré desde el espejo, en la esperanza de encontrar el gesto que me confirmaría lo que había detrás: una broma.
–¿Te hace sentir mal, verdad?
–Y a ti por lo visto te hace sentir bien –dije.
–No, pero es necesario.
Y guardó sus cosméticos.
–Tienes que curarte.
–¿No me vas a prestar ninguno? –insistí, incrédula.
Movió la cabeza, en signo negativo.
–¿Ni la pinza de cejas siquiera?
–Ni la pinza de cejas.
Dejé pasar unos momentos, sin saber qué decir.
–Qué tristeza –dije, mirándola fijamente– qué tristeza saber que nada de lo que te he enseñado vale para ti. Que no aprecies lo que te inculqué ni lo que te he dado desinteresadamente. Ni la generosidad, ni el amor al prójimo, ni siquiera la consideración.
Ella siguió maquillándose tan tranquila.
–Porque si valiera, me prestarías la pinza para arrancarme… –hice un gesto vago, que abarcaba el cuerpo– todo esto o me estarías ofreciendo, cuando menos, tu vestido rojo tornasol.
Con delicadeza, sacó el cepillo dentro del tubo y se aplicó rimel en las pestañas del ojo izquierdo, luego procedió a hacer lo mismo con el derecho.
–¿Sabes cuál es tu problema? –dijo de pronto, dándose vuelta con el cepillo en la mano–. Tu problema es que padeces el complejo de “quiero lo que tú tienes”.
Me quedé helada. Nunca me había visto como alguien que añorara poseer lo de otros, menos aun lo de ella.
–Qué hay de malo en eso –dije, mirando con displicencia su vestido talla cuatro. En el fondo, mi complejo tiene un fin noble. El deseo de ser mejor.
Cerró los ojos y sonrió, como si tuviera que controlarse. Luego los abrió, dejó el cepillo en la bolsa de cosméticos, me tomó de los hombros y me llevó a sentarme a la orilla de la cama.
–Ya habíamos hablado de esto –me dijo–. Yo incliné la cabeza.
–Mírate los pies. ¿Qué número calzas? ¿Cinco? ¿Cinco y medio?
Suspiró.
–Y en el vestido no cabes. ¿Entiendes? Eres otra talla.
Busqué una salida rápida.
–Y qué tiene esto que ver con las pinturas.
Ella se puso de pie, como si se hubiera acordado de algo; volvió a la bolsa de cosméticos y sacó una pequeña brocha para aplicarse las sombras.
–Que son objetos de uso personal, como el cepillo de dientes. Si te los presto, me puede dar conjuntivitis.
Decidí enfrentarla y ensayé una actitud heroica.
–Entonces regálamelas.
–¿Para que te dé conjuntivitis a ti?
–Prefiero que me dé a mí que a ti.
Esto último no era verdad, pero me violentaba que además de prohibirme usar sus cosas no me diera el gusto de ganar un argumento.
–No es que desees mucho –insistió– sino que no deseas nada. Ese es tu problema. Es como si no pudieras ser verdaderamente tú.
Miré la piel de mis extremidades inferiores, rugosa y llena de escamas, mis caderas anchas, envueltas en plumas, la redondez de mi vientre. Concluí que era el resultado de no haberme ocupado de algo que no fuera el deseo de alguien más. ¿A quién estaba queriendo complacer con ese parpadeo continuo y ese estilo flamboyante? Una gran tristeza me inundó. Creía ser grácil cuando en realidad era torpe; guapa cuando no hacía otra cosa que bambolearme al caminar.
Guardando sus cosas, antes de irse, me dijo:
–Y no es que quiera meterme con tu apariencia. Lo que importa en las personas es lo que tienen dentro. Pero no es fácil que digan que tu mamá es un avestruz.
–Ya lo sé –dije.
–¿Tu también lo has oído? –preguntó con asombro.
–Todos lo dicen en el instituto.
–¿Ves lo que te digo?
Comenzó a vestirse con rabia, con prisa.
–Y sólo por no encontrar tu estilo.
–Pero ¿cuál es mi estilo? –pregunté con desesperación.
–Eso es cosa de cada quién. Tú tienes que encontrar el tuyo.
–Dame una pista –supliqué–. Algo que me ayude a recordar quién era.
Miré sus cabellos largos, ondulantes y su cintura esbelta.
–¿Cómo puedo cerciorarme de que alguien como tú vino de alguien… como yo?
Me miró con desconfianza.
–Tal vez un día te animes a pagarte el tratamiento que te arranque esas plumas y dejes de pelar los ojos, como haces en las fotografías, y te limes esas uñas y dejes de dar esos saltos y andar brincoteando y ocul tando la cara ante el menor problema… Es cosa de que hagas el esfuerzo de ir hacia atrás. Sabría que vine de ti si recordaras que un día fuiste otra especie, aquella que se abismaba nadando a contracorriente.
–¿En la pecera?
–No veo nada de malo en ello.
–¿Detenida en la cadena evolutiva?
–Sólo si así lo quieres ver.
Supe que había llegado el momento de abandonar mi parpadeo y sustituirlo por la mirada absorta detrás del cristal.
–Yo podría entonces identificarme contigo –siguió–, saber que vine de ti. Y al despedirme te vería feliz de estar en tu elemento, sabiendo que tengo una madre que encontró por fin su estilo.
Acto seguido, agitó la cintura y la vi partir, enfundada en su vestido rojo, entallado y brillante, agitando la cola y respondiendo al claxon de los autos con ese eco, sombra de un canto, que hacía que aún los conductores más templados no pudieran resistirse y fueran tras ella.
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