LA VERDAD DEL AMOR, por Rabindranaz Tagore
“En la creación de Dios, nada tiene fin. Todo lo que es verdadero, permanece. En el jardín de Dios, la flor se abre y se mustia, pero cuando se mustia no es que acaba; florece otra y otra vez. Las estaciones vienen, se van y vuelven, y en su sucesión está la verdad. Así, todas las relaciones reales, las felicidades ciertas, son continuas, no pasajeras. En su sucesión no cesan verdaderamente. Las obras del hombre tienen el estigma de muerte que tienen, porque la mayor parte de nuestras actividades carecen de sentido, y porque nuestras energías las empleamos en abastecernos de cosas y placeres sin eternidad en el fondo. Por eso intentamos dar a todo, a fuerza de añadiduras, un aspecto de permanencia. El hombre, ansioso de prolongar el placer, intenta sólo sumar, y tememos detenernos por miedo de que algún día todo termine. En lo que somos verdad, somos inmortales; y cuando estamos de parte de la verdad, estamos de parte de la inmortalidad. Cuando nos encontramos en Dios, nuestra vida se perpetúa en la verdad. No tiene en ella ese elemento de falsedad. Así son todas las relaciones verdaderas, y permanecerán hasta el fin de nuestras vidas, sin perderse jamás. Irán creciendo, y entrarán en una vida grande, que tendrá la realización de su propósito en lo que ha de venir. Y yo ofrezco a Dios mi oración para que Él nos lleve de todo lo que es trivial, sin sentido, inconexo y extraño, a la verdad del amor.”
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En la creación de Dios, nada tiene fin. Todo lo que es verdadero, permanece. En el jardín de Dios, la flor se abre y se mustia, pero cuando se mustia no es que acaba; florece otra y otra vez. Las estaciones vienen, se van y vuelven, y en su sucesión está la verdad. Así, todas las relaciones reales, las felicidades ciertas, son continuas, no pasajeras. En su sucesión no cesan verdaderamente.
LAS OBRAS HUMANAS TIENEN EL ESTIGMA DE LA MUERTE PORQUE LA MAYOR PARTE DE NUESTRAS ACTIVIDADES CARECEN DE SENTIDO, Y TODAS NUESTRAS ENERGÍAS LAS DERROCHAMOS EN ABASTECERNOS DE COSAS Y PLACERES SIN ETERNIDAD EN EL FONDO
Las obras del hombre tienen el estigma de muerte que tienen, porque la mayor parte de nuestras actividades carecen de sentido, y porque nuestras energías las empleamos en abastecernos de cosas y placeres sin eternidad en el fondo. Por eso intentamos dar a todo, a fuerza de añadiduras, un aspecto de permanencia. El hombre, ansioso de prolongar el placer, intenta sólo sumar, y tememos detenernos por miedo de que algún día todo termine.
A la verdad es a la que no le importa ser pequeña ni llegar a un fin, como un poema, que no por terminado está muerto, y no porque un poema esté compuesto de versos infinitos, pues si eso fuera así, sabríamos que el poema no era verdad. El verdadero poema sabe cuándo concluir; se ha cogido a algún ideal permanente del hombre, que es de todos los hombres, y el principio interior de toda la creación. Si un poema ha alcanzado este ideal de perfección, sabe que, deteniéndose, no muere, sino vive.
Así, al encontrarse verdadero, puede permitirse finalizar, porque nunca llega a un término, sino que tiene su continuidad en la verdad. En lo que somos verdad, somos inmortales; y cuando estamos de parte de la verdad, estamos de parte de la inmortalidad. Pero el hombre, al dar su vida a cambio de objetos sin sentido, la derrocha; y si hacemos de estas cosas nuestra meta, entonces la vida es una vida de muerte.
En nuestro vivir diario, nos encontramos con muchos hombres que pasan como sombras sobre nuestra vida; pero cuando nos encontramos en la verdad, todo es diferente. Nosotros nos hemos reunido en este rincón de la patria. Como yo, ansiáis la verdad. Todos somos niños que lloramos a oscuras por nuestra Madre eterna, sin saber que ella está, mientras tanto, en la cama con nosotros. Ignorantes, creemos que estamos separados; pero cuando la lámpara se enciende, vemos que nuestra Madre no se había movido de allí. Entonces sabemos que somos hijos de la misma Madre, que, en medio de las diferencias de raza y de clima, somos hijos de la misma Madre; y el grito de la India, “llévanos de lo irreal a lo real, de la oscuridad a la luz, de la muerte a la inmortalidad!”, sale de nuestros labios. Oyendo esta oración, sabemos que aquellas diferencias son lo irreal, y que lo real es que somos uno. Bajo estos árboles hemos llamado a El, con voces unidas, Padre, y hemos sabido que este es nuestro verdadero parentesco, el cual nunca podrá perderse, sino que seguirá, hondo, en nuestras almas.
