Jacob y el otro
1. Cuenta el médico
Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la
cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome
en la mesa de poker del club y sólo intervine cuando el portero me
anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una
línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la
noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y
pagar las cajas perdidas.
Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja:
—En su lugar, perdone, me quedaría para aprovechar la racha. Total, aquí mismo puede firmar el certificado de defunción.
—Todavía no, parece —contesté tratando de reír. Me miré las manos
mientras manejaban fichas y billetes; estaban tranquilas, algo cansadas.
Había dormido apenas un par de horas la noche anterior, pero esto era
ya casi una costumbre; había bebido dos cognacs en esta noche y agua
mineral en la comida.
La gente del hospital conocía de memoria mi coche y todas sus
enfermedades. Así que me estaba esperando la ambulancia en la puerta del
club. Me senté al lado del gallego y sólo le oí el saludo; estaba
esperando en silencio, por respeto o por emoción, que yo empezara el
diálogo. Me puse a fumar y no hablé hasta que doblamos la curva de
Tabarez y la ambulancia entró en la noche de primavera del camino de
cemento, blanca y ventosa, fría y tibia, con nubes desordenadas que
rozaban el molino y los árboles altos.
—Herminio —dije—, ¿cuál es el diagnóstico?
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Vi la alegría que trataba de esconder el gallego, imaginé el suspiro
con que celebrara el retomo a lo habitual, a los viejos ritos sagrados.
Empezó a decir, con el más humilde de sus tonos; comprendí que el caso
era serio o estaba perdido.
—Apenas si lo vi, doctor. Lo levanté del teatro en la ambulancia, lo
llevé al hospital a noventa o cien porque el chico Fernández me apuraba y
también era mi deber. Ayudé a bajarlo y en seguida me ordenaron que
fuera por usted al club.
—Fernández, bueno. ¿Pero quién está de guardia?
—El doctor Rius, doctor.
—¿Por qué no opera Rius? —pregunté en voz alta.
—Bien —dijo Herminio y se tomó tiempo esquivando un bache lleno de
agua brillante—. Debe haberse puesto a operar en seguida, digo. Pero si
lo tiene a usted al lado...
—Usted cargó y descargó. Con eso le basta. ¿Cuál es el diagnóstico?
—Qué doctor... —sonrió el gallego con cariño. Empezábamos a ver las
luces del hospital, la blancura de las paredes bajo la luna—. No se
movía ni se quejaba, empezaba a inflarse como un globo, costillas en el
pulmón, una tibia al aire, conmoción casi segura. Pero cayó de espaldas
arriba de dos sillas y, perdóneme, el asunto debe estar en la vertebral.
Si hay o no hay fractura.
—¿Se muere o no? Usted nunca se equivocó, Herminio.
Se había equivocado muchas veces pero siempre con excusas.
—Esta vez no hablo —cabeceó mientras frenaba.
Me cambié la ropa y empezaba a lavarme las manos cuando entró Rius.
—Si quiere trabajar —dijo—, lo tiene listo en dos minutos. No hice
casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que
él y nosotros nos quedemos tranquilos. Sólo tirando una monedita al aire
se puede saber por dónde conviene empezar.
—¿Tanto?
—Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran
polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado.
Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la
base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se
hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda.
Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo
dejaría en paz.
Entonces recurrí a mi gastada frase de mediocre heroicidad, a la
leyenda que me rodea como la de una moneda o medalla circunscribe la
efigie y que tal vez continúe próxima a mi nombre algunos años después
de mi muerte. Pero aquella noche yo no tenía ya ni veinticinco ni
treinta años; estaba viejo y cansado, y ante Rius, la frase tantas veces
repetida, no era más que una broma familiar. La dije con la nostalgia
de la fe perdida, mientras me ponía los guantes. La repetí escuchándome,
como un niño que cumple con la fórmula mágica y absurda que le permite
entrar o pemanecer en el juego.
—A mí, los enfermos se me mueren en la mesa.
Rius se rió como siempre, me apretó un brazo y se fue. Pero casi en
seguida, mientras yo trataba de averiguar cuál era el caño roto que
goteaba en los lavatorios, se asomó para decirme.
—Hermano, falta algo en el cuadro. No le hablé de la mujer, no sé
quién es, que estuvo pateando, o trató de patear al próximo cadáver en
la sala del cine y que se acercó a la ambulancia para escupirlo cuando
el gallego y Fernández lo cargaban. Estuvo rondando por aquí y la hice
echar; pero juró que volvía mañana y que tiene derecho a ver al difunto,
tal vez a escupirlo sin apuro.
Trabajé con Rius hasta las cinco de la mañana y pedí un litro de café
para ayudarnos a esperar. A las siete apareció Fernández en la oficina
con la cara de desconfianza que Dios le impone para enfrentar los
grandes sucesos. La cara estrecha e infantil entorna entonces los ojos,
se inclina un poco con la boca en guardia y dice: “Alguien me estafa, la
vida no es más que una vasta conspiración para engañarme.”
Se acercó a la mesa y quedó allí de pie, blanco y torcido, sin hablarnos.
Rius dejó de improvisar sobre injertos, se abstuvo de mirarlo y
manoteó el último sandwich del plato; después se limpió los labios con
un papel y preguntó al tintero de hierro, con águila y dos depósitos
secos:
—¿Ya?
Fernández respiró para oírse y puso una mano sobre la mesa; movimos
las cabezas y le miramos el desconcierto y la sospecha, la delgadez y el
cansancio. Idiotizado por el hambre y el sueño, el muchacho se irguió
para seguir fiel a la manía de alterar el orden de las cosas, del mundo
en que podemos entendernos.
—La mujer está en el corredor, en un banco, con un termo y un mate.
Se olvidaron y pudo pasar. Dice que no le importa esperar, que tiene que
verlo. A él.
—Sí, hermanito —dijo lentamente Rius; le reconocí en la voz la
malignidad habitual de las noches de fatiga, la excitación que gradúa
con destreza—. ¿Trajo flores, por lo menos? Se acaba el invierno y cada
zanja de Santa María debe estar llena de yuyos. Me gustaría romperle la
jeta y dentro de un momento le voy a pedir permiso al jefe para darme
una vuelta por los corredores. Pero entre tanto la yegua esa podría
visitar al difunto y tirarle una florcita y después una escupida y
después otra flor.
El jefe era yo; de modo que pregunté:
—¿Qué pasó?
Fernández se acarició velozmente la cara flaca, comprobó sin esfuerzo
la existencia de todos los huesos que le había prometido Testut y se
puso a mirarme como si yo fuera el responsable de todas las estafas y
los engaños que saltaban para sorprenderlo con misteriosa regularidad.
Sin odio, sin violencia, descartó a Rius, mantuvo sus ojos suspicaces en
mi cara y recitó:
Mejoría del pulso, respiración y cianosis. Recupera esporádicamente su lucidez.
Aquello era mucho mejor que lo que yo esperaba oír a, las siete de la
mañana. Pero no tenía base para la seguridad; así que me limité a dar
las gracias moviendo la cabeza y elegí turno para mirar el águila
bronceada del tintero.
—Hace un rato llegó Dimas —dijo Fernández—. Ya le pasé todo. ¿Puedo irme?
—Sí, claro —Rius se había echado contra el respaldo del sillón y
empezaba a sonreír mirándome; tal vez nunca me vio tan viejo, acaso
nunca me quiso tanto como aquella mañana de primavera, tal vez estaba
averiguando quién era yo y por qué me quería.
—No, hermano —dijo cuando estuvimos solos—. Conmigo, cualquier farsa;
pero no la farsa de la modestia, de la indiferencia, la inmundicia que
se traduce sobriamente en “una vez más cumplí con mi deber”. Usted lo
hizo, jefe. Si esa bestia no reventó todavía, no revienta más. Si en el
Club le aconsejaron limitarse a un certificado de defunción —es lo que
yo hubiera hecho, con mucha morfina, claro, si usted por cualquier razón
no estuviera en Santa María—, yo le aconsejo ahora darle al tipo un
certificado de inmortalidad. Con la conciencia tranquila y la firma
endosada por el doctor Rius. Hágalo, jefe. Y robe en seguida del
laboratorio un cóctel de hipnóticos y váyase a dormir veinticuatro
horas. Yo me encargo de atender al juez y a la policía, me comprometo a
organizar los salivazos de la mujer que espera mateando en el corredor.
Se levantó y vino a palmearme, una sola vez, pero demorando el peso y el valor de la mano.
Está bien —le dije—. Usted resolverá si hay que mandar a despertarme.
Mientras me quitaba la túnica, con una lentitud y una dignidad que no
provenían exclusivamente del cansancio, admití que el éxito de la
operación, de las operaciones, me importaba tanto como el cumplimiento
de un viejo sueño irrealizable: arreglar con mis propias manos, y para
siempre, el motor de mi viejo automóvil. Pero no podía decirle esto a
Rius porque lo comprendería sin esfuerzo y con entusiasmo; no podía
decírselo a Fernández porque, afortunadamente, no podría creerme.
De modo que me callé la boca y en el viaje de regreso en la
ambulancia oí con ecuanimidad las malas palabras admirativas del gallego
Herminio y acepté con mi silencio, ante la historia, que la
resurrección que acababa de suceder en el Hospital de Santa María no
hubiera sido lograda ni por los mismos médicos de la capital.
Decidí que mi coche podía amanecer otra vez frente al club y me hice
llevar con la ambulancia hasta mi casa. La mañana, rabiosamente blanca,
olía a madreselvas y se empezaba a respirar el río.
—Tiraron piedras y decían que iban a prenderle fuego al teatro —dijo
el gallego cuando llegamos a la plaza—. Pero apareció la policía y no
hubo más que las piedras que ya le dije.
Antes de tomar las píldoras comprendí que nunca podría conocer la
verdad de aquella historia; con buena suerte y paciencia tal vez llegara
a enterarme de la mitad correspondiente a, nosotros, los habitantes de
la ciudad. Pero era necesario resignarse, aceptar como inalcanzable el
conocimiento de la parte que trajeron consigo los dos forasteros y que
se llevarían de manera diversa, incógnita y para siempre.
