LA EPOPEYA NACIONAL DE FINLANDIA
Versión castellana
de ALEJANDRO CASONA
EDITORIAL LOSADA,
S. A.
ISBN: 950-03-0412-0
Diseño de tapa: ALBERTO DIEZ
Digitalizado por Anelfer
Octubre 2002
PRÓLOGO
El Kálevala
—título que significa la tierra de los héroes— es el poema nacional de
Finlandia. Estrictamente es una colección de cantares épicos tradicionales,
reunidos bajo apariencia de poema. Su origen se remonta a los siglos VI a XIV,
desde que los hombres de lengua finesa se establecieron en el territorio que
hoy se llama Finlandia hasta la invasión de los suecos. Desde luego, al
transmitirse de siglo en siglo, estos cantos sufrían alteraciones, pero en
conjunto representan bien aquella época lejana.
El idioma de
Finlandia pertenece a la familia finno-úgrica, muy distinta de la indo-europea,
cuyas lenguas ocupan la mayor parte del territorio de Europa y parte del de
Asia (principalmente la India, la Persia, la Armenia, la Siberia). Los
principales representantes del grupo finno-úgrico, cuyos orígenes se sitúan
hipotéticamente en la cuenca del Volga, son —además del finlandés— el
estonio, el lapón y el húngaro. El finlandés recibe desde el final de la Edad
Media la influencia del sueco: conquistada Finlandia por Suecia, se impone allí
como oficial el idioma de la nación dominadora y se difunde como medio de
expresión literaria; pero la lengua popular se mantuvo, y a ella se tradujo la
Biblia desde el siglo XVI. En los campos, sobre todo, persistían los viejos
cantos del pueblo finlandés, y aparecían siempre nuevos poetas.
En 1822,
Zacharias Topelius recogió y publicó unos pocos cantares finlandeses sobre las
leyendas de los hijos de Káleva (Finlandia). Después, el doctor Elías Lönnrot
se dedicó a reunir todos los cantares sobre esas leyendas: para ello recorrió
el país, penetrando hasta regiones muy apartadas, durante varios años, desde
1828; después los organizó en serie, de manera que constituyesen una especie de
poema, y con el título de Relévala los publicó en 1835. La importancia de esta
publicación fue tal, que en Finlandia se celebra como fecha fausta el 28 de
febrero, día en que circularon los primeros ejemplares del libro de Lönnrot.
Desde ese momento, el idioma finlandés adquirió prestigio literario en las
ciudades, y los hijos del país se dedicaron a su cultivo, abandonando en parte
el sueco. La moderna literatura finlandesa, data, pues, de la publicación del
Kálevala.
En la primera
forma que le dio Lönnrot, el poema contenía 12.000 versos, divididos en doce
runos o cantos. Pero el gran folklorista no se detuvo ahí: continuó recogiendo
cantares, y en 1849 publicó una nueva edición, ampliada hasta 22.793 versos,
divididos en cincuenta runas. Después de la muerte de Lönnrot, A. V. Forsman
publicó una edición en 1887 con adiciones nuevas.
El Kálevala
está escrito en versos de ocho sílabas; no tienen rima, pero sí aliteración, o
sea repetición de fonemas iniciales o importantes dentro de cada verso; además,
se emplea el paralelismo de imágenes o de ideas.
La versión que
damos aquí, en traducción del distinguido escritor D. Alejandro Casona,
procede de la síntesis hecha por Charles Guyot (París, 1926) sobre la base de
la traducción francesa del doctísimo Léouzon Le Duc (1868).
I
EL MARAVILLOSO NACIMIENTO DE WAINAMOINEN
He aquí que
en mi alma se despierta un deseo, que en mi cerebro surge un pensamiento:
quiero cantar, quiero modular mis palabras entonando un canto nacional, un canto
familiar. Las frases se derriten en mi boca, los discursos se atropellan;
desbordan mi lengua, se expanden alrededor de mis dientes.
Antaño, mi
padre me ha cantado esas mismas palabras tallando el mango de su hacha; mi
madre me las enseñó haciendo girar el huso. Yo entonces no era más que un niño,
una pobre criatura inútil que se arrastraba por el suelo a los pies de la nodriza,
con la barbilla goteante de leche. Pero hay otras palabras además: palabras que
yo he recogido en las fuentes de la ciencia, encontrado a lo largo de los caminos,
arrancado entre las malezas, desgajado de los árboles en las altas ramas y amontonado
al borde de los senderos, cuando en mi infancia iba a guardar los rebaños entre
los pastizales con arroyos de miel y las colinas de oro.
También el
frío me ha cantado versos y la lluvia me trajo sus runas[1]; los vientos
del ciclo y las olas del mar me han hecho oír su poema; los pájaros me
enseñaron su trino, y los árboles desmelenados me han invitado a sus
conciertos.
¡Sí! Yo
cantaré un canto magnífico, un canto espléndido, cuando haya comido el pan de
centeno y haya bebido la áspera cerveza. Y si la cerveza me falta, mi lengua
seca invocará al rocío; y cantaré para alegrar la noche, para celebrar el
esplendor del día. ¡Cantaré hasta la aurora para brizar la salida del sol!
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Érase una vez una virgen; una hermosa virgen, Luonnótar[2], hija de Ilma. Vivía, desde hacía largo tiempo, casta y pura, en medio de las vastas regiones del aire, de los inmensos espacios de la bóveda celeste.
Érase una vez una virgen; una hermosa virgen, Luonnótar[2], hija de Ilma. Vivía, desde hacía largo tiempo, casta y pura, en medio de las vastas regiones del aire, de los inmensos espacios de la bóveda celeste.
Pero
he aquí que un día comenzó a sentir el hastío de las horas, a fatigarse de su
virginidad estéril, de su existencia solitaria en las llanuras del aire,
tristes y desiertas.
Y
descendió de las altas esferas, y se lanzó en la plenitud del mar, sobre la
grupa blanca de las olas.
Entonces
un viento impetuoso, un viento de tempestad, sopló de oriente; el mar se
hinchó y se agitó en oleajes.
La
virgen fue arrastrada por la tempestad, flotando de onda en onda, sobre las
crestas coronadas de espuma. Y el viento salobre vino a acariciar su regazo. Y
el mar la fecundó.
Durante
siete siglos, durante nueve vidas de hombre, llevó la carga de su gravidez. Y
aquel que había de nacer no nacía. Y aquel que nadie engendró seguía sin ver la
luz.
La
virgen nada; nada hacia oriente y occidente, al noroeste y al sur, por las
riberas del aire. Espantosos dolores le queman las entrañas. Pero aquel que
había de nacer no nace y aquel que nadie engendró sigue sin ver la luz.
La
virgen llora dulcemente y dice: "¡Ay, desdichada, qué tristes son mis
días! ¡qué errante es mi vida, pobre de mí! ¡Siempre y en todas partes, bajo la
inmensa bóveda del cielo, empujada por el viento, arrastrada por las olas en
el seno de este vasto mar sin límites! ¡Oh, Ukko, dios supremo[3]:
tú que sostienes el mundo, ven a mí, socórreme! ¡Apresúrate a mi llamada!
¡Libra a esta doncella de sus angustias, a esta mujer del dolor de sus
entrañas! ¡Ven, ay, acude pronto; tu ayuda se me hace necesaria más y
más!"
Un
corto espacio transcurrió. Y de repente un águila de amplias alas tiende el
vuelo. Surca los aires con estrépito, buscando un lugar para su nido. Vuela a
oriente y occidente, vuela al noroeste y al sur, pero no encuentra un rincón
donde construir nidal.
Vuela
de nuevo; después se detiene; y piensa y medita: "¿Qué lugar elegiré, el
viento o el mar? El viento derribará mi casa, el mar la tragará".
Y
he aquí que entonces la virgen del aire levantó su rodilla por encima de las
olas, ofreciendo así al águila un lugar para su nidal bienamado.
El
águila ilustre suspende el vuelo; divisa la rodilla de la hija de lima y la
toma por una verde colina, por un cerro de fresco césped. Lentamente vacila en
el aire. Al fin, se lanza sobre la punta de la rodilla y allí construye su
nido. Y en ese nido deposita seis huevos. Seis huevos de oro y un séptimo de hierro.
El
águila se pone a incubar sus huevos, un día y otro día, y casi un tercer día.
Entonces la hija de lima sintió un calor ardiente en su piel. Parecía que su
rodilla era una brasa, que todos sus nervios se derretían.
Y
replegó vivamente la rodilla, sacudiendo todos sus miembros. Y los huevos
rodaron al abismo y se estrellaron contra las olas.
Pero
no se perdieron en el fango ni se mezclaron con el agua. Sus pedazos se
convirtieron en las más bellas cosas. Así:
"De
la parte inferior de los huevos se formó la tierra, madre de todos los seres;
de su parte superior el sublime cielo; de sus trozos amarillos el radiante sol;
de sus trozos blancos la luna resplandeciente; de las cascarillas jaspeadas se
hicieron las estrellas; y los trozos oscuros fueron los nubarrones del
aire".
Y
el tiempo avanzó y los años se sucedieron, porque el sol y la luna habían
comenzado a brillar. Pero la hija de lima continuaba errante todavía sobre la
vastedad del mar, sobre las olas vestidas de niebla. Debajo de ella, la húmeda
llanura; encima de ella, el claro cielo.
Y
al noveno año, en el décimo estío, levantó la cabeza sobre las aguas y comenzó
la creación en torno suyo.
Donde
tiende su mano, hace surgir promontorios; donde tocan sus pies, cavan hoyos
para los peces; donde se sumerge, hace más profundos los abismos. Cuando roza
de flanco la tierra, aplana las riberas; cuando tropieza con ella su pie, nace
el socavón fatal para los salmones; cuando las golpea de frente, abre los
golfos.
Después
toma impulso y se interna en la alta mar. Allí crea las rocas, y pare los
escollos para el naufragio de los navíos y la muerte de los marineros.
Ya
las islas emergen de las olas, los pilares del aire se yerguen sobre sus bases,
la tierra nacida de una palabra despliega su masa sólida, las venas de mil
colores aran la piedra y esmaltan las rocas... Y Wainamoinen no ha nacido
todavía, el runoya de la eternidad [4].
El
viejo, el impasible Wainamoinen, esperó en el vientre de su madre durante
treinta estíos, durante treinta inviernos, sobre el inmenso abismo, sobre las
olas nebulosas.
Meditaba
profundamente preguntándose en su interior cómo le sería posible existir y
pasar su vida en aquel sombrío retiro, en aquella estrecha mansión, donde jamás
ni el sol ni la luna dejaban penetrar su luz.
Y
clamó: "¡Rompe mis ligaduras, oh luna! ¡libértame, oh sol! Y tú, radiante
ótawa[5],
enseña al héroe a franquear estas desconocidas puertas, estos infrecuentados
caminos, a salir de este reducto oscuro, de este abrigo asfixiante. Conducid
sobre la tierra al viajero, al hijo del hombre bajo la bóveda del aire, para
que pueda contemplar el sol y la luna, y admirar el esplendor de ótawa, y
gozar la luz de las estrellas".
Pero
la luna no rompió sus ligaduras, ni el sol le dio la libertad. Entonces
Wainamoinen sintió el hastío de los días y la fatiga de su vida. Y golpeó
vivamente la puerta de la fortaleza, con el dedo sin nombre [6].
Forzó el muro de hueso con el dedo mayor del pie izquierdo, y se arrastró con
las uñas fuera del umbral, y sobre las rodillas fuera del vestíbulo.
Y
ahora, helo ahí, sumergido en el abismo hasta la boca y hasta la punta de los
dedos. El poderoso héroe continúa sometido al poder de la onda.
Durante
cinco años, durante seis años, durante siete y ocho años, se vio arrastrado de
ola en ola. Al fin se detuvo en un cabo desconocido, sobre una tierra desnuda
de árboles.
Allí,
ayudándose con las rodillas y los codos, se irguió cuan alto era, y se puso a
contemplar el sol y la luna, a admirar el esplendor de ótawa y a gozar la luz
de las estrellas.
Así
nació Wainamoinen, así fue revelado el ilustre runoya. Una mujer lo llevó en su
seno. La hija de lima lo trajo al mundo.
II
KÁLEVALA
Wainamoinen
encaminó sus pasos a través de aquella isla situada en medio del mar, a través
de aquella tierra desolada y sin árboles. Largos años vivió en la tierra
estéril, en la isla sin nombre.
Y
pensó en su espíritu, meditó en su cerebro: "¿Quién vendrá ahora a sembrar
este campo? ¿quién lo llenará de gérmenes fecundos?"
Sampsa,
el dios de los campos, sembró el agro; derramó el grano sobre las llanuras y
las ciénagas, sobre el talud y la tierra blanda, y en los espacios rocosos.
Sembró el pino en las colinas, el abeto en los altozanos, el brezo en las
arenas, y plantó los jóvenes arbustos en los valles.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, acudió a ver la obra de Sampsa. Observó que
los jóvenes retoños se habían desarrollado, que los árboles habían crecido.
Sólo la semilla de la encina no había fecundado; sólo el árbol de Jumala [7]
no había echado raíces.
Entonces cuatro doncellas, divinidades de las aguas, surgieron del seno de
la onda y se pusieron a segar las altas yerbas, a cortar el césped húmedo de
rocío. Y a medida que avanzaban iban recogiendo las yerbas con un rastrillo y
amontonándolas en un gran almiar. Después la yerba cortada fue arrojada al
fuego, al poder de las llamas. Y todo ardió hasta la desnudez de la ceniza.
Y
he aquí que en la entraña de esa ceniza, del árido tizón, es donde fue a crecer
el follaje bienamado y a germinar la bellota de la encina. Ya aparece el verde
retoño, la hermosa planta. Y de su tronco arranca una doble rama.
Su
ramaje se dilata, su copa sube hasta el cielo, su follaje invade el espacio;
detiene el vuelo de las ligeras nubes, interrumpe el curso de las grandes,
oscurece la luna y el sol.
Entonces
el viejo Wainamoinen reflexionó profundamente: "¿No habrá nadie que se
atreva a descuajar la encina, a abatir el árbol ilustre? La tristeza se apoderará
de los hombres, los peces nadarán difícilmente, si la luna no brilla y el sol
esconde su antorcha".
Pero
ningún hombre, ningún héroe se presentó para descuajar la encina, para derribar
el árbol de las cien ramas.
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh tú, mujer! ¡oh tú, madre Luonnótar: tú que me
criaste, envía aquí un genio de las aguas que venga a arrancar la encina, a
destruir el árbol fatal, para despejar los caminos del sol y trillar su senda
al rayo de la luna".
Un
hombre, un héroe surgió entonces del seno de las aguas. No era mayor que el
dedo pulgar de un hombre; como un palmo de mano de mujer.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "No has sido hecho tú para arrancar
la encina, para abatir el árbol maravilloso".
Pero
ya el héroe había tomado entonces otra forma. Golpeó poderosamente la tierra
con la planta del pie, y su frente llegó hasta las nubes. Flota su barba hasta
las rodillas; sus cabellos, hasta los talones. Se pone a afilar su hacha,
repasando el filo con seis, con siete pedernales. Después avanza vivamente con
sus pies ligeros; da un primer paso rápido sobre la tierra arenosa; da un
segundo paso sobre la tierra color de almagre; da un tercer paso, y llega al
pie de la deslumbrante encina.
Entonces,
con su hacha, da un golpe y otro golpe. Al tercer golpe, saltan chispas del
acero y la encina se bambolea; el árbol inmenso se viene a tierra.
Y
una vez que la encina fue abatida, que el árbol maravilloso fue derribado, el
sol y la luna vuelven a encontrar lugar para dardear sus rayos, las nubes para
seguir su curso, el arco iris para desplegar su comba esplendorosa desde el
cabo de nieblas hasta la isla rica de umbrías.
Y
los brezos comenzaron a verdecer, los bosques a crecer gozosos, las hojas a
vestir los árboles, el césped a adornar la tierra, los pájaros a gorjear en las
umbrías, los zorzales a retozar, y el cuclillo a cantar en las altas copas.
Ya
las bayas maduran en sus tallos, las flores de oro esmaltan los campos, la
vegetación se despliega bajo mil formas. Pero la cebada no ha germinado aún, la
planta tutelar todavía no ha nacido.
Canta
el abejaruco [8]
en lo alto de un árbol: "La espiga no crecerá, la avena no germinará,
mientras los árboles que cubren el campo no sean todos derribados y entregados
al fuego".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se hace inmediatamente fabricar un hacha de
afilado corte; después derriba una inmensa cantidad de árboles. Bosques enteros
se desploman a sus golpes. Un abedul, un solo abedul queda en pie para servir
de refugio a los pájaros del cielo, para que el cuclillo haga oír desde él su
canto.
Y
he aquí que un águila tiende su vuelo por el celeste espacio. Quiere saber por
qué ha sido respetado el abedul, por qué el hermoso árbol no ha sido derribado.
El
viejo Wainamoinen se lo dice: "Se ha dejado en pie este árbol para que
sirva de refugio a los pájaros del cielo, para que en él repose el
águila". Y el águila contesta: "Bien hecho está".
Entonces el águila prendió fuego a
todos los árboles cortados. La llama surgió violentamente; el viento del norte,
el viento del nordeste atizaron el incendio; todo fue devorado y reducido a
cenizas.
Un
día, dos días, tres noches, casi una semana transcurrió.. El viejo, el
impasible Wainamoinen fue a visitar el campo. Y aprobó el buen orden de todo:
la cebada había germinado, la espiga tenía tres hileras, el tallo tenía tres
nudos.
Entonces
el viejo Wainamoinen lanzó una mirada en torno. El cuclillo del estío se acercó
y viendo al abedul desplegar su bella cabellera, dijo: "¿Por qué ha sido
perdonado el abedul? ¿por qué este lindo árbol no ha sido descuajado?"
El
dios Wainamoinen dijo: "El abedul ha sido perdonado para que tú tengas
una rama para tu reposo y tu canto. Canta, pues, oh hermoso cuclillo, canta a
plena voz, garganta de clarín, garganta de oro. Haz retumbar el aire, garganta
de bronce. ¡Canta, sí, canta a la mañana y a la noche y al mediodía! ¡Celebra
mis bellas praderas, di la dulzura de mis bosques, los tesoros de mis riberas,
la fecundidad de mis campos!
III
WAINAMOINEN Y EL JOVEN JOUKAHAINEN
El
viejo, el impasible Wainamoinen pasaba los días de su vida en los bosques y las
landas de Kálevala. Allí entonaba sus cantos y manifestaba su ciencia.
Día
y noche sin interrupción retumbaba su voz. Repetía sus antiguos recuerdos,
celebraba el origen de las cosas, los misterios que todos los hombres juntos no
sabrían cantar, que todos los hombres juntos no sabrían comprender en su pobre
vida, en las horas supremas de sus días perecederos. La fama de la sabiduría
del runoya se extendió a lo lejos; voló hasta las regiones del Mediodía, hasta
las alturas de Pohjola.
He
aquí, pues, que el joven Joukahainen, el cenceño mancebo de Laponia, paseando
un día por su aldea, oyó contar la maravillosa nueva; supo que allá en los
bosques y landas de Kálevala, sabían cantos mejores que los suyos, que los que
él aprendió de su padre.
Esto
le llenó de cólera. Al mismo tiempo una terrible envidia se encendió en su
pecho contra Wainamoinen, porque comprendió que iba a ser sobrepasado por él.
Llegó junto a su madre y le anunció su designio de ir a Wainola [9]
a desafiar al bardo.
La madre de Joukahainen desaprobó su
decisión, y el padre se esforzó en hacerle desistir, diciéndole: "Allá
harán mofa de ti, te embrujarán con sortilegios, hasta que tus manos y tus pies
se pongan rígidos, y no puedas moverte ni volver atrás".
El
joven Joukahainen respondió: "Sin duda la sabiduría de mi padre es
grande; y la de mi madre mayor aún. Pero la mía es mejor".
Y
partió sin escuchar sus consejos. Tomó su caballo de reluciente morro y fogosos
corvejones, y lo unció a su trineo dorado, a su trineo de fiesta. Después montó,
hizo restallar su látigo ornado de perlas, y se lanzó al espacio.
Caminaba
con un fragor de tempestad. Caminó un día, caminó dos días. Al tercer día llegó
al bosque de Wainola, en las landas de Kálevala.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, venía lentamente por el camino. Pronto el
joven Joukahainen se encontró con él de frente. Los trineos chocaron, los
atalajes se enredaron, se encabestraron las colleras, y los corceles humeantes
se detuvieron.
Entonces
el viejo Wainamoinen dijo: "¿De qué raza eres tú, que tan locamente cruzas
por mi camino, destrozando mi trineo, mi hermoso trineo de fiesta?"
El
joven Joukahainen replicó: "Yo soy el joven Joukahainen. ¿Y tú? ¿de dónde
sales tú? ¿cuál es tu familia? ¿cuáles son tus antepasados, miserable?"
El
viejo Wainamoinen dijo: "Si eres el joven Joukahainen, cédeme el paso,
porque no eres igual a mí en edad".
El
joven Joukahainen dijo: "No se trata aquí de juventud ni de vejez. Que
aquel que sea el más grande en sabiduría y el más poderoso en recuerdos, pase
delante. Y que el otro le ceda el camino. Si es cierto que tú eres el viejo
Wainamoinen, el runoya de la eternidad, comencemos a cantar. Que el hombre dé
lecciones al hombre; ¡que uno de nosotros triunfe del otro!"
El
viejo Wainamoinen contestó: "¿Qué puedo valer yo como sabio, ni como
bardo, si he vivido toda mi vida en estos bosques solitarios, en medio de mis
campos, sólo atento a la voz de mi cuclillo? Déjame oír más bien lo que tú
sepas; aquello que tú comprendas mejor que los demás".
El
joven Joukahainen dijo: "Sé unas cosas y otras; las poseo con plena
claridad. Sé que la salida del humo está en el techo, que la llama no está
lejos del hogar, que la vida es fácil para la lija y para la foca que se
encenaga en las aguas. Pero si esto no te basta, sé otras cosas además, conozco
otros asuntos".
El
viejo Wainamoinen dijo: "La ciencia del niño, la memoria del niño, no son
las del viejo héroe barbado ni las del hombre que ha tomado mujer. ¡Habla de
las cosas eternas y profundas!"
El
joven Joukahainen dijo: "Sé que el pinzón es un pájaro y sé de dónde
viene; sé que la culebra es un reptil, que la pértiga es un pez del agua, que
el hierro es flexible, que la tierra negra es amarga, que el agua hirviente
causa dolor, que el fuego quema rabiosamente. Y todavía recuerdo más cosas:
recuerdo el tiempo en que yo me dedicaba a surcar el mar, a sondear el abismo,
a cavar agujeros para los peces, a sumergirme hasta las entrañas del agua, a
formar lagos, a amontonar colinas y a agrupar las rocas. Yo estaba presente
cuando la tierra fue creada, cuando fue desplegado el espacio".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Deja ya de amontonar mentira sobre
mentira!"
Y
el joven Joukahainen: "Si mi ciencia no es bastante, mi espada la
suplirá. ¡Oh, viejo Wainamoinen, oh runoya de la boca sin límites! ¡ven a medir
tu espada conmigo, prueba ahora la hoja del acero!"
El
viejo Wainamoinen dijo: "Poco me importan en verdad tu espada y tu cólera,
tu venablo y tus desafíos. Pero no me está bien medirme contigo, pobre mozo;
batirme contigo, oh miserable".
El
joven Joukahainen crispó la boca, irguió la cabeza, sacudió su negra
cabellera, y dijo: "Al que rehuse batirse conmigo yo lo convertiré en
cerdo de largo hocico; yo daré cuenta de tales héroes arrastrándolos sobre el
estiércol, amontonándolos en el fondo del establo".
Entonces
Wainamoinen fue presa de la indignación y estalló en furia. Y de pronto rompió
a cantar, entonando palabras mágicas. Wainamoinen canta, y a su voz braman las
marismas, y la tierra tiembla, y las montañas de cobre oscilan, y las losas
espesas saltan, y las rocas se hienden, y las piedras se quiebran contra la
costa.
Con
sus sortilegios anonada al joven Joukahainen. Finge ramas y follaje en la
collera de su caballo, varas de mimbre sobre la gualdrapa, ramas de sauce en
las riendas. Después convierte su trineo de oro, su hermoso trineo de fiesta,
en un arbusto seco de los pantanos; su látigo ornado de perlas, en el carrizo
de la orilla del mar; su caballo de estelada frente, en piedra de las
cataratas; su espada de guardas de oro, en relámpago; su arco de mil colores,
en arco iris; sus aladas flechas, en flotantes ramas de pino; su perro de corvo
morro, en un mojón de tierras; su gorra, en nube delgada; sus guantes, en
nenúfares de agua estancada; su manto de lana azul, en niebla; su rico
cinturón, en un reguero de estrellas...
Después
sacude entre sus manos al joven Joukahainen en persona, y lo hunde en una
ciénaga hasta la cintura, en una pradera hasta los riñones, en un brezal hasta
las axilas.