CUANDO NOS ENCONTRAMOS EN DIOS, NUESTRA VIDA SE PERPETÚA EN LA VERDAD, Y TODAS LAS RELACIONES VERDADERAS PERMANECERÁN, SIN PERDERSE JAMÁS: IRÁN CRECIENDO, Y ENTRARÁN EN UNA VIDA GRANDE, QUE TENDRÁ LA REALIZACIÓN DE SU PROPÓSITO EN LO QUE HA DE VENIR
Nuestro parentesco personal con este mundo comenzó en el amor. La Madre nos trajo, el amor del Padre nos envolvió y nos nutrió. Poco a poco, con la clave de este amor, llegamos a ver que solo este parentesco era el definitivo. Los objetos de nuestras pasiones eran cosas destructivas, o sombras, que hacen irreal la vida que está llena de ellas.
Cuando nos encontramos en Dios, nuestra vida se perpetúa en la verdad. No tiene en ella ese elemento de falsedad. Y es lo que hemos de recordar, y en ello tenemos el sentido de las palabras “¡llévanos de lo irreal a lo Real!”
Al alimentarnos, nuestro cuerpo asimila el alimento y sigue adelante con su obra de creación. Si comemos polvo o cascajo, no nos creamos, sino que nos destruimos. La verdadera relación del hombre con el hombre es, también, creativa. Esta reunión nuestra, bajo estos árboles, será también creadora en nuestras vidas y se hará más verdadera cada día. Es cierto que, como la luz del día de Dios, todas nuestras energías pueden estar sumidas bajo el sudario de la oscuridad nocturna, por algún tiempo; pero la luz vuelve a vivir de nuevo. Así son todas las relaciones verdaderas, y permanecerán hasta el fin de nuestras vidas, sin perderse jamás. Irán creciendo, y entrarán en una vida grande, que tendrá la realización de su propósito en lo que ha de venir. Y yo ofrezco a Dios mi oración para que Él nos lleve de todo lo que es trivial, sin sentido, inconexo y extraño, a la verdad del amor.
¡Llévanos a lo Real, a la Verdad que es eterna! ¡De esta oscuridad que nos ciega, a la Verdad infinita que dice que Tú eres nuestro Padre verdadero! ¡Líbranos de las tinieblas del deseo, esa miseria del corazón! ¡Éntranos en la luz!
¡De la muerte, llévanos a lo Inmortal! ¡De todo lo que es transitorio, llévanos a la Verdad eterna!
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RABINDRANAZ TAGORE, Premio Nobel 1913. Despedida, Obras escogidas, Aguilar 1981. Traducción de Zenobia Camprubí de Jiménez.
LA ALEGRÍA DE VIVIR EN LA CERTEZA, por André Comte-Sponville
“El verdadero sabio no tiene nada que realizar: su vida no le importa ni más ni menos que la de otro. Se contenta con vivirla, y encuentra en ello verdadero contento, que es la única sabiduría verdadera. La sabiduría, la verdadera sabiduría, no es un seguro a todo riesgo, ni una panacea, ni una obra de arte. Es el reposo, pero alegre y libre, en la verdad. ¿Es un saber? Desde luego. Pero un saber vivir. Se puede reconocer en una cierta serenidad, pero todavía más en una cierta alegría, una cierta libertad, una cierta eternidad y un cierto amor… Sabio es quien no tiene necesidad, para ser feliz, de mentirse, ni de contarse cuentos, ni siquiera de tener suerte. Se diría que se basta a sí mismo, y por eso es libre. Pero la verdad es que se basta con todo, o que todo le basta. Eso le distingue del ignorante, para quien todo no es nunca suficiente. Porque el ignorante quiere tomar, poseer y conservar, mientras que el sabio se contenta con conocer, gustar y alegrarse.”