Y en el mismo momento, con el vaso de agua en la mano, recordé que
todo aquello había empezado a mostrárseme casi una semana antes, un
domingo nublado y caluroso, mientras miraba el ir y venir en la plaza
desde una ventana del bar del hotel.
El hombre movedizo y simpático y el gigante moribundo atravesaron en
diagonal la plaza y el primer sol amarillento de la primavera. El más
pequeño llevaba una corona de flores, una coronita de pariente lejano
para un velorio modesto. Avanzaban indiferentes a la curiosidad que
hacía nacer la bestia lenta de dos metros; sin apresurarse pero
resuelto, el movedizo marchaba con una irrenunciable dignidad, con una
levantada sonrisa diplomática, como flanqueado por soldados de gala,
como si alguien, un palco con banderas y hombres graves y mujeres
viejas, lo esperara en alguna parte. Se supo que dejaron la coronita,
entre bromas de niños y alguna pedrada, al pie del monumento a Brausen.
A partir de aquí las pistas se embrollan un poco. El pequeño, el
embajador, fue al Berna para alquilar una pieza, tomar un aperitivo y
discutir los precios sin pasión, distribuyendo sombrerazos, reverencias e
invitaciones baratas. Tenía entre 40 y 45 años, el tórax ancho, la
estatura mediana; había nacido para convencer, para crear el clima
húmedo y tibio en que florece la amistad y se aceptan las esperanzas.
Había nacido también para la felicidad, o por lo menos para creer
obstinadamente en ella, contra viento y marea, contra la vida y sus
errores. Había nacido, sobre todo, lo más importante, para imponer
cuotas de dicha a todo el mundo posible. Con una natural e invencible
astucia, sin descuidar nunca sus fines personales, sin preocuparse en
demasía por el incontrolable futuro ajeno.
Estuvo a mediodía en la redacción de El Liberal y volvió por
la tarde para entrevistarse con Deportes y obtener el anuncio gratis.
Desenvolvió el álbum con fotografías y recortes de diario amarillentos,
con grandes títulos en idiomas extraños; exhibió diplomas y documentos
fortalecidos en los dobleces por papeles engomados. Encima de la vejez
de los recuerdos, encima de los años, de la melancolía y el fracaso,
paseó su sonrisa, su amor incansable y sin compromiso.
—Está mejor que nunca. Acaso, algún kilo de más. Pero justamente para eso estamos haciendo esta tournée sudamericana.
El año que viene, en el Palais de Glace, vuelve a conquistar el título.
Nadie puede ganarle, ni europeo ni americano. ¿Y cómo íbamos a
saltearnos Santa María en esta gira que es el prólogo de un campeonato
mundial? Santa María. Qué costa, qué playa, qué aire, qué cultura.
El tono de la voz era italiano, pero no exactamente; había siempre,
en las vocales y en las eses, un sonido inubicable, un amistoso contacto
con la complicada extensión del mundo. Recorrió el diario, jugó con los
linotipos, abrazó a los tipógrafos, estuvo improvisando su asombro al
pie de la rotativa. Obtuvo, al día siguiente, un primer título frío pero
gratuito: “Ex campeón mundial de lucha en Santa María.” Visitó la
redacción durante todas las noches de la semana y el espacio dedicado a
Jacob van Oppen fue creciendo diariamente hacia el sábado del desafío y
la lucha.
El mediodía del domingo en que los vi desfilar por la plaza con la
coronita barata, el gigante moribundo estuvo media hora de rodillas en
la iglesia, rezando frente al altar nuevo de la Inmaculada; dicen que se
confesó, juran haberlo visto golpearse el pecho, presumen que introdujo
después, vacilante, una cara enorme e infantil, húmeda de llanto, en la
luz dorada del atrio.
2. Cuenta el narrador
Las tarjetas decían Comendador Orsini y el hombre conversador e
inquieto las repartió sin avaricia por toda la ciudad. Se conservan
ejemplares, algunos de ellos autografiados y con adjetivos.
Desde el primer —y último— domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo
para las sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el
lunes y el martes, a la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el
viernes, cuando el desafío quedó formalizado y la curiosidad y el
patriotismo de los sanmarianos empezó a llenar el Apolo. Aquel mismo
domingo fue clavado en la plaza nueva, con el correspondiente permiso
municipal, el cartel de desafío. En una foto antigua el ex campeón
mundial de lucha de todos los pesos mostraba los bíceps y el cinturón de
oro; agresivas letras rojas concretaban el reto: 500 pesos 500 a quien
suba al ring y no sea puesto de espaldas en 3 minutos por Jacob van
Oppen.
Una línea más abajo el desafío quedaba olvidado y se prometía una
exhibición de lucha grecorromana entre el campeón —volvería a serlo
antes de un año— y los mejores atletas de Santa María.
Orsini y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora
bajaban de Perú, Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el
desafío y siempre van Oppen pudo liquidarlo en un tiempo medido por
segundos, con el primer abrazo.
Los carteles evocaban noches de calor y griterío, teatros y carpas,
públicos aindiados y borrachos, la admiración y la risa. El juez alzaba
un brazo, van Oppen volvía a la tristeza, pensaba ansioso en la botella
de alcohol violento que lo estaba esperando en la pieza del hotel y
Orsini sonreía avanzando bajo las luces blancas del ring, tocándose con
un pañuelo aún más blanco el sudor de la frente:
—Señoras y señores... —era el momento de dar las gracias, de hablar
de reminiscencias imperecederas, de vivar al país y a la ciudad. Durante
meses, estos recuerdos comunes habían ido formando América para ellos;
alguna vez, alguna noche, ya lejos, antes de un año, podrían hablar de
ella y reconocerla sin esfuerzo, sin más ayuda que tres o cuatro
momentos reiterados y devotos.
El martes o el miércoles Orsini trajo en coche al campeón hasta el
Berna, concluida la casi desierta sesión de entrenamiento. La gira se
había convertido ya en un trabajo de rutina y los cálculos sobre los
pesos a ganar tenían escasa diferencia con los pesos que se ganaban.
Pero Orsini consideraba indispensable, para el mutuo bienestar, mantener
su protección sobre el gigante. Van Oppen se sentó en la cama y bebió
de la botella; Orsini se la quitó con dulzura y trajo del cuarto de baño
el vaso de material plástico que usaba por las mañanas para enjuagarse
la dentadura. Repitió amistoso la vieja frase:
—Sin disciplina no hay moral —hablaba el francés como el español, su
acento no era nunca definitivamente italiano—. Está la botella y nadie
piensa robártela. Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay
disciplina, hay caballerosidad.
El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban
turbios y parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez,
angustia”, pensó Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta
mañana.” Llenó el vaso con caña, bebió un trago y estiró la mano hacia
van Oppen. Pero la bestia se inclinó para sacarse los zapatos y después,
resoplando, segundo síntoma, se puso de pie y examinó la habitación. Al
principio, con las manos en la cintura, miró las camas, la alfombra
inútil, la mesa y el techo; luego caminó para comprobar con un hombro la
resistencia de las puertas, la del pasillo y del cuarto de baño, la
resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.
“Ahora empieza —continuó Orsini—; la última vez fue en Guayaquil.
Tiene que ser un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche
cualquiera me estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe,
sabe que el único amigo soy yo.”
El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación,
con una sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia
adelante. Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en
el vaso de caña.
—Gott —dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si
escuchara una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra,
demasiado ajustada, y los pantalones de vaquero que le había comprado
Orsini en Quito— No. ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? —con los
enormes pies afirmados en el piso, movía el cuerpo, miraba la pared por
encima de la cabeza de Orsini.
—Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel
de un país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso.
No tengo miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.
Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la
cara, la histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía
no —pensó—, casi en seguida.”
El gigante se bebió el vaso de caña y estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.
—Nadie —dijo—. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis.
Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un
hombre, la lucha no es un hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza
de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.
Orsini hizo otro cálculo y se levantó con la botella de caña. Llenó
el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga y pasó una mano por el
hombro y la mejilla del gigante.
—Nadie —dijo van Oppen—. Nadie —grito. Tenía los ojos desesperados,
después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y sabiduría y vació el vaso.
“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a
golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.
—Unos meses, unas semanas —dijo Orsini—. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.
Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba
sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del
techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó
suavemente:
Vor der Kaserne
vor dem grossen Tor
steht eine Laterne.
Und steht sie noch davor
wenn wir uns einmal widersehen,
bei der Laterne wollen wir stehen
wie einst, Lili Manen wie einst, Lili Manen.
Dijo la canción una vez y media hasta que van Oppen puso la botella
en el suelo y empezó a llorar. Entonces Orsini se levantó con un suspiro
y un insulto cariñoso y anduvo en puntas de pie hasta la puerta y el
pasillo. Como en las noches de gloria, bajó la escalera del Berna
secándose la frente con el pañuelo impoluto.
3.
Bajaba la escalera sin encontrar gente para repartir sonrisas y
sombrerazos, pero con la cara afable, en guardia. La mujer, que había
esperado horas resuelta y sin impaciencia, hundida en un sillón de cuero
del hall, no haciendo caso a las revistas de la mesita, fumando un
cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo enfrentó. El príncipe Orsini
no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó el nombre, se quitó
el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de la mujer.
Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que
pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz
en gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó
Orsini. “Está linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan
conciso que le resultaba casi incomprensible, casi inaudito.
—El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos
pesos. Mi novio va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es
miércoles, ustedes tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.
—Signorina —el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto
desolado—. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y
lamentaría tanto que una señorita tan hermosa ...
Pero ella, pequeña y más decidida ahora, sorteó sin esfuerzo la galantería quincuagenaria de Orsini.
—Esta noche voy al Liberal para aceptar el desafío. Lo vi al
campeón en misa. Está viejo. Necesitamos los quinientos pesos para
casarnos. Mi novio tiene veinte años y yo veintidós. El es el dueño del
almacén de Porfilio. Vaya y véalo.
—Pero, señorita —dijo el príncipe aumentando la sonrisa—. Su novio,
hombre feliz, si me permite, tiene veinte años. ¿Qué hizo hasta ahora?