Sólo
ahora comprende el joven Joukahainen que, aquel que había encontrado en su
camino y contra el cual había querido luchar, era verdaderamente el viejo
Wainamoinen.
Intentó
con uno de sus pies salir del lugar donde se le había hundido, pero su pie
estaba paralizado. Lo intentó con el otro, pero lo encontró calzado con un
zapato de piedra.
Entonces
la desesperación se apoderó del joven Joukahainen, viendo que todo le era
funesto, y clamó: "Oh sabio Wainamoinen: recoge de nuevo tus palabras
sagradas, tus mágicos sortilegios. Líbrame de esta angustia, y yo te pagaré un
rico rescate".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¿Qué me darás si recojo mis palabras, si te libro
de esa angustia?"
El
joven Joukahainen dijo: "Tengo dos arcos, dos preciosos arcos, fuertes y
seguros en el blanco. Toma de los dos el que plazcas".
El
viejo Wainamoinen dijo: "Hombre de estrechos pensamientos, ¿para qué
quiero yo tus arcos? ¿qué me importan a mí, detestable monstruo? También tengo
arcos yo; los muros de mi casa están cubiertos de ellos. Milagrosos arcos que
salen a cazar al bosque sin la ayuda de la mano del hombre". Y otra vez
volteó entre sus manos al joven Joukahainen, enterrándolo más profundamente en
el cenagal. El joven Joukahainen dijo: "Oh viejo Wainamoinen: te entregaré
un casco lleno de oro, una gorra llena de plata; todo el oro y la plata que mi
padre ha conquistado en las batallas, que ha traído de sus cabalgadas
guerreras".
El
viejo Wainamoinen dijo: "De nada me sirve tu riqueza; no corro yo,
insensato, detrás de tu oro. Mis cofres lo desbordan. Y mi plata es antigua
como la luna; mi oro tiene la edad del sol".
Y
nuevamente sacudió al joven Joukahainen, hundiéndolo más y más en la ciénaga.
El
joven Joukahainen estaba en el colmo de la desdicha, viéndose enterrado hasta
la barba en el húmedo fangal, hasta la boca en el légamo espeso, hasta los
dientes entre las raíces de los pinos.
Y
dijo: "Oh sabio Wainamoinen: recoge tus encantamientos, perdona mi triste
vida, líbrame de este espantoso abismo. Si retiras tus mágicas palabras, te entregaré
a mi hermana Aino. Te ofrezco a la hija de mi madre para poner tu casa en
orden, para barrer el suelo de tu cámara, para fregar tus escudillas de leche,
para lavar tus vestidos, para tejerte un manto de oro y amasarte las tortas de
miel".
Entonces
Wainamoinen sintió en su corazón un inmenso gozo; la esperanza de tener a la
hermana del joven Joukahainen para sostén de sus viejos días desarmó su
cólera.
Y
se puso a cantar un instante; y otra vez luego, y una tercera vez, recogiendo
así sus sagradas palabras de antes, sus mágicos sortilegios.
De
este modo el joven Joukahainen salió del abismo donde se hallaba hundido; y su
caballo dejó de ser una roca, su trineo un arbusto seco y su látigo caña marina.
Después montó en su trineo querido, y se dirigió con el corazón abrumado y
triste el alma, a la casa de su dulce madre.
Camina
con un estrépito ensordecedor, con una velocidad de espanto. Y he aquí que su
trineo va a chocar en la escalinata de la casa paterna, estrellándose contra
el pabellón de baños.
La
madre y el padre acuden al estrépito, y le dicen: "Has estrellado a
propósito tu trineo, has hecho astillas voluntariamente tu timón. ¿Por qué
conduces de manera tan extraña y tan loca?"
El
joven Joukahainen, deshecho en llanto, estaba con la cabeza baja, el corazón en
la garganta, derribada la gorra, los labios secos y espesos, hundida la nariz
contra la boca.
Su
madre le habló: "¿Por qué lloras, hijo? ¿por qué te lamentas, oh fruto de
mi mocedad?".
El
joven Joukahainen dijo: "Oh madre, lloraré y me lamentaré toda mi vida
porque he ofrecido a mi hermana Aino a Wainamoinen, para que sea su esposa,
para que sirva de sostén al senil, de apoyo al habitante eterno del país de los
viejos".
La
madre del joven Joukahainen se frotó las manos, y dijo: "No llores, hijo
querido, ninguna razón tienes para estar triste. Mis votos serán colmados al
fin, y veré al héroe de los héroes en mi casa; tendré a Wainamoinen por yerno,
al célebre runoya por esposo de mi hija".
Pero
la hermana del joven Joukahainen comenzó a llorar a su vez amargamente. Un día,
dos días lloró, tendida sobre las escaleras de la casa.
Su
madre le dijo: "¿Por qué lloras, mi buena Aino, tú a quien tan alto esposo
ha elegido, tú que habitarás la mansión del hombre ilustre, que has de sentarte
junto a su ventana y charlar con él en su escaño?".
La
doncella dijo: "Sí, madre mía, razones tengo para llorar. Lloro mi
hermosa cabellera que tendré que cubrir, mis finos bucles que tendré que
ocultar cuando soy tan niña aún, cuando todavía estoy creciendo" [10].
Y también lloro por la dulzura de este sol, por el encanto de esta luna sin
igual, por toda la majestad de este cielo que, tan niña aún, tendré que
abandonar". La madre dijo: "Seca tus lágrimas, loca. El sol de Dios
no brilla sólo en las ventanas de tu padre; también en otros lugares brilla.
Ni es sólo tampoco en los campos de tu padre y en los claros bosques de tu hermano
donde encontrarás, pobre niña, bayas y fresas. También crecen en otras
montañas, también en otras llanuras crecen".
Aino, la joven virgen, Aino, la
hermana de Joukahainen, salió al bosque a buscar un brazado de ramillas de
abedul. Y cuando volvía a la casa, atravesando el bosque con sus ágiles pies,
el viejo Wainamoinen apareció. Contempló a la muchacha, adornada con un collar
de perlas, corriendo sobre el fresco césped. Y le habló: "Sólo para mí, y
no para ningún otro llevarás, oh doncella, tu collar de perlas, adornarás tu
pecho con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de
seda".
La
muchacha contestó: "Ni para ti ni para otro alguno adorno yo mi pecho con
la hebilla de metal, ni ato mis cabellos con el lazo de seda. Ni los hermosos
vestidos me apetecen, ni las rebanadas del pan candeal. Antes prefiero el tosco
brial y el pan duro en casa de mi padre, al lado de mi dulce madre".
Y
arrancándose la hebilla del pecho, despojándose del collar de perlas de su
cuello, de los anillos de sus dedos y el rojo lazo de sus cabellos, los arrojó
a tierra para que la tierra los gozase a su capricho; los dispersó por el
bosque para que el bosque se adornase con ellos. Y llorando regresó a casa.
La
madre de Aino trabajaba, sentada en la escalera del granero, desnatando la
leche. "¿Por qué lloras tú, doncella, pobre hija mía?".
"Ay
madre, mi suerte es cruel y amarga. Lloro y me lamento ¿y qué otra cosa puedo
hacer? He ido al bosque y regresaba a casa, cuando, de repente, Wainamoinen
me gritó estas palabras desde el fondo del valle: "Sólo para mí y no para
ningún otro llevarás, oh doncella, tu collar de perlas, y adornarás tu pecho
con la hebilla de metal y anudarás tus cabellos con el lazo de seda".
La
madre respondió: "Sube al aitta" [11] que se alza
allá en la colina, el granero lleno de nuestra riqueza. Abre el mejor cofre,
levanta su tapa repujada. Encontrarás en él seis cinturones de oro, siete
sayas azules. Ciñe tu frente con la banda de seda; tus sienes con la diadema de
oro. Cuelga las perlas brillantes a tu cuello, la hebilla de oro a tu pecho.
Cambia tu camisa de grosera tela por una del más fino lienzo. Ponte el vestido
de lana, medias de seda, ricos zapatos. Ata tus trenzas con el cordón de seda.
Adorna tus dedos con los anillos de oro, y tus brazos con ajorcas de
plata".
Así
habló la madre a su hija. Pero Aino permaneció insensible a sus ruegos. Fue a
vagar, llorando, por la cerca de la casa. Y clamó levantando la voz: "Más
me hubiera valido no nacer jamás a la vida, no crecer jamás para conocer estos
funestos días, este mundo sin alegría. Más me hubiera valido morir a la edad de
sólo seis noches; extinguirme en el octavo día de mi existencia. Entonces bien
poco me hubiera bastado: un simple trozo de tela y un pobre rincón de tierra.
Sólo habría costado unas lágrimas a mi madre, algunas menos a mi padre, y tal
vez ni una sola a mi hermano". Sin embargo subió hasta el granero de la
colina. Abrió el mejor cofre, y sacó los seis cinturones de oro y las siete
sayas azules. Después se vistió con ellos, coronó sus sienes de oro, entrelazó
con hilos de plata sus cabellos, ciñó su frente con la banda de seda azul y su
cabeza con el rojo lazo. Y empezó a recorrer los campos y los marjales, las
claras florestas y los vastos desiertos, cantando en su vagabunda carrera:
"Sufro
en mi corazón, sufro en mi pensamiento. Pero todavía no es bastante. ¡Ojalá
pudiera sufrir cien veces más, para que la muerte viniera a librarme de esta
miseria!".
Aino
caminó un día y otro día. Al tercer día el mar desplegó ante sus ojos sus
riberas cubiertas de carrizos. Y la noche vino a suspender su marcha, forzándola
a detenerse las tinieblas. Toda la noche lloró sobre una roca, al borde del
inmenso mar. Al alba del día siguiente, divisó a tres muchachas que se bañaban
junto a la extremidad del cabo.
Aino
quiso ser la cuarta. Colgó su camisa en una rama de mimbre y su vestido en un
chopo. Dejó sus medias en el suelo desnudo, sus zapatos en la roca, sus perlas
en la ribera arenosa, sus anillos en la pedregosa playa. Una roca sobresalía en
la superficie del agua, una roca tachonada de mil colores y brillante como el
oro. La muchacha pretendió alcanzarla a nado. Pero apenas se había sentado
sobre ella, la roca vaciló de repente y se desplomó en el abismo. Aino se
desplomó con ella.
Así
desapareció la paloma, así murió la mísera doncella. Descendiendo al fondo de
las aguas, susurró al morir:
"Había
venido a bañarme en el mar, a nadar en el golfo. Y heme aquí que desaparezco
bajo las ondas, pobre paloma; que muero, triste pájaro, de una prematura
muerte. ¡Que mi padre no vuelva en toda su vida a pescar en este golfo inmenso!
¡que mi madre no vuelva a buscar aquí el agua para amasar su pan!". Todas
las gotas de agua que aquí se encuentren serán otras tantas gotas de mi sangre.
Todos sus peces serán trozos de mi carne. Todas las ramas dispersas por estas
riberas, serán pedazos de mis huesos. Todos los tallos del césped serán hebras
de mis cabellos".
Tal
fue la triste aventura de la doncella; tal el fin de la hermosa paloma.
¿Y
ahora, quien se encargará de llevar la noticia a la ilustre casa de Aino?
La
liebre la llevará. Y la liebre se lanzó a la carrera, midiendo el espacio con
sus corvas patas, agitando las largas orejas. Así llegó hasta el pabellón de
baños, quedando en cuclillas en el umbral. El baño estaba lleno de muchachas,
que dijeron a la liebre:
"Ven
acá, bestia de los oblicuos pies, que te echaremos en la olla".
La
liebre respondió valientemente; "Soy portadora de una triste nueva. La
doncella cayó al agua; la bella del cinturón de cobre y la banda de plata, ha
desaparecido; ha descendido al fondo del mar, bajo las olas inmensas, para
ser allí la hermana de los peces, familiar de los marinos habitantes".
Entonces
la madre de Aino comenzó a llorar y lamentarse diciendo: "Guardaos, oh
pobres madres, guardaos en esta vida terrestre de brizar a vuestras hijas, de
alimentar a vuestras hijas para unirlas a hombre que no hayan ellas elegido, como
yo he hecho con mi hija, con mi paloma querida".
Y la madre siguió llorando. Las lágrimas
ruedan de sus claros ojos sobre sus tristes mejillas.
Y de aquellas lágrimas surgieron tres ríos; y
de cada río tres cataratas encrespadas como llamas; y en medio de las
cataratas, tres islas; y en cada isla, una montaña de oro; y en la cumbre de
cada montaña, tres abedules; y en la copa de cada abedul, tres lindos
cuclillos.
Y
los cuclillos rompieron a cantar.
Decía
el primero: "¡Amor, amor!".
Decía
el segundo: "¡Desposado,
desposado!".
Decía
el tercero: "¡Alegría,
alegría!".
El
que dijo "¡amor, amor!" cantó por espacio de tres meses para la
doncella privada de amor, para la que en el fondo del mar reposa.
El
que dijo: "¡Desposado, desposado!", cantó por espacio de seis meses
para el desposado privado de la novia, para el que queda presa de amarga pena.
El
que dijo: "¡Alegría, alegría!", cantó toda la vida para la madre
privada de alegría, para aquella que llora sin tregua.
Y
la madre de Aino dijo: "Una madre abrumada por el dolor no debe escuchar
largo tiempo el canto de cuco. Cuando el cuclillo canta, late el corazón, las
lágrimas acuden a los ojos y ruedan por las mejillas, gruesas como guisantes
maduros, henchidas como habas de simiente. La vida disminuye una vara, el cuerpo
mengua un palmo, y las entrañas se desgarran, cuando se presta oído al cuco de
la primavera".
Ya
la noticia resuena a lo lejos, la nueva de la muerte de la doncella, la
desaparición de la hermosa.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, fue presa del dolor. Lloró a la doncella todos
los atardeceres, la lloró todas las auroras, y las noches casi enteras. Lloró
el funesto destino de Aino, su muerte en las ondas húmedas, bajo las olas
profundas. Y partió con el corazón en la garganta y los ojos anegados en
llanto, hacia las costas del mar azul.
Se
dirigió a su barca de pesca; examinó sus anzuelos y sedales. Metió un anzuelo,
un garfio de hierro, en su bolsa, y avanzó a fuerza de remos hasta el extremo
del nebuloso cabo, de la isla rica en umbrías. Allí lanzó su anzuelo al mar,
atrayendo y espiando su presa; el hilo de cobre temblaba, silbaba el sedal de
plata, zumbaba la liz de oro.
Una
mañana, al fin, Wainamoinen sintió que un pez mordía el anzuelo; lo sacó de un
tirón y lo arrojó al fondo de la barca. Y examinándolo con atención, dijo:
"He aquí el primer pez que yo no conozco. Tal como es, parece un salmón de
mar, una pértiga de aguas hondas".
Y
desenvainando el cuchillo de mango argentado que pendía de su cintura, se
dispuso a cortarlo en trozos para su almuerzo.
Pero
he aquí que el hermoso pez se escapa de entre sus manos y salta fuera de la
roja barca de Wainamoinen.
Y a
la quinta ráfaga de viento, asomó la cabeza por encima del agua, y habló:
"Oh viejo Wainamoinen: no he sido yo hecho para ser cortado en trozos como
un salmón y servirte de almuerzo".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¿Para qué has sido hecho, entonces?".
"Yo
estaba destinado a ser tu paloma, a reposar sobre tu pecho, a sentarme a tu
lado eternamente, a ser la compañera de tu vida. ¡Oh, estúpido Wainamoinen,
que no has sabido retener a la húmeda virgen!".
El
viejo Wainamoinen, abrumado de pena, bajó la cabeza y dijo: "¡Oh hermana
de Joukahainen, ven otra vez a mi lado!".
Pero
la doncella no volvió; no volvió ni una sola vez en todos los días de su vida.
Desapareció de la superficie marina y se hundió en las entrañas de la roca
abigarrada, en las hendiduras de la piedra rojiza como el hígado.
Entonces
el viejo Wainamoinen, gacha la cabeza, triste el corazón, y caída la gorra
sobre la oreja, dijo: "¡Oh, qué inmensa ha sido mi locura, qué estúpida mi
condición de hombre! ¿Dónde están los días en que yo era el dueño de la
inteligencia, y tenía el pensamiento poderoso y grande el corazón? ¡Ay que
ahora, en esta triste vida, en esta miserable edad, mi inteligencia se ha
reducido, mi pensamiento ha perdido su vigor; todo lo que en mi alma había de
energía y potencia, todo se ha desvanecido!".
Y
Wainamoinen comenzó a caminar lentamente, con los ojos llenos de lágrimas y el
corazón de suspiros. Llegó a las puertas de su casa y dijo: "Mis cuclillos
gozosos cantaban ayer al alba y al ocaso, y hasta en pleno día. La pena ha
quebrado su sonora voz; la desesperación la ha ahogado. Por eso ya no se les
oye cantar a la puesta del sol, para endulzarme las horas de la noche y los
levantes de la aurora".
"¿Cómo
podré ahora soportar la vida, habitar este mundo, caminar a través de sus
espacios? Si mi madre viviera aún, ella me inspiraría sin duda lo que debo
hacer para que la pena no me destroce, para no sucumbir a la desesperación en
estos lamentables días, en estas angustias llenas de amargura".
De
repente la madre de Wainamoinen se despertó en su tumba, y desde el seno del
agua le respondió: "Tu madre vive aún; aquella que te amamantó no ha sido
tragada por el sueño de la muerte, y puede decirte lo que debes hacer.
Trasládate a las comarcas de Pohjola. Allí es, hijo mío, donde debes buscar una
esposa; elige la mejor de las doncellas de Pohjola. Una doncella bella de
rostro, sana de cuerpo, de ágiles pies, viva y alerta en todos sus
movimientos".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, resolvió ir a las heladas regiones de la
sombría Pohjola. Tomó un caballo ligero como la paja, esbelto como un tallo de
guisante; puso un freno de oro en su boca, una brida de plata en su cuello;
después cabalgó sobre sus lomos y se lanzó al espacio.
Entretanto
el joven Joukahainen, el cenceño mozo de Laponia, alimentaba en su corazón un
odio ardiente contra el viejo Wainamoinen, contra el runoya eterno. Se
fabricó un arco flamígero, asombroso de ver; era de hierro ligado con cobre,
guarnecido de oro y plata.
Y
Joukahainen talló una gran cantidad de flechas, con astil de encina y triple
punta de abeto; ató a ellas el plumón de la golondrina, las alas ligeras del gorrión.
Después les dio temple mojándolas en la negra baba de la serpiente, en el
mordiente veneno de la víbora.
Y
cuando las flechas estuvieron dispuestas y presto el arco para ser tendido,
Joukahainen se puso a espiar el paso de Wainamoinen. Lo esperó al alba y a la
tarde y a pleno sol.
Al
fin una mañana levantó la mirada hacia el noroeste. Volvió la cabeza del lado
del sol, y divisó una mancha negra en el mar, un punto en el azul.
No
era una nube de oriente; no era el crepúsculo de la mañana; era el viejo
Wainamoinen, el runoya eterno, que llegaba a Pohjola en su corcel ligero como
paja, esbelto como un tallo de guisante. Entonces el joven Joukahainen empuñó
su arco de maravilla para matar a Wainamoinen.
Su
madre le dijo: "¿Por qué te precipitas así sobre tu arco, tu arco de
hierro?".
El
joven Joukahainen respondió: "Voy a tirar contra el viejo Wainamoinen. Yo
atravesaré con mis flechas el corazón del runoya eterno, su hígado y la carne
de su espalda".
Su
madre se esforzó en desviar tal propósito: "No tires contra Wainamoinen,
el de la alta estirpe. Si matases a Wainamoinen, la alegría desaparecería
repentinamente de la vida, y la canción sería desterrada de este mundo".
Entonces
el joven Joukahainen se detuvo un momento, indeciso y pensativo. Una mano le
excitaba a disparar; la otra le retenía; sus nerviosos dedos ardían como
brasas. Al fin dijo: "¡Que desaparezcan, así fueran mil veces más
hermosas, las horas gozosas de la vida! ¡Que todos los cantos enmudezcan! ¡Nada
me importa ya; no dejaré por eso de disparar contra Wainamoinen!".
Y
apoyó el arco contra el hombro izquierdo, y soltó la cuerda. La flecha voló
demasiado alta; voló sobre la cabeza de Wainamoinen, hasta el cielo, hasta las
fuentes de la lluvia, hasta las nubes en remolino.
Joukahainen
tiró por segunda vez. La flecha cayó demasiado baja: penetró hasta los
profundos de la tierra; y la tierra casi se hundió en sus propias entrañas, y
las rocas se abrieron.
Joukahainen
tiró por tercera vez. La flecha llegó certera: alcanzó en los ijares al hermoso
caballo de Wainamoinen, al corcel ligero como paja, esbelto como un tallo de
guisante. Le hirió en el anca izquierda y le atravesó la carne.
El
viejo Wainamoinen cayó sobre sus dedos en el mar, sobre sus manos en la onda,
sobre sus puños en las hirvientes olas.
Y
he aquí que una gran tempestad se desencadenó; el héroe fue arrastrado por las
impetuosas olas al fondo del vasto abismo.
Entonces
el joven Joukahainen gritó orgullosamente: "Oh viejo Wainamoinen, ya no
volverás con ojos vivos mientras el mundo dure, mientras la luna argentada
brille, ya no volverás a cabalgar por los bosques de Wainola, por las landas
de Kálevala".
Y
regresó a su casa. Su madre le preguntó en seguida: ''¿Has disparado ya contra
Wainamoinen? ¿has matado al hijo de Kálevala?".
El
joven Joukahainen respondió: "Sí. El anciano recorre ahora el mar,
barriendo olas. Ha caído sobre sus dedos, ha rodado sobre las palmas de sus
manos; después se ha vuelto de costado, y ha caído de espaldas para ser
zarandeado en el seno del abismo, arrastrado por las procelosas aguas".
La
madre dijo: "¡Has cometido una perversa acción, oh miserable, tirando
contra Wainamoinen, matando al más grande de los héroes, al más hermoso de los
hombres de Kálevala!".
IV
WAINAMOINEN EN POHJOLA
El
viejo, el impasible Wainamoinen, flotó como una rama de abeto durante seis
días, durante siete noches de estío, a través del vasto abismo. Delante de él
se extiende el húmedo mar; sobre su cabeza fulge el cielo.
Y
todavía flota dos noches más, dos de los más largos días. Al fin, al octavo
día, tras la noche novena, se sintió fatigado y débil, porque ya no tenía uñas
en los pies ni piel sobre los dedos.
Entonces
el viejo Wainamoinen dijo: "¡Ay, pobre y desdichado de mí; ay, miserable!
Heme aquí, lejos de mi país, despojado de mi antigua mansión, para pasar el
resto de mis días bajo la bóveda celeste, arrastrarlo por el espacio sin
límites, sobre este mar sin orillas. Frías están para mí las crestas de las
olas; doloroso es verse suspendido eternamente a lomos del oleaje".
De
pronto, de las colinas de Laponia, de las regiones del nordeste, un águila
tendió el vuelo. Con un ala roza el mar, con la otra barre el cielo; su cola se
desliza sobre las ondas, su pico rasa las islas. Y vio a Wainamoinen errante
sobre la superficie azul del mar.
"¿Qué
haces en el agua, oh héroe, qué haces en medio de las olas?".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Me encuentro así en el agua,
errante sobre las olas, por haber ido en pos de la doncella de Pohjola. Rápidamente
bordeaba el mar de fundidos hielos, cuando de pronto mi caballo fue alcanzado
por una flecha lanzada contra mí. Entonces rodé al mar, caí en medio del agua,
para ser aquí mecido, empujado por el viento".
El
águila, el ave del aire, dijo: "Cesa de gemir, oh Wainamoinen; monta a mis
lomos, entre mis alas; yo te sacaré del agua y te conduciré a donde te plazca.
No olvido yo aquellos hermosos días, cuando tú talabas los bosques de
Kálevala. Sólo al abedul dejaste en pie para reposo de las aves, para que yo
misma encontrase en él mi refugio".
Y
el águila condujo a Wainamoinen por el aire, por los caminos del viento, por
las anchas rutas de la tempestad, hacia las lejanas fronteras de Pohjola. Allí
lo dejó caer, y nuevamente remontó su vuelo hacia las nubes.
El
viejo Wainamoinen rompió a llorar, a sollozar ruidosamente sobre la nueva
ribera, sobre aquel promontorio desconocido. Cien heridas se abrían en su
costado, mil veces la tempestad le había golpeado. Su barba estaba erizada, sus
cabellos en desorden.
Dos
noches lloró; tres noches lloró, y otros tantos días. Y extranjero en aquellas
tierras, no sabía qué camino tomar para volver a su antigua casa, para regresar
al lugar de su nacimiento.
La
joven sirvienta de Pohjola, la rubia doncella, había hecho un pacto con el sol
y la luna. Habían convenido levantarse siempre juntos, despertarse siempre al
mismo tiempo.
