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jueves, 21 de marzo de 2013

EL ENIGMA NO EXISTE, por Ludwig Wittgenstein


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“Es claro que la ética no tiene nada que ver con castigos y recompensas en el sentido habitual. Por ello, la pregunta por las consecuencias de una acción tiene que carecer de importancia. Pero, a pesar de todo, en la pregunta planteada tiene que haber algo que sea correcto. Ciertamente, tiene que haber algún género de castigo y recompensa éticos, pero éstos tienen que residir en la propia acción. La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo. (No son problemas de la ciencia natural los que han de solucionarse aquí.) El enigma no existe. El escepticismo no es irrefutable, sino un sinsentido obvio, pues quiere plantear dudas allí donde no se puede preguntar. Sentimos que, aún cuando todas las posibles preguntas científicas hayan obtenido una respuesta, nuestros problemas vitales ni siquiera se han tocado. Existe en efecto lo inexpresable. Tal cosa resulta ella misma manifiesta; es lo místico. De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca.”
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El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; no hay en él valor alguno y, si lo hubiera, no tendría ningún valor. Si hay algún valor que tenga valor, tiene que residir fuera de todo lo que sucede y de todo lo que es de esta y aquella manera. Pues todo lo que sucede y todo lo que es de esta y aquella manera es accidental. Lo que lo hace no ser accidental no puede residir en el mundo pues, en tal caso, esto sería a su vez accidental. Tiene que residir fuera del mundo.
Es por ello por lo que no puede haber proposiciones éticas. Las proposiciones no pueden expresar nada que sea más elevado.
Es claro que la ética no consiente en que se la exprese. La ética es trascendental. (Ética y estética son uno y lo mismo.)

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Lo primero que se nos viene a las mientes al proponer una ley ética de la forma “Debes…” es: “¿Y qué, si no lo hago?”. Es claro, sin embargo, que la ética no tiene nada que ver con castigos y recompensas en el sentido habitual. Por ello, la pregunta por las consecuencias de una acción tiene que carecer de importancia. Al menos esas consecuencias no pueden ser eventos. Pero, a pesar de todo, en la pregunta planteada tiene que haber algo que sea correcto. Ciertamente, tiene que haber algún género de castigo y recompensa éticos, pero éstos tienen que residir en la propia acción. (Y es claro también que la recompensa tiene que ser algo agradable y el castigo algo desagradable.)
No se puede hablar de la voluntad como sujeto de lo ético. Y la voluntad como fenómeno interesa sólo a la psicología.
Si la buena o mala voluntad cambian el mundo, sólo pueden cambiar los límites del mundo, no los hechos; no lo que puede expresarse por medio del lenguaje. Dicho brevemente: el mundo tiene que convertirse en otro completamente distinto. Tiene que, por así decirlo, disminuir o aumentar como un todo. El mundo del que es feliz es diferente del de aquél que es infeliz.
Así también, a la hora de la muerte, el mundo no cambia, se termina.
La muerte no es un evento de la vida. De la muerte no tenemos vivencia alguna. Si por eternidad no entendemos duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente el que vive en el presente. Nuestra vida carece de final en la misma medida en que nuestro campo visual carece de límites.
La inmortalidad temporal del alma humana, es decir, su eterna supervivencia, incluso después de la muerte, no sólo no está garantizada en modo alguno, sino que, sobre todo, esta suposición no sirve en absoluto para lo que siempre se ha pretendido alcanzar con ella. Pues ¿se resuelve algún enigma porque yo viva eternamente? ¿No es quizá esa vida eterna tan enigmática como la presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo. (No son problemas de la ciencia natural los que han de solucionarse aquí.)
Para lo que es más elevado resulta absolutamente indiferente cómo sea el mundo. Dios no se revela en el mundo.
Los hechos, todos ellos, pertenecen sólo a la tarea, no a la solución.
Lo místico no consiste en cómo sea el mundo, sino en que sea.
La visión del mundo sub specie aeterni consiste en verlo como un todo, un todo limitado. El sentir del mundo como un todo limitado es lo místico.
Si una respuesta no puede expresarse, la pregunta que le corresponde tampoco puede expresarse. El enigma no existe. Si una pregunta puede llegar a plantearse, entonces también se le puede dar una respuesta.
El escepticismo no es irrefutable, sino un sinsentido obvio, pues quiere plantear dudas allí donde no se puede preguntar. Pues una duda sólo puede existir allí donde existe una pregunta; una pregunta sólo donde existe una respuesta y esta última sólo donde puede decirse algo.
Sentimos que, aún cuando todas las posibles preguntas científicas hayan obtenido una respuesta, nuestros problemas vitales ni siquiera se han tocado. Desde luego, entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta.
La solución al problema de la vida se trasluce en la desaparición de este problema. (¿No es ésta acaso la razón por la que los hombres a los que, después de intensas dudas, les resultó claro el sentido de la vida, no pudieran decir, en este momento, en qué consistía tal sentido?)
Existe en efecto lo inexpresable. Tal cosa resulta ella misma manifiesta; es lo místico.
El método correcto en filosofía consistiría propiamente en esto: no decir nada más que lo que se puede decir, esto es: proposiciones de la ciencia natural -algo, por tanto, que no tiene que ver con la filosofía-; y entonces, siempre que alguien quisiese decir algo metafísico, demostrarle que no había dado significado alguno a ciertos signos de las proposiciones. Este método no sería satisfactorio para la otra persona -no tendría la sensación de que le estábamos enseñando filosofía-, pero tal método sería el único estrictamente correcto.
Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas -a hombros de ellas- ha logrado auparse por encima de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha encaramado en ella.) Tiene que superar esas proposiciones; entonces verá el mundo correctamente.
De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca.
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LUDWIG WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus. Editorial Tecnos, 2002. Traducción de Luis M. Valdés Villanueva. [FD, 14/04/2008]

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