Otelo en las montañas de Chiapas, este relato perplejo y perverso (“Te ts’iwej winik”)
confirma la maestría de su autor, ya conocido por nuestros lectores.
Las dimensiones del pensamiento mágico, el empírico y el filosófico de los tzeltales
originarios son aquí literatura conciente y deliberada. La historia de este cazador
forma parte de la nueva edición de Todo cambió, en la serie Espejo de Urania
de los Libros del Rincón, que la Secretaría de Educación Pública distribuye,
se supone, en las escuelas de todo el país.
El cazador
Josías López Gómez
Ir al bosque es mi sustento, mi gusto, mi distracción. Llevo mi cuchillo, dispuesto a clavarlo a la primera presa que se ponga a mi alcance. Mi perro Maelchan huele el orín del animal; ladra, agarro mi escopeta, lo sigo. Soy cazador, cuento con el respeto de todos, pero sin autoridad ni privilegio, sólo cumplo mi deber.
Una enorme luna llena, amarilla y radiante, surgió en la punta del cerro Ijk’al Ajaw, comencé mi faena. Con mi incienso de copal invoqué al espíritu de los que iniciaron la cacería, pedí la ayuda de los antepasados, agradecí al animal por entregarse a la muerte, porque la caza es sagrada, no una matanza; después bajé por el sendero a la comarca de venados, un creciente murmullo de zancudos vibró en mis oídos. A medio camino silbó el pájaro maligno, el mensajero de la muerte, no se dice su nombre, viene de la morada del dolor, de la oscuridad. No me importó, avancé; más adelante pasó volando muy bajo, me detuve, silbó dos veces, señal de mal augurio. Pensé en mi mujer Xpet Konsal, sola, le podía pasar algo; tuve motivo para preocuparme. Pero la presa me hizo seguir.
Fui leyendo el paso del animal en cada rama rota, en cada hoja aplastada. Sé perfectamente cuándo la huella corresponde a un día o a una semana; si es de venado, de tepezcuintle o de comadreja. Puse el oído sobre la tierra, escuché las pisadas del venado. Mi perro corrió tras él, lo seguí. Una vez comenzado el ritual de la caza, no hay tiempo para perder. Yo y la presa sabemos que esa danza sólo termina con la muerte. En el momento culminante de la caza, la madre tierra contiene su respiración, el bosque calla, los ríos se silencian, el aire se detiene. Sólo el corazón del cazador y el del animal palpitan al mismo tiempo.
Pero ahora fallé, mi perro perdió el rastro. Me enojé, conozco el valor de mi tiempo, no lo desperdicio, no estoy acostumbrado a perder mi presa, ha sido mi vida. Le di un culatazo al Maelchan, aulló de dolor, se metió entre los matorrales. Me senté sobre las hojas secas, guardé silencio con la cabeza gacha, mi perro vino a lamer mis pies, movía la cola, me veía con tristeza.
Enojado y dolido me puse en camino. Me acerqué silenciosamente a mi casa, seguro que mi esposa dormiría profundamente, el fuego apagado. Escuché un quejido suave, me sorprendió. Mi mujer no estaba sola en mi cama.
–Espera, espera, quiero orinar —dijo su acompañante.
–No salgas, hay un agujero en la esquina, ahí orina mi esposo.
Se levantó, vino directo donde dijeron. Me moví con cuidado a la luz de la luna, su verga dura y gruesa soltó un chorro de orina, me dio coraje, la agarré fuertemente. Saqué mi cuchillo, se la corté de un sólo tajo.
Gritó aterradoramente.
–Hijo de diablo —creí decir. Y aún escuché a mi mujer preguntar:
–¿Qué te pasó?
No supe más, lleno de coraje, volví al bosque. Vagué entre los árboles, sin saber a dónde me dirigía, las afiladas espinas de algunas plantas no pude evitarlas, la luz de la luna se filtraba entre las copas de los árboles. Angustiado, junté leña, hice lumbre, pero me sentía adolorido, con ganas de gritar. Muchas cosas me vinieron a la mente. Pensé destruir mi casa para no dejar ningún rastro, cambiar mi nombre si era posible, irme a otro lugar donde nadie me encontraría.
Sentado junto a la lumbre varias ratas pasaron cerca de mis pies, eran veloces, se metían debajo de las piedras. Al rato el Maelchan levantó las orejas, siguió a un venado, cansándolo hasta debilitarlo por completo, pero no se resignó tan luego a morir. Comenzó el acto final, mi cuchillo se clavó en su pescuezo, luchó con sus últimas fuerzas, poco a poco quedó quieto con los ojos fijos. Celebré con el cuchillo en alto.
Despellejé y asé parte del venado, comí un pedazo, y un trozo para mi perro por su esfuerzo. Completé la comida con agua de un pequeño manantial. Llegó el frío del amanecer. La luna continuó su paseo por el firmamento. Más tarde desaparecieron las estrellas, el cielo comenzó a aclarar con un suave resplandor. El zumbido de los zancudos disminuyó poco a poco. Salí del bosque, conozco el sendero de memoria, soy producto de esta montaña; no sólo me provee lo que necesito, cada árbol de encino, de roble, de ocote, de laurel, de liquidámbar, habla conmigo, sabe que soy habitante de este lugar. Su valor no se compara con nada.
–Ya vine, levántate a hacer las tortillas. Mira qué carne traje —le dije a mi mujer al momento de bajar mi carga.
Bajó de la cama, aparentemente contenta. Se puso en acción. Encendió el fogón, lavó y molió el nixtamal, le puso cal al comal, comenzó a hacer tortillas. Traje leña para avivar el fuego. Agarré la primera tortilla calientita, se la di con un pedazo de carne.
–Aquí está tu parte, es todo tuyo.
Agarró con emoción el alimento, quiso compartir conmigo, estaba acostumbrada a que comiéramos juntos.
–No, estoy lleno —le dije, sobando mi barriga.
La vi tragar el primer bocado.
–¿Está sabroso? —le pregunté.
–Sí, sólo está salada —contestó.
Siguió comiendo, hasta que acabó. Se limpió la boca con la palma de la mano, satisfecha por el bocado.
–Tengo sed, quiero agua, asaste la carne gorda —dijo luego de un breve silencio.
Agarró una jícara con agua, la bebió, pero no calmó su sed, siguió bebiendo hasta que no pudo echar agua en su jícara.
–No se me quita la sed, por favor pásame otra jícara con agua —dijo con lentitud, con la barriga ensanchada. Suspiró.
Me apresuré a cumplir sus deseos.
–¿Qué me diste de comer? —preguntó.
–La verga de tu querido —contesté.
Ella se sorprendió al escucharlo, parpadeó con ganas de llorar.
–Me engañaste —le dije—, por tu culpa no cacé el primer venado.
Tocó mi hombro. No dejó de mirarme. Murmuró:
–Voy a morir, no supe ser tu mujer.
–Mi perro Maelchan es más honesto, me acompaña, me ha cuidado por años —le contesté.
Xpet Konsal ya no comió. De tanto tomar agua murió, su cuerpo regresó a la madre tierra. La verga de un hombre es caliente, salada, provoca mucha sed.
LIMA, PERÚ 1972. FOTO: PAOLO GASPARINI
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