Un
día, sin embargo, se adelantó al sol y la luna. Recogió la basura en un
recipiente de cobre, y fue a llevarla al campo más apartado de su techumbre.
Allí escuchó unos sollozos que venían del lado del mar, gemidos que llegaban de
la otra orilla del río.
Se
apresuró a regresar a su casa y dijo: "He oído unos sollozos que venían
del lado del mar, de la otra orilla del río".
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, la anciana sin dientes, salió apresuradamente
al corral, y se puso a escuchar. Después dijo: "Ese llanto no es el de un
niño, esos gemidos no son de mujer. Es el llanto de un héroe viril; son gemidos
de un mentón erizado de barba".
Y
botando al agua su barca, se dirigió a fuerza de remos, hacia el viejo
Wainamoinen, hacia el héroe abrumado de dolor. El viejo Wainamoinen lloraba en
medio de un marjal inculto, de un intrincado bosque.
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, le dijo: "¿Puedo preguntarte qué clase
de hombre eres, oh héroe, y de dónde has venido?".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Famoso he sido y celebrado
antaño, en las veladas, como el hombre de la alegría, el cantor de los valles,
en los bosques de Wainola, en las landas de Kálevala. Ahora, ¿qué va a ser de
mí, desdichado? Apenas lo sé yo mismo".
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, dijo: "Sal de ese cenagal, oh héroe, y
dinos tu desdicha; ven a contarnos las aventuras de tu vida".
Y
hurtándole a su llanto, a sus desesperados sollozos, lo hizo sentar en su
barca. Después, sentándose a su vez en el banco remero, se dirigió a Pohjola, e
introdujo en su casa al extranjero.
Allí
calmó su hambre, enjugó sus ropas empapadas; le preparó un baño, lavó y
friccionó sus miembros devolviéndole sus fuerzas; y le dijo: "¿Por qué
lloras tú, Wainamoinen, en este sórdido retiro, a la orilla del mar?"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "Razón me sobra para llorar y
gemir, porque he sido arrastrado lejos de mi patria, de mi país bien amado, a
estas desconocidas regiones, a este extranjero suelo".
Madre
Louhi, dijo: "Y bien: ¿qué me das si te devuelvo a tu país, a la puerta
misma de tus campos, junto a tu pabellón de baños?".
El
viejo Wainamoinen, respondió: "¿Qué pides por devolverme a mi casa, a oír
de nuevo la voz del cuclillo, el canto de mi pájaro precioso? ¿Quieres un
casco lleno de oro? ¿mi gorra llena de plata?"
Madre
Louhi, el ama de casa, dijo: "Oh sabio Wainamoinen, oh runoya inmortal:
yo no quiero ni tu oro ni tu plata. Bueno es el oro para jugar los niños, y la
plata para sonoro adorno del caballo. ¿Puedes forjarme un Sampo [12],
un Sampo de brillantes aspas? ¿Serías tú capaz de forjarlo con un plumón de
cisne, leche de una vaca estéril, un grano de cebada y un copo de lana de una
oveja preñada? En premio de tu trabajo yo te daré una doncella, una hermosa
virgen, y te volveré a tu país donde el pájaro canta, donde el cuco deja oír
su voz".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "Yo no sabría forjarte un Sampo, un
Sampo de brillantes aspas. Pero llévame a mi país, y desde allí te enviaré al
herrero Ilmarinen; él te forjará ese Sampo, él tachonará su rueda. Y él
enamorará a la doncella y será su alegría. Ilmarinen es un herrero maravilloso,
un hábil forjador. Él es quien ha fraguado la bóveda celeste, quien ha
martillado la techumbre del aire, sin que los martillazos se noten ni la
mordedura de las tenazas".
Madre
Louhi, el ama, dijo: "Prometo entregar mi hija, mi hermosa hija, a aquel
que me forje el Sampo de brillantes aspas, con un plumón de cisne, con la leche
de una vaca estéril, con un grano de cebada y un copo de lana de una oveja
preñada".
Y
enganchó al trineo su caballo, su caballo de color de sangre; hizo sentar a
Wainamoinen, y le dijo: "No levantes la cabeza pase lo que pase, ni te atrevas
a incorporarte, a menos que el caballo se detenga fatigado o que la noche te
sorprenda. Si levantas la cabeza, si yergues el cuerpo, te traerá desgracia:
un día fatal pesará sobre ti".
Después
el viejo Wainamoinen lanzó al galope el caballo de las blancas crines, y se
alejó con estrépito de la sombría Pohjola.
V
LAS PRUEBAS DE AMOR. LA HERIDA
¡Hermosa
era en verdad, la virgen de Pohjola! Era la gloria de la tierra, la gala de las
ondas. Estaba sentada en la cúpula del aire, acodada en el arco-iris, resplandeciente
en sus blancas vestiduras. Tejía un tisú de oro, con su lanzadera de oro; un
tisú de plata, en su telar de plata.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se alejaba de la sombría Pohjola. Apenas había
andado una parte del camino, cuando sintió la lanzadera zumbar sobre su cabeza.
Levantó los ojos hacia el cielo y divisó un hermoso arco tendido sobre la
cúpula del aire; y sobre el arco, una doncella que tejía su tisú de oro, su
tisú de plata.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, frenó de golpe su caballo, tomó la palabra, y
dijo: "¡Ven a mi trineo, oh doncella! ¡Desciende, oh doncella, a mi
hermoso trineo!".
La
doncella dijo: "¿Para qué quieres tenerme en tu trineo, en tu hermoso
trineo?".
El
viejo, el impasible Wainamoinen respondió: "Quiero llevarte en mi trineo
para que me amases las tortas de miel, para que prepares mi cerveza, para que
cantes en los escaños de mi casa y seas la admiración de cuantos te vean
asomada a mi ventana".
La
doncella dijo: "Ayer tarde, cuando corría con ágiles pies sobre la
llanura de oro, un zorzal cantaba entre el follaje. Cantaba el alma de las
mozas, el alma de las doncellas. Y yo pregunté al pájaro: Dime, zorzal, ¿quién
es más dichosa, quién más envidiable: la doncella, que permanece en casa de su
padre, o la casada, que vive bajo el techo del esposo?
"Y
el zorzal me respondió: Luminoso es el día de estío, pero más luminosa aún la
suerte de la doncella; el hierro enterrado en el hielo es frío, pero más fría
es aún la suerte de la casada. La doncella vive en casa de su padre como la
semilla en una tierra fecunda; la casada vive bajo el techo del esposo como el
perro entre cadenas. Raramente el esclavo goza las dulzuras del amor; la
casada, jamás".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "El canto del zorzal carece de
sentido. Ven, oh doncella, a mi trineo, a mi hermoso trineo. No soy yo un
hombre cualquiera, ni un héroe que valga menos que los otros".
La
muchacha respondió maliciosamente: "Te llamaría yo hombre y te tendría
por héroe, si eres capaz de partir a lo largo una crin de caballo con un cuchillo
sin punta; si haces con un huevo un nudo invisible" [13].
El
viejo, el impasible Wainamoinen, partió a lo largo una crin de caballo con un
cuchillo sin punta e hizo con el huevo un nudo invisible. Después pidió nuevamente
a la doncella que descendiese a su trineo.
La
doncella le dijo maliciosamente: "Quizá aceptara ir contigo si sacas de la
superficie de una piedra cortezas de abedul; si tallas una afilada estaca en
el hielo sin que salten esquirlas, sin que ninguna de las heladas astillas
caiga al suelo".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, no se apuró por eso. Sacó de la superficie de
la piedra la corteza de abedul y talló en el hielo una afilada estaca sin que
ninguna esquirla saltase, sin que ninguna de las heladas astillas cayese al
suelo. Después volvió a llamar a la doncella a su trineo.
La doncella le respondió
maliciosamente: "Sólo descenderé hacia aquel que sea capaz de construir
un barco con las astillas de mi huso, con los trozos de mi lanzadera, y lo
bote al agua sin empujarlo con la rodilla, sin tocarlo con las manos, sin
sacudirlo con el brazo, sin dirigirlo con el hombro".
El
viejo, el impasible Wainamoinen dijo: "A buen seguro no habrá en la tierra
ni en toda la extensión del mundo, ningún constructor de navíos que pueda
rivalizar conmigo".
Y
tomando las astillas del huso y los trozos de la lanzadera, se puso a construir
el navío de mil planchas, sobre una roca de acero, sobre una losa de hierro.
Martillaba
con una soberbia confianza en sí mismo, con un agresivo orgullo. Martilló un
día, martilló dos días, y martilló casi tres días, sin que el hacha tocase la
losa, sin que la cresta de acero tropezase contra la roca. Pero a la tarde del
tercer día, la cresta de acero dio contra la roca, el hacha dio contra la losa,
y resbaló, y fue a desgarrar la rodilla del héroe y el dedo del pie. Y la
sangre corrió, saltó en hirviente chorro.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya eterno, tomó la palabra y dijo:
"¡Oh hacha, o media luna de acero: has creído morder leña, has creído
labrar el abeto, tajar el pino, hendir el abedul, y has desgarrado mi carne,
te has precipitado a través de mis venas!".
Y comenzó a salmodiar sus
sortilegios, a cantar las palabras originarias y fundamentales, las runas de la
ciencia. Pero no logró acordarse de las más profundas, de las palabras
reveladoras del hierro; las únicas capaces de cicatrizar la llaga en carne
viva, de curar la herida del azulado acero.
Entonces
el héroe fue presa de atroces dolores. Lloró amargamente; después enganchó el
caballo al trineo, y se puso nuevamente en marcha.
Tomó
el primer camino, se detuvo ante la casa más cercana y gritó a través de la
puerta: "¿Hay alguien en esta casa capaz de explorar la obra del hierro,
oponer un dique al río que desborda, al oleaje de sangre que se
despeña?".
Un
anciano de barba gris, tendido en el escaño de la chimenea, le respondió con
ronca voz: "Ríos mayores se han encadenado, torrentes más fieros se han
domado, con las tres palabras del Creador, con el misterioso poder de las
palabras originales. Los ríos han sido detenidos en su desembocadura, los
arroyos de las ciénagas en su manantial, las cataratas en medio de su
torbellino; han sido colgados los golfos entre las puntas de los promontorios,
y los istmos han sido confundidos con los istmos" [14].
El
viejo, el impasible Wainamoinen, descendió solo de su trineo, sin apoyo de
nadie, y penetró bajo el techo del anciano.
Se
le trajo un recipiente de plata, un recipiente de oro; pero entre los dos no
pudieron contener la sangre que desbordaba de la herida de Wainamoinen, la
sangre hirviente del noble héroe.
El
anciano clamó desde la chimenea con ronca voz: "¿Qué hombre eres tú, pues,
entre los hombres, qué héroe entre los héroes? Ya siete toneles, ya ocho grandes
cubas están llenas de tu sangre, oh desdichado, y todavía desborda sobre el
piso. Mis palabras no bastan, necesitaría otras; pero yo no conozco el origen
del hierro, no sé cómo ha sido formado el miserable metal" [15].
El
viejo Wainamoinen dijo: "Yo conozco el origen del hierro, yo creo saber la
procedencia del acero.
"El
aire es el más antiguo de los elementos; después vino el agua, después el
fuego, y finalmente el hierro.
"Ukko,
el creador altísimo, el arbitro supremo del tiempo, separó el aire del agua, y
del agua sacó la tierra. Pero el hierro no había aparecido aún.
"Ukko,
el glorioso Jumala, frotó con sus manos su rodilla izquierda. Y de ese
frotamiento nacieron tres vírgenes, tres hijas de la naturaleza. Ésas eran las
madres que debían concebir el hierro, dar a luz el azulado metal.
"Las
tres doncellas marchaban cadenciosamente por las orillas de una nube. Sus
pechos estaban hinchados, dolorido el botón de los senos; y derramaron su leche
sobre la tierra, inundando las llanuras y los marjales, mezclándola a las
límpidas ondas.
"La
mayor de las vírgenes vertió una leche negra, la segunda una leche blanca, la
tercera una leche roja.
"La
que vertió la leche negra hizo nacer el flexible fuego; la que vertió la leche
blanca hizo nacer el acero; la que vertió la leche roja hizo nacer el hierro
tenso y duro.
"Poco
tiempo después, el hierro quiso hacer una visita al más viejo de sus hermanos,
quiso trabar amistad con el fuego. Pero el fuego se entregó a un insensato
furor, levantándose en espantosas llamas y amenazando devorar al hierro, al
pobre hierro, su hermano.
"Pero
el hierro logró escapar a su terrible abrazo, a sus exasperadas fauces, y fue a
ocultarse en el fondo de un rumoroso manantial, en las entrañas de una profunda
ciénaga; y en la cima de una roca salvaje, donde los cisnes depositan sus
huevos, donde la oca empolla sus polluelos.
"Y
así permaneció, en el húmedo fango del pantano, oculto entre los troncos de dos
arbustos, entre las raíces de tres álamos blancos, durante un año, durante dos
años, durante casi tres años. Pero, a pesar de todo, no consiguió escapar al
inexorable abrazo del fuego. Y hubo de retornar a su solar, para ser convertido
allí en arma de combate, en temible cuchilla."
El
anciano exclamó con ronca voz, desde la chimenea: "Ahora conozco el origen
del hierro, las mañas del acero. ¡Maldición sobre ti, lamentable hierro, pobre
y vil escoria! ¡maldición sobre ti, fatal acero, que sólo has venido al mundo a
desplegar entre nosotros tu violencia y tu maldad!
"¡Ven
a contemplar lo que has hecho, ven a borrar las huellas de tu crimen!
"¡Y
tú, cesa de manar, oh sangre! ¡cesa, oh caliente sangre, de borbotar sobre mí,
inundándome el pecho!
"¡Oh
Ukko, creador altísimo, oh celeste Jumala! ¡acude a mis súplicas, socórrenos!
Cierra con tu pesada mano, con tus anchos pulgares, este tremendo desgarrón,
esta llaga en carne viva. ¡Tapa con un lirio de oro este río de sangre, tápalo
con una hoja de nenúfar, para que cese de chorrear sobre mis barbas, empapando
mis vestidos!"
Y
el anciano tapó con sus manos la sangrienta hendidura, encadenó el rojo
torrente. Después envió a su hijo a la fragua a preparar un bálsamo; un bálsamo
hecho de simiente de yerba, del tallo de mil plantas saturadas de miel.
El
hijo del anciano probó el bálsamo en las hendiduras de las piedras, en las
grietas de las rocas. Las hendiduras se cerraron, las grietas fueron colmadas.
Entonces llevó a su padre el bálsamo así preparado.
"He
aquí el remedio seguro, el remedio infalible; con él puedes soldar las piedras
y ensamblar las rocas."
El
anciano probó el bálsamo con su lengua, con su boca sin dientes; y lo encontró
bueno.
Y
frotó el cuerpo de Wainamoinen, ungió su llaga en todos sentidos, y dijo:
"No te toco con mi propia carne sino con la carne del Creador; no te curo
con mis propias fuerzas, sino con las fuerzas del Todopoderoso".
Cuando
el bálsamo fue extendido sobre la herida, Wainamoinen fue presa del vértigo; se
tambaleó como un hombre ebrio, a punto de desplomarse.
El
anciano trató de conjurar el dolor. Después preparó un lienzo de seda, lo
cortó en tiras haciendo un vendaje para fijar el ungüento en la rodilla del
héroe, en el pie de Wainamoinen.
De
repente el viejo Wainamoinen se sintió milagrosamente aliviado, y pronto su
curación fue completa. Su herida se cerró, su carne cobró más vigor y belleza
que nunca; su pie recobró la fuerza, su rodilla la flexibilidad; y no volvió a
experimentar ningún dolor.
Entonces
elevó al cielo su mirada majestuosa, y dijo: "Las gracias y el socorro
bienhechor siempre vienen del alto cielo, del Creador todopoderoso. ¡Bendito
seas, oh Jumala! ¡glorificado seas, oh dios único, tú que tan eficazmente me
has protegido en medio de mi angustia, de los dolores causados por la mordedura
del hierro!"
Y
el viejo Wainamoinen añadió aún: "¡Oh raza del porvenir, raza que
eternamente te renuevas en el seno de las edades! ¡guárdate de construir un
navío con el corazón lleno de orgullo! ¡guárdate de mostrar una excesiva
confianza, ni aun cuando hayas de labrar uno solo de sus costados! ¡Sólo a
Jumala, sólo al Creador le es dado terminar toda obra, dar la última mano a un
proyecto, y no a la destreza del héroe [16], a la pujanza
del fuerte!"
VI
EL HERRERO ILMARINEN
El
viejo, el impasible Wainamoinen, enganchó su leonado corcel al trineo, a su
hermoso trineo. Después tomó asiento y se puso en marcha.
Lleva
gacha la cabeza, triste el corazón, ladeada la gorra. Porque, para salvar su
vida, para librar su cabeza, ha prometido enviar al herrero Ilmarinen, el inmortal
forjador, a la sombría tierra de Pohjola.
Ya
se detiene el caballo en la linde de Kálevala. Wainamoinen asoma la cabeza y
oye retumbar, en el interior de la fragua, el martillo del herrero.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se encaminó hacia allá. Ilmarinen, sin
abandonar su trabajo, dijo al héroe: "Oh viejo Wainamoinen ¿dónde has
permanecido tanto tiempo? ¿dónde has pasado tan larga ausencia?".
El
viejo, el impasible Wainamoinen respondió: "He permanecido tanto tiempo,
he dejado transcurrir tan larga ausencia en la sombría Pohjola".
Ilmarinen
dijo: "Oh viejo Wainamoinen, oh runoya eterno ¿qué cuentas de tus viajes
al retornar a tu país?".
El
viejo Wainamoinen dijo: "Mucho traigo que contar. Hay en Pohjola una
doncella que no está prometida aún a ningún hombre, que aún no ha sentido
ternura por ningún héroe. Media Pohjola celebra sus encantos, porque es
maravillosamente bella.
"Ve
tú, pues, oh Ilmarinen, oh forjador inmortal; ve tú a buscar a la doncella, a
la virgen de las hermosas trenzas. Si eres capaz de forjar un Sampo de
brillantes aspas, te será entregada en premio a tu trabajo".
Ilmarinen
dijo: "¿Es decir, oh viejo Wainamoinen, que me has prometido a la sombría
Pohjola como rescate de tu propia cabeza, como prenda de tu liberación? ¡No!
mientras dure esta larga vida, mientras la luna alumbre el mundo con su
antorcha de oro, no seré yo quien vaya a los ámbitos de Pohjola, a las regiones
donde se devora a los hombres, donde los héroes son exterminados".
Entonces
el viejo Wainamoinen levantó la voz y entonó un canto de sortilegio. Invocó al
violento viento, al torbellino de la tempestad, y le habló así: "Arrástrale,
o viento, a tu navío; arrástrale, soplo de la primavera, a tu barca. ¡Y
llévale rápidamente hasta la sombría Pohjola!"
El
viento se desencadenó furioso, el aire se levantó en torbellino, y arrastró
consigo al herrero, y lo llevó hacia la sombría Pohjola.
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, la anciana sin dientes, encontró al herrero
en el corral de su casa, y le dijo: "¿Qué hombre eres tú entre los
hombres, qué héroe entre los héroes, tú que así llegas por los caminos del
viento, con el aliento de la primavera, sin que los perros te hayan denunciado,
sin que los colas lanudas hayan ladrado?"
Ilmarinen
respondió: "Es que tampoco he venido yo a estas extrañas tierras, a estas
desconocidas regiones, para servir de pasto a los perros, para ser devorado
por los colas lanudas" [17].
El
ama de casa de Pohjola interrogó de nuevo al viajero: "¿Has conocido acaso
al herrero Ilmarinen, has oído hablar del hábil forjador? Hace tiempo que es
deseado y esperado en Pohjola".
Ilmarinen
respondió: "Conozco, en efecto, a ese herrero, porque Ilmarinen soy yo
mismo; yo soy el hábil forjador".
Madre Louhi entró en seguida en la casa y dijo: "¡Oh mi hija menor, la
más querida de mis hijas: hora es de que te pongas tus hermosas vestiduras, tus
más espléndidos adornos! ¡Orna tu cuello con un brillante collar, tu pecho con
una radiante fíbula, tu frente con una diadema de flores! ¡Que tus mejillas se
enciendan de púrpura, que todo tu cuerpo resplandezca! ¡Porque aquí está
Ilmarinen, el herrero, el forjador inmortal! ¡Ha venido a forjar el Sampo de
espléndida cubierta!"
La
bella virgen de Pohjola, la gloria de la tierra, honra de las ondas, se puso
sus más bellos vestidos, sus mejores joyas. Y se presentó en la cámara
familiar, brillantes sus ojos, ornadas sus orejas, encendidas sus mejillas,
bello su rostro. Los adornos de oro esmaltan su pecho, los adornos de plata, su
cabeza.
Entonces
el ama de Pohjola introdujo al forjador Ilmarinen en la casa. Lo regaló con diversos
manjares, con abundante cerveza. Y cuando hubo saciado su hambre y su sed. le
dijo: "¡Oh herrero Ilmarinen, oh forjador inmortal! ¿eres tú capaz de
forjarme un Sampo de brillantes aspas, con el plumón del cisne, con la leche
de una vaca estéril, con un grano de cebada y el copo de lana de una oveja
preñada? Yo te daré a mi hija, a mi hermosa hija, en premio a tu trabajo".
Ilmarinen
respondió: "Sin duda soy capaz de forjar el Sampo de espléndida rueda.
Porque yo soy quien ha forjado la bóveda celeste, quien ha tachonado las
cúpulas del aire, cuando nada en el mundo había sido comenzado, cuando no
existía aún el más pequeño átomo".
E
Ilmarinen salió para ir a forjar el Sampo de brillantes aspas. Buscó en primer
lugar una fragua y útiles de herrería; pero allí no había ni fragua, ni
fuelle, ni lumbre, ni yunque, ni martillo, ni siquiera un mango de martillo.
Buscó
un día y otro día; al tercer día encontró una losa multicolor, un denso bloque
de piedra. Allí se detuvo y encendió el fuego. Al día siguiente había dispuesto
un fuelle. Al otro día ya la fragua estaba en marcha. Y llenó el hogar con las
materias elementales. E hizo venir esclavos para soplar, hombres fuertes para
trabajar.
Los
esclavos soplaron sin descanso, los fuertes obreros trabajaron durante tres
días, durante tres noches de estío. Las piedras se hinchaban bajo sus talones,
los bloques roqueros se recalentaban bajo sus pies. Los vientos se
desencadenaron con furia, soplando del este y del oeste, del norte y del sur.
La llama de la forja sale por las ventanas, centellean las chispas, el humo se
eleva hasta el cielo en espesa nube.
Al
final del día tercero Ilmarinen se inclinó sobre la hornilla, y vio que el
Sampo había aparecido, que las brillantes aspas se habían formado.
Y
empezó a trabajarlo con ardor, a martillarlo con fuerza, a labrarlo con arte.
Por un lado era un molino de harina; por otro lado era un molino de sal; por el
otro era un molino de oro.
El
nuevo Sampo comenzó a dar vueltas y se puso a moler. Comenzó su trabajo al nacer
el día: un cofre molió para ser comido, otro para ser vendido, y otro para ser
guardado.
El
ama de casa de Pohjola saltaba de alegría. Y corrió con el Sampo hacia su
casa. Lo ocultó en las entrañas de una roca de cobre, a una profundidad de
nueve brazas, bajo nueve llaves. Enterró una de sus raíces en la tierra, otra
en el agua y la tercera en la colina donde estaba construida su casa.
Entonces
el herrero Ilmarinen reclamó a la doncella: "Ahora la joven virgen me
pertenece, pues he forjado el Sampo, el Sampo de espléndida cubierta". La
hermosa doncella de Pohjola dijo: "¿Quién haría cantar al cuco el año
próximo, quién haría gorjear a los pájaros de estío, si la paloma ha de
marcharse, si el fruto de las entrañas de mi madre ha de partir, si el fruto en
flor ha de desaparecer? El cuco huiría lejos, los pájaros de la alegría
desertarían de las cumbres de mis colinas, de los hombros de esta cadena de
montañas. ¡No! y aunque así no fuera, tampoco partiré, no abandonaré mi vida
de doncella".
El
herrero Ilmarinen, el forjador inmortal, fue presa de una gran tristeza. Su
corazón estaba oprimido, su cabeza baja, su gorra caída de lado. Reflexionaba
en su interior, preguntándose cómo haría para abandonar la sombría Pohjola,
para tornar a su casa, a su bien amado país.
Madre
Louhi, le dijo: "¿Por qué estás triste, oh Ilmarinen? ¿Añoras tu antigua
patria?".
Ilmarinen
respondió: "Sí, suspiro por mi antigua patria; quisiera volver a ver mi
casa, y morir allá y ser allá enterrado".
Madre
Louhi sirvió al héroe de comer y beber. Después le hizo sentar en una barca,
junto al timón ornado de cobre. E invocó al viento, al viento del norte, y le
ordenó soplar fuertemente.