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Sabiduría es el ideal de una vida lograda: no porque uno hubiera triunfado en la vida, lo que sería arribismo, sino porque habría realizado su propia vida. Es, desde los griegos, la finalidad de la filosofía. Sin embargo, sólo es un ideal, del que también importa liberarse.
El verdadero sabio no tiene nada que realizar: su vida no le importa ni más ni menos que la de otro. Se contenta con vivirla, y encuentra en ello verdadero contento, que es la única sabiduría verdadera. “Por mí, amo la vida”, decía Montaigne. Por eso era sabio: porque no esperaba a que la vida fuera amable (fácil, agradable, lograda…) para amarla.
¿Cuestión de temperamento? ¿Cuestión de doctrina? Sin duda, un poco de los dos. Uno está más o menos dotado para la vida, uno es más o menos sabio; los que están menos dotados tienen más necesidad de filosofar (de eso sé algo). Pero nadie es absolutamente sabio, ni enteramente: todos tienen necesidad de filosofar, aunque no fuera más que para desprenderse de la propia filosofía.
¿Y de la sabiduría? Por supuesto: sólo se alcanza a condición de dejar de creer en ella. Un coágulo o un virus son suficientes para volver demente al hombre más sabio del mundo. O una pena más fuerte que las otras y que su sabiduría. Lo sabe, y de antemano lo acepta. Sus fracasos no son menos ciertos que sus éxitos. ¿Por qué habrían de ser menos sabios?
La sabiduría, la verdadera sabiduría, no es un seguro a todo riesgo, ni una panacea, ni una obra de arte. Es el reposo, pero alegre y libre, en la verdad. ¿Es un saber? Éste es, en efecto, el sentido de la palabra, tanto entre los griegos (sophia) como entre los latinos (sapientia). Pero es un saber muy particular. “La sabiduría no puede ser ni una ciencia ni una técnica”, decía Aristóteles: se fundamenta menos en lo que es verdadero o eficaz que en lo que es bueno, para sí y para los demás. ¿Un saber? Desde luego. Pero un saber vivir.
Los griegos distinguían la sabiduría teórica o contemplativa (sophia) de la sabiduría práctica (phrónesis). Pero ambas son inseparables o, mejor dicho, la verdadera sabiduría sería su conjunción. Se puede reconocer en una cierta serenidad, pero todavía más en una cierta alegría, una cierta libertad, una cierta eternidad (el sabio vive en el presente: siente y experimenta, como decía Spinoza, que es eterno) y un cierto amor… “De todos los bienes que la sabiduría nos procura para la felicidad de la vida entera -subrayaba Epicuro-, la amistad es con mucho el mayor” (Máximas capitales, XXII).
Porque el amor propio ha dejado de ser un obstáculo. Porque la mentira ha dejado de ser un obstáculo. Ya sólo queda la alegría de conocer. Ya sólo queda el amor y la verdad. Por eso todos tenemos nuestros momentos de sabiduría, cuando el amor y la verdad nos bastan. Y de locura, cuando nos desgarran y nos faltan.
La verdadera sabiduría no es un ideal, sino un estado, siempre aproximado, siempre inestable (sólo es eterno, como el amor, mientras dura), una experiencia y un acto. No es un absoluto, a pesar de los estoicos (se es más o menos sabio), sino un máximo (y, en cuanto tal, relativo): es el máximo de felicidad, es el máximo de lucidez. Depende de la situación de tal o cual, de las capacidades de tal o cual (la sabiduría no es la misma en Auschwitz o en París, para Etty Hillesum o para Cavaillès), en suma, del estado del mundo.
No es un absoluto, sino la manera, siempre relativa, de habitar lo real, que es el único absoluto verdadero. Esta sabiduría vale más que todos los libros que se han escrito sobre ella, y que amenazan con alejarnos de ella. A cada cual le corresponde inventar la suya. “Aunque podamos ser eruditos con el saber ajeno -decía Montaigne-, sólo podemos ser sabios con nuestra propia sabiduría” (Ensayos, I, 25).
Sabio es quien no tiene necesidad, para ser feliz, de mentirse, ni de contarse cuentos, ni siquiera de tener suerte. Se diría que se basta a sí mismo, y por eso es libre. Pero la verdad es que se basta con todo, o que todo le basta. Eso le distingue del ignorante, para quien todo no es nunca suficiente.