Comprar y vender.
—También estuvo en el campo.
—Oh, el campo —susurró extasiado el príncipe—. Pero el campeón dedicó
toda su vida a eso, a la lucha. ¿Que tiene algunos años más que su
novio? Completamente de acuerdo, señorita.
—Treinta, por lo menos —dijo ella sin necesidad de sonreír, confiada en la frialdad de sus ojos. Lo vi.
—Pero se trata de años que dedicó a aprender cómo se rompen, sin
esfuerzo, costillas, brazos, o cómo se saca suavemente, una clavícula de
su lugar, cómo se descoloca una pierna. Y si usted tiene un novio sano
de veinte años...
—Usted hizo un desafío. Quinientos pesos por tres minutos. Esta noche voy al Liberal, señor...
—Príncipe Orsini —dijo el príncipe.
Ella cabeceó, sin perder tiempo en la burla; era pequeña, hermosa y compacta, se había endurecido hasta el hierro.
—Me alegro por Santa María —sonrió el príncipe con otra reverencia—.
Será un gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario
en nombre de su novio?
—Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfilio. Le dicen el turco. Pero es sirio. Tiene el documento.
El príncipe comprendió que era inoportuno volver a besarle la mano.
—Bueno —bromeó—, soltera y viuda. Desde el sábado. Un destino muy triste, señorita.
Ella le dio la mano y caminó hacia la puerta del hotel. Era dura como
una lanza, no tenía más que la gracia indispensable para que el
príncipe continuara mirándola de espaldas. De pronto la mujer se detuvo y
regresó.
—Soltera no, porque con esos quinientos pesos nos casamos. Tampoco
viuda, porque ese campeón está muy viejo. Es más grande que Mario, pero
no puede con él. Yo lo vi.
—De acuerdo. Usted lo vio salir de misa. Pero le aseguro que cuando
la cosa empieza en serio, es una bestia; y le juro que conoce el oficio.
Campeón del mundo y de todos los pesos, señorita.
—Bueno —dijo ella con un repentino cansancio—. Ya le dije, almacén de Porfilio Hnos. Esta noche voy al Liberal; pero mañana me encuentra como siempre en el almacén.
—Señorita... —volvió a besarle la mano.
Era evidente que la mujer buscaba un acuerdo. De modo que Orsini fue
al restaurante y pidió un guiso con carne y pastas; luego, haciendo
cuentas, chupando de su boquilla con anillo de oro, vigiló el sueño, los
gruñidos y los movimientos de Jacob van Oppen.
A punto de dormirse sobre el silencio de la plaza, se adjudicó
veinticuatro horas de vacaciones. No era conveniente apresurar la visita
al turco. Pensó además, mientras apagaba la luz e interpretaba los
ronquidos del gigante: “Ya ha sufrido bastante, Señor, hemos sufrido; y
no veo motivo para apresurarme.”
Al día siguiente Orsini asistió al despertar del campeón, trajo las
aspirinas y el agua caliente, oyó satisfecho las malas palabras de van
Oppen bajo la ducha, escuchó con júbilo la transformación de los ruidos
groseros en una versión casi submarina de “Yo tenía un camarada”. Como
todos los hombres, había decidido mentir, mentirse a sí mismo y confiar.
Organizó la mañana de van Oppen, la caminata a paso lento a través de
la ciudad, con el enorme torso cubierto por la tricota de lana con la
gran letra azul en el pecho, la C que significaba, para todo idioma y
alfabeto concebible: Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos. Lo
acompañó a la rambla. Allí, para los pocos curiosos de las ocho de la
mañana, reiteró una de las escenas de la vieja farsa. Se detuvo para
quitarse el sombrero y enjugarse la frente, sonrió con la admirada
sonrisa del buen perdedor y manoteó la espalda de Jacob van Oppen.
—Qué hombre éste —murmuró para nadie; y su cabeza torcida, sus brazos
vencidos, su boca ansiosa de aire repitieron para toda Santa María: qué
hombre éste.
Van Oppen continuó con la misma discreta velocidad, los hombros hacia
el futuro, la mandíbula colgante, en dirección a la rambla; tomó
después hacia la fábrica de conservas, costeando el asombro de
pescadores, vagos, empleados del ferry; era demasiado grande para que
alguien se atreviera a burlarse.
Tal vez las burlas, nunca dichas en voz alta, rodearon todo el día al
príncipe Orsini, a sus ropas, a sus modales, a su buena educación
inadecuada. Pero él había apostado a ser feliz y sólo le era posible
enterarse de las cosas agradables y buenas. En El Liberal, en el
Berna y en el Plaza tuvo lo que él llamaría en el recuerdo conferencias
de prensa; bebió y charló con curiosos y desocupados, contó anécdotas y
atroces mentiras, exhibió una vez más los recortes de diarios
amarillentos y quebradizos. Algún día, esto era indudable, las cosas
habían sido así: van Oppen campeón del mundo, joven, con una tuerca
irresistible, con viajes que no eran exilios, asediado por ofertas que
podían ser rechazadas. Aunque pasadas de moda, desteñidas, ahí estaban
las fotografías y las palabras de los diarios, tenaces en su
aproximación a la ceniza, irrefutables. Nunca borracho, después de la
cuarta o quinta copa. Orsini creía que los testimonios del pasado
garantizaban el porvenir. No necesitaba ningún cambio personal para
habitar cómodamente el imposible paraíso. Había nacido con cincuenta
años de edad, cínico, bondadoso, amigo de la vida, partidario de que
sucedieran cosas. El milagro sólo exigía la transformación de van Oppen,
su regreso a los años anteriores a la guerra, al vientre hundido, a la
piel brillante, a la esclerótica limpia en la mañana.
Sí, la futura turca —una mujercita, con todo respeto, simpática y porfiada— había estado en El Liberal para
formalizar el desafío. El jefe de Deportivas ya tenía fotos de Mario
haciendo gimnasia; pero las fotografías costaron un discurso sobre la
libertad de prensa, la democracia y la libre información. También sobre
el patriotismo, contaba Deportivas:
—Y el turco nos hubiera roto la cabeza, a mí y al fotógrafo, a pesar
de todo, si no interviene la novia y lo calma con dos palabras.
Estuvieron cuchicheando en la trastienda y después salió el turco, no
tan grande, creo, como van Oppen, pero mucho más bruto, más peligroso.
Bueno, usted entiende de esto mejor que yo.
—Entiendo —sonrió el príncipe—. Pobre muchacho. No es el primero
—paseó su tristeza encima de las papas fritas y las aceitunas del Berna.
—El hombre estaba furioso pero se aguantó y se puso los pantalones
cortos de ir a pescar y se dedicó a hacer gimnasia al sol; toda la que
Humberto, el fotógrafo, quiso o estuvo inventando, sólo por venganza y
para desquitarse del susto que había pasado. Y todo el tiempo ella
sentada en un barril, como si fuera la madre o la maestra, fumando, sin
decir una palabra pero mirándolo. Y cuando uno piensa que ella no mide
ni un metro cincuenta, ni pesa cuarenta kilos...
—Conozco a la señorita —asintió Orsini con nostalgia—. Y he visto
tantos ejemplos... Ah, la personalidad es una cosa misteriosa; no sale
de los músculos.
—No era para publicar, claro —dijo Deportivas— ¿pero van a hacer el depósito?
—¿El depósito? —el príncipe, piadoso, abrió las manos—.
Esta tarde, mañana de mañana. Depende del Banco. ¿Le parece bien, mañana de mañana, en El Liberal? Será
una buena propaganda, y gratis. Resistirle tres minutos a Jacob van
Oppen... Como yo digo siempre —mostró las muelas doradas y llamó al
mozo—: el deporte de un lado, el negocio del otro. Qué puede hacer uno,
qué podemos hacer nosotros, si al final de esta gira de entrenamiento
aparece de golpe un suicida. Y si además lo ayudan.
4.
La viuda había sido siempre difícil y hermosa, insustituible, y el
príncipe Orsini no tenía los quinientos pesos. Conocía a la mujer,
presentía un adjetivo exacto para definirla y llevarla al pasado; ahora
comenzaba a pensar en el hombre que la mujer representaba y escondía, en
el turco que había aceptado el desafío. Así que dio vacaciones a la
displicencia y a la dicha y al caer la noche, luego de mentirle al
campeón, vigilarle el ánimo y el pulso, empezó a caminar hacia el
almacén de Porfilio Hnos., con el álbum amarillo bajo el brazo.
Primero el ombú carcomido, luego el farol que colgaba del árbol y su
círculo de luz intimidada. En seguida los perros ladradores y los gritos
de contención: juega, quieto, cucha. Orsini cruzó la luz primera, pudo
ver la luna redonda y aguada, llegó hasta el letrero del almacén y entró
con respeto. Un hombre de bombachas y alpargatas terminaba su ginebra
junto al mostrador y se despedía. Quedaron solos, él, príncipe Orsini,
el turco y la mujer.
—Buenos noches, señorita —volvió a reír Orsini con una reverencia. La
mujer estaba sentada en un sillón de paja, tejiendo, apartó los ojos de
las agujas para mirarlo, mover la cabeza y, tal vez, sonreírle.
“Batitas —pensó Orsini indignado—; está preñada, está haciendo el ajuar
del hijo, por eso quiere casarse, por eso me quiere robar los quinientos
pesos.”
Avanzó recto hacia el hombre que había dejado de llenar bolsas de
papel con yerba y lo esperaba estólido del otro lado del mostrador.
—Este es el que te dije —pronunció la mujer—. El empresario.
—Empresario y amigo —corrigió Orsini—. Después de tantos años ...
Estrechó la mano abierta y rígida del hombre, adelantó el brazo izquierdo para golpearle la espalda.
—A la orden —dijo el almacenero y levantó los gruesos bigotes negros para mostrar los dientes.
—Tanto gusto, tanto gusto —pero ya había respirado el olor agrio y
mortecino de la derrota, ya había calculado la juventud sin desgaste del
turco, la manera perfecta en que tenía distribuidos en el cuerpo los
cien kilos de peso. “No hay ni un gramo de grasa de más, ni un gramo de
inteligencia o sensibilidad; no hay esperanzas. Tres minutos; pobre
Jacob van Oppen.”