Así
se lanzó el herrero Ilmarinen sobre el mar azul. Bogó un día y otro día; al
tercer día llegó a su país, a su casa natal.
El
viejo Wainamoinen le dijo: "¡Oh hermano Ilmarinen, oh herrero inmortal!
¿has forjado el nuevo Sampo, has tachonado las brillantes aspas?"
Ilmarinen
respondió: "Sí, ya el nuevo Sampo ha empezado a moler; la brillante rueda
ha comenzado a dar vueltas: un cofre molió para ser comido, otro cofre molió
para ser vendido; y un tercer cofre para ser guardado".
VII
LEMMIKAINEN EL AVENTURERO
Hora
es ya de hablar de Athi [18] Lemmikainen,
de cantar al bullicioso y astuto mozo.
Athi, el bullicioso hijo de Lempi [19], fue educado por su dulce madre en una casa construida a orillas del
ancho golfo, detrás del promontorio de Kauko.
Allí
creció Kaukomieli [20], nutriéndose
de peces, hasta llegar a ser un hombre entre los hombres, un héroe de hermoso
rostro, de tez rosada y fresca, erguida cabeza, noble y soberbio el ademán. Pero
tenía un pequeño defecto, una costumbre poco digna de elogio: siempre vivía en
pos de las mujeres, pasando sus noches a la caza de aventuras, frecuentando
las alegres veladas de las mozas, los ruidosos juegos de las de largas
trenzas.
Y
sucedió que había en la isla de Saari una rubia doncella, una radiante flor,
llamada Kylliki. Crecía y se hacía mujer en la ilustre casa de su padre, sentada
en el escaño de honor.
Y
la fama de su belleza voló a lo lejos; y de todas partes acudieron
pretendientes a solicitar su mano. El bullicioso Lemmikainen, el bello
Kaukomieli, concibió el proyecto de ir también él a pretender a la doncella, la
de las largas trenzas, la graciosa flor de Saari.
Su
madre trató de disuadirle, queriendo retenerle a su lado: "Guárdate, hijo
mío, de pretender a quien es de más noble estirpe que la tuya. De ningún modo
serías admitido en la ilustre familia de Saari".
El
travieso Lemmikainen, el bello Kaukomieli, respondió: "Si no pertenezco a
una ilustre casa, si no desciendo de una alta estirpe, yo me haré agradable
por mi rostro, yo sabré seducir sin otros méritos que los de mi persona".
Y
enjaezó su caballo, lo unció al trineo, y partió con estruendo, para ir a
solicitar la mano de la graciosa flor, de la hermosa doncella de Saari.
Pero
en el momento en que hacía su pomposa entrada en la isla, su hermoso trineo
volcó inesperadamente. Las mujeres se echaron a reír burlándose de él.
Entonces
el jovial Lemmikainen rechinó los dientes, irguió la cabeza, sacudió su oscura
melena y dijo: "Nunca había visto ni esperaba oír que una mujer se riera
de mí, que me hiciera mofa, una mozuela".
Y
sin cuidarse gran cosa de lo que pasaba a su alrededor, levantó la voz y dijo:
"¿Hay un lugar en Saari, un lugar donde yo pueda participar en los juegos
de las muchachas, danzar con las de largas trenzas?"
Las
muchachas de Saari, las vírgenes del promontorio, contestaron: "Sin duda
encontrarás entre nosotras lugar para juzgar y retozar como el pastor en el
claro del bosque, como el zagal sobre el heno de la pradera. Las mozas de Saari
son delgadas; aquí sólo son gordos los caballos".
El
bullicioso Lemmikainen no se mortificó poco ni mucho por el tono de la
respuesta. Aceptó una plaza de pastor, y durante todo el día cuidaba los
rebaños; pero por las noches frecuentaba los alegres corrillos de las
muchachas, los alocados juegos y los risueños pasatiempos de las de largas
cabelleras.
De
esta manera el jovial Lemmikainen, el bello Kaukomieli, acabó con las burlas
de las bromistas; y pronto no hubo doncella en toda la isla, aun entre las más
castas y tímidas, a la cual no hubiera prodigado sus caricias, y con la cual
no hubiera compartido su lecho.
Sólo
una le faltaba, una virgen que ningún pretendiente había logrado rendir, que
ningún hombre había podido subyugar: era la bella Kylliki, la graciosa flor de
Saari.
El
alegre, el hermoso Kaukomieli, gastó cien pares de zapatos y cien pares de
remos en perseguir a la bella, cortejándola. La bella Kylliki le dijo:
"¿Qué haces tú aquí miserable? ¿Por qué, vil gorrión, correteas nuestra
isla, de cháchara con las mozas, siempre detrás de los lindos talles? ¡Nada
quiero yo con locos mozalbetes, con turbulentos libertinos! Quiero por esposo
un hombre digno y serio como yo; quiero para mi belleza orgullosa otra belleza
más orgullosa aún; quiero para mi noble sangre una sangre aún más noble".
Transcurrió
algún tiempo, dos semanas apenas; y un buen día, un lindo atardecer, las
doncellas de Saari danzaban y retozaban alegremente en un claro del bosque,
entre los floridos brezos. Kylliki estaba a la cabeza de ellas, como la más
ilustre y hermosa.
De
repente la llegada de Lemmikainen las sorprendió, apareciendo en su trineo
tirado por fogoso caballo. Raptó a Kylliki y la obligó a sentarse a su lado, en
el banco de tablillas. Después hizo restallar su látigo sobre los ijares del
corcel.
Kylliki
vertía amargas lágrimas, la flor de Saari se lamentaba: "Déjame partir,
devuélveme mi libertad para tornar a mi casa, junto a mi madre desolada".
Pero
Lemmikainen no dejó partir a la bella Kylliki, y le dijo: "¡Oh, Kylliki,
perla de mi corazón, dulce y querida amiga, no te aflijas así! No quiero yo
hacerte mal alguno. Tú te apoyarás sobre mi pecho al comer, en mi brazo al
pasear, cuando me detenga estarás a mi lado, y cuando duerma serás la compañero
de mi lecho.
"¿Acaso
te desconsuela, y por eso tus lamentos, que no pertenezca yo a una alta
estirpe, que mi casa no sea lo bastante ilustre? Si no desciendo de elevada
estirpe, si mi casa no es bastante ilustre poseo en cambio una flamígera
espada, un acero del que saltan relámpagos. ¡Mi espada sí es de noble sangre,
de encumbrado origen! Con ella ilustraré mi nombre. ¡Yo extenderé lejos mi
fama, con mi cuchilla de punta de fuego, con mi acero chispeante!"
La
pobre Kylliki lanzó un suspiro y dijo: "¡Oh Athi, hijo de Lempi! si
quieres tener por esposa a una doncella como yo, por compañera de tu vida, has
de prometerme con juramento eterno, has de jurarme no emprender jamás ninguna
expedición guerrera, ni para conquistar oro ni para amontonar plata".
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "Júrame a tu vez que no volverás a corretear
por el pueblo, aunque ardas en deseos de retozar y de entregarte a la
danza".
Y
Lemmikainen y Kylliki juraron juntos, el uno no ir a la guerra, y la otra no
corretear por el pueblo, cambiando sus juramentos, sus eternas promesas, en presencia
del dios revelado, del todopoderoso Jumala.
El
jovial Lemmikainen llegó al fin a su casa, junto a su madre muy amada, la que
lo amamantó a su pecho. La anciana le dijo: "Mucho tiempo has permanecido,
hijo mío, sí, mucho tiempo, en tierra extraña".
El
jovial Lemmikainen respondió: "Tenía que vengarme de las burlas de las
mozas, de las risas de las castas doncellas, que habían hecho pública mofa de
mí. Y me he vengado raptando a la más bella, llevándome en mi trineo a la
mejor de todas".
La
anciana dijo: "Glorificado seas, oh Jumala, alabado seas, oh único
creador, ya que me has enviado una nuera, una encantadora nuera, hábil en
encender la lumbre, experta en tejer el lino, en hilar la lana y en lavar la
ropa. Y tú, hijo mío, ensancha tu habitación, agranda las ventanas, levanta
nuevas paredes y puertas, engalana toda la casa; porque eres el dueño de una
hermosa doncella, de una doncella mejor que tú, más noble que todos los de tu
raza".
Athi
Lemmikainen, el bello Kaukomieli, vivió largos días en dichosa unión con la
joven. Ni él salía a la guerra, ni Kylliki correteaba por el pueblo.
Pero
sucedió que un día, una mañana, Athi Lemmikainen salió de pesca, y no regresó
a la tarde, ni a la caída de la noche. Entonces Kylliki salió por el pueblo, y
fue a mezclarse en los alborozados juegos de las mozas.
Ante
tal noticia, el joven Athi, el bullicioso Lemmikainen, fue presa de una larga
y fuerte cólera, y dijo: "Oh mi anciana madre: moja mi camisa en el veneno
de una negra serpiente y ponía a secar en seguida, porque quiero partir a la
guerra; quiero lanzar una correría contra los hogares de Pohjola, donde viven
los hijos de los Lapones. Ya que Kylliki ha abandonado la casa y corretea por
el pueblo, mezclándose en los corrillos de las mozas, en los alborozados juegos
de las de larga cabellera".
La
joven Kylliki se apresuró a responder: "¡Guárdate de ir a la guerra, mi
querido Athi! Mientras dormía profundamente he tenido un sueño: el fuego
bramaba alrededor nuestro como el horno de una fragua, las llamas se elevaban
en torbellino tempestuoso lamiendo los muros exteriores; después invadían
bruscamente la casa, como una salvaje catarata, corriendo de ventana a ventana,
saltando desde el suelo a la techumbre".
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "No creo en sueños de mujer, ni más ni
menos que en sus juramentos. Dame, madre mía, mi camisa y mi armadura de
guerra. ¡Quiero beber la cerveza del combate, quiero gustar la dulce miel de
las batallas!"
Y
el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, comenzó a peinar sus largos
cabellos; después colgó el peine en la viga maestra del hogar, y alzó la voz, diciendo:
"Cuando el golpe mortal hiera a Lemmikainen, cuando la desgracia haya
abatido al infortunado héroe, este peine destilará sangre; la sangre correrá
por él en rojos arroyos!"
Y
contra la prohibición de su madre, contra los consejos de aquella que lo
amamantó, el alegre Lemmikainen se dispuso a partir hacia la sombría Pohjola.
Se
cubrió con una cota de hierro, ciñó su tahalí de acero, y dijo: "Más
seguro está el héroe en su coraza, más poderoso en su cota de hierro, más audaz
con su tahalí de acero. Así puede afrontar los malos hechiceros, puede reírse
de los débiles y aun desafiar a los más fuertes".
Tomó
su espada de afilada punta, su espada templada en la morada de los dioses, la
metió en la vaina y la ciñó a su costado. Después lanzó un mágico silbido, y de
pronto, del fondo de un bosquecillo, un caballo acudió, un corcel de crines de
oro y encendida pelambre. El héroe lo enganchó a su trineo, a su hermoso
trineo, después montó, hizo restallar su látigo ornado de perlas y partió como
una centella. Bracea el caballo, se desliza el trineo, el camino se borra,
retumban los campos de oro y las malezas de plata...
Lemmikainen
caminó un día y otro día. Al tercer día llegó a Pohjola. Se detuvo ante la
primera casa y lanzó una furtiva ojeada al interior. Estaba llena de
"tietajat" [21], de poderosos
magos, de sabios adivinos, de hábiles encantadores, cantando todos las runas de
Laponia.
El
bullicioso Lemmikainen tomó otra forma y penetró audazmente en la vivienda.
El
ama de la casa suspendió su trabajo y dijo: "Ahora mismo había aquí un
perro, de color rojizo, un devorador de carne, un quebrantahuesos, un chupador
de sangre cruda. ¿Qué hombre eres tú, pues, entre los hombres, qué héroe entre
los héroes, que has podido cruzar ese umbral sin que el perro te haya oído,
sin que te haya sentido el ladrador?".
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "No he venido yo aquí con mi ciencia y
mi destreza, con mi poder y mi sabiduría, con la fuerza y las virtudes mágicas
que heredé de mi padre y las runas protectoras que aprendí de mi raza, para ser
devorado por tus perros, para ser pasto de tus ladradores".
"Cuando
yo era niño mi madre me bañó tres veces en el agua una noche de estío, y nueve
veces una noche de otoño, para que me hiciese un "tietaja" poderoso,
un encantador famoso en mi tierra y en el mundo entero".
Y
el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, comenzó a vociferar sus
salvajes runas, desplegando su maravilloso poder. Saltaban chispas de sus vestidos
de piel, sus ojos fulminaban llamas.
Hechizó
a los jóvenes, hechizó a los viejos, hechizó a los hombres maduros. Sólo a uno
desdeñó: un viejo pastor de apagados ojos.
El
viejo pastor dijo: "Oh alegre hijo de Lempi, tú has encantado a todos,
mozos y viejos y hombres maduros ¿por qué me has dejado a mí?".
El bullicioso Lemmikainen respondió: "Te he dejado aparte porque ya
eres bastante horrible a la vista, porque, sin que yo te haga nada, ya eres
bastantes repugnante. Porque en tu juventud, cuando no eras más que un
miserable pastor, tú has deshonrado a tu hermana, has violado a la hija de tu
madre. Y lo mismo has profanado a tus jóvenes yeguas en el marjal, en el
ombligo de la tierra, allí donde las aguas fangosas se pudren".
El
viejo pastor, al oír esto, fue presa de una violenta cólera. Salió de la casa y
se dirigió a la orilla del río Tuoni [22], de la
catarata sagrada. Y allí quedó a la espera, espiando la hora en que
Lemmikainen abandonase Pohjola para tornar a su patria.
El
jovial Lemmikainen dijo al ama de la casa: "Ahora, vieja, tráeme aquí a
tus hijas; quiero elegir para mí a la mayor, la más bella de todas".
La
anciana respondió: "No te entregaré a ninguna de mis hijas, ni la mayor ni
la más pequeña, ni la más bella, ni la más fea, porque tú ya tienes mujer; una
legítima esposa en tu casa".
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "Yo encadenaré allá a Kylliki; la ataré a
otros umbrales, a otras puertas. Y encontraré aquí una esposa mejor. Tráeme,
pues, a tu hija, la más encantadora de las vírgenes, la más perfecta de las
largas cabelleras".
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, dijo: "No te entregaré a mi hija, no te
entregaré a la núbil desposada, a menos que seas capaz de matar de un solo
golpe, con una sola flecha, al cisne del torrente salvaje, el ave del río de
Tuoni el de las negras ondas".
El
bullicioso Lemmikainen, el bello Kaukomieli, se encaminó al lugar donde nadaba
el cisne, donde jugaba el largo cuello, junto al río de Tuoni el de las negras
ondas.
Avanzaba
con firme paso, el rápido arco colgado al hombro y la aljaba llena de flechas a
la espalda.
El viejo pastor de mortecinos ojos, esperaba a la orilla del río de Tuoni,
junto a la catarata sagrada, mirando en torno suyo y espiando la llegada de
Lemmikainen.
Pronto
lo vio acercarse. Entonces sacó del fondo de las aguas una monstruosa serpiente
y la lanzó al corazón del héroe atravesándole desde la axila izquierda hasta
el hombro derecho.
El
bullicioso Lemmikainen se sintió mortalmente herido, y clamó: "Desdichado
de mí, que olvidé pedir a mi madre, a la que me llevó en su seno, dos o tres
palabras siquiera para los grandes peligros. ¡Oh madre mía, si supieras donde
se halla ahora tu infortunado hijo, seguro que correrías en mi ayuda; vendrías
a arrancarme a la muerte, a impedirme morir, tan mozo aún, en este funesto
viaje!"
El
anciano de Pohjola, el pastor de los mortecinos ojos, precipitó al hijo de
Kálevala en los abismos del río de Tuoni el de las negras ondas, en el más
letal torbellino de la catarata. Y el alegre Lemmikainen rodó al fondo con
estrépito, en medio de las olas espumantes, hasta las profundidades
insondables. Entonces el sangriento hijo de Tuoni hirió al héroe con su espada
de acerada punta y fulgurante hoja, y dividió su cuerpo en cinco, en ocho
trozos, y los diseminó entre las fúnebres ondas de Manala[23],
diciendo: "Anda ahora, flota para siempre jamás en estas aguas, con tu
arco y tus flechas, y atrévete a disparar contra los cisnes de mi río, las aves
que se hospedan en mis orillas".
Así
acabó el jovial Lemmikainen; así terminó la aventura del temerario
pretendiente, en el negro río de Tuoni, en los abismos de Manala.
La
madre del bullicioso Lemmikainen medita y se pregunta sin cesar, en su casa:
"¿Adonde habrá ido Lemmikainen? ¿dónde habrá desaparecido Kaukomieli, ya
que nadie sabe si ha retornado de su viaje por el vasto mundo?"
La pobre madre, la nodriza infortunada, ignoraba por dónde erraba su propia
carne, su propia sangre: si entre las colinas cubiertas de yemas, las landas
erizadas de brezos, las olas del espumoso mar, o en el seno de las batallas,
de los feroces combates, donde la sangre salta al golpe de la espada y corre a
chorros hasta las rodillas.
La
bella Kylliki, impaciente, escudriñaba todos los rincones en la casa del héroe
aventurero. Noche y día contemplaba el peine del esposo. Hasta que un día, una
mañana, vio que destilaba sangre, que la sangre manaba por él en ríos rojos.
La
bella Kylliki exclamó: "¡Ay de mí! he perdido a mi esposo. Mi hermoso
Kaukomieli ha desaparecido en los lejanos desiertos, en las rutas
inhospitalarias, en los senderos desconocidos. El peine destila su sangre, su
sangre que mana a borbotones".
Entonces
la madre de Lemmikainen acudió a mirar el peine, y rompió a llorar amargamente
diciendo: "¡Pobre de mí, infortunada en todos mis días, desdichada para
toda mi vida! Mi pobre hijo ha sido herido por su cruel destino, mi desgraciado
hijo ha muerto. ¡Sí, muerto está Lemmikainen, puesto que su peine destila
sangre; puesto que la sangre corre por él en rojos borbotones!"
Y
arrollando al brazo los pliegues de sus vestiduras, se puso inmediatamente en
camino con impetuoso ardor. Las colinas se allanan y los valles se llenan a su
paso. Así llegó a las tierras de Pohjola, y preguntó decidida por su hijo:
"Dime, madre Louhi, ¿qué has hecho de mi hijo? ¿dónde ha sido hallado
muerto Lemmikainen?"
Madre
Louhi, el ama de casa, respondió: "Nada sé de tu hijo. Ignoro adonde fue y
dónde se perdió. Yo lo dejé en su trineo, un trineo arrastrado por un fogoso
caballo. Tal vez se haya ahogado bajo una avalancha de nieve o haya muerto de
frío entre los hielos del mar. Tal vez ha ido a caer en las fauces del lobo o
bajo la terrible dentellada del oso".
La
madre de Lemmikainen dijo: "¡Mientes con toda tu alma! Ni el lobo es capaz
de devorar a mi hijo, ni el oso se atrevería a tocar a Lemmikainen; sus dedos,
sus manos, le sobran para dominarlos. Si te niegas a decirme qué has hecho de
mi hijo, yo descuajaré las puertas del granero donde secas tu cebada, yo haré
pedazos las visagras de tu Sampo".
Madre
Louhi, el ama de casa, dijo: "No hagas tal, yo te diré la verdad: le he
ordenado buscar el cisne, apoderarse del ave sagrada. Y no sé qué habrá sido de
él, porque ni yo le he vuelto a ver ni él ha vuelto a reclamar a su
prometida".
La
madre de Lemmikainen se entregó a la busca del hijo muy amado, del hijo
desaparecido. Corre como el lobo a través de los inmensos marjales, como el oso
a través de las tundras; como la nutria, bucea en las aguas hondas; cruza los
campos como el jabalí, los ribazos como la liebre, los escarpados promontorios
como el puerco-espín. Avenía las piedras a su paso, aparta los troncos de los
árboles y las espesas malezas, doblega con el pie los retallos de abeto. Y
busca y busca siempre sin hallar.
Se
dirige a los árboles preguntándoles por su hijo desaparecido. Y los árboles
alzan su voz, los abetos suspiran, las encinas responden sabiamente:
"Bastante tenemos nosotros con nuestros propios males, sin cuidarnos de
tu hijo. Hemos sido creados por un destino cruel, traídos a una desdichada
vida. Se nos tala, se nos corta en pedazos para alimentar la lumbre de la chimenea,
para calentar la estufa; se nos prende fuego para despejar la tierra que
ocupamos".
La
madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. Y habla al camino que se
abre a sus pies: "Oh, tú, camino trazado por Dios: ¿has visto tú a mi hijo,
a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?"
El
camino le respondió sabiamente: "Bastante tengo yo con mis males para
pensar en tu hijo. Mi destino es cruel, tristes mis días. He nacido para ser
pisoteado por los perros, triturado por las ruedas de las carretas, machacado
por las groseras botas, hollado por los pesados talones".
La
madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. Ve aparecer la luna y se
prosterna ante ella: "Oh bienhechora luna, hija de Jumala, ¿has visto tú a
mi hijo, a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?"
La
luna le responde sabiamente: "Bastante tengo yo con mis males para
cuidarme de tu hijo. Mi destino es cruel, duros mis días. He nacido para vagar
solitaria en el seno de la noche, para arder entre los rigurosos fríos, para
velar sin descanso en los inacabables inviernos, para desaparecer en cuanto el
estío asoma".
La
madre de Lemmikainen busca y busca siempre sin hallar. El sol sale a su
encuentro, y se arrodilla ante él: "Oh sol creado por Dios ¿has visto tú a
mi hijo, a mi manzana de oro, a mi báculo de plata?"
Y
el sol, que algo sabe, le responde con dulzura: "Tu hijo, tu pobre hijo,
está muerto y enterrado en el negro río de Tuoni, en las ondas eternas de
Manala. Ha rodado por los espumosos torbellinos, hasta lo más profundo de los
abismos".
La
madre de Lemmikainen derramó amargas lágrimas. Y regresó a la fragua del
herrero: "¡Oh Ilmarinen, tú que forjabas antaño, que forjabas ayer y que
aun hoy sigues forjando: hazme un rastrillo de mango de cobre y dientes de hierro;
de dientes de cien brazas de largo, de mango de quinientas brazas!"
Ilmarinen,
el inmortal forjador, forjó un rastrillo de mango de cobre y dientes de hierro;
de dientes de cien brazas, de mango de quinientas brazas.
Y
la madre de Lemmikainen empuñó el rastrillo y se encaminó al río de Tuoni.
Sumergió su rastrillo en la brama del torrente, rastreando entre las agitadas
ondas, pero sin lograr su propósito. Entonces se internó ella misma en las
profundas aguas, en el caudaloso río, hasta las rodillas, hasta la cintura.
El
rastrillo recorre todo el río de Tuoni. Lo retiró una vez, lo retiró dos veces,
y a la tercera vez sacó la cota de hierro, y las calzas y la gorra del
infortunado héroe, pobres objetos que renuevan su dolor amargo.
Penetró
más aún, hasta los últimos abismos de Manala. Allí, después de haber
arrastrado tres veces su largo rastrillo, después de haber rastrillado a lo
largo y a lo ancho y de través, sintió que un haz de espigas se había
enganchado a los dientes de hierro.
Pero
no era un haz de espigas: era el alegre Lemmikainen, el hermoso aventurero,
enganchado al rastrillo por el dedo sin nombre de la mano y el dedo mayor del
pie izquierdo.
Y
el bullicioso Lemmikainen, el hijo de Kálevala, remontó a la superficie del
agua. Pero no estaba entero: le faltaba una mano, su cabeza estaba rota, su
cuerpo agujereado, y sin vida.
La
pobre madre lo contempló llorando y dijo: "¿Será posible rehacer con estos
pedazos un hombre, hacer nacer de nuevo un verdadero héroe?"
Un
cuervo escuchó sus palabras y le contestó: "¡No! No puede salir un hombre
de lo que ya no existe, de lo que tan cruelmente ha sido destrozado. La trucha
le ha devorado los ojos, el sollo le ha roído los hombros. Arroja de nuevo a tu
hijo al agua, al río de Tuoni; acaso se convierta en una fuerte morsa, en una
ballena gigantesca".
La madre de Lemmikainen, lejos de arrojar
nuevamente a su hijo en las aguas de Tuoni, volvió a introducir en ellas su
rastrillo, explorando en todas direcciones, hasta que consiguió sacar los
trozos de la mano y la cabeza, una vértebra rota, una costilla, y cien pequeños
restos más. Y ensambló todos los pedazos, y rehizo el cuerpo de su hijo muy
amado, del alegre Lemmikainen. Soldó la carne a la carne, los huesos a los
huesos, las articulaciones a las articulaciones, las venas a las venas.
De este modo la madre de Lemmikainen
creó de nuevo al hombre, salvó al héroe devolviéndole su primitiva vida, su
antigua forma, y dijo: "Levántate ya y acaba de soñar en este lugar cruel,
morada de desdichas".
El héroe se despertó de su sueño; se irguió,
su lengua cobró vida, y dijo: "Mucho tiempo he dormido, largo tiempo he
descansado, mísero de mí, enterrado en un dulce sueño, en un pesado
reposo". “ Golen filandes
“
La
madre de Lemmikainen dijo: "Y mucho más habrías permanecido ahí, si tu
madre, si la desdichada que te trajo al mundo, no hubiera venido en tu auxilio.
Dime ahora, pobre hijo mío, dime ahora: ¿quién te arrojó al Manala, quién te
precipitó en el río de Tuoni?"
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "El viejo pastor de los mortecinos ojos, ése
fue quien me empujó al Manala, quien me arrojó al río de Tuoni. Lanzó contra
mí una monstruosa serpiente del agua, y yo ¡pobre de mí! no pude sustraerme a
mi destino, porque ignoraba las pérfidas mafias de la serpiente, la fatal
mordedura de la alimaña venenosa".
La
madre de Lemmikainen dijo: "Insensato de ti, que creíste poder hechizar a
los hechiceros, embrujar a los lapones, cuando ni siquiera conocías las
pérfidas mañas de la serpiente, la fatal mordedura de la alimaña
venenosa".
Y
Ja madre meció y acarició en su regazo al hijo muy amado, hasta que hubo
recobrado todas sus fuerzas y su antiguo aspecto. Después le preguntó si le
faltaba algo todavía.
El
bullicioso Lemmikainen dijo: ";Oh, sí! todavía me falta lo mejor. Mi pobre
corazón no está en mi pecho; anda errante con mis pensamientos y mis anhelos,
tras las doncellas de Pohjola, las de hermosas cabelleras. La anciana de
Pohjola, la de la nariz purulenta, no me entregará a su hija si no mato al
cisne del río de Tuoni, si no lo robo al torbellino del torrente sagrado".
La
madre de Lemmikainen dijo: "¡Deja a esos malditos cisnes en las negras
aguas de Tuoni, en el torrente que muge! Vuelve a casa con tu tierna madre.
Aprecia, al fin, dónde está la felicidad. Y da gracias al Dios revelado, que
te ha socorrido eficazmente, que te ha devuelto la vida. ¡Nada hubiera podido
lograr yo, sin la ayuda de Jumala, sin la intervención del verdadero
creador!"
Entonces
el bullicioso Lemmikainen volvió a tomar el camino de su casa, con su madre muy
amada, la que lo amamantó a sus pechos.
VIII
WAINAMOINEN Y EL GIGANTE WIPUNEN
El
viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya inmortal, hallábase ocupado en
construir un navío, un navío nuevo, en la punta del promontorio nebuloso, de la
isla rica en umbrías. Y cantaba, cantaba un canto mágico a cada parte que
construía [24].
Pero
cuando llegó el momento de ensamblar las planchas, de tajar la proa y redondear
la popa, tres palabras le faltaron de repente.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, el sabio sin edad, exclamó: "¡Ah,
desdichado de mí! ¡Mi navío no podrá sostenerse a flote, mi nueva barca no
podrá navegar en el agua!"
Se
puso a reflexionar profundamente preguntándose dónde encontraría las palabras,
las ocultas palabras mágicas.
Un
pastor salió a su encuentro y le dijo: "Encontrarás cien palabras, mil
sagradas runas, en la boca de Antero Wipunen, en el vientre del prodigioso
gigante. A él debes dirigirte. El camino para llegar allá no es muy bueno, pero
tampoco es de los peores. Hay que recorrer el primer tramo sobre la punta de
las agujas de las mujeres; el segundo tramo sobre la punta de las espadas de
los hombres; y en fin, el tercer tramo, sobre el filo de las hachas de los
héroes".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, pese a las dificultades de la empresa, no
vaciló en intentarla. Se dirigió a la fragua de Ilmarinen y le dijo: "Oh
herrero Ilmarinen, hazme unas suelas de hierro, unos guanteletes de hierro,
una cota de hierro; y fórjame además, por lo que pidas, un estoque de hierro
con medula de acero. Parto a arrancar las mágicas palabras, las sagradas
runas, del vientre del prodigioso gigante, de la boca de Antero Wipunen".
Ilmarinen
contestó: "Wipunen ha muerto hace mucho tiempo; hace mucho que Antero ha
dejado de armar sus trampas de caza, de tender sus redes de pesca. Ni una
palabra sacarás de él, ni la mitad de una palabra".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, a pesar de tal advertencia, se puso en camino.
El primer día cruzó sobre la punta de las agujas de las mujeres; el segundo
día, sobre la punta de las espadas de los hombres; el tercer día, sobre el filo
de las hachas de los héroes.
Wipunen,
el poderoso runoya, el gigante de prodigiosas fuerzas, hallábase acostado bajo
tierra con sus cantos; yacía tendido con sus mágicas palabras. Crecía el chopo
sobre sus hombros, el abedul sobre sus sienes, el álamo sobre sus mejillas, el
sauce sobre su barba, el abeto sobre su frente, y el pino silvestre entre sus
dientes.
El
viejo Wainamoinen llegó. Desenvainó su espada, su hoja de acero, de la vaina de
cuero; y taló el chopo de los hombros de Wipunen, el abedul de sus sienes, los
álamos tupidos de sus mejillas, el sauce de su barba, el abeto de su frente y
el silvestre pino de entre sus dientes. Después hundió su estoque guarnecido de
hierro en la garganta del gigante, entre sus anchas mandíbulas, entre sus
mugientes encías, y dijo: "¡Levántate de tu subterráneo lecho, oh esclavo
del hombre, despierta de tu largo sueño!"
Wipunen,
el poderoso runoya, se despertó en el acto de su sueño. Sintió el duro golpe
del estoque y un agudo dolor que le desgarraba. Mordió el estoque, pero su
dentellada no alcanzó más que a la superficie; no logró hacer presa en el
acero, en el tuétano de acero.
El
viejo Wainamoinen se acercó más al gigante, y de repente saltó y se deslizó en
su boca. Entonces Antero Wipunen, abrió las anchurosas fauces y se tragó al
héroe y a su espada, diciendo: "Muchas cosas he comido: he devorado cabras
y ovejas, y bueyes y jabalíes, pero nunca había probado un manjar semejante".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡He aquí llegada mi hora fatal!"
Y
se puso a pensar, a reflexionar profundamente, preguntándose cómo se las
arreglaría ahora para existir, para poder seguir viviendo.
Wainamoinen
llevaba colgado a la cintura su encantado cuchillo de mango de madera. Y se
sirvió de él hábilmente para construir una pequeña barca, que lanzó bogando,
intestino adelante, explorando todos los entresijos, todas las guaridas del
vientre.
Wipunen,
el viejo gigante, el poderoso runoya, no pareció desconcertarse por semejante
prueba. Entonces Wainamoinen se transformó en herrero. De su cota de hierro se
hizo una fragua; de sus mangas y su capote, un fuelle; de sus calzas, un cañón
de chimenea; de su rodilla, un yunque; de su codo, un martillo. Y comenzó a
martillar con redoblados golpes, haciendo resonar su yunque noche y día, sin
tregua ni reposo, en el vientre del prodigioso gigante, en el seno del hombre
fuerte.
Wipunen,
el poderoso runoya, dijo: "¿Qué hombre eres tú, pues entre los hombres,
qué héroe entre los héroes? ¡Cien hombres he devorado, mil héroes he matado,
pero jamás he comido nada semejante a ti! ¡Los carbones encendidos suben hasta
mi boca, los tizones queman mi lengua, las escorias del hierro desgarran mi
garganta!"
"Si
no te apresuras a salir de ahí, oh perro sin madre, yo pediré sus garras al
águila, su lanceta a la sanguijuela, la uña corva al halcón, los espolones al
buitre, para dar tormento al maldito, para castigar al sacrílego, hasta que su
cabeza quede inerte y falte el aliento a su pecho. ¿No saldrás de ahí, oh
monstruo? ¿no me veré libre de ti, oh perro vagabundo?"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Me encuentro bien aquí; mis
horas transcurren agradables.
Tu
hígado reemplaza bien a mi pan, y tu grasa a mi carne. El pulmón cuece bien, la
grasa no es mal alimento.
"Hundiré
más todavía mi yunque en la carne de tu corazón, instalaré más profundamente mi
fragua, de suerte que en todos tus días puedas escapárteme sin revelarme antes
las mágicas palabras, sin enseñarme las ocultas runas que forman el canto
universal. No pueden las palabras permanecer escondidas, las fórmulas mágicas
no pueden quedar enterradas en las entrañas de las rocas, muertas para siempre
en el hondón de la tierra. ¡Pueden desaparecer los poderosos, pero no el
poder!"
Entonces
Wipunen, el dueño de! canto, el héroe soberbio de los días antiguos, cuya boca
está llena de sabiduría, cuyo pecho es la morada de la infinita fuerza, abrió
el cofre lleno de palabras, el cofre lleno de cantos, para cantar las palabras
eficaces, para dar rienda suelta a los mejores cantos. A esas palabras
profundas de los orígenes, a esos mágicos cantos de la creación de los tiempos,
que todas las criaturas juntas no serían capaces de repetir, que ningún héroe
sería capaz de comprender en esta triste vida, en este mundo perecedero.
Cantó
las palabras originales, las runas de la sabiduría.
Cantó
sin cesar a la luz del día y en una larga sucesión de noches. El sol se detuvo
a escucharle. La luna de oro se detuvo a escucharle. Las olas de los estrechos,
las ondas de los golfos, las aguas de los ríos apagaron su tormentoso murmullo.
Entonces
el viejo Wainamoinen, después de haber escuchado las palabras, después de haber
aprendido los cantos mágicos tan ardientemente deseados, se dispuso a salir de
la boca de Antero Wipunen, de las entrañas del hombre poderoso y fuerte. Y
dijo: "Oh Antero Wipunen, abre ahora tu anchurosa boca, dilata tus vastas
mandíbulas, para que yo salga de tu vientre y vuelva a mi casa".
Wipunen,
el gran runoya, dijo: "Muchas cosas he comido y he bebido; mil diferentes
materias. Pero jamás había comido ni bebido nada semejante al viejo
Wainamoinen. Si bien has hecho en venir, mejor harás en irte".
Y
Wipunen, el gran runoya, abrió su ancha boca, dilató sus mandíbulas, y el viejo
Wainamoinen se lanzó fuera, desde el fondo de las entrañas del gigante. Saltó
como una ardilla de oro, como una marta de dorado pecho.
Y
regresó a la fragua del herrero. Ilmarinen le preguntó: "¿Has escuchado
las palabras, has recogido los cantos mágicos, los cantos necesarios para
terminar tu navío?"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Cien palabras he aprendido,
mil objetos de canto. He sacado a las runas de su fosa, he arrancado a los cantos
mágicos de su caverna".
Y
se dirigió hacia su navío, al lugar donde sabiamente trabajaba. Y pronto el
navío fue terminado sin auxilio de la hacha. El barco fue "creado"
sin que la hacha soltase una sola chispa.
IX
LOS DOS RIVALES
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se puso a pensar, a reflexionar
profundamente. Y resolvió ir a solicitar la mano de la doncella, la de
hermosos cabellos, la orgullosa prometida de Pohjola.
Revistió
su navío de "vadmel" [25], empurpuró sus
bordas, tachonó de oro y plata las planchas. Y un día, una mañana, deslizó
sobre los pulidos rodillos el esquife trabado con cien vigas, y lo botó al
agua.
Plantó
el mástil y enarboló las velas: una vela roja y una vela azul. Después se sentó
al timón y se hizo a la mar.
Anniki,
la del celebrado nombre, Anniki, la hija de la noche, la virgen del crepúsculo,
que siempre se levantaba antes del alba, lavaba sus vestidos, tendía su ropa
blanca en la extremidad del promontorio nebuloso, de la isla rica en umbrías.
Volvióse
y miró en torno suyo en todas direcciones; levantó la mirada al cielo, la
tendió a las orillas. Sobre su cabeza brillaba el sol; ante sus ojos chispeaban
las olas.
Volvió
sus ojos al lado del mediodía y divisó un resplandor, una estela azul en la
superficie del mar.
Anniki,
la celebrada virgen, conoció que era un barco, un barco formado por cien vigas
bien labradas, que flotaba en el mar, y dijo: "Si eres el barco de mi
hermano o la barca de mí padre, pon rumbo a nuestra casa. ¡Si eres un navío
extraño, enfila la alta mar y vete a atracar a otras orillas!"
Pero
aquel barco no era el de su familia ni tampoco el de un desconocido extranjero;
era el barco de Wainamoinen, el barco del inmortal runoya. Se acercó al
alcance de la voz.
Anniki,
la hija de la noche, la virgen del crepúsculo, dijo: "¿A dónde te encaminas,
Wainamoinen, a dónde vas, favorito de las ondas? ¿a dónde te diriges tan
brillantemente vestido, gala de la tierra?"
El
viejo Wainamoinen respondió desde la borda de su navío: "Me he propuesto
ir a pescar el salmón; quiero ver cómo juegan los peces en el río de Tuoni, en
el profundo abismo".
Anniki,
la celebrada virgen, dijo: "Ahórrate inútiles mentiras. También yo conozco
las artes de la pesca; mi viejo padre tenía costumbre en otro tiempo de salir a
la pesca del salmón, pero iba equipado de muy distinta manera; su barco iba
cargado de toda clase de aparejos: nasas, horcas, redes y arpones. ¿A dónde
vas, Wainamoinen, a dónde te diriges?"
El
viejo Wainamoinen, respondió: "Ven a mi barco, oh doncella. Aquí te diré
toda la verdad".
Anniki,
la doncella adornada con una fíbula de estaño, dijo con acento burlón:
"¡Que la tempestad se desate sobre tu barco, que los vientos se
desencadenen contra él! Yo lo haré naufragar, yo lo echaré a pique si no pones
fin a tus mentiras, si no me confiesas con franqueza y verdad hacia dónde te
encaminas".
El
viejo Wainamoinen, respondió: "Si hasta aquí he fingido, ahora te diré
toda la verdad. Me he puesto en camino para ir a pretender la mano de una
doncella a la sombría Pohjola, a ese país donde los hombres son devorados,
donde se precipita a los héroes en el mar".
Anniki,
la hija de la noche, la virgen del crepúsculo, comprendió que esta vez
Wainamoinen había renunciado a la mentira, y que le había confesado la verdad.
Entonces dejó a un lado las ropas que había venido a lavar, y levantando entre
sus manos los pliegues del vestido, echó a correr a casa de Ilmarinen; llegó y
entró en la fragua.
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, hallábase ocupado en fabricar un
escabel de hierro; lo fabricaba con hierro y plata ligados. Su cabeza aparecía
cubierta por una vara de escoria, sus hombros por una brasa de hollín.
Anniki,
la celebrada virgen, le dijo: "Oh herrero Ilmarinen, hermano mío ¿sueñas
todavía en tomar por esposa a aquella cuya mano pediste tiempo ha, aquella con
quien contabas por compañera?
"Tú
machacas el hierro, tú forjas sin cesar; has pasado todo el invierno y todo el
estío herrando tu caballo; has consagrado tus días y tus noches a fabricarte
un trineo, un magnífico trineo para ir a Pohjola a buscar a tu esposa. Y he
aquí que uno más astuto y más ilustre que tú se te ha adelantado; va a robarte
lo que es tuyo, va a apoderarse de tu amada, de aquella por quien has
suspirado durante dos años, de aquella que hace tres años te fue prometida.
Wainamoinen boga sobre el mar azul, en su barco de proa de oro, de timón de
cobre. Y se dirige a la sombría Pohjola".
El
herrero fue presa de una punzante angustia, el forjador quedó abrumado un largo
espacio; las tenazas resbalaron de entre sus dedos, el martillo se le cayó de
las manos.
Y
dijo: "Anniki, mi querida hermana, yo te forjaré una lanzadera, yo te
forjaré lindos anillos, dos o tres pares de arracadas, cinco o seis cinturones
de metal. Pero, por tu parte, prepárame un baño dulce como la miel; hazme
calentar una agradable lumbre con ramas menudas de árbol, con pequeñas
astillas; procúrame además un poco de agua de lejía, un poco de jabón
esponjoso, para lavar mi cabeza, para purificar mi cuerpo del hollín que lo
cubre desde el otoño, de las escorias que lo manchan desde el invierno".
Anniki,
la celebrada virgen, hizo calentar secretamente la lumbre. Después hizo agua
de lejía con leche agria, preparó jabón con tuétano de huesos, un jabón
espumoso para lavar la cabeza del prometido, para blanquear y purificar su
cuerpo.
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se dirigió al baño. Y se bañó
cuidadosamente; lavó y embelleció su rostro, acicaló sus cejas, dejó su cuello
tan blanco como un huevo de gallina, purificó todo su cuerpo. Después entró en
su cámara completamente transformado, resplandeciente el rostro, y ligeramente
rosadas las mejillas.
Y
dijo: "Anniki, mi hermana querida, tráeme ahora una camisa de lino, tráeme
hermosos vestidos, para que me vista y me engalane como conviene a un
desposado".
Anniki,
la celebrada virgen, trajo una camisa de lino para el cuerpo ungido de
Ilmarinen, y vestiduras hechas por su propia madre, para sus caderas libres de
hollín, para sus caderas donde no se acusaba ningún hueso.
Y
el herrero se cubrió con aquellos vestidos, y cuando estuvo dispuesto llamó a
su esclavo, diciendo: "Engancha mi fogoso caballo a mi trineo, pues ha
llegado mi hora de partir, de trasladarme a Pohjola".
El
esclavo enganchó el corcel, el hermoso corcel, al trineo. Y puso en él seis
cuclillos cantores, siete pájaros azules, para cantar sobre las colleras, para
gorjear en el pescante; y una piel de oso para el asiento de su señor, y una
piel de nutria para cubrir el trineo.
Entonces
Ilmarinen, el inmortal forjador, invocó a Ukko, rogó al dios del trueno:
"¡Oh Ukko, haz caer una fina nevada, haz destilar una delgada lluvia de
nieve para que el trineo pueda resbalar, para que el hermoso trineo pueda volar
velozmente!"
Ukko
hizo caer una fina nevada, una delgada lluvia de nieve, que cubrió los tallos
del brezo y se elevó sobre los tallos de las bayas, en toda la extensión del
campo.
Y
el herrero Ilmarinen montó en el trineo de acero; tomó las riendas en una mano,
empuñó el látigo con la otra, y azotó los flancos del caballo diciendo:
"En marcha, mi corcel, mi bello corcel de crin de lino ¡al galope!"
Ilmarinen
lanza su trineo a toda velocidad. Camina un día, camina dos días, camina casi
tres días. Alcanza a Wainamoinen y le dice: "¡Oh viejo Wainamoinen,
hagamos un pacto de paz, aunque sigamos como dos rivales el camino de bodas,
aunque vayamos como rivales en busca de la misma esposa: juremos no apoderarnos
de ella por la violencia, no conducirla contra su voluntad a la casa del
hombre!"
El
viejo Wainamoinen, respondió: "Consiento en hacer contigo el pacto de paz;
yo me comprometo a no apoderarme de la doncella por la fuerza, a no conducirla
contra su voluntad a la casa del hombre. La doncella debe ser para aquel a
quien elija su corazón, sin que por ello guardemos uno contra el otro el largo
odio, la eterna enemistad".
Y
los dos héroes siguieron cada cual su camino: cuando la barca surca las olas,
la orilla se estremece; cuando el caballo galopa, tiembla la tierra.
Poco
tiempo transcurrió. En seguida el perro gris se puso a ladrar, el centinela
lanzó el grito de alarma en la sombría Pohjola. Primero fue un débil murmullo,
después un ladrido más fuerte, y entrecortando sus aullidos golpeaba
sonoramente el suelo con su cola.
El
padre de familia de Pohjola, dijo: "Nuestro perro gris no ladra en vano,
no da la voz de alarma el viejo, no gruñe sin razón a los abetos del
bosque".
Y
salió en persona de la casa a ver lo que ocurría en el último límite del campo,
hacia los lejanos caminos.
Un
barco de púrpura se acercaba, bogando en el golfo; un soberbio trineo se
deslizaba por el camino.
El
ama de casa de Pohjola y la doncella de Pohjola se apresuran a asomarse al
corral, volviendo los ojos hacia el golfo, bajo los rayos del sol; y ven
avanzar al navío, al navío de cien planchas. Relumbra el barco de vadmel; brillan
sus costados de púrpura; un hombre de arrogante presencia se yergue a popa
manejando el timón de cobre, y ven también un caballo al galope y un rojo
trineo, un trineo de mil colores, lanzado a toda velocidad por el camino: seis
cucos de oro cantan en las colleras, siete pájaros azules cantan en el
pescante; un hombre arrogante se yergue en el trineo, un verdadero héroe maneja
las riendas.
El
ama de casa de Pohjola, dijo: "¿A cuál de los dos preferirás entregarte,
cuando vengan a pedirte por eterna compañera, por arrulladora paloma de su
soledad?
"El
que llega en el barco es el viejo Wainamoinen; trae un cargamento de grano, una
carga de tesoros. El que conduce el trineo de mil colores es el herrero
Ilmarinen; sólo trae engaños; su trineo viene cargado de mágicas runas.
"Cuando
hayamos entrado en la casa toma una escudilla de hidromiel y ofrécela al que
hayas elegido. Ofrécesela al viejo Wainamoinen, que trae cosas útiles en su
navío, que trae el barco cargado de tesoros".
La
doncella de Pohjola era discreta y respondió así: "Oh madre mía, tú que me
has llevado en tu seno, tú que me has criado en mi niñez; no quiero entregarme
al poderoso en riqueza y en sabiduría. Me entregaré al que es bello en su
rostro y fuerte en todo su cuerpo. Ninguna doncella se ha vendido jamás por un
cargamento de grano. Mejor será entregarla desinteresadamente al herrero
Ilmarinen, al que ha forjado el Sampo, al que ha labrado a golpe de martillo
las relucientes aspas".
La
madre de Pohjola, dijo: "¡Ah, inocente y simple mozuela! ¿Vas a entregarte
al herrero Ilmarinen para enjugar su frente espumante de sudor, para hacer la
colada de sus miserables harapos, para lavar su cabeza?"
La
doncella respondió: "No aceptaré en modo alguno a Wainamoinen, no seré el
báculo del anciano decrépito. Incómoda y enojosa es la vejez".
El
viejo Wainamoinen llegó el primero. Hizo atracar su rojo barco y lo sacó a
tierra sobre rodillos de hierro, sobre troncos de cobre. Después se dirigió presurosamente
a la casa, entró bajo su techo, y en el umbral, bajo la dintelada viga de la
puerta, habló así: "¿Vendrás conmigo, oh doncella, para ser mi eterna
compañera, para ser la esposa de mi vida, la paloma que arrullará mi
soledad?"
La
doncella respondió sin vacilar: "¿Has fabricado ya el barco prometido?
¿has construido el alto navío con las astillas de mi huso, con los trozos de mi
lanzadera?"
El
viejo Wainamoinen, dijo: "Sí, he construido el barco, he fabricado un
navío sin par, firme en la tempestad; un navío que, bajo las ráfagas del
huracán, surca serenamente las olas y franquea los estrechos; se eleva como una
burbuja y nada como una hoja de nenúfar en el mar de Pohjola, entre las olas de
borbollantes crestas".
La
hermosa doncella de Pohjola, dijo: "No hay que hacer mucho caso de los
hombres de mar, de los héroes que surcan las olas: el viento les trastorna la
cabeza, la tempestad les nubla el cerebro. Por eso no puedo seguirte, no puedo
entregarme a ti para ser tu eterna compañera, para ser el arrullo de tu
soledad, para preparar tu lecho y mullir la almohada de tu cabeza".
Ilmarinen
el herrero, el inmortal forjador, se apresuró a su vez a entrar en la casa,
traspasando el umbral.
Una
copa de hidromiel, una copa llena del azucarado jugo, fue presentada al héroe.
Y cuando él la tuvo entre sus manos, dijo: "Jamás, mientras dure esta
vida, mientras la luna espléndida brille, beberé este licor antes de haber
contemplado a aquella que me pertenece. ¿Está dispuesta aquella por quien me he
desvelado, aquella a quien he velado?"
El
ama de casa de Pohjola, respondió: "No está dispuesta, graves
impedimentos tiene aquella por quien te desvelaste, aquella a quien has velado.
Uno de sus pies aun está descalzo y el otro sólo calzado a medias. Sólo estará
dispuesta, aquella por quien te desvelaste, la que legalmente debías desposar,
una vez que hayas labrado el campo lleno de víboras, roturado de arriba a abajo
el campo lleno de serpientes, sin necesidad de yunta, sin que tu reja
tiemble".