Porque el ignorante quiere tomar, poseer y conservar, mientras que el sabio se contenta con conocer, gustar (sapere, de donde procede sapiens, es tener gusto) y alegrarse. Es menos un científico que un conocedor. Menos un experto que un amateur (en el doble sentido del término: el que ama y el que no es profesional). Menos un propietario que un hombre libre (el jivan mukta de los orientales: el liberado viviente).
El sabio no tiene amo, pero tampoco dominio, salvo sobre sí mismo; no tiene Iglesia, ni pertenencia, ni apegos, ni adhesiones (no posee lo que ama, ni es poseído por ello). Ni siquiera su felicidad le pertenece: es sólo un poco de alegría en la tempestad del mundo. Se ha desprendido de sí mismo y de todo.
Por eso es quizá feliz: porque no tiene necesidad de serlo. Y sabio: porque no cree ya en la sabiduría.
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ANDRÉ COMTE-SPONVILLE, Diccionario Filosófico. Definiciones de sabiduría y sabio. Editorial Paidós Ibérica, 2003. [FD, 08/04/2008]
EL ARTE DE LA MENTIRA POLÍTICA, por Jonathan Swift
“Quién fue el primero que hizo de la mentira un arte, y la aplicó a la política es algo que la historia, no obstante mi diligente investigación, no aclara. Pero los modernos han aportado grandes mejoras al aplicar este arte también para hacerse con el poder y conservarlo, y no sólo para vengarse cuando lo han perdido. Por otro lado, al igual que el más vil de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva. La falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella, de suerte que cuando los hombres se desengañan, lo hacen un cuarto de hora tarde. Considerando la natural propensión del hombre a mentir y de las muchedumbres a creer, confieso no saber cómo lidiar con esa máxima tan mentada que asegura que la verdad acaba imponiéndose. Esta nuestra isla ha soportado el peso de consejeros y personas cuyos principios y propósitos pretendían corromper nuestras costumbres, cegar nuestro entendimiento, esquilmar nuestra riqueza, acabar destruyendo nuestra constitución ya fuera de la Iglesia como del Estado, hasta llevarnos al borde la ruina. Hemos visto cómo muchos de los dineros de nuestra nación acabaron en manos de aquellos que, por su cuna, educación o mérito no habrían podido aspirar más que a cuidar de nuestras cuadras; mientras otros que en virtud de su autoridad, sus cualidades y sus fortunas sólo pudieron avalar y favorecer la Revolución quedaron apartados por peligrosos e inútiles, y fueron abrumados con la vergüenza de ser Jacobitas, hombres poco juiciosos pagados por Francia: mientras tanto la verdad, de la que se dice mora en los pozos, parecía estar enterrada bajo un montón de piedras.”
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“De los cuales, éstos llenan de relatos los vacíos oídos, éstos lo narrado llevan a otro, y la medida de lo inventado crece y a lo oído algo añade su nuevo autor. Allí la Credulidad, allí el temerario Error y la vana alegría está, y los consternados Temores, y la Sedición repentina, y de dudoso autor los Susurros” (Ovidio, Metamorfosis, libro duodécimo, 56-61).
La importunidad de mis amigos me ha inducido a interrumpir el proyecto iniciado en mi último artículo para tratar sobre un ensayo en torno al Arte de la mentira política. Se nos dice ahí que el Diablo es el padre de las mentiras, y que fue un mentiroso desde el principio; se suerte que, sin lugar a dudas, la mentira es antigua y, es más, surgió por primera vez como mentira política, para socavar la autoridad de su príncipe y atraer a un tercio de sus súbditos fuera de su obediencia: motivo por el que fue echado del Paraíso, donde (según Milton) había sido virrey de la provincia occidental, y obligado a ejercer su talento en las regiones bajas sobre otros espíritus caídos, sobre los hombres pobres y engañados a los que aún hoy atrae cada día hacia sus pecados -como no dejará de hacer mientras siga encadenado en lo más profundo del infierno.
LA MENTIRA POLÍTICA DA Y DEVUELVE CARGOS; PRESIDE LOS COMITÉS ELECTORALES; HACE AGUA CRISTALINA DE LA CIÉNAGA; CONVIERTE AL ATEO EN SANTO Y AL LIBERTINO EN PATRIOTA; SE CONFÍA A LOS MINISTROS EXTRANJEROS; Y HACE SUBIR O PRECIPITARSE EL CRÉDITO DE LA NACIÓN
Pero aunque el Diablo sea el padre de las mentiras, parece haber perdido, como sucede a otros grandes inventores, gran parte de su prestigio superado por las continuas mejoras realizadas por otros.