—Venía por esos quinientos pesos —empezó Orsini, tanteando la
densidad del aire, la pobreza de la luz, la hostilidad de la pareja. “No
es contra mí; es contra la vida.” —Venía a tranquilizarlos; mañana, en
cuanto reciba un giro de la capital, el dinero quedará depositado en El Liberal. Pero también quería hablar de otras cosas.
—¿No hablamos ya todo? —preguntó la muchacha. Era demasiado pequeña
para el sillón movedizo de paja; las agujas resplandecientes con que
tejía, demasiado largas. Podía ser buena o mala; ahora había elegido ser
implacable, superar alguna oscura y larga postergación, tomarse una
revancha. A la luz de la lámpara, el dibujo de la nariz era perfecto y
los ojos claros brillaban como vidrio.
—Todo, es cierto, señorita. No pienso decir nada que ya no haya
dicho. Pero consideré mi deber decirlo de manera directa. Decirle la
verdad al señor Mario —sonreía repitiendo los saludos con la cabeza; la
truculencia vibraba apenas, honda y con sordina—. Por eso le pido,
patrón, que sirva una vuelta para los tres. Yo invito, claro; pidan lo
que gusten.
—Él no toma —dijo la mujer, sin apresurarse, sin levantar los ojos del tejido, anidada en su clima de hielo y de ironía.
La bestia peluda de atrás del mostrador terminó de cerrar un paquete
de yerba y se volvió lentamente para mirar a la mujer. “El pecho de un
gorila, dos centímetros de frente, nunca tuvo expresión en los ojos”,
anotó Orsini. “Nunca pensó de verdad, ni pudo sufrir, ni se imaginó que
el mañana puede ser una sorpresa o puede no venir.”
—Adriana —barboteó el turco y se mantuvo inmóvil hasta que la mujer alzó los ojos—. Adriana, yo, vermut, sí tomo.
Ella le sonrió rápidamente y encogió los hombros. El turco redondeaba
la boca para tomar el vermut a sorbitos. Apoyado en el mostrador, con
el caluroso sombrero verde echado hacia la nuca, rozando el envoltorio
del álbum, buscando la inspiración y simpatía, el príncipe habló de
cosechas, de lluvias y de sequías, de métodos de explotación y de líneas
de transporte, de la belleza envejecida de Europa y de la juventud de
América. Improvisaba, repartiendo presagios y esperanzas, mientras el
turco asentía silencioso.
—El Apolo estuvo lleno esta tarde —atacó el príncipe de golpe—; desde
que se supo que usted acepta el desafío, todos quieren ver el
entrenamiento del campeón. Para que no lo molestaran demasiado, aumenté
el precio de las entradas; pero la gente sigue pagando. Ahora —empezó a
separar los papeles que envolvían el álbum— me gustaría que mirara un
poco esto. Acarició la tapa de cuero y la levantó—. Casi todo está en
idioma; pero las fotos ayudan. Vea, se entiende. Campeón del mundo,
cinturón de oro.
—Era, campeón del mundo —aclaró la mujer desde el crujido del sillón de paja.
—Oh, señorita —dijo Orsini sin volverse, exclusivamente para el
turco, mientras movía las páginas de recortes cariados—. Volverá a serlo
antes de seis meses. Un fallo equivocado, ya intervino la Federación
Internacional de Lucha... Vea los títulos, ocho columnas, primeras
páginas, vea las fotografías. Esto es un campeón, mire; no hay quien
pueda con él en todo el mundo. No hay nadie que pueda aguantarle tres
minutos sin la puesta de espaldas. Vamos: un solo minuto y ya sería un
milagro. No podría el campeón de Europa, no podría el campeón de los
Estados. Le estoy hablando en serio, de hombre a hombre; he venido a
verlo porque en cuanto hablé con la señorita comprendí el problema, la
situación.
—Adriana —corrigió el turco.
—Eso —dijo el príncipe—. Comprendí todo. Pero las cosas siempre
tienen solución. Si usted sube el sábado al ring del Apolo... Jacob van
Oppen es mi amigo y esta amistad sólo tiene un límite; esta amistad
desaparece en cuanto suena la campana y él se pone a luchar. Entonces no
es mi amigo, no es un hombre; es el campeón del mundo, tiene que ganar y
sabe cómo hacerlo.
Decenas de viajantes habían detenido el Ford frente al almacén de
Porfilio Hnos, para sonreír a los propietarios difuntos o a Mario, tomar
un trago, exhibir muestras, catálogos y listas, vender azúcar, arroz,
vinos y maíz. Pero el príncipe Orsini se afanaba, entre sonrisas, golpes
amistosos y excepciones compasivas, por venderle al turco una
mercadería extraña y difícil: el miedo. Alertado por la presencia de la
mujer, avisado por los recuerdos y el instinto, se limitó a vender la
prudencia, a intentar el trato.
Al turco le quedaba aún medio vaso de vermut; lo alzó para mojarse la boca pequeña y rosada, sin beber.
—Son quinientos pesos —dijo Adriana desde el sillón. Es hora de cerrar.
—Usted dijo... —empezó el turco; la voz y el pensamiento intentaban
comprender, acercarse a la ecuanimidad, separarse de tres generaciones
de estupidez y codicia—. Adriana, primero tengo que bajar la yerba.
Usted dijo si yo subo el sábado al escenario del Apolo.
—Dije. Si usted sube, el campeón le romperá algunas costillas, algún
hueso; lo pondrá de espaldas en medio minuto. No hay quinientos pesos,
entonces; aunque tal vez usted tenga que gastarse mucho más con los
médicos. ¿Y quién le atiende el negocio mientras esté en el hospital?
Todo esto sin hablar del desprestigio, del ridículo. —Orsini consideró
que el momento era oportuno para la pausa y la meditación; pidió
ginebra, espió la cara impasible del turco, sus movimientos preocupados;
escuchó una risita de la mujer que había dejado el tejido sobre los
muslos.
Orsini bebió un trago de ginebra y se puso a envolver lentamente el
álbum desvencijado. El turco olía el vermut y trataba de pensar.
—Y no quiero decir con esto —murmuró el príncipe en voz baja y
distraída, que sonaba como la de un epílogo mutuamente aceptado—, no
quiero decir que usted no sea más fuerte que Jacob van Oppen. Entiendo
mucho de eso, he dedicado mi vida y mi dinero a descubrir hombres
fuertes. Además, como me ha dicho inteligentemente la señorita Adriana,
usted es mucho más joven que el campeón. Más vigor, más juventud; estoy
dispuesto a escribirlo y firmarlo. Si el campeón —es un ejemplo—
comprara este negocio, a los seis meses saldría a pedir limosna. Usted,
en cambio, se hará rico antes de dos años. Porque usted, mi amigo Mario,
entiende del negocio y el campeón no —el álbum ya estaba envuelto; lo
puso en el mostrador y se apoyó sobre él para continuar con la ginebra y
la charla—. De la misma manera, el campeón entiende de cómo romper
huesos, de cómo doblarle las rodillas y la cintura para ponerlo de
espaldas sobre el tapiz. Así se dice, o se decía. La alfombra. Cada cual
en su oficio.
La mujer se había levantado y apagó una luz en un rincón; ahora
estaba de pie, con el tejido entre su vientre y el mostrador, pequeña y
dura, sin mirar a ninguno de los hombres.
El turco le examinó la cara y después gruñó:
—Usted dijo que si yo subía el sábado al escenario del Apolo...
—¿Dije? —preguntó Orsini con sorpresa—. Creo haberles dado un
consejo. Pero en todo caso, si usted retira el desafío, puede haber un
acuerdo, alguna compensación. Conversaríamos.
—¿Cuánto? —preguntó el turco.
La mujer alzó una mano y fue clavando las uñas en el brazo peludo de
la bestia; cuando el hombre volvió la cabeza para mirarla, dijo:
—No hay más ni menos que quinientos pesos, ¿sí? No los vamos a
perder. Si no vas el sábado, toda Santa María va a saber que tuviste
miedo. Yo lo voy a decir, casa por casa, persona por persona.
No hablaba con pasión; seguía clavando las uñas en el brazo pero le
conversaba al turco con paciencia y broma, como una madre conversa con
su hijo, lo reprende y lo amenaza.
—Un momento —dijo Orsini; alzó una mano y con la otra se puso en la
boca la copa de ginebra hasta vaciarla—. También en eso había pensado.
En los comentarios del pueblo, de la ciudad, si usted no aparece el
sábado por el Apolo. Pero todo se puede arreglar —sonrió a las caras
hostiles de la mujer y el hombre, aumentó la cautela de su voz—. Por
ejemplo... Supongamos en cambio que usted va, sube al ring. No trata de
enfurecer al campeón, porque eso sería fatal para lo que planeamos.
Usted sube al ring, reconoce al primer abrazo que el campeón sabe, y se
deja poner de espaldas, limpiamente sin un rasguño.
La mujer clavaba otra vez las uñas en el gigantesco brazo peludo; con un ladrido, el turco la apartó.
—Comprendo —dijo después—. Voy y pierdo. ¿Cuánto?
Repentinamente, Orsini aceptó lo que había estado sospechando desde
el principio de la entrevista: que cualquiera fuese el acuerdo que
lograra con el turco, la mujercita flaca y empecinada lo borraría en el
resto de la noche. Comprendió, sin dudas, que Jacob van Oppen estaba
condenado a luchar el sábado con el turco.
—Cuánto... —murmuró mientras se acomodaba el álbum bajo el brazo—.
Podemos hablar de cien, de ciento cincuenta pesos. Usted sube al ring...
La mujer se apartó un paso del mostrador y clavó las agujas en la
pelota de lana. Miraba hacia el piso de tierra y cemento y la voz le
sonó tranquila y con sueño:
—Necesitamos quinientos pesos y él se los va a ganar el sábado sin
trampas, sin arreglos. No hay hombre más fuerte, nadie puede doblarlo.
Menos que nadie ese viejo acabado, por más campeón que haya sido. ¿Vamos
a cerrar?