El
herrero Ilmarinen se presentó en la cámara de la doncella y le dijo: "Oh
virgen de la noche, hija de las tinieblas ¿te acuerdas de cuando yo construía
el Sampo, cuando forjaba las brillantes aspas; y de cómo, entonces, juraste con
juramento eterno, ante el Dios revelado, a la faz del Todopoderoso, prometiendo
entregarte a mí, al bravo héroe, para ser la compañera de toda mi vida, la
arrulladora paloma de mi soledad? Pues bien: tu madre se niega ahora a
entregarme a su hija, mientras no haya labrado el campo lleno de víboras,
roturado de arriba a abajo el campo colmado de serpientes".
La
joven prometida acudió en su ayuda con este consejo: "Oh herrero
Ilmarinen, oh inmortal forjador: fragua un arado de oro, un arado de plata. Con
él labrarás el campo de víboras, roturarás de arriba a abajo el campo lleno de
serpientes".
El
herrero Ilmarinen arrojó oro en su fragua, llenó de plata la hornilla, y forjó
un arado. Después se hizo unos zapatos de hierro, se ajustó brazales de acero a
los muslos; se revistió con una cota de mallas metálicas, ciñó a su cuerpo un
cinturón de acero, codal de hierro y manopla de piedra; y unció al arado su caballo
flamígero, su buen corcel.
Así
Ilmarinen labró el campo de víboras, llenó de surcos el campo de serpientes.
Después regresó y dijo: "Ya he labrado el campo de víboras, ya he roturado
de arriba a abajo el campo lleno de serpientes ¿me será entregada ahora la
doncella, me llevaré conmigo a mi bien amada?"
El
ama de casa de Pohjola, respondió: "La doncella te será entregada, el
ánsar azul estará pronto a seguirte, cuando hayas pescado el sollo lleno de
escamas, el pez de las rápidas aletas, en el río de Tuoni, en las profundidades
del abismo de Manala, sin ayuda de una red, ni siquiera de una red de mano.
Cien hombres han intentado esa pesca, pero ninguno ha logrado regresar".
Ilmarinen
comenzó a sentirse inquieto; la prueba le parecía arriesgada. Acudió nuevamente
a la cámara de la doncella y le dijo: "Una nueva empresa me ha sido
impuesta; tengo que pescar el sollo cubierto de escamas, sin servirme de nasa
ni red, ni de ningún otro utensilio".
La
joven prometida le prestó ayuda con este consejo: "No tengas ninguna
inquietud, oh Ilmarinen: fórjate un halcón deslumbrante, un poderoso pájaro de
blanco plumaje. Con él podrás pescar el sollo, el enorme pez de las rápidas
aletas, en el negro río de Tuoni, en los abismos profundos de Manala".
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se forjó un halcón poderoso, de
deslumbrante plumaje blanco. Le hizo espolones de hierro, garras de acero; le
labró las alas con las planchas de un navío. Después cabalgó a su lomo, entre
las largas puntas de sus alas.
Y
comenzó a guiar con sus consejos al poderoso pájaro: "Oh halcón mío, mi
buen halcón: tiende tu vuelo y dirígete, te lo suplico, al río de Tuoni, a las
profundidades de Manala. Y una vez allí, lánzate sobre el escamoso sollo, sobre
el enorme pez de las rápidas aletas".
El
halcón, el ave majestuosa, batiendo el aire con sus alas, tendió el vuelo y se
dirigió en busca del sollo, del pez armado de terribles dientes, hacia el río
de Tuoni, hacia los abismos de Manala. Con un ala roza el agua, con la otra
acaricia el cielo; sus garras aran el mar, su pico golpea las rocas.
Ilmarinen
sondea el río de Tuoni; el halcón vigila a su lado. Entonces aparece el sollo
de Tuoni, el terrible perro de las aguas: su lengua es larga como dos mangos
de hacha; sus dientes, como un mango de rastrillo; su boca es ancha como tres
cataratas; su lomo, largo como siete barcas. Trata de atacar a Ilmarinen, de
tragarse al herrero.
Pero
el halcón de garras de hierro arrebató al sollo escamoso hasta la copa de una
encina, hasta la frondosa copa de un pino. Y allí se puso a devorar la carne
del pez; abriéndole el vientre, desgarrándole el pecho, separándole
violentamente la cabeza del cuerpo.
Entonces
el herrero Ilmarinen cogió la cabeza del sollo y se la llevó como presente a su
suegra, diciéndole: "¿Está dispuesta al fin aquella por quien me desvelé,
aquella por quien he velado?"
La
madre dijo: "Sí, dispuesta está al fin aquella por quien te desvelaste, aquella
a quien has velado. Mi hija, mi polluela, debe ser entregada al herrero
Ilmarinen para ser la eterna compañera de su vida, la arrulladora paloma de su
soledad".
Un
niño acostado en la cocina, un pequeñuelo de dos semanas, habló y dijo:
"Fácil es esconder un caballa, ocultar a ojos ajenos un corcel de bellas
crines; pero es difícil guardar a una doncella, ocultar a ojos ajenos una
virgen de hermosa cabellera. Inútilmente harías construir un castillo de piedra
en medio de los escollos del mar, para guardar en él a tus hijas, para criar en
él tus palomas; tus hijas no serían guardadas, no crecerían las vírgenes, sin
que lograsen penetrar hasta su retiro los pretendientes del país, la
muchedumbre de mancebos, y los hombres de soberbio casco en sus herrados
caballos"[26].
El
viejo Wainamoinen, triste y con la cabeza gacha, emprendió el regreso a su
país, diciendo: "¡Pobre y desdichado de mí, que no me ocupé de bodas en mi
juventud, que no busqué esposa en los mejores días de mi vida! Todo debería ser
motivo de angustia y arrepentimiento, para el que ha de lamentar no haberse
casado a tiempo, no haber engendrado hijos en su juventud, no haberse hecho una
familia en la flor de sus años".
Después
el viejo Wainamoinen exhortó a los hombres viejos a no pretender doncellas, a
no solicitar mano de moza. Les disuadió de nadar por bravata, de remar por
apuesta, y de rivalizar con los jóvenes en el cortejo de una virgen.
X
LA TERRIBLE CÓLERA DE LEMMIKAINEN
Athi
Lemmikainen, el habitante de la isla, el habitante del promontorio de Kauko,
hallábase ocupado en labrar su campo, en trazar surcos en sus tierras; Athi el
de la aguda oreja, el del oído fino y sutil.
Y
oyó un gran ruido hacia la parte de la aldea, un rumor sordo del otro lado de
los pantanos, fuertes pisadas en el hielo y un estruendo de trineos a través de
las landas. Entonces una idea vino a su cabeza, un presentimiento se deslizó en
su cerebro: Pohjola está hoy de bodas, Pohjola celebra un festín en secreto.
Torció
la boca, meneó la cabeza, sacudió su negra cabellera; y la sangre desapareció
de su rostro, y sus mejillas palidecieron. De repente suspendió su tarea, dejó
el surco empezado, montó a caballo y llegó de una galopada a casa de su madre
siempre querida, la que lo alimentó a sus pechos.
Tomó
la palabra al llegar y dijo: "Oh madre, mi anciana madre; vete al aitta de
la colina y tráeme mis finas camisas, mis mejores vestiduras, para vestirme de
fiesta y engalanar mi cuerpo".
La
anciana preguntó: "¿A dónde vas, pues, hijo mío? ¿vas a la caza de la
nutria o de la ardilla?
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: "No, madre mía,
no voy a la caza de la nutria ni del alce ni de la ardilla; voy a las bodas de
Pohjola, al festín que allá celebran en secreto. Tráeme mis camisas de lino,
mis vestidos mejores; quiero vestir de fiesta para la boda, quiero engalanarme
para el festín".
La
madre se esfuerza en disuadir al hijo de su proyecto; la esposa trata de
retener al esposo.
Dice
la madre: "Guárdate, hijo mío, mi hijo muy amado, guárdate de asistir a
las bodas de Pohjola puesto que no se te ha invitado; nadie te ha mandado a
decir que eras esperado allí".
El
jovial Lemmikainen, respondió: "¡Los pobres diablos son los que solamente
acuden a las fiestas adonde han sido invitados; los audaces no necesitan invitación.
Yo tengo una perpetua invitación, un mensaje siempre sonoro, en el acero de mi
afilada espada, en la punta de su hoja fulgurante!"
Trajeron
a Lemmikainen su cota de mallas, su vieja armadura de guerra; tomó en sus manos
la inmortal espada, la compañera de combate de su viejo padre, y apoyó
fuertemente la punta contra las vigas del suelo. La espada se cimbreó bajo su
mano como la fresca corona del cerezo, como la rama del verde enebro; y con una
voz henchida de amenazas, dijo el héroe: "¡No, no habrá nadie en toda
Pohjola que se atreva a afrontar esta espada, que ose mirar fijamente esta
resplandeciente hoja!"
Y
descolgó su arco, su arco poderoso, del muro donde estaba suspendido, y levantó
la voz diciendo: "Llamaría yo hombre y tendría por héroe a aquel de
Pohjola que fuese capaz de tender este arco, de plegar este tallo de
acero".
Después
el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, se puso su cota de mallas, su
vieja armadura de guerra, y llamando a su esclavo, le dijo: "Oh esclavo
comprado, esclavo pagado a peso de plata, apresúrate a enjaezar mi caballo de
batalla, y engancharlo al trineo, pues quiero acudir a las bodas de
Pohjola". El humilde, el dócil esclavo, obedeció en el acto; enjaezó el
caballo de guerra, el flamígero corcel, y lo enganchó al trineo; después volvió
junto a su amo y dijo: "Ya está hecho lo que mandaste; el caballo está
enjaezado, el relumbrante corcel está enganchado al trineo". Lemmikainen
tomó asiento en su trineo, fustigó al caballo con su látigo guarnecido de
perlas, y el caballo se lanzó al galope, devorando el espacio.
Pronto
llegó a la mansión de Pohjola, ante una empalizada de acero, una barrera
forjada de hierro, que se hundía en la tierra a una profundidad de cien brazas,
que se elevaba al cielo hasta una altura de mil brazas. Las estacas estaban
formadas de largas serpientes, ensortijadas de negras culebras, entrelazadas
de lagartos. Colgaban las monstruosas colas, agitábanse sin tregua las chatas
cabezas, silbaban las híspidas lenguas. Las colas caían hacia dentro, las
cabezas hacia fuera.
Lemmikainen
no se inquietó poco ni mucho ante tal obstáculo. Desenvainó su cuchillo, su
cuchillo de terrible hoja, y comenzó a segar en el seto, hasta abrir una
brecha en el cerco de hierro, en la empalizada de serpientes, entre seis
postes, entre siete postes; después lanzó por ella su trineo y llegó a la
puerta de Pohjola.
Una
serpiente estaba tendida en el umbral; era larga como una viga del techo,
gruesa como un pilar de la puerta; tenía cien ojos y mil dientes; ojos grandes
como cedazos, dientes largos como un mango de chuzo, como un mango de
rastrillo; y lomos anchos como siete barcas.
Lemmikainen
se detuvo; no se atrevió a pasar sobre la serpiente de cien ojos, sobre el
monstruo de mil lenguas.
Entonces
recordó las antiguas palabras, las misteriosas fórmulas que antaño había
aprendido de su madre, que la que le amamantó a sus pechos le había enseñado. Y
el jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli dijo: "Oh negro reptil de las
profundidades de la tierra, larva teñida con los colores de la muerte, tú que
llevas en tu piel los colores de los brezales y de la tierra desnuda, los
colores todos del arco iris ¡apártate del camino del viajero, deja libre el
paso al héroe, deja a Lemmikainen seguir su marcha hasta las bodas de Pohjola,
hasta el festín de la inmensa muchedumbre!"
Y a
estas palabras la serpiente comenzó a desenrollar sus anillos, el monstruo de
cien ojos, el gigantesco reptil, se deslizó fuera del umbral, dejando libre el
paso al viajero, dejando a Lemmikainen continuar su camino hacia las bodas de
Pohjola, hacia el misterioso festín de la inmensa muchedumbre.
Cuando
el bullicioso Lemmikainen, el mancebo alborotado y jovial, hizo su aparición
en el interior de la casa de Pohjola, el suelo de maderas de tilo tembló, las
paredes de madera de abeto oscilaron.
Y
alzó su voz y dijo: "¡Salud a todos vosotros a quienes visito, y salud al
que os saluda! Dime, padre de familia: ¿tienes en casa cebada para mi caballo?
¿tienes cerveza para el héroe?"
El
padre de familia de Pohjola, sentado a la cabecera de la larga mesa,
respondió: "Tal vez haya alojamiento conveniente para tu caballo, y tal
vez no rehusaríamos recibirte a ti mismo, si nos prometes permanecer
tranquilo, si te conformas con quedar a la puerta, bajo la viga del
umbral" [27].
El
bullicioso Lemmikainen sacudió su cabellera negra como un carbón, y dijo:
"Ni mi padre ni mi abuelo han aceptado jamás semejante sitio. Siempre
encontraron una buena ,cuadra para su caballo, una cámara limpia y cómoda para
ellos, y muros guarnecidos de clavos para colgar sus guantes y manoplas, para
suspender su espada. ¿Por qué no había de ser tratado yo como lo fue mi
padre?"
Y
Lemmikainen avanzó hasta el centro de la estancia, se dirigió a la cabecera de
la mesa y se sentó en el extremo del escaño. El escaño tembló a su contacto, el
asiento de abeto se estremeció.
El
bullicioso Lemmikainen, dijo: "Bien veo que no soy un huésped grato ya que
nadie ofrece cerveza al extraño. Esto quiere decir que la cena ha terminado,
las bodas han sido celebradas, acabó el festín, la cerveza se ha consumido; el
hidromiel se agotó, las copas y escudillas amontonadas ante los invitados están
vacías.
"Oh
madre de Pohjola, oh anciana de largos dientes: has invitado a los pobres y a
los miserables, has invitado a los tullidos, a los vagabundos, a los rústicos,
a los astrosos jornaleros; has invitado a todo el mundo. Sólo yo he sido
excluido.
"No,
no sería yo quien soy, ni me llamaría Lemmikainen, ni me consideraría digno de
estimación, si no se me sirve cerveza, si no se pone la olla al fuego con una
buena tajada de cerdo, para que yo coma y beba, ya que he llegado al término de
mi viaje".
El
ama de casa, llamó a la sirvienta y dijo: "Muchacha, pon la olla a la
lumbre, echa la carne a cocer, y sirve cerveza a nuestro huésped".
La
sirvienta echó en la olla espinas y cabezas de pescado, hojas secas de nabo,
mendrugos de pan duro; después ofreció a Lemmikainen un cuenco de cerveza
podrida para apagar su sed, diciéndole: "¿Serás capaz de beber esta
cerveza, de vaciar este cuenco?"
Lemmikainen,
el astuto mancebo, lo examinó atentamente: un gusano se arrastraba en el
fondo, venenosos reptiles cubrían las paredes del vaso, hormigueaban
serpientes por los bordes, bullían lagartos en la cerveza.
Entonces
buscó en sus bolsillos, registró en su bolsa. Sacó un anzuelo de hierro y lo
metió en el vaso de cerveza paseándolo por el interior del líquido. Los
reptiles venenosos se adhirieron al garfio, las serpientes se enredaron en sus
dientes de hierro, y el héroe extrajo del fondo del vaso cien ranas, mil
lagartos negros, que arrojó al suelo juntamente con los reptiles y las
serpientes. Después empuñó su cuchillo de afilada hoja, de aguzada punta, y
cortó la cabeza a todos los monstruos.
Hecho
esto, bebió el negro líquido, vació con satisfacción el cuenco de cerveza, y
dijo: "No me consideraría yo un huésped de buen grado acogido si no se me
ofrece una cerveza mejor, si no se me ofrece con más generosa mano y en un vaso
mayor; si no se mata en mi honor un carnero, un buey, un toro de poderosas
ancas, por el buen nombre de esta casa".
El
padre de familia, dijo: "¿A qué has venido aquí? ¿quién te ha invitado al
banquete de bodas?"
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: "Si orgulloso es
el huésped invitado, más orgulloso lo es aún el que no lo ha sido. ¡Escucha,
señor de esta casa: yo pagaré tu cerveza, yo compraré a peso de oro mi derecho
a beber!"
El
padre de familia de Pohjola al oír esto fue presa de una violenta cólera, de un
sin igual furor, y con palabras mágicas invoco un río, un río que vino a desbordar
sobre el suelo de la casa a los pies mismos de Lemmikainen. Entonces tomó la
palabra y dijo: "¡Bébete ese río, trágate ese lago!"
Lemmikainen
no se dejó desconcertar. Tomó la palabra y dijo: "No soy una vaca, yo no
soy un buey de largo rabo, para beber este río, para tragar este lago". Y
echando mano a su vez de sus encantamientos, hizo aparecer un buey, un enorme
buey de cuernos de oro. Y el buey se tragó el lago, se bebió entero el río. El
padre de familia de Pohjola, dijo: "No será agradable el festín si el
número de invitados no disminuye. ¡Retírate, pues, de estos lugares, huye lejos
de la muchedumbre de los hombres, miserable; vuélvete a tu país, huésped
inmundo!"
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: "Un hombre,
aunque sea el último de los nacidos, no abandona el sitio que ha ocupado ante
el temor de simples conjuros".
El
padre de familia de Pohjola alcanzó su espada del muro donde estaba colgada, su
espada de afilada hoja, de hoja fulgurante, y dijo: "¡Oh Athi, oh hermoso
Kaukomieli, midamos nuestras espadas y veamos cuál de los dos es el
mejor!"
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "¿Para qué puede servir mi espada que ya
ha sido rota contra los huesos, que ya se ha mellado contra los cráneos? Sin
embargo, si no hay aquí fiesta más brillante, consiento en medirla con la tuya
para ver cuál de nosotros es el mejor. Antaño mi padre no retrocedía ante los
duelos de espada. ¿Por qué habría de ser menos su hijo? ¿por qué no habría yo
de haber heredado su valor?"
Y
Lemmikainen sacó su acero fulgurante, de la vaina de espeso cuero, y los dos
héroes midieron sus espadas. La del padre de familia de Pohjola era un poco
más larga que la de Lemmikainen, como el negro de una uña, como la mitad de una
articulación del dedo. Athi Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "Tu
espada es más larga ciertamente. A ti te corresponde, por lo tanto, el primer
golpe!"
El
padre de familia blandió su espada tratando de herir, pero sus golpes no
alcanzaron a Lemmikainen; cayeron sobre la viga del umbral, sobre las jambas de
la puerta, partiéndolas en dos, en tres pedazos.
Athi
Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "Qué mal te ha hecho la viga del
umbral, qué mala acción han cometido las jambas de la puerta, para que así las
castigues, con toda la fuerza de tus golpes?
"Escucha,
padre de familia de Pohjola, escucha: resulta poco agradable batirse en una
habitación, es enojoso luchar en presencia de mujeres. Vamos a hacer trizas la
casa, que está nueva; vamos a manchar de sangre el suelo. Salgamos, mejor, al
corral a campo abierto. Más vale la sangre al aire libre, más bella es sobre la
tierra desnuda, brillante sobre la arena".
Y
los dos campeones salieron al cercado. Allí encontraron una piel de vaca y la
tendieron en el suelo para marcar el campo de lucha.
Athi
Lemmikainen tomó de nuevo la palabra y dijo: "Escucha, oh guerrero de
Pohjola: tu espada es más larga, más temible que la mía. Pero sabe que sólo
debemos retirarnos de aquí cuando haya caído la cabeza de uno de los dos. Tira,
pues, oh guerrero de Pohjola!"
El
guerrero de Pohjola atacó; atacó una vez, y dos veces y tres veces; pero no
logró alcanzar su propósito; ni llegó a tocar la carne, ni siquiera a rozar la
piel.
Athi
Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo alzando la voz: "Ahora me toca a
mí ensayarlo. Ha llegado mi vez".
El
guerrero de Pohjola no hizo caso de tales palabras; seguía golpeando,
golpeando sin descanso, pero sin alcanzar a herir.
La
espada chispeante, el terrible acero flameaba en la mano de Lemmikainen; pronto
su resplandor se reflejó en el cuello de su adversario.
Entonces
el hermoso Kaukomieli, dijo: "Pobre de ti, guerrero de Pohjola! Tu cuello
está ya rojo como una salida de sol!"
El
guerrero de Pohjola bajó los ojos al oírlo, pero en el mismo instante el alegre
Lemmikainen lo alcanzó de un tajo: su espada brilló como un relámpago, y la
cabeza del guerrero de Pohjola cayó de los hombros; cayó como una espiga
desprendida del tallo, como una aleta arrancada al vientre de un pez. Y rodó
sobre el suelo del cercado como un gallo silvestre alcanzado, en la cima de un
árbol, por una flecha mortal.
Cien
postes, mil postes coronados de cabezas humanas se alzaban en la colina. Sólo
uno de ellos estaba todavía libre; entonces el bullicioso Lemmikainen cogió la
cabeza de su enemigo y la clavó en la punta.
Athi
Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, regresó inmediatamente a la casa de
Pohjola, y dijo: "Tráeme agua, mala mujer, para purificar mis manos de la
sangre de tu bárbaro amo!"
La
vieja de Pohjola, arrebatada de cólera, comenzó a ejercitar su mágico poder; e
invocó hombres armados de cuchillas, héroes armados de lanzas: mil hombres,
mil héroes, para matar a Lemmikainen, para exterminar al Kaukomieli.
XI
LEMMIKAINEN EN LA ISLA LEJANA
El
bullicioso Lemmikainen, esquivando las miradas de todos, se apresuró a huir de
la sombría Pohjola. Salió de la estancia como un huracán, se escapó como una
nube de humo, tratando de disimular su crimen, de ocultar su maldad.
Y
cuando estuvo en el corral, miró en torno suyo buscando su caballo, pero no lo
halló; sólo vio en el lindero del campo un bloque de piedra, una rama de mimbre
tronchada.
Un
ruido empieza a oírse bramar por la aldea; un ruido sordo en las estancias más
próximas, un murmullo siniestro en las más lejanas.
El
bullicioso Lemmikainen hubo de revestir una forma distinta, y se lanzó al
espacio transformado en águila. Pronto llegó a la casa materna; traía demudada
la faz y el alma sombría.
La
madre del héroe salió a su encuentro y se apresuró a preguntarle: "Oh tú,
el más joven de mis hijos, el más fuerte de ellos, ¿por qué traes ese aire tan
consternado al regresar de Pohjola? ¿Acaso te han insultado en el banquete
ofreciéndote una copa indigna de ti? Si es así, aquí encontrarás una copa
mejor; la que tu padre trajo de la guerra, la que conquistó en la hora
sangrienta de las batallas".
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "Oh madre que me llevaste en tu entraña,
si me hubieran insultado ofreciéndome una copa indigna de mí, yo a mí vez los
hubiera insultado a ellos; a cien hombres habría provocado, habría desafiado a
mil guerreros".
La
madre de Lemmikainen dijo a su hijo: "¿Qué es lo que te ha sucedido,
entonces, hijo mío? Si no has tenido ninguna funesta aventura mientras
estuviste en Pohjola ¿no será que te hayas acostado después de comer demasiado,
después de beber demasiado, y que los malos sueños hayan venido a turbar tu
reposo?
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "¡Sólo las viejas se inquietan por lo
que se les aparece en sueños! Recuerdo mis sueños de la noche, pero recuerdo
aun mejor mis ensueños del día. Madre mía, mi venerable madre: prepárame mi
zurrón de viaje, lléname de harina un saquillo de paño; lléname de sal un
saquillo de lienzo. Tu hijo va a partir; va a abandonar ¡ay! este país, esta
casa muy amada, este hermoso solar. ¡Porque los hombres aguzan sus cuchillas,
los héroes afilan sus lanzas!"
La
madre de Lemmikainen, la que con dolor lo parió, le interrogó ansiosamente:
"¿Para qué aguzan esas cuchillas, para qué afilan esas lanzas?".
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, respondió: "¡Aguzan las cuchillas y afilan las
lanzas para derribar mi pobre cabeza, para volverlas contra mi cuello! ¡Un
suceso siniestro ha ocurrido en Pohjola: he matado al señor de la casa; y todo
el pueblo se ha levantado dispuesto a una terrible guerra; todos se han
levantado contra mí, desdichado, contra mí solo!" La madre, la anciana
madre de Lemmikainen, dijo a su hijo: "Ya te había prevenido ya, ya te
había prodigado mis consejos. Siempre he querido disuadirte de ese viaje a
Pohjola. Si me hubieras escuchado, si hubieras permanecido en casa de tu
madre, bajo mi dulce protección, ninguna guerra habría estallado, ni habría
que temer ningún combate.
"¿Dónde
vas a ir ahora, hijo mío, mi pobre hijo, para ocultar tu crimen, para esconder
tu inicua acción? ¿dónde hallarás un refugio para salvar tu cabeza, para poner
a resguardo tu tierno cuello, para evitar que tus cabellos, tus finos cabellos,
sean arrancados y dispersados en el polvo?"
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "Ignoro dónde podré ir a refugiarme y
ocultar mi crimen. Oh madre, tú que me llevaste en tu vientre, dime tú a dónde
debo huir".
La
madre de Lemmikainen dijo a su hijo: "Yo podría indicarte un lugar seguro,
un impenetrable lugar dónde tu crimen permanecería ignorado, donde encontrarías
un refugio contra el destino que te amenaza. Sí; yo recuerdo un pequeño rincón
de la tierra cuyo suelo no ha sido jamás mordido, jamás herido, jamás hollado
por las armas de los hombres. Pero antes has de prometerme, en juramento
eterno, en juramento inviolable, que no irás a la guerra durante diez estíos,
aun cuando sólo te impulsara a ella el deseo del oro, la sed de riquezas".
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "Yo te prometo, en juramento inviolable, que
no acudiré ni en este estío ni en los estíos venideros, a las terribles
batallas, a los bárbaros encuentros de las espadas. Mis heridas de los últimos
combates están frescas aún, mi pecho está surcado de ellas todavía".
La
madre de Lemmikainen dijo a su hijo: "Toma el viejo navío de tu padre, y
apresúrate a huir más allá de nueve mares y de la mitad del décimo, hasta una
isla situada en mitad de las olas. Allí se ocultó tu padre antaño, allí
encontró un refugio durante los largos años de guerra, durante los años de
ásperos combates. Allí vivió en una dulce tranquilidad, allí transcurrieron sus
días gratamente. Permanece en esa isla un año, dos años. Y al año tercero
tornarás bajo el techo bien amado de los tuyos, a casa de quienes te dieron la
vida".
El
jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, llenó de viandas su zurrón de
viaje; puso manteca para el primer año y carne de cerdo para el segundo; y se
apresuró a borrar su huella con la huida. Se puso precipitadamente en marcha, y
dijo: "Parto para tres estíos, por cinco años cabales. Quédense estos
campos para alimento de los gusanos; quédense estos bosques para reposo de los
linces; quédense estas planicies para el galope de los renos, y los espacios
recién talados para paseo de los gansos.
"¡Adiós,
pues, madre mía! Cuando el pueblo de Pohjola se presente a exigir mi cabeza,
diles que he partido, que he abandonado estos parajes después de haber talado
el bosque fresco de siembras".
Y
Lemmikainen hizo deslizar el navío sobre los rodillos de hierro, lo soltó de
las argollas de cobre que lo ataban a la orilla, y lo botó al agua. Después izó
la vela en el mástil, la desplegó en las jarcias, se sentó al timón, y
empuñando la barra de madera de abedul, alzó la voz diciendo: "¡Sopla, oh
viento, en las velas, empuja al navío, hazle galopar sobre las olas hasta la
isla desconocida, hasta el promontorio sin nombre!"
El
viento meció el navío, las olas lo empujaron, por espacio de dos meses, por
espacio de casi tres meses, a través de los múltiples estrechos, de las anchas
y profundas aguas.
Las
muchachas de la isla, las doncellas de Saari, hallábanse a orillas del mar
azul, lanzando a lo lejos sus miradas sobre la húmeda superficie. La una
esperaba a su hermano, la otra a su padre; pero la más obstinada e impaciente
era la que esperaba a su prometido.
Pronto
el navío de Lemmikainen apareció en el horizonte, entre el cielo y el agua,
como un leve copo de nubes. El viento henchía las velas, las olas aceleraban su
carrera. Unos instantes más, y el bullicioso Lemmikainen tocaba los bordes de
la isla, la punta extrema del, promontorio.
Entonces
alzó la voz y dijo: "¿Hay lugar en esta isla para que yo pueda atracar y
varar mi barco en la ribera?"
Las
doncellas del promontorio, las vírgenes de la isla respondieron: "Sin duda
hay lugar en esta isla para que puedas atracar y varar tu barco en la ribera.
También lo habría si hubieras llegado con cien barcos, con mil barcos".
El
jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "¿Y hay lugar en la isla
para que yo pueda cantar mis canciones, desplegar aquí la larga cadena de mis
cantos? Las palabras hormiguean en mi boca, germinan entre mis encías".
Las
doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del promontorio, respondieron:
"Sin duda hay lugar en esta isla para tus cantos, para que aquí modules
tus cantos más bellos. Y también hallarás sotos para retozar, praderas en que
danzar".
Entonces
el joven Lemmikainen entonó sus cánticos; y de repente, por efecto de sus
mágicas virtudes, surgieron encinas bordeando los caminos; y tupidos ramajes
coronando las encinas; y en cada rama una poma; y sobre cada poma, una bola de
oro; y sobre cada bola de oro, un cuco. Cuando el cuco canta, el oro mana de su
lengua, el cobre de su pico, y la plata inunda las doradas colinas.
Las
muchachas de Saari, las vírgenes del promontorio, escuchaban con admiración
los cánticos de Lemmikainen, extasiadas ante el mágico poder del héroe.
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "Todavía entonaría
más seductores cánticos, cánticos más deslumbrantes, si me hallase bajo techado,
sentado a la cabecera de una larga mesa. Pero si ninguna casa se abre para mí,
si ningún piso de tabla acoge mis pasos, volcaré mi cantar entre las malezas,
lo sembraré en los bosques".
Las
doncellas de la isla, las jóvenes vírgenes del promontorio respondieron:
"Casas sobradas tenemos para recibirte, amplios cercados para albergarte.
Allí podrás guardar tu cantar al abrigo del frío, a resguardo de las
inclemencias del aire".
Una
vez que el joven Lemmikainen fue albergado bajo techumbre, hizo aparecer sobre
la mesa una peregrina copa venida de lejanas regiones. Y por virtud de sus
cantos llenó la copa de cerveza, colmó los cuencos de hidromiel, y los platos
hasta los bordes. Después bebió cuanto quiso, apurando con delicia la cerveza.
Después
el bullicioso Lemmikainen corrió de aldea en aldea, frecuentando los corrillos
de las vírgenes de la isla, las alegres reuniones de las mozas. Donde quiera
que volvía su cabeza recibía un beso; donde quiera que tendía su mano sentía un
dulce apretón.
Durante
la noche, a la hora de las tinieblas, salía a caza de aventuras. No había aldea
en la isla donde no hubiera por lo menos diez casas; ni una casa donde no
hubiera por lo menos diez doncellas. Y entre tantas doncellas no quedó una sola
cuyo lecho no compartiese, cuyos brazos no fatigase.
Sedujo
a mil desposadas, durmió con cien viudas. No podrían contarse dos de cada diez,
tres de cada cien, a las que no hubiera gozado, a las que no hubiera hecho
suyas.
Así
pasó el bullicioso Lemmikainen tres años de su vida, voluptuosamente, en las
aldeas de Saari. Cautivando a todas, solteras y viudas. Una sola fue olvidada;
una pobre moza, ya madura, del más lejano rincón de la isla, de la última
aldea.
Ya
el héroe se disponía a partir, a regresar a su patria. La moza salió a su
encuentro y le dijo: "Querido Lemmikainen, seductor galán, si no te
dignas acordarte de mí, yo haré de suerte que, al hacerte a la mar, tu navío se
estrelle contra las rocas".
Lemmikainen
se entregó aquella noche a un profundo sueño, y no se despertó hasta el canto
del gallo, cuando ya era demasiado tarde para acudir a casa de la moza, a dar
satisfacción al ruego de la desdichada virgen. Entonces decidió esperar a la
nueva noche, proponiéndose abandonar el lecho más temprano, antes que los
demás hombres, antes del canto del gallo.
Y
antes aún de la hora propuesta se puso en marcha, atravesando la isla, para ir
a llevar alegría a la moza, placer a la pobre soltera.
Pero
mientras caminaba a solas en la noche, a través de la isla, hacia la última
aldea en el extremo del promontorio, no vio una sola casa donde no hubiera tres
habitaciones, ni una sola habitación donde no hubiera tres guerreros, ni uno
solo de aquellos guerreros que no afilase la espada y el hacha destinadas
contra su cabeza.
Preciso
era dejarse de mozas y abrazos. Lemmikainen se dirigió a su navío; el navío
había sido incendiado, no quedaban de él sino tizones y cenizas.
Entonces
comprendió que la desgracia le acechaba, que su último día había llegado. Y se
puso a construir otro navío.
Pero
para tal obra le faltaban vigas y tablas; no tenía más que una cantidad
insignificante: cinco trozos de un viejo huso, seis astillas de una vieja
rueca.
Hubo
de construir el barco con el auxilio de fórmulas mágicas; y en un instante lo
acabó de arriba a abajo.
Lemmikainen
lo lanzó al mar, y alzó la voz diciéndole: "¡Navega, oh barco mío, sobre
las ondas como una ligera hoja, boga sobre las olas como una hoja de nenúfar!
¡Y tú, águila, dame tres de tus plumas; y tú, cuervo, dame dos para servir de
apoyo al débil esquife, para dotar de alas sus costados!".
Después
subió a su navío y puso rumbo a alta mar. El viento sopló precipitando su
marcha, las olas la arrastraron sobre la superficie azul, sobre el espacio
inmenso y profundo.
Y
entre tanto, las tristes doncellas, las desoladas vírgenes, permanecían
deshechas en llanto y en súplicas, en la pedregosa playa.
Lloraron
las doncellas de la isla, las vírgenes del promontorio se lamentaron mientras
el mástil y el timón estuvieron al alcance de sus ojos. Pero no lloraban por
el mástil, no lloraban por el timón; lloraban por aquél que se erguía en el
navío, por el que a través de las olas lo conducía.
Lemmikainen
lloraba a su vez; lloró y se lamentó tanto tiempo como la isla y sus montañas
fueron visibles a sus ojos. Pero no lloraba por la isla, no lloraba por las
montañas; lloraba por las gráciles palomas del promontorio, las vírgenes de
Saari.
Al
abordar las playas de su infancia, el travieso Lemmikainen, iba reconociendo
uno a uno todos los parajes: reconoció las riberas, los islotes, el golfo, el
puerto donde amarraba su barca, todos los lugares que había frecuentado.
Reconoció las montañas de pinares, las colinas de abetos; pero no reconoció el
lugar donde se hallaba su casa. Un bosquecillo de cerezos silvestres murmuraba
donde antes se alzaban sus muros, un boscaje de pinos en la colina, un seto de
enebros en el camino de los pozos.
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "He ahí el
bosquecillo donde yo jugaba, he ahí las rocas donde yo trepaba, he ahí los
campos y las praderas donde me solazaba. Pero entonces ¿quién ha arrebatado de
aquí mi casa bien amada, quien ha destruido mi hermosa casa? ¡El fuego la ha
devorado y el viento ha dispersado sus cenizas!".
Y
el héroe rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Pero no lloraba por la
casa, no lloraba por el aitta; lloraba por su madre, la que habitaba la casa,
la que cuidaba el aitta.
Después
fijó sus ojos por los alrededores y echó de ver ligeras huellas de pisadas sobre
la yerba, vestigios a medio borrar entre las malezas. Trató de reconocerlos y
los siguió; conducían al fondo de un bosque, de un bosque deshabitado.
Cuando
hubo caminado cierto tiempo por aquellos incultos parajes, divisó en el fondo
de un intrincado macizo, una guarida secreta, una humilde cabaña emparedada
entre dos rocas, sombreada por tres pinos. Y allí descubrió a su madre, la
dulce mujer que lo amamantó a sus pechos.
Lemmikainen
se sintió arrebatado por una inmensa alegría; alzó la voz y dijo: "¡Oh
madre mía, mi madre bien amada, la que me llevó en su vientre y me dio su
leche! Te encuentro viva y salva; y sin embargo, había llegado a pensar que
habías muerto, que habías sucumbido al golpe de la espada o degollada bajo el
hacha. ¡Cansados de llorar están mis ojos y pálidos los colores de mi
rostro!"
La
madre de Lemmikainen dijo a su hijo: "Sólo huyendo he podido salvar la
vida, ocultándome en este salvaje desierto, en este sombrío refugio del bosque.
El pueblo de Pohjola se había armado contra ti, pobre infortunado; y ha
saqueado nuestra casa, reduciéndola a cenizas".
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "¡Oh madre mía, tú que me trajiste al mundo,
aparta de ti esa pena que te desgarra! Levantaremos una nueva casa mejor que la
primera. Y presentaremos batalla al pueblo de Pohjola, hasta exterminar esa
raza maldita".
La
madre de Lemmikainen dijo a su hijo: "¡Mucho tiempo has tardado, hijo mío,
mucho tiempo has vivido en tierra extraña, en esas apartadas regiones, en la
isla desconocida, en el promontorio sin nombre!"
El
jovial Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "Grata me ha sido allí la
vida, dulcemente han transcurrido mis días. Los árboles brillan allá con
esplendores de púrpura, los campos copian el azul del cielo, las ramas de los
pinos son otras tantas guirnaldas de plata; las flores del brezo, otras tantas
flores de oro; corren arroyos como la miel; los huevos de ave ruedan de las
montañas; los abetos secos manan hidromiel; los otros, los que cubre el verdín,
manan leche; la manteca se recoge en las junturas de las empalizadas, y las
estacas de las empalizadas destilan cerveza.
"Sí,
grata me era allí la vida, dulces han transcurrido mis días. Un solo obstáculo
turbaba mis placeres. Los padres allá tienen mucho miedo por sus hijas, por
esas estúpidas y feas criaturas; tenían miedo que yo se las pervirtiese,
amándolas con exceso. Y por causa de las jóvenes vírgenes, por miedo a esas
mujeres hijas de mujer, tenía yo que esconderme... ¡Como se esconde el lobo,
por miedo a la liebre, como se esconde el buitre, por miedo a las gallinas del
corral!"
XII
HISTORIA DE KULLERVO, EL MANCEBO DE LAS CALZAS AZULES
Una
madre criaba una nidada de palomas y cuidaba un bando de tres cisnes. A las
palomas las dejó en el corral y a los cisnes los condujo a la orilla del río.
Vino un águila, y los arrebató a las nubes. Vino un gavilán y los dispersó: al
primero lo llevó a Kadelia; al segundo lo llevó a Rusia; y en cuanto al
tercero, lo devolvió a la casa paterna [28].
El
que fue transportado a Rusia se convirtió en un hábil mercader; el transportado
a Karelia fue el célebre Kalervo; el devuelto a la casa paterna fue el sombrío
Untamo, azote de su padre, desesperación de su madre.
Una
vez Untamo tendió su red en el estanque de Kalervo; Kalervo encontró la red y
se apoderó de todos los peces que halló entre sus mallas. Entonces el malvado
Untamo se puso furioso; lo arañó con las uñas, le atacó con los puños,
disputándole una raspa de pescado, unas huevas de pértiga.
Así
lucharon Untamo y Kalervo, pero ninguno salió vencedor; si uno encajaba un buen
golpe, el otro se lo devolvía en el acto.
Pocos
días después de esta querella Kalervo sembró su avena detrás de la casa de
Untamo. La voraz oveja de Untamo se comió la avena de Kalervo; el huraño perro
de Kalervo devoró la oveja de Untamo.
Untamo
volvió a enfurecerse y vociferó amenazas de muerte contra Kalervo, contra su
propio hermano. Juró derribar su casa, degollar y exterminar a todos sus
habitantes, grandes y pequeños, e incendiarla hasta reducirla a cenizas.
Y
armó a sus hombres: con espadas a los fuertes, con venablos a los débiles y a
los muchachos. Y declaró una guerra sangrienta, una guerra sin cuartel contra
el hijo de su madre.
La
suegra de Kalervo estaba sentada a la ventana contemplando la llanura. Abrió la
boca y dijo: "¿Qué es lo que se levanta allá lejos, del otro lado del
campo, a la entrada del camino nuevo? ¿es una humareda espesa o es una sombría
nube?"
Pero
no era una humareda espesa ni una nube sombría; eran los guerreros de Untamo
precipitándose al combate.
Ya
llegan. Las espadas brillan a sus costados. Aniquilan a las tropas de Kalervo,
degüellan la ilustre raza, prenden fuego a su casa, sin dejar piedra sobre
piedra, a ras del árido suelo.
Una
sola mujer escapó al desastre, una mujer que llevaba a un hijo en el seno. Los
guerreros de Untamo la llevaron consigo para emplearla en ordenar su casa, en
barrer la basura.
Y
transcurrido algún tiempo la desdichada mujer trajo un hijo al mundo, al cual
puso por nombre Kullervo.
El
recién nacido, el pobre huérfano, fue acostado en una cuna, y mecido un día y
otro día. Al tercer día, el niño sacudió de repente sus pies y se levantó de
golpe: se puso de pie en la manta, desgarró sus pañales, hizo trizas su cuna
de madera de tilo y rompió en tiras sus mantillas.
Así
demostró su vigor y que una poderosa savia hervía en sus venas. Untamo concibió
la esperanza de que llegaría a ser un hombre de gran sabiduría, un héroe
indomable y altivo, un esclavo más valioso que cien, más valioso que mil
esclavos.
Pero
al cabo de dos meses, al cabo de tres meses, cuando no era todavía más alto que
una rodilla, el niño empezó a pensar en sí mismo, diciéndose: "¡Si yo
fuera un poco mayor, si mi cuerpo cobrara un poco más de fuerza, yo vengaría
los dolores de mi padre, las angustias de mi madre!"
Untamo
escuchó estas palabras y dijo: "Este niño será el azote de mi raza;
Kalervo revive en él".
Y
hombres y mujeres se reunieron en consejo, preguntándose adonde podrían
transportar al niño, dónde podrían exponerlo a una muerte segura.
Se
le encerró en un tonel, y el tonel fue arrojado al mar, en medio de las
procelosas aguas.
Dos
noches, tres noches transcurrieron. Y Untamo fue a ver si el niño se había
ahogado, si estaba muerto en su tonel.
Pero
el niño no se había ahogado, no estaba muerto en su tonel. Escapado de su
encierro, se mecía tranquilamente sobre las olas, teniendo entre sus manos una
caña de pescar, con empuñadura de cobre, con hilo de seda.
Untamo
se dijo de nuevo: "¿Adonde habrá que llevar a este niño? ¿dónde encontrará
su perdición segura? ¿dónde hallará el golpe mortal?"
Y
ordenó a sus esclavos hacinar una gran cantidad de abedules altos y fuertes, de
tupidos abetos, de viejos pinos resinosos, para quemar al niño, para exterminar
a Kullervo.
La
pira ardió por espacio de un día, por espacio de dos días; ardió hasta tres
días enteros. Entonces Untamo se acercó a ver qué había sido de Kullervo, y lo
encontró de rodillas, en medio de las brasas, jugando con los tizones y
atizándolos con un gancho de hierro. El fuego no había rozado siquiera la punta
de sus cabellos, había respetado hasta el más ligero bozo de su carne.
Untamo,
furioso, se dijo otra vez: "¿Adonde, pues, habrá, que llevar a este niño?
¿dónde encontrará su perdición segura, dónde hallará el golpe mortal?"
Entonces
hizo colgar a Kullervo de un árbol, izándolo hasta la copa de una encina.
Dos
noches, tres noches transcurrieron, y otros tantos días. Untamo reflexionó
profundamente: "Hora es ya de saber si Kullervo ha sucumbido, si ha encontrado
la muerte en la horca".
Y
Untamo envió a un esclavo para asegurarse. El esclavo volvió con esta noticia:
"Kullervo no ha sucumbido, Kullervo no ha encontrado la muerte en la
horca. Allá está, con una gubia en la mano, grabando en la corteza del árbol
toda suerte de figuras: guerreros, lanzas, venablos, cubren la encina de arriba
abajo".
Entonces
Untamo se convenció de su impotencia. Hastiado, fatigado de buscar el medio de
desembarazarse de él, hubo de resignarse a guardar al niño en su casa, a
tratar al esclavo como a un miembro de la familia.
Y
le habló en estos términos: "Si prometes conducirte bien, si prometes
vivir con prudencia y sosiego, puedes quedarte en mi casa y trabajar en ella.
Más adelante acordaremos cuál ha de ser tu soldada. Te recompensaré según
merezcas: o un buen cinturón para tu talle o un buen torniscón en las
orejas".
Cuando
Kullervo hubo crecido se le asignó un trabajo. Se le confió el cuidado de un
niño, de una criatura de delicados dedos: "Ten cuidado de este
pequeñuelo, dale de comer a menudo y según su hambre. Lava sus pañales en el
río y ten siempre limpios sus vestidos".
Kullervo
tomó al niño a su cargo. El primer día le rompió un brazo; el segundo día le
sacó los ojos; el tercer día lo dejó morir. Después arrojó los pañales al río y
prendió fuego a la cuna.
Untamo
se entregó a profundas reflexiones: "Este muchacho no sirve para cuidar
criaturas, para mecer carnes delicadas. ¿En qué lo emplearíamos, pues? ¿qué
trabajo confiarle? Quizá tenga mejores condiciones para derribar árboles y
talar el bosque".
Y
Untamo envió a Kullervo al bosque a talar árboles. Kullervo, hijo de Kalervo,
se dirigió al bosque, penetrando en los incultos parajes sin fin, entre los
altos abedules y las enramadas gigantescas.
Allí
blandió su hacha. De un golpe fuerte derriba los troncos más corpulentos, de un
simple roce los retallos más tiernos. Cinco árboles, ocho árboles, caen a la
vez. Después vociferó con una voz de trueno: "¡Que ninguna planta germine,
que no crezca ningún tallo, mientras los siglos continúen su curso, mientras la
luna expanda su luz, en el bosque talado por el hijo de Kalervo, en la nueva
tierra roturada por el héroe!".
Untamo,
el hombre cruel, quiso ver lo que el hijo de Kalervo había hecho. El bosque,
derribado en montón, no se parecía en nada a una tierra roturada y dispuesta
para la sementera. No era aquello la obra de un muchacho.
Untamo
se dijo en su interior: "No sirve este mozo para un trabajo semejante; ha
cortado los troncos más sólidos, ha destruido los mejores abedules. ¿En qué
ocuparlo, pues? ¿qué obra confiarle? ¿Tal vez tenga mejores condiciones para
construir un cercado?"
Y
Untamo encargó a Kullervo construir una cerca. Kullervo abatió los pinos más
corpulentos, los más altos abetos. Después los plantó en filas apretadas,
liándolos fuertemente unos a otros con largas varas de serbal. Así hizo su
cerca: sin puerta ni abertura alguna.
Kullervo
dijo: "¡Aquél que no tenga alas de pájaro, que no intente franquear la,
cerca del hijo de Kalervo!"
Untamo
fue a ver lo que Kullervo había hecho. Y vio una cerca sin puertas ni abertura
alguna, sólidamente clavada en tierra y elevándose hasta las nubes del cielo.
Y
s« dijo: "No sirve este mozo para un trabajo semejante. La cerca que ha
construido es impracticable; imposible entrar ni atravesarla. ¿En qué ocuparlo,
pues? ¿qué obra confiarle? Quizá sirva mejor para moler el centeno".
Y
Untamo envió a Kullervo a moler el centeno. Kullervo, hijo de Kalervo, se puso
ardorosamente a moler el centeno, hasta pulverizar el grano, hasta reducir a
salvado la espiga.
Untamo
llegó a ver su obra; encontró pulverizado el grano, reducida a salvado la
espiga. Y tuvo un arrebato de cólera: "¡Así, pues, este mozo no sirve
para nada! En todo, lo que le he mandado sólo ha hecho locuras. ¿Lo enviaré a
Rusia, o lo haré llevar a Karelia para venderlo al herrero Ilmarinen, para
someterlo al aprendizaje del martillo?"
Untamo
envió al hijo de Kalervo a Karelia y lo vendió al gran Ilmarinen, al diestro
forjador de hierro.
¿Qué
precio pagó Ilmarinen por el esclavo? Un alto precio: dos viejos calderos
abollados, tres garabatos rotos, cinco hoces melladas y seis rastrillos de
desecho. Tal fue el precio pagado por el miserable, por el esclavo inútil.
Kullervo,
hijo de Kalervo; Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de la blonda
cabellera y los lindos zapatos, pidió al herrero Ilmarinen trabajo para la
noche, y a la mujer del herrero trabajo para la mañana.
La
mujer del herrero pensó para sus adentros en qué podría emplearse útilmente al
esclavo, al hombre comprado. Y resolvió hacerle guarda de rebaños.
Y
la traviesa criatura preparó una gran hogaza. La amasó con buen trigo candeal
por arriba y con avena por abajo. Pero en medio metió una piedra.
Después
la empapó con nata de leche, la untó de manteca, y dándosela a Kullervo le
dijo: "No has de tocar este pan hasta que no hayas conducido el rebaño al
bosque".
Kullervo,
hijo de Kalervo, se echó sus provisiones al zurrón y aguijó las vacas de Ilmarinen
entre los marjales y las ásperas malezas. Caminaba solitario, diciéndose:
"¡Maldición sobre mí, pobre mozo! ¡maldición sobre mí, infortunado!
¡Adonde he venido a parar, miserable de mí! Buena tarea de holgazán la que me
han impuesto. ¡Tener que apacentar estas malditas vacas, estos estúpidos
terneros! ¡tener que vagar a través de estos marjales sin fin, de estas landas
ásperas y escarpadas!"
Se
sentó al sol, sobre un altozano, y se puso a cantar con voz sonora:
"¡Derrama tu luz, oh divino sol, derrama tu calor, oh globo de Jumala,
sobre el pastor de la fragua, sobre el pobre mancebo de los pastizales, pero
no sobre la casa de Ilmarinen, ni mucho menos sobre su nueva amante! Dulce es
la vida para esa mujer: se sirve rebanadas de pan candeal, se alimenta con
tortas bien untadas de manteca. El pastor, en cambio, ha de roer pan duro,
secos mendrugos; y hasta ha de contentarse muchas veces con tortas de cebada
mezclada con salvado, con paja o con harina de corteza de abedul. ¡Y si tiene
sed, tendrá que sacar agua del légamo del marjal o del húmedo césped de las
praderas!"
Y
mientras el pastor se lamentaba, mientras el hijo de Kalervo entonaba su triste
canción, la mujer de Ilmarinen ya había gustado la deliciosa manteca, comido
el pan tierno, saboreado las tortas aún calientes; y preparaba para el pastor
un potaje frío de coles, cuya grasa habían lamido los perros.
Kullervo,
hijo de Kalervo, miraba alargarse la sombra de la tarde. Tomó la palabra y
dijo: "Hora es ya de comer, de dar comienzo al almuerzo y ver qué nos han
puesto en el zurrón".
Y
condujo su ganado al brezal para que allí pudiera reposar. Después se sentó
sobre una mata de fresca yerba; descolgó de sus hombros el zurrón y sacó la
hogaza que la mujer del herrero había metido dentro.
Y
desenvainó su cuchillo para cortar el pan. El cuchillo tropezó violentamente
contra la piedra, y la aguda hoja se quebró y saltó en pedazos por el aire.
Kullervo,
hijo de Kalervo, contempló tristemente la hoja rota y derramó amargo llanto:
"Este cuchillo era mi único hermano, su hoja mi único amor. ¡Y helo aquí
roto, quebrado contra la piedra que mi pérfida y miserable ama había ocultado
dentro de la hogaza! ¡Aguarda, mujerzuela, aguarda! ¡Si yo lloro por mi
cuchillo, también tú llorarás por tus vacas cuando quieras ordeñarlas!"
Y
cortó una rama en los arbustos, una rama de enebro; y espantó a las vacas de
corvas patas haciéndolas hundirse en las ciénagas; y dispersó a los toros a través
del bosque. La mitad de ellos quedó entregada a la voracidad de los lobos, la
otra mitad a la voracidad de los osos. Después convirtió al ganado en osos y lobos,
haciéndose de este modo un nuevo rebaño.
Declinaba
el sol a occidente, la noche se acercaba coronando de sombra las copas de los
pinos, y aproximando la hora de ordeñar las vacas.
Kullervo,
hijo de Kalervo, el rudo y miserable pastor, se encaminó a casa de Ilmarinen
con su rebaño de lobos, con su rebaño de osos. Y durante el camino iba
instruyéndoles en lo que debían hacer: "Os arrojaréis sobre mi ama y le
devoraréis un muslo, le arrancaréis media pierna, en cuanto llegue a veros, en
cuanto se agache para ordeñaros".
Se
fabricó un cuerno de pastor con un hueso de vaca, con una asta de toro; y sopló
con fuerza aquel instrumento, sacándole alegres sonidos en cuanto estuvo a
tres pasos, a seis pasos de la colina donde estaba edificada la casa de su
amo.
La
mujer de Ilmarinen, la bella mujer del herrero, suspiraba impaciente pensando
en la leche fresca, en la manteca dorada, cuando oyó resonar al fondo del
marjal, a la orilla de la lejana pradera, el alegre cuerno del pastor. Alzó la
voz y dijo: "¡Bendito sea Dios! ya suena el cuerno, ya llega el
pastor".
Kullervo,
hijo de Kalervo, respondió: "Ya se acerca el rebaño. Enciende la lumbre en
seguida y ven a ordeñar tus vacas".
La
mujer de Ilmarinen encendió la lumbre y bajó al establo a ordeñar sus vacas.
Lanzó una ojeada sobre el rebaño, lo examinó atentamente y dijo: "Hermoso
de ver está el ganado: suave es su pelo como el del lince, fino su vellón como
el de la oveja silvestre; sus ubres están henchidas y ricas de leche".
Y
se agachó para la ordeña; una vez hizo saltar el chorro de leche, dos veces lo
hizo saltar; pero en el momento en que iba a hacerlo por tercera vez, el lobo
se precipitó sobre ella, el oso la asaltó violentamente; el lobo le arrancó una
mandíbula, el oso le devoró media pierna y le arrancó el talón.
Así
Kullervo, hijo de Kalervo, se vengó del desprecio de la mujer de Ilmarinen;
así castigó Kullervo la maldad de su pérfida ama.
La
mujer de Ilmarinen clamó: "¡Oh Ukko, dios supremo entre todos los dioses,
acude a mí con tu arco sin igual! ¡Pon en él un dardo ligero como el relámpago,
un dardo de oscuro cobre con la punta de acero, y dispáralo contra el hijo de
Kalervo; atraviésale la dura carne del costado, derríbalo en tierra, mata al
miserable!".
Kullervo,
hijo de Kalervo, dijo: "Oh Ukko, dios supremo entre todos los dioses, no
es contra mí contra quien debes disparar sino contra la mujer de Ilmarinen.
¡Abate a esa malvada mujer, de modo tal que quede eternamente inmóvil!"
Y
la mujer de Ilmarinen, la orgullosa esposa del herrero, cayó muerta; cayó como
una banasta de basura ante el umbral de su mezquina casa.
Tal
fue el momento supremo de la moza, tal fue el fin de la bella esposa, de
aquella a quien Ilmarinen había buscado durante tanto tiempo, y con tanto
ardor, de aquella a quien el célebre herrero había implorado durante seis años
para que fuese de por vida la alegría de sus días, la más alta gloria de su
nombre.
Kullervo,
hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos
zapatos, el de la rubia cabellera, se apresuró a alejarse de casa de Ilmarinen
antes que la noticia de la muerte de la esposa llegase a oídos del herrero.
Ante tal noticia, el dolor desgarraría su alma y su cólera estallaría terrible.
Triunfante
se aleja, atravesando los bosques descuajados por el fuego, atravesando las
malezas, haciendo resonar el aire al son de su cuerno. Y las ciénagas se
escalofrían, y la tierra tiembla y los ecos se estremecen, mientras Kullervo
sopla su cuerno, mientras el malhechor se regocija.
El
son del cuerno llegó hasta la fragua de Ilmarinen. El herrero suspendió su
trabajo, y salió a escuchar, a ver quién tocaba de tal modo en la colina, quién
estremecía con tales resonancias las intrincadas malezas.
Un
lúgubre espectáculo, una realidad siniestra se ofreció a sus ojos. Encontró a
su mujer muerta, a su hermosa compañera que yacía inanimada en el corral, sobre
el verde césped.
Largo
tiempo permaneció ante ella con el corazón destrozado; lloró lágrimas amargas,
lloró toda la noche. Negra está su alma como la pez; su corazón, como el
hollín.
Kullervo,
entretanto, prosigue su camino, errando acá y allá durante el día, vagando
entre las malezas, hundiéndose en los espesos boscajes; pero al llegar la
noche, se acuesta sobre un lecho de yerba.
Allí
el huérfano, el abandonado, piensa y medita: "¿Quién me habrá traído al
mundo, quién habrá engendrado a un miserable como yo, para vagar así, a la
intemperie siempre, bajo el cielo azul?
"Todos
tienen una casa a donde ir, un hogar donde refugiarse. Mi casa es el desierto;
mi hogar la landa estéril; el viento del norte es mi lumbre, la lluvia mi único
baño.
"Y
sin embargo la luz brilla para la golondrina, el día alumbra para los pájaros;
pero mientras el cielo sonríe a sus pájaros, mi herencia son las tinieblas. Jamás
una alegría se ha asomado a mi vida".
Entonces,
en el ánimo de Kullervo surgió la idea de dirigirse hacia el país de Untamo,
para vengar el dolor de su padre, los tormentos de su madre, los duros tratos
que él mismo había sufrido. Tomó la palabra y dijo: "¡Aguarda Untamo,
aguarda verdugo de mi familia! ¡Con sólo que yo marche contra ti, tus casas
serán reducidas a cenizas, tu hogar a escombros encendidos!"
Una
anciana del bosque, la vieja del manto azul, salió a su encuentro. Y alzó la
voz diciendo: "¿Adonde va Kullervo? ¿adonde dirige sus pasos el hijo de
Kalervo?"
Kullervo,
hijo de Kalervo, respondió: "Me ha venido a la mente trasladarme a otras
regiones, ir a casa de Untamo para castigar al verdugo de mi familia, para
vengar el dolor de mi padre, los tormentos de mi madre; a reducir a ceniza sus
casas, a convertirlas en centellas de fuego".
La
mujer dijo: "Tu familia no ha sido extinguida, Kalervo no ha muerto;
todavía tienes un padre en esta vida, una madre afortunadamente salvada, en el
mundo.
"Hallarás
a tu padre y a la que te amamantó a sus pechos cerca de las fronteras de
Laponia, a la orilla de un lago colmado de peces.
"Fácil
te será llegar allá. El camino que debes seguir se encuentra a la vuelta de un
bosque pantanoso, a la orilla de un río. Camina un día y otro día y hasta tres
días; luego tomarás la dirección del noroeste hasta que encuentres una
montaña; faldéala a la izquierda y no tardarás en hallar, a mano derecha, un
caudaloso río cuya orilla seguirás, hasta pasar las tres cataratas; y entonces
alcanzarás la cima de un promontorio, de una roca donde rompen las mugientes
olas. En lo alto de ese promontorio se levanta una cabaña de pescadores. Y en
esa cabaña encontrarás a tu padre y a tu madre; y a tus dos lindas
hermanas".
Kullervo,
hijo de Kalervo, se puso en camino. Anduvo un día y otro día y hasta tres
días. Al fin, llegó a la cima del promontorio, del escollo donde las mugidoras olas
se estrellan; y en lo alto divisó la cabaña del pescador.
Entró
en la casa pero nadie le reconoció. "¿Quién es este extranjero que llega?
¿de qué país es el caminante?"
"¿No
reconocéis a vuestro hijo, no os acordáis de aquel niño que robaron los guerreros
de Untamo, cuando no era mayor que la palma de la mano de su pudre, que el
huso de su madre?"
Entonces
la madre de Kullervo exclamó en un arrebato: "¡Ah hijo mío, mi pobre
hijo, mi cintillo de oro! ¡Todavía vuelvo a hallarte en este mundo, lleno da
vida y salud! ¡Y yo que te había llorado tanto, que tanto te echaba de menos,
dándote por muerto y desaparecido para siempre!
"Yo
tenía dos hijos y dos hijas, dos hermosas vírgenes; pero los dos mayores me
fueron arrebatados: el hijo por la guerra, la hija por un ignorado destino.
¡Ahora vuelvo a encontrar al hijo, pero la hija tal vez no vuelva jamás!"
Kullervo,
hijo de Kalervo, dijo: "¿Dónde se perdió la hija? ¿Adonde fue a parar mi
pobre hermana?"
La
madre respondió: "Había ido a buscar bayas al bosque, fresas a la colina;
allí desapareció mi hermosa paloma, allí murió mi gracioso pajarillo, pero de
una muerte que nadie conoce, de la que nadie sabría decir el nombre.
"Yo
me he internado como el oso en el intrincado bosque; como la nutria a través de
las desiertas landas. Y he buscado un día y otro día, y hasta tres días. Y
cuando el tercer día había expirado, cuando apenas había transcurrido una
semana, he remontado la alta colina llamando desde allí a mi hija, a mi pobre
hija desaparecida: ¿dónde estás, hija querida? ¡Vuelve, vuelve a tu casa!
"Las
colinas respondieron a mis gritos, los pantanos respondieron a mi llanto: ¡No
llames más a tu hija, cesa de turbar el aire con el rumor de tus voces! ¡Tu
hija no renacerá a la vida; nunca más volverá a la casa de su madre, al hogar
de su anciano padre!"
Kullervo,
hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, comenzó a vivir una
vida ordenada bajo la tutela de su padre y de su madre. Pero su espíritu
permaneció torpe, su inteligencia rebelde; de tal modo habían sido viciados y
pervertidos por los malos tratos de su primera infancia.
Se
entregó con ardor al trabajo; tomó una barca de pesca para ir mar adentro a
tender las redes profundas, y dijo empuñando los remos: "¿Será preciso
remar con todas mis fuerzas, con todo el vigor de mis brazos, o bastará con
moderación, solamente lo necesario?"
El
timonel erguido a popa respondió: "Rema con todas tus fuerzas, con todo el
vigor de tus brazos, pero ten cuidado no rompas la barca, no hagas saltar su
quilla hecha pedazos".
Kullervo,
hijo de Kalervo, remó con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos.
Y rompió la barca, dislocó las planchas de enebro, hizo volar en astillas la
hermosa quilla de chopo.
Kalervo
fue a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: "No sirves para remar;
has destrozado la barca. Ve a golpear el agua para atraer los peces a la red;
tal vez te resulte mejor esa ocupación".
Kullervo
fue a batir el agua y dijo: "¿Debo golpear el agua con todas mis fuerzas,
con todo el vigor de mis brazos, o bastará con moderación, solamente lo necesario?"
El
pescador que tendía la red le contestó: "Poco conoce el oficio el que no
golpea el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos".
Kullervo
molió el agua con todas sus fuerzas, con todo el vigor de sus brazos; la molió
hasta convertirla en un espeso légamo, hasta reducir las redes a estopa, hasta
reducir los peces a una pasta viscosa.
Kalervo
acudió a ver lo que había hecho su hijo, y le dijo: "No sirves para moler
el agua; has reducido las redes a estopa, has destrozado el aparejo y todo lo
has hecho trizas. Paga tu impuesto [29] y vete a correr
mundo. Será lo mejor".
Kullervo,
hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, el de los lindos
zapatos, el de la cabellera de oro, pagó su impuesto; después montó en su
trineo y partió para un largo viaje.
Caminaba
con un fragor de trueno, atravesando las extensas landas, los bosques talados
de antiguo por el fuego. El caballo devoraba el espacio, y pronto llevó el
crujiente trineo hasta las desiertas llanuras de Pohjola, más allá de las
fronteras de Laponia.
Una
joven doncella, con el pecho adornado por una fíbula de estaño, salió a su
encuentro.
Kullervo,
hijo de Kalervo, paró en seco su fogoso caballo, llamó a la doncella y le dijo
con jocoso acento: "Ven, oh joven virgen, a mi trineo; ven a abrigarte con
mis pieles, a comer mis manzanas, a cascar mis nueces".
La
joven doncella le respondió airadamente: "¡Escupir en tu trineo es lo que
yo haría, estúpido burlón! Hace frío bajo tus pieles, hiela en tu brillante
trineo".
Kullervo,
el mancebo de las calzas azules, se apoderó de la virgen y la arrojó a la
fuerza en su trineo, en su brillante trineo.
La
doncella enfurecida, la bella de la fíbula de estaño, dijo: "¡Líbrame de
este tormento, devuélveme mi libertad; evítame, desvergonzado, tus insolentes
requerimientos, o si no yo desfondaré de un puntapié tu trineo, desgarraré la
alfombra que lo cubre, y haré pedazos tu miserable bagaje!"
Kullervo
abrió la arquilla que encerraba sus tesoros y dejó al descubierto galas
soberbias, espléndidos vestidos, medias bordadas en oro, cinturones y fíbulas
de plata.
La
vista de los vestidos hizo perder la cabeza a la doncella, las galas la
aturdieron. La plata es un astuto encantador; el oro ejerce una atracción
irresistible.
Y
Kullervo, hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, empezó a
acariciar amorosamente a la hermosa doncella, murmurándole galantes palabras.
Con una mano sostiene las riendas del caballo, con la otra acaricia los senos
de la casta niña.
Y
en el interior del trineo, sobre los mullidos cojines, la violó brutalmente,
cubriéndola de oprobio.
Ya
el Creador ha hecho nacer una nueva aurora, ya el gran Jumala ha hecho brillar
un nuevo día. Entonces la muchacha tomó la palabra y dijo: "¿De qué cuna
desciendes tú, oh mancebo lleno de audacia, de qué sangre naciste, ¿Eres acaso
de una alta estirpe; eres hijo, por ventura, de un padre ilustre?"
Kullervo,
hijo de Kalervo, respondió: "Yo no desciendo de una estirpe alta ni baja,
sino de una estirpe mediana. Soy el desdichado hijo de Kalervo; un triste, y
miserable rapaz, una pobre cabeza sin sentido, un ser maldito nacido para el
infortunio. Pero cuéntame, a tu vez, cuál es tu familia, dime si desciendes de
una alta estirpe, si eres hija de un ilustre padre".
La
doncella respondió con franqueza: "No desciendo de una estirpe alta ni
baja; desciendo de una estirpe media. Soy la desdichada hija de Kalervo, una
pobre y miserable criatura nacida para el dolor.
"Antaño,
cuando vivía junto a mi madre, salí una mañana a coger bayas en el bosque,
fresas en la colina. Durante dos días seguidos recogí fresas y bayas sin
descanso, y durante la noche dormía sobre la yerba. Pero, al tercer día, no
pude volver a hallar el camino de casa; unas falsas huellas me condujeron a lo
profundo del bosque y me extraviaron en el desierto.
"¡Ah,
si hubiera muerto entonces, tal vez al año siguiente, tal vez al tercer estío,
habría verdecido como una mata de tierno césped, me habría abierto como una
hermosa flor, habría madurado como una baya silvestre, como una fresa roja y
delicada; y no habría quedado expuesta a esta peregrina aventura, no habría
tenido que sufrir este terrible tormento!"
Y
apenas había acabado estas palabras, la doncella se lanzó fuera del trineo y se
arrojó al bramador torrente, entre las espumosas cataratas. Así terminó sus
días, así abrazó a la pálida muerte.
Kullervo,
hijo de Kalervo, se lanzó a su vez del trineo, y se puso a llora amargamente,
haciendo retumbar el aire con sus lamentos: "¡Maldición sobre todos mis
días, maldición sobre mis bárbaras acciones! ¡He violado a mi propia hermana,
he deshonrado a la hija de mi madre!"
Y
con su cuchillo cortó violentamente las correas que ataban su caballo al
trineo, cabalgó sobre el corcel veloz, el de la erguida testa, y galopó a
través de los bosques, a través de las llanuras, hasta alcanzar la casa de su
padre, bajo los verdes tilos.
Su
madre estaba de pie en el umbral. "Oh madre mía, mi desdichada madre, tú
que me amamantaste a tus pechos: ¿por qué, en la aurora de mi vida, cuando sólo
tenía dos noches, por qué no llenaste tu cuarto de una humareda espesa, y
echaste el cerrojo de la puerta y me encerraste dentro envuelto en mis
mantillas, para ahogarme? ¿Por qué no arrojaste mi cuna entre las brasas, entre
los ardientes tizones?"
La
madre de Kullervo dijo: "¿Qué es lo que por ti pasa, hijo mío? Algo
extraordinario te ha sucedido". Kullervo, el hijo de Kalervo, respondió:
"Oh sí, cosas extraordinarias han ocurrido, un cruel destino se ha
levantado en contra mía. Una doncella me salió al paso en el camino. He dormido
con ella; la he violado. Y luego resultó ser mi propia hermana, la hija de mi
madre.
"Pero
ya ha lanzado su último suspiro, ya ha hecho su viaje hacia la pálida muerte,
en medio de las salvajes olas de la catarata, bajo el torrente de espumas. En
cuanto a mí, ignoro todavía adonde iré a buscar la muerte, a poner fin a mi
vida miserable: tal vez entre las fauces del lobo que aúlla, tal vez entre las
mandíbulas del oso que ruge, o en el inmenso vientre de la ballena, bajo los
afilados dientes del sollo".
La
madre de Kullervo dijo: "No, hijo mío, no hay que pensar en las fauces del
lobo que aúlla, ni en la boca del oso que ruge, ni en el vientre de la ballena
ni en los afilados dientes del sollo. Tú conoces las fronteras desiertas y sin
fin de Savo: allí puede el hombre ocultar su crimen y enrojecer en secreto por
sus vergonzosas acciones. Gana ese refugio y permanece en él cinco años, seis
años, nueve años, hasta que el tiempo te haya calmado, hasta que haya aligerado
el fardo de tu dolor".
Kullervo,
hijo de Kalervo, respondió: "No, nada de ir a ocultarse; no quiero
esconder mis miserias a la luz del día. Me iré a los campos de batalla, a
mezclarme en los bárbaros combates de los hombres. Untamo camina todavía con
la cabeza erguida; el monstruo infame no ha sido aniquilado aún, no ha pagado
el dolor de mi padre, los crueles tormentos de mi madre. Y aún tengo que
recordar otros dolores y tormentos; tengo que recordar los tratos que yo mismo
recibí".
Kullervo,
hijo de Kalervo, Kullervo, el mancebo de las calzas azules, se prepara para
entrar en campaña, se arma para el combate vengador. Por espacio de una hora
saca filo a su espada; por espacio de otra hora afila su punta.
Después
se dispuso a partir, y dijo a su anciano padre: "Ahora, adiós, padre
querido. ¿Llorarás por mí cuando sepas que he muerto, que he desaparecido de
entre los vivos, que ya no formo parte de tu familia?" El padre respondió:
"No, en verdad, no lloraré por ti cuando sepa que has muerto. Tal vez me
nacerá otro hijo, un hijo menor y con más sentido que tú".
Kullervo,
hijo de Kalervo, dijo: "Tampoco yo lloraré por ti si sé que has muerto. No
me costará gran trabajo hallar un padre como tú: un padre de cabeza de piedra,
labios de arcilla, ojos de charca, barba de paja seca, pies de sauce y carne de
troncos de árbol podridos". Y a la madre le dijo: "Oh dulce madre
mía, la que me amamantó a sus pechos, mi protectora bien amada, ¿llorarás por
mí cuando sepas que he muerto?"
La
madre respondió: "¡Poco conoces el alma, poco conoces lo que es un corazón
de madre! Cuando yo sepa tu muerte, lloraré ríos de lágrimas en mi alcoba,
ríos que inundarán la casa. Sí, lloraré en silencio en la escalera, sollozaré a
gritos en el establo. La nieve se fundirá en los helados caminos, los caminos
mismos se borrarán. Pero el césped germinará con mi llanto, y sobre el césped
cantarán los arroyos".
Entonces
Kullervo, hijo de Kalervo, partió a la guerra, a la sangrienta milicia de las
batallas. Atravesó las landas y marjales, los brezales desnudos y los campos de
verdura, soplando su cuerno de pastor y despertando todos los ecos al resonante
rumor de sus notas.
Pero
un mensajero corrió a su alcance, un mensajero murmuró a su oído: "Tu
padre acaba de morir, tu buen padre duerme ya su último sueño. Vuelve inmediatamente
sobre tus pasos, y ven a ocuparte tú mismo de su entierro".
Kullervo
respondió indiferente: "Poco me importa que haya muerto. Fácil será hallar
en la casa un caballo que lo arrastre a la tumba".
Y
volvió a hacer sonar su cuerno, y prosiguió su camino a través de los marjales
y las verdes praderas.
Otro
mensajero corrió a su alcance y le murmuró al oído: "Tu madre acaba de
morir, la que te amamantó a sus pechos duerme ya su último sueño. Vuelve en
seguida sobre tus pasos y ven a ocuparte tú mismo de su entierro".
Kullervo,
hijo de Kalervo, dijo: "¡Malhaya de mí, desdichado, malhaya de mí, hijo
descastado! ¡Muerta es mi madre! ¡Muerta está la que mullía mi lecho, la que me
dormía bajo las mantas, la que hilaba mis abrigados vestidos; muerta está y
mis ojos no la han visto en su última hora, no han visto volar su alma!
"¡Que
su cuerpo sea lavado amorosamente, ungido con los más delicados perfumes; que
se la envuelva en telas de seda, en los más finos lienzos; y que sea llevada
después a la tenebrosa tumba entre cánticos de duelo y lamentaciones fúnebres!
¡Yo no puedo ahora regresar a casa, porque todavía no he tomado venganza de
Untamo; todavía está en pie el malvado; todavía no ha sido exterminado el
infame monstruo!"
Y
Kullervo hizo sonar su cuerno otra vez, y prosiguió su marcha hacia el campo
de batalla, hacia la morada de Untamo, clamando: "¡Oh Ukko, Dios supremo
entre todos los dioses! ¡si quisieras darme una espada reluciente entre todas,
una espada bastante poderosa para luchar contra una multitud, para medirme
contra cien hombres!"
Kullervo
recibió la espada que había pedido. Y la empuñó en su mano vengadora, y
destruyó a Untamo y toda su generación. Después prendió fuego a sus casas y las
redujo a cenizas, sin dejar más rastro que las desnudas piedras del hogar y un
enramado serbal que se