Quién fue el primero que hizo de la mentira un arte, y la aplicó a la política es algo que la historia, no obstante mi diligente investigación, no aclara. De ahí que me limite aquí a estudiarla en su forma moderna, tal y como se ha venido cultivando estos últimos veinte años en la parte meridional de nuestra isla.
El poeta nos dice que cuando los dioses derrocaron a los monstruos, la tierra en venganza dio a luz a su última hija: la Fama. La fábula debe interpretarse como sigue: cuando los tumultos y las sediciones se acallan, los rumores y las noticias falsas circulan con profusión por la nación. Según esto, la mentira sería el último consuelo de los grupos derrotados, terrenales y rebeldes. Pero los modernos han aportado grandes mejoras al aplicar este arte también para hacerse con el poder y conservarlo, y no sólo para vengarse cuando lo han perdido, al igual que los animales usan de sus mandíbulas de tanto en tanto para alimentarse cuando tienen hambre como para morder cuando se les acosa.
Esta genealogía, sin embargo, no siempre vale para la mentira política. Intentaré por tanto afinar el análisis refiriendo algunas circunstancias relativas a su nacimiento y paternidad. La mentira política puede nacer a veces de la cabeza del político derrotado y luego ser entregada a la chusma para que la cuide y mime. Otras veces nace deforme y se perfecciona con lametazos. También puede venir al mundo completamente hecha y las lengüetadas la echan a perder. A menudo, suele nacer niña y precisa de tiempo para crecer, pero también puede ver la luz hecha mujer para luego ir apagándose poco a poco. Puede ser de noble cuna, mas también puede ser prole del especulador: en este caso, se desgañita al romper aguas; en el otro, llega como un susurro. Sé de una mentira cuyo ruido molesta a medio reino y que, aún siendo ahora demasiado orgullosa y grande para reconocer su paternidad, nació como un cuchicheo. Para concluir sobre la natividad del monstruo: cuando viene al mundo sin aguijón, nace muerto; y cuando pierde el aguijón, muere.
No sorprende que niña con tan milagroso nacer logre hazañas tan extraordinarias: no en vano ha sido el ángel de la guarda del partido en el poder durante casi veinte años. Puede conquistar reinos sin guerrear, y aún perdiendo alguna batalla. Da y devuelve cargos; hace de la montaña montículos y de los montículos montaña: durante años ha presidido los comités electorales; hace agua cristalina de la ciénaga; convierte al ateo en santo y al libertino en patriota; se confía a los ministros extranjeros y hace subir o precipitarse el crédito de la nación. Esta diosa vuela por los aires armada con un enorme espejo con el que deslumbra al gentío al que hace ver, según mueva el espejo, la ruina en su provecho y su provecho en la ruina. En ese espejo verán a sus mejores amigos vestidos con ropajes recubiertos de fleurs de lis y triples coronas; ceñidos a unos cinturones adornados de cadenas, rosarios y zapatos de madera. Y verán a sus peores enemigos adornados con las insignias de la libertad, la decencia, la indulgencia, la mesura y con una cornucopia en sus manos. Sus grandes alas, como las del pez volador, sólo sirven si están mojadas; de ahí que se bañe en el fango y al elevarse de nuevo cubra de barro los ojos de la muchedumbre, volando con rapidez. Mas cada cuanto debe encorvarse en pos de nuevos suministros.
Alguna vez he pensado que si un hombre tuviera el arte de la clarividencia para ver las mentiras, al igual que en Escocia saben ver espíritus, sin duda se divertiría sobremanera en esta ciudad, observando los distintos tamaños, formas y colores de esos enjambres de mentiras que zumban alrededor de las cabezas de algunos, como hacen las moscas en torno a las orejas del caballo durante el verano. U observando esas legiones flotantes que pululan, tantas como para oscurecer el aire, cada tarde en los corrillos de la Bolsa; o también esos clubes de descontentos prohombres, de donde salen para ser esparcidos en tiempos de elecciones cargamentos enteros de mentiras. (más…)
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