—Tengo que bajar la yerba —volvió a decir el turco.
—Bueno, entonces es así —dijo Orsini—. Cóbrese y déme la última copa
—puso un billete de diez pesos encima del mostrador y encendió un
cigarrillo—. Vamos a celebrarlo; también ustedes están invitados.
Pero la mujer volvió a encender la luz del rincón y se instaló en el
sillón de paja para seguir tejiendo y fumar un cigarrillo; y el turco
sólo sirvió un vaso de ginebra. Empezó, bostezando, a llevar las bolsas
de yerba, apiladas contra una pared, hacia la trampa del sótano.
Sin saber por qué, Orsini tiró una de sus tarjetas encima del
mostrador. Estuvo diez minutos más en el almacén, fumando y bebiendo el
gusto a pan de la ginebra, mirando con asombrado terror, con los ojos
nublados, sudando, el trabajo metódico del turco con las bolsas, viendo
que las movía con tanta facilidad, con tan visible esfuerzo como él,
príncipe Orsini, movería un cartón de cigarrillos o una botella.
“Pobre Jacob van Oppen —meditó Orsini—. Hacerse viejo es un buen
oficio para mí. Pero él nació para tener siempre veinte años; y ahora,
en cambio, los tiene este gigante hijo de perra que gira alrededor del
meñique de ese feto encinta. Los tiene este animal, nadie puede
quitárselos para restituirlos y los seguirá teniendo el sábado de noche
en el Apolo.”
5.
Desde la redacción de El Liberal, casi codo a codo con
Deportivas, el príncipe llamó por teléfono a la capital, reclamando el
envío urgente de mil pesos. Usó el teléfono directo para evitar la
curiosidad de la telefonista; mintió a gritos frente a la redacción,
poblada ahora por jóvenes flacos y bigotudos, alguna señorita que fumaba
con boquilla. Eran las siete de la tarde; llegó casi a la grosería
cuando se hizo evidente el titubeo del hombre que lo escuchaba en el
teléfono remoto, en una habitación que no podía ser imaginada,
muequeando su desconcierto en cualquier cubículo de la gran ciudad, en
su anochecer de octubre.
Cortó la comunicación con una sonrisa de tolerancia y fastidio.
—Por fin —dijo, soplando el pañuelo de hilo—. Mañana de mañana
tenemos el dinero. Contratiempos. Mañana a mediodía hago el depósito en
la administración. En la administración me parece más serio, ¿no?...
Aquí está el mozo. El que quiera pedir algo para refrescarse...
Le dieron las gracias, alguna de las máquinas de escribir interrumpió
su ruido; pero nadie aceptó la invitación. Deportivas inclinaba sobre
su mesa los gruesos anteojos mientras marcaba fotografías.
Apoyado en una mesa, fumando un cigarrillo, Orsini miró a los hombres
doblados hacia las máquinas y la tarea. Supo que para ellos él ya no
existía, que no estaba en la redacción. “Y tampoco mañana”, pensó con
débil tristeza, sonriente y resignado. Porque todo había sido postergado
hasta la noche del viernes y la noche del viernes empezaba a crecer, en
el fin de un crepúsculo rojizo y dulce, fuera de los ventanales de El Liberal, en el río, encima de la primera sombra que rodeaba las sirenas graves de las barcazas.
Atravesó la indiferencia y la desconfianza, obligó a Deportivas a estrecharle la mano.
—Espero que mañana será una gran noche para Santa María; espero que gane el mejor.
Esa frase no sería reproducida por el diario, no serviría de soporte a
su cara sonriente y bondadosa. Desde el vestíbulo del Apolo —Jacob van
Oppen, Campeón del Mundo, se entrena aquí de 18 a 20, tres pesos la
entrada —oyó los murmullos del público y el golpeteo de los pies del
campeón sobre el ring improvisado. Van Oppen no podía luchar, romper
huesos o arriesgar que se los rompieran. Pero podía saltar a la cuerda,
infinitamente, sin cansancio.
Sentado en la estrecha oficina de la boletería, Orsini revisó el
borderó y sacó cuentas. Sin considerar la noche triunfal del sábado,
plateas a cinco pesos, la visita a Santa María dejaba alguna ganancia.
Orsini convidó con café y puso su firma al pie de las planillas luego de
contar el dinero.
Quedó solo en la oficina oscura y mal oliente. Llegaba el ruido a compás de los pies de van Oppen en la madera.
—Ciento diez animales abriendo la boca porque el campeón salta a la
cuerda, como saltan, y mejor, todas las niñas en los patios de las
escuelas.
Recordó a van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en
Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido; trató de
convencerse de que van Oppen era tan responsable del paso de los años,
de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera
adquirido y aceptado. Trató de odiar a van Oppen para protegerse.
“Tendría que haberle hablado antes, en alguna de esas caminatas por
la rambla que hace con pasitos de mujer gorda; ayer o esta mañana;
hablarle al aire libre, el río, árboles, el cielo, todo eso que los
alemanes llaman naturaleza. Pero llegó el viernes; la noche del
viernes.”
Palpó suavemente los billetes en el bolsillo y se puso de pie.
Afuera, puntual y tibia, lo estaba esperando la noche del viernes. Los
ciento diez imbéciles gritaban dentro del cine-teatro; el campeón habría
empezado el número final, la sesión de gimnasia en que todos los
músculos crecían y desbordaban.
Orsini caminó lentamente hacia el hotel, las manos en la espalda,
buscando detalles de la ciudad para recordar y despedirse, para
mezclarlos con los de otras ciudades lejanas, para unir todo y continuar
viviendo.
El mostrador del bar del hotel se alargaba hasta tocar el del
conserje. Mientras bebía un trago con mucha soda, el príncipe organizó
su batalla. Ocupar una colina puede ser más importante que perder un
parque de municiones. Puso unos billetes sobre el mostrador y pidió la
cuenta de los días vividos en el hotel.
—Es por mañana, excúseme, para evitarme apuros. Mañana, en cuanto
termine la lucha, tenemos que salir en automóvil, a medianoche o en la
madrugada. Hoy hablé por teléfono desde El Liberal y supe que hay nuevos contratos. Todo el mundo quiere ver al campeón, se explica, antes del torneo en Amberes.
Pagó con una propina exagerada y subió al cuarto con una botella de
ginebra bajo el brazo para hacer las valijas. Había una negra y vieja,
de Jacob, que no podía tocarse; estaba, además, el montón de objetos
impresionantes —batas, tricotas, tensores, sogas, zapatos con forro de
piel— en el escenario del Apolo. Pero todo esto podía ser recogido
después con cualquier pretexto. Terminó con sus valijas y con las que
Jacob no había declarado sagradas; estaba bajo la ducha, resoplando de
alivio, barrigón y resuelto, cuando oyó el golpe de la puerta del
cuarto. Más allá del rumor del agua escuchó los pasos y el silencio. “Es
la noche del viernes; y ni siquiera sé si es mejor emborracharlo antes o
después de hablarle. O antes y después.”
Jacob estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, mirando
con alegría infantil la marca en la suela de sus zapatos, la palabra
Champion; alguien, acaso el mismo Orsini, había dicho alguna vez en
broma que esos zapatos se fabricaban exclusivamente para uso de van
Oppen, para recordarlo y rendirle homenaje en millones de pies ajenos.
Envuelto en el ropón de baño, chorreando agua, Orsini entró en la
habitación, jovial y dicharachero. El campeón había manoteado la botella
de ginebra y después de tomar un trago continuó mirándose el zapato sin
escuchar a Orsini.
—¿Por qué hiciste las valijas? La pelea es mañana.
—Para ganar tiempo —dijo Orsini—. Empecé a hacerlas por eso. Pero después...
—¿Es a las nueve? Pero siempre empieza más tarde. Y después de los
tres minutos tengo que hacer clavas y levantar las pesas. Y también
festejar.
—Bueno —dijo Orsini, mirando la botella inclinada contra la boca del
campeón, contando los tragos, calculando—. Claro que vamos a festejar.
El campeón dejó la botella y estuvo sobándose la suela de goma blanca
del zapato. Sonreía, misterioso e incrédulo, como si estuviera
escuchando una música lejana y no oída desde la infancia. De pronto se
puso serio, tomó con ambas manos el pie con la marca que lo aludía y lo
bajó lentamente hasta colocar la suela contra la estrecha alfombra junto
a la cama. Orsini vio la mueca corta y seca que había quedado en el
lugar de la desvanecida sonrisa; se fue aproximando indeciso a la cama
del campeón y alzó la botella. Mientras fingía beber pudo comprobar, por
el ruido y el peso, que quedaban dos tercios del litro de ginebra.
Inmóvil, derrumbado, con los codos apoyados en las piernas, el campeón rezaba:
—Verdammt, verdammt, verdammt.
Sin hacer ruido, Orsini arrastró los pies por el suelo; de espaldas
al campeón, con un bostezo, extrajo el revólver de su saco colgado en la
silla y lo guardó en su bolsillo de la bata de baño. Luego se sentó en
su cama y esperó. Nunca había tenido necesidad del revólver, ni siquiera
de mostrarlo, frente a Jacob. Pero los años le enseñaron a prever las
acciones y las reacciones del campeón, a estimar su violencia, su grado
de locura y también el punto exacto de la brújula que señala el
principio de la locura.
—Verdammt —siguió rezando Jacob. Se llenó los pulmones de aire y se
puso de pie. Juntó las manos en la nuca y balanceó el tórax,
pesadamente, bajando por la izquierda y la derecha hacia la cintura.
—Verdammt —gritó, como si mirara a alguien desafiándolo; luego rehizo
la sonrisa desconfiada y empezó a desnudarse. Orsini encendió un
cigarrillo y puso una mano en el bolsillo de la bata, los nudillos
quietos contra la frescura del revólver. El campeón se quitaba la
tricota, la camiseta, los pantalones, los zapatos con su marca; todo
golpeaba contra el ángulo del placard y la pared y formaba un montón en
el piso.
Apoyado en la cama y en las almohadas, Orsini buscaba otras cóleras,
otros prólogos, y quería compararlos con lo que estaba viendo. “Nadie le
dijo que nos vamos. ¿Quién puede haberle dicho que nos vamos esta
noche?”
Jacob sólo tenía puesto el slip de combate. Levantó la botella y
bebió la mitad del resto. Después, manteniendo su sonrisa de misterio,
de alusiones y recuerdo, se puso a hacer gimnasia estirando y doblando
los brazos mientras doblaba las rodillas para agacharse.
“Toda esta carne —pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del
revólver—; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de
grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso
del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la
misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre
pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A
todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte.
Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es
injusto.”
Iluminado por la última luz del viernes en la ventana y por la luz
que Orsini había dejado encendida en el baño, el gigante brillaba de
sudor. Terminó la sesión de gimnasia tirándose de espaldas al suelo y
rebotando en las manos. Luego hizo un breve y lento saludo con la cabeza
hacia el montón de ropas junto al placard. Jadeante, volvió a beber de
la botella, la levantó en el aire ceniciento, y sin dejar de mirarla fue
acercándose a la cama que ocupaba Orsini. Quedó de pie, enorme y
sudoroso, respirando con esfuerzo y ruido, con una expresión
boquiabierta de principio a final de furia. Seguía mirando la botella,
buscaba explicaciones en la etiqueta, en la forma redonda y secreta.
—Campeón —dijo Orsini retrocediendo hasta tocar la pared, levantando
una pierna para empuñar el revólver más cómodamente—. Campeón. Tenemos
que pedir otra botella. Tenemos que festejar desde ahora.
—¿Festejar? Yo gano siempre.
—Sí, el campeón gana siempre. Y también va a ganar en Europa.
Orsini se incorporó en la cama y fue ayudándose con las piernas hasta
quedar sentado, la mano siempre hundida en el bolsillo de la bata.
Frente a él se abrían los enormes muslos de Jacob, los músculos
contraídos. “No hubo piernas mejores que éstas”, pensó Orsini con miedo y
tristeza. “Le basta bajar la botella para aplastarme; para romper una
cabeza con el fondo de una botella se necesita mucho menos de un
minuto.” Se levantó despacio y fue renqueando, exhibiendo una sonrisa
paternal y feliz hasta el otro rincón de la pieza. Se apoyó en el borde
de la mesita y estuvo un momento con los ojos entornados, bisbiseando
una fórmula católica y mágica.
Jacob no se había movido; continuaba de pie junto a la cama, dándole
ahora la espalda, la botella siempre en el aire. La habitación estaba
casi en penumbra, la luz del cuarto de baño era débil y amarilla.
Maniobrando con la mano izquierda Orsini encendió un cigarrillo. “Nunca hice esta prueba.”
—Podemos festejar ahora mismo, campeón. Festejamos hasta la madrugada
y a las cuatro tomamos el ómnibus. Adiós Santa María. Y muchas gracias,
no nos fue mal del todo.
Blanco, agrandado por la sombra, Jacob bajó lentamente el brazo con la botella e hizo sonar el vidrio contra una rodilla.
—Nos vamos, campeón —agregó Orsini. “Ahora está pensando. Tal vez comprenda antes de tres minutos.”
Jacob giró el cuerpo como en una pileta de agua salada y lo dobló
para sentarse en la cama. El pelo escaso pero aún sin canas señalaba en
la noche la inclinación de la cabeza.
—Tenemos contratos, verdaderos contratos —continuó Orsini— si
viajamos hacia el sur. Pero tiene que ser enseguida, tiene que ser en el
ómnibus de las cuatro. Esta tarde hablé por teléfono desde el diario
con un empresario de la capital, campeón.
—Hoy. Ahora es viernes —dijo Jacob lentamente, sin borrachera en la
voz—. Entonces, la lucha es mañana de noche. No nos podemos ir a las
cuatro.
—No hay lucha, campeón. No hay problemas. Nos vamos a las cuatro; pero primero festejamos. Ahora mismo pido otra botella.
—No —dijo Jacob.
Orsini volvió a inmovilizarse contra la mesa. De la lástima al
campeón, tan exacerbada y sufrida durante los últimos meses, pasó a
compadecer al príncipe Orsini, condenado a cuidar, mentir y aburrirse
como una niñera con la criatura que le tocó en suerte para ganarse la
vida. Después su lástima se hizo despersonalizada, casi universal.
“Aquí, en un pueblito de Sudamérica que sólo tiene nombre porque alguien
quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas.
Él, más perdido y agotado que yo; yo, más viejo y más alegre y más
inteligente, vigilándolo con un revólver que no sé si funciona o no,
dispuesto a mostrar el revólver si se hace necesario, pero seguro de que
nunca apretaré el gatillo. Lástima por la existencia de los hombres,
lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda.
Lástima por la gente que he tenido que engañar sólo para seguir
viviendo. Lástima por el turco del almacén y por su novia, por todos los
que no tienen de verdad el privilegio de elegir.”
Llegaba desde lejos, interrumpido, el piano del conservatorio; a
pesar de la hora, se sentía aumentar el calor en la pieza, en las calles
arboladas.
—No entiendo —dijo Jacob—. Hoy es viernes. Si el loco ese ya no
quiere el desafío, igual tengo que hacer la exhibición, a cinco pesos la
entrada.
—El loco ese... —empezó Orsini; de la lástima pasaba a la rabia y al
odio—. No; somos nosotros. No tenemos interés en el desafío. Nos vamos a
las cuatro.
—¿El hombre quiere luchar? ¿No se arrepintió?
—El hombre quiere luchar y no le dan permiso para arrepentirse. Pero nosotros nos vamos.
—¿Sin luchar, antes de mañana?
—Campeón —dijo Orsini. La cabeza de Jacob se movía colgada y negadora.
—Yo me quedo. Mañana a las nueve lo estaré esperando en el ring. ¿Voy a estar solo?
—Campeón —repitió Orsini mientras se acercaba a la cama; rozó
cariñoso un hombro de Jacob y levantó la botella para tomar un pequeño
trago—. Nos vamos.
—Yo no —dijo el gigante, y empezó a levantarse, a crecer—. Voy a
estar solo en el ring. Déjeme la mitad del dinero y váyase. Dígame por
qué quiere escapar, por qué quiere que también yo me escape.
Olvidado del revólver, sin dejar de apretarlo, el príncipe hablaba contra el arco de las costillas del campeón.
—Porque hay contratos que nos esperan. Porque lo de mañana no es una lucha, es un desafío estúpido.
Sin mostrar apuro, Orsini se alejó hacia la ventana, hacia la cama de
Jacob van Oppen. No se atrevía a encender la luz, no tenía ánimos para
conquistar con sonrisas y muecas.
Prefirió la sombra y la persuasión de los tonos de voz. “Acaso sea
mejor terminar con todo esto ahora mismo. Siempre tuve suerte, siempre
apareció algo nuevo y muchas veces mejor que lo recién perdido. No mirar
hacia atrás, dejarlo como a un elefante sin dueño.”
—Pero el desafío lo hicimos nosotros —decía la voz de Jacob,
sorprendida, casi riendo—. Siempre lo hacemos nosotros. Tres minutos. En
los diarios, en las plazas. Dinero al que aguante tres minutos. Y yo
gané siempre, Jacob van Oppen gana siempre.
—Siempre —dijo Orsini; de pronto se sintió débil y hastiado; puso el
revólver sobre la cama y juntó las manos entre las rodillas desnudas—.
Siempre gana el campeón. Pero también, todas las veces, yo vi antes al
hombre que había aceptado el desafío. Tres minutos sin ser puesto de
espaldas sobre el tapiz —recitó—. Y nunca nadie duró medio minuto y yo
lo sabía mucho antes de que sonara la campana. “No puedo decirle que
alguna vez tuve éxito amenazando y también pagué para que la cosa no
durara más de treinta segundos; pero acaso no tenga más remedio que
decírselo.” Y ahora, también cumplí con mi deber. Fui a ver al hombre
que había aceptado el desafío, lo pesé y lo medí. Con los ojos. Por eso
hice las valijas, por eso aconsejo tomar el ómnibus de las cuatro.
Van Oppen se había estirado en el piso, la cabeza apoyada en la pared, entre la mesa de noche y la luz del cuarto de baño.
—No entiendo. Y éste sí, este almacenero de un pueblo cualquiera, que
nunca vio una lucha, ¿éste le va a ganar a Jacob van Oppen?
—Nadie puede ganarle una lucha al campeón —pronunció Orsini con paciencia—. Pero no se trata de una lucha.
—Es un desafío —exclamó Jacob.
—Eso mismo. Un desafío. Quinientos pesos si aguanta de pie tres minutos. Yo lo vi al hombre
—Orsini hizo una pausa y encendió otro cigarrillo; estaba tranquilo y
desinteresado; era como contar una historia a un niño para ayudarlo a
dormir, era como cantar Lili Marlen.
—¿Y éste me aguanta tres minutos? —se burló van Oppen.
—Bueno. Es una bestia. Veinte años, ciento diez kilos; no hice más que calcular, pero nunca me equivoco.
Jacob dobló las piernas hasta quedar sentado en el suelo. Orsini lo oyó respirar.
—Veinte años —dijo el campeón—. Yo también tuve veinte años y era menos fuerte que ahora, sabía menos.
—Veinte años —repitió el príncipe, transformando un bostezo en suspiro.
—¿Y eso es todo? ¿No hay nada más? ¿A cuántos hombres de veinte años
puse de espaldas en menos de veinte segundos? ¿Y por qué este imbécil va
a durar tres minutos?
“Es así —pensaba Orsini con el cigarrillo en la boca—; tan sencillo y
terrible como descubrir de golpe que una mujer no nos gusta y quedarse
impotente y comprender que nada puede corregirse o ser aliviado por
medio de explicaciones; tan sencillo y terrible como decirle a un
enfermo la verdad. Todo es sencillo cuando le ocurre a los otros, cuando
nos conservamos ajenos y podemos comprender y lamentar, repetir
consuelos.”
El pianito del conservatorio había desaparecido en el calor de la
noche retinta; se oían grillos, giraba, mucho más lejos, un disco de
jazz.
—¿Me va a durar tres minutos? —insistió Jacob—. Yo también vi. Vi las
fotografías en el diario. Un buen cuerpo para mover barriles.
—No —repuso Orsini, sincero y ecuánime—. Nadie puede resistirle tres minutos al campeón del mundo.
—No entiendo —dijo Jacob—. Entonces no entiendo. ¿Hay algo más?
—El hombre no puede aguantar tres minutos. Pero estoy seguro de que
aguanta más de uno. Y hoy, cosa pasajera pero indiscutible, el campeón
del mundo no tiene aliento para luchar más de un minuto.
—¿Yo? —Jacob se había puesto de rodillas, apoyándose en los puños—. ¿Yo?
—Sí —dijo Orsini; hablaba con suavidad e indiferencia, quitándole
importancia al tema—. Cuando terminemos esta gira de entrenamiento, todo
cambiará. También será necesario suprimir el alcohol. Pero hoy, mañana,
sábado de noche en Santa María o como se llame este agujero del mundo,
Jacob van Oppen no puede abrazar y resistir un abrazo por más de un
minuto. El pecho de van Oppen no puede; los pulmones no pueden. Y esa
bestia no se deja voltear en un minuto. Por eso tenemos que tomar el
ómnibus de las cuatro de la mañana. Las valijas están hechas, pagué la
cuenta del hotel. Todo arreglado.
Orsini oyó el gruñido y la tos a su izquierda, fue midiendo la
extensión del silencio en el cuarto. Volvió a tomar el revólver y lo
calentó entre las rodillas.
“Después de todo —pensó— es curioso haber dado tantos rodeos, tomar
tantas precauciones. Él lo sabe mejor que yo y desde hace tiempo. Pero
tal vez haya sido justamente por eso que elegí rodeos y busqué
precauciones. Y aquí estoy, a mi edad, tan lamentable y ridículo como si
le hubiera dicho a una mujer que se acabó el amor y estuviese
esperando, con aprensiones y curiosidad, la reacción, las lágrimas, las
amenazas.”
Jacob había replegado el cuerpo; pero la franja de luz del cuarto de
baño revelaba, en la cabeza echada hacia atrás, el brillo del llanto.
Orsini guardó el revólver y fue hasta el teléfono para pedir otra
botella. Rozó al pasar el cabello cortado al rape del campeón y regresó a
la cama. Alzando las piernas, podía sentir contra los muslos la rotunda
pesadez de su barriga. Del hombre arrodillado le llegaba el rumor de un
jadeo, como si van Oppen hubiera llegado al epílogo de una jornada de
entrenamiento o de una lucha particularmente larga y difícil.
“No es el corazón —recordó Orsini—, no son los pulmones. Es todo; un
metro noventa y cinco de hombre que empezó a envejecer.”
—No, no —dijo en voz alta—. Sólo un descanso en el camino. Dentro de
unos meses todo volverá a ser como antes. La calidad; eso es lo
definitivo, eso es lo que nunca puede perderse. Aunque uno quiera,
aunque se empeñe en perderla. Porque en toda vida del hombre hay
periodos de suicidio. Pero esto se supera, esto se olvida. La música de
baile se había ido fortaleciendo a medida que crecía la noche. La voz de
Orsini vibraba satisfecha, demorándose, en la garganta y el paladar.
Llamaron a la puerta y el príncipe caminó silencioso para recibir la
bandeja con la botella, los vasos y el hielo. La dejó en la mesita y
prefirió montarse en una silla para continuar la velada y la lección de
optimismo.
El campeón se había sentado en la sombra, en el suelo, apoyado en la
pared; ya no se le escuchaba respirar; sólo existía para Orsini por
medio de su enorme, indudable presencia agazapada.
—La calidad, eso —reanudó el príncipe—. ¿Quién la tiene? Se nace con
calidad o se muere sin calidad. Por algo todos se inventan un
sobrenombre imbécil y cómico, unas palabritas, para que las pongan en
los carteles. El Búfalo de Arkansas, el Triturador de Lieja, el Mihura
de Granada. Pero Jacob van Oppen sólo se llama, además, el Campeón del
Mundo. Calidad.
El discurso de Orsini desfalleció en el silencio y en la fatiga.
El príncipe llenó un vaso, puso la lengua dentro y se levantó para llevárselo al campeón.
—Orsini —dijo Jacob—. Mi amigo el príncipe Orsini.
Van Oppen se oprimía las rodillas con las grandes manos; como los
dientes de una trampa, las rodillas sujetaban la cabeza inclinada.
Orsini dejó el vaso en el suelo después de arrastrarlo por la nuca y la
espalda del gigante.
—Un trago, campeón —murmuró dulce y paternal—. Siempre hace bien.
Se incorporaba con una mueca, tocándose el cansancio en la cintura,
cuando sintió los dedos que le rodeaban un tobillo y lo clavaban al
piso. Oyó la voz lenta, alegre, despreocupada y perezosa de Jacob:
—Ahora el príncipe se toma todo el trago de un solo trago.
Orsini echó el cuerpo hacia atrás para asegurar el equilibrio. “Era
lo poco que me faltaba; que esta bestia crea que lo quiero dormir o
envenenar.” Se fue agachando despacio, recogió el vaso y lo bebió
rápidamente, sintiendo que los dedos de Jacob se le aflojaban en el
tobillo.
—¿Está bien, campeón? —preguntó. Ahora veía los ojos del otro, un pedazo de sonrisa levantada.
—Bien, príncipe. Un vaso lleno para mí.
Con las piernas separadas, buscando no tambalearse Orsini fue hasta
la mesita y llenó nuevamente el vaso. Se apoyó para prender un
cigarrillo y pudo ver, en la pequeña luz del encendedor, que las manos
le temblaban de odio. Regresó con el vaso, el cigarrillo en la boca, un
dedo en el gatillo del revólver escondido en la bata de baño. Cruzó la
franja de luz amarilla y vio a Jacob de pie, blanco y enorme,
balanceándose con suavidad.
—Salud, campeón —dijo Orsini ofreciendo la bebida con el brazo izquierdo.
—Salud —repitió desde arriba la voz de van Oppen con un rastro débil
de excitación—. Yo sabía que iban a llegar. Yo estuve en la iglesia
pidiendo que llegaran.
—Sí —dijo Orsini.
Hubo una pausa, el campeón suspiró, la noche les trajo gritos y
aplausos desde la sala de baile lejana, un remolcador llamó tres veces
en el río.
—Ahora —pronunció Jacob con dificultad —el príncipe se toma el vaso
de un trago. Los dos somos borrachos. Pero yo no tomo esta noche porque
es viernes. El príncipe tiene un revólver.
Durante un segundo, con el vaso en el aire y mirando el ombligo de
van Oppen. Orsini se inventó una biografía de humillación perpetua,
saboreó el gusto del asco, supo que el gigante no estaba siquiera
desafiándolo, que sólo le ofrecía un blanco para el revólver enderezado
en el bolsillo.
—Sí —dijo un segundo después; escupió el cigarrillo y volvió a
tragarse la ginebra. El estómago le subía en el pecho mientras tiraba el
vaso vacío hacia la cama, mientras retrocedía trabajosamente para dejar
el revólver encima de la mesa.
Van Oppen no había cambiado de lugar; continuaba balanceándose en la
penumbra, con lentitud burlona, como si remedara la gimnasia clásica
para los músculos de la cintura.
—Estamos locos —dijo Orsini. No le servían para nada los recuerdos,
el débil hervor de la noche de verano que tocaba la ventana, los planes
del futuro.
—Lili Marlen, por favor —aconsejó Jacob.
Apoyado en la mesita, Orsini abandonó el cigarrillo que pensaba
encender. Cantó con voz asordinada, con una última esperanza, como si
nunca hubiera desempeñado otro oficio que canturrear las palabras
imbéciles, la música fácil, como si nunca hubiera hecho otra cosa para
ganarse la vida. Se sentía más viejo que nunca, empequeñecido y
ventrudo, ajeno a sí mismo.
Hubo un silencio y después el campeón dijo “gracias”. Dormido y
débil, manoteando el cigarrillo que había dejado sobre la mesa, junto al
revólver, Orsini miró acercarse el gran cuerpo blancuzco, aliviado de
la edad por la penumbra.
—Gracias —repitió van Oppen, casi tocándolo—. Otra vez.
Atónito, indiferente, Orsini pensó: “ya no es una canción de cuna, ya
no lo obliga a emborracharse, a llorar, a dormir”. Volvió a carraspear y
empezó:
—Vor der Kaserne, von dem grossen Tor...
Sin necesidad de mover el cuerpo, el campeón alzó un brazo desde la
cadera y golpeó la mandíbula de Orsini con la mano abierta. Una vieja
tradición le impedía usar los puños, salvo en circunstancias
desesperadas. Con el otro brazo sostuvo el cuerpo del príncipe y lo
estiró en la cama.
El calor de la noche y de la fiesta había hecho abrir las ventanas.
La música de jazz del baile parecía estar naciendo ahora en el hotel, en
el centro de la habitación semioscura.
6. Cuenta el príncipe
Era una ciudad alzada desde el río, en septiembre, a cinco
centímetros más o menos al sur del ecuador. Me desperté, sin dolores, en
la mañana del cuarto del hotel, llena de claridad y calor. Jacob me
masajeaba el estómago y reía para ayudar la salida de los insultos que
terminaron en uno solo, repetido hasta que no pude fingir el sueño y me
enderecé:
—Viejo puerco —en alemán purísimo, casi en prusiano.
El sol lamía ya la pata de la mesita y pensé con tristeza que nada
podía salvarse del naufragio. Por lo menos —empezaba a recordar—, eso
era lo que convenía ser pensado y a esa tristeza debían ajustarse mi
cara y mis palabras. Algo previó van Oppen porque me hizo tragar un vaso
de jugo de naranja y me puso un cigarrillo encendido en la boca.
—Viejo puerco —dijo, mientras yo me llenaba los pulmones de humo.
Era la mañana del sábado, estábamos aún en Santa María. Moví la
cabeza y lo miré, hice un balance rápido de la sonrisa, la alegría y la
amistad. Se había puesto el traje gris claro, los zapatos de antílope,
equilibraba en la nuca el Stetson. Pensé de golpe que él tenía razón,
que en definitiva la vida siempre tiene razón, sin que importaran las
victorias o las derrotas.
—Sí —dije, apartándole la mano— soy un viejo puerco. Los años pasan y empeoran las cosas. ¿Hay lucha hoy?
—Hay —cabeceó con entusiasmo—. Te dije que iban a volver y volvieron.
—Chupé el cigarrillo y me estiré en la cama. Me bastó verle la
sonrisa para comprender que Jacob, aunque le rompieran el espinazo en la
cálida noche de sábado que cualquiera podía predecir, había ganado.
Tenía que ganar en tres minutos; pero yo cobraba más. Me senté en la
cama y me estuve sobando la mandíbula.
—Hay lucha —dije—, el Campeón decide. Pero por desgracia, el manager
ya no tiene nada qué decir. Ni una botella ni un golpe bastan para
suprimir todo.
Van Oppen se puso a reír y el sombrero cayó sobre la cama. Su risa había sido descuidada por los años, era la misma.
—Ni un golpe ni una botella —insistí—. Quedamos en que el Campeón no
tiene aliento, por ahora, para soportar una lucha, un esfuerzo
verdadero, que dure más de un minuto. Eso queda. El Campeón no podrá
doblar al turco. El Campeón se morirá de una muerte misteriosa cuando
llegue el segundo cincuenta y nueve. Veremos en la autopsia. Creo que,
por lo menos, en eso quedamos.
—En eso quedamos. No más de un minuto —asintió van Oppen; alegre otra
vez, joven, impaciente. La mañana llenaba ahora toda la habitación y yo
me sentía humillado por mi sueño, por mis reparos, por mi bata con el
peso del revólver descargado.
—Y hay —dije lentamente, como queriendo vengarme—, que no tenemos los
quinientos pesos. De acuerdo, todo el mundo lo sabe, el turco no puede
ganar. Pero tenemos que hacer, y ya es sábado, el depósito de quinientos
pesos. Sólo nos queda para los pasajes y para una semana en la capital.
Y después que Dios diga.
Jacob recogió el sombrero y volvió a reírse. Movía la cabeza como un
padre sentado en el banco de un parque junto a su pequeño hijo
desconfiado.
—¿Dinero? —dijo sin preguntar—. ¿Dinero para hacer el depósito? ¿Quinientos pesos?
Me dio otro cigarrillo encendido y puso el pie izquierdo, que es más
sensible, encima de la mesita. Deshizo el nudo del zapato gris, se
descalzó y vino para mostrarme un rollo de billetes verdes. Era dinero
de verdad. Me dio cinco billetes de diez dólares y tuvo un fanfarronear.
—¿Más?
—Está bien —dije—. Sobra.
Mucho dinero volvió al zapato; entre trescientos y quinientos dólares.
De modo que al mediodía cambié el dinero; y como el campeón había
desaparecido —no hubo tricotas con iniciales ni trotecitos por la rambla
aquella mañana— me fui al restaurante del Plaza y comí como un
caballero, como hacía mucho tiempo no comía. Tuve un café hecho en mi
mesa y licores apropiados y un habano muy seco pero que se podía fumar.
Completé el almuerzo con una propina de borracho o de ladrón y llamé
al hotel; el campeón no estaba: los restos de la tarde eran frescos y
alegres, Santa María iba a tener su gran noche. Dejé al conserje el
número del diario para que Jacob combinara conmigo la ida al Apolo y un
rato después me senté en la mesita del archivo, con Deportivas y dos
caras más. Mostré el dinero:
—Para que no haya ninguna duda. Pero prefiero entregarlo
personalmente en el ring. Si es que van Oppen muere de un síncope; o si
tiene que contribuir a los gastos del velorio del turco.
Jugamos al poker, perdí y gané, hasta que avisaron que van Oppen
estaba en el cine. Faltaba media hora larga para las nueve; pero nos
pusimos los sacos y tomamos autos viejos, para recorrer las pocas
cuadras del pueblito que nos separaban del cine, para acentuar el
carnaval, el ridículo.
Entré por la puerta trasera y fui al cuarto abrumado de carteles y
fotografías, furiosamente invadido por un olor de mingitorio y engrudo
rancio. Allí estaba Jacob; con el slip celeste, color dedicado a Santa
María, y el cinturón de Campeón del Mundo que brillaba como el oro,
haciendo flexiones. Me bastó verlo —los ojos aniñados, limpios y sin
nada; la corta curva de la sonrisa— para entender que no quería hablar
conmigo, que no deseaba prólogos, nada que lo separara de lo que había
resuelto ser y recordar.
Me senté en un banco, sin escuchar si contestaba o no a mi saludo, y
me puse a fumar. Ahora en este momento, dentro de unos minutos, llegaba
el final de la historia. De ésta, la del Campeón Mundial de Lucha. Pero
habría otras, habría también una explicación para El Liberal, Santa María y pueblos vecinos.
“Pasajera indisposición física” me gustaba más que “exceso de
entrenamiento provocó el fracaso del Campeón”. Pero mañana no
publicarían la C mayúscula y acaso ni siquiera el discutible título. Van
Oppen continuaba haciendo flexiones y yo combatía el olor a amoniaco
encendiendo un cigarrillo con el anterior, sin olvidar que la limpieza
del aire es la primera condición para un gimnasio.
Jacob subía y bajaba como si estuviera solo, movía horizontales los
brazos, parecía, a la vez, más flaco y más pesado. A través de la
catinga, a la que se estaba incorporando su sudor, yo trataba de oírlo
respirar. También el ruido de la sala invadía el cuarto maloliente. Tal
vez el campeón tuviera resuello para un minuto y medio, nunca para dos o
tres. El turco permanecería de pie hasta que sonara la campana, con sus
enfurecidos bigotes negros, con los púdicos pantalones hasta media
pierna que yo le imaginaba —y no me equivoqué—, con la novia pequeña y
dura aullando de triunfo y rabia junto a las tablas del escenario del
cine Apolo, junto a la alfombra calva que seguiré llamando tapiz. No
quedaban esperanzas, no rescataríamos nunca los quinientos pesos. El
ruido chusma de la sala llena e impaciente iba creciendo.
—Hay que ir —le dije al difunto que hacía calistenia. Eran las nueve
en punto en mi reloj; salí del mal olor y anduve por los corredores
oscuros hasta llegar a la boletería. Antes de las nueve y cuarto había
terminado de revisar y firmar el borderó. Volví al cuarto hediondo —el
griterío anunciaba que van Oppen ya estaba en el ring—, me puse en
mangas de camisa después de guardarme el dinero en un bolsillo del
pantalón y anduve al revés los corredores hasta entrar en la sala y
subir al escenario. Me aplaudieron y me insultaron, agradecí con
cabezadas y sonrisas, seguro de que en el Apolo había más de setenta
personas que no habían pagado entrada. Por lo menos, no me llegaría
nunca el cincuenta por ciento correspondiente.
Le quité la bata a Jacob, crucé el ring para saludar al turco y tuve tiempo apenas para otro par de payasadas.
Sonó la campana y ya era imposible no respirar y entender el olor de
la muchedumbre que llenaba el Apolo. Sonó la campana y dejé a Jacob
solo, mucho más solo y para siempre que como lo había dejado en tantas
madrugadas, en esquinas y bares, cuando yo empezaba a tener sueño y
aburrirme. Lo malo era que aquella noche, mientras me separaba de él
para sentarme en una platea de privilegio, no estaba dormido ni me
sentía aburrido. La primera campana era para despejar el ring. La
segunda para que empezara la lucha. Engrasado, casi joven, sin mostrar
los kilos, Jacob fue girando, encorvado, hasta ocupar el centro del ring
y esperó con una sonrisa.
Abrió los brazos y esperó al turco que parecía haberse ensanchado. Lo
esperó sonriendo hasta que lo tuvo cerca, hizo un paso hacia atrás y de
pronto avanzó para dejarse abrazar. Contra todas las reglas, Jacob
mantuvo los brazos altos durante diez segundos. Después afirmó las
piernas y giró; puso una mano en la espalda del desafiante y la otra,
también el antebrazo, contra un muslo. Yo no entendía aquello y seguí
sin entender durante el exacto medio minuto que duró la lucha. Entonces
vi que el turco salía volando del ring atravesando con esfuerzo los
aullidos de los sanmarianos y desaparecía en el fondo oscuro de la
platea.
Había volado, con los grandes bigotes, con la absurda flexión de las
piernas que buscaban en el aire sucio apoyo y estabilidad. Lo vi pasar
cerca del techo, entre los reflectores, manoteando. No habíamos llegado a
los cincuenta segundos y el campeón había ganado o no, según se mirara.
Subí al ring para ayudarlo a ponerse la bata. Jacob sonreía como un
niño, no escuchaba los gritos y los insultos del público, el clamor
creciente. Estaba sudado pero poco; y en cuanto le oí la respiración
supe que la fatiga le venía de los nervios y no del cansancio.
En seguida empezaron a caer sobre el ring pedazos de madera y
botellas vacías; yo tenía mi discurso completo, mi exagerada sonrisa
para extranjeros. Pero continuaban cayendo los proyectiles y los gritos
no me hubieran dejado hablar.
Entonces los milicos se movieron con entusiasmo, como si no hubieran
hecho otra cosa desde el día en que consiguieron empleo, dirigidos o no,
supieron distribuirse y organizarse y comenzaron a romper cabezas con
los palos flamantes hasta que sólo quedamos en el Apolo el campeón, el
juez y yo sobre el ring, los milicos en la sala, el pobre muchacho
muerto, de veinte años, colgado sobre dos sillas. Fue entonces, y nadie
supo de dónde, y yo sé menos que nadie, que apareció junto al turco la
mujer chiquita, la novia, y se dedicó a patear y a escupir al hombre que
había perdido, al otro, mientras yo felicitaba a Jacob sin alardes y
asomaban por la puerta los enfermeros o médicos cargados con la camilla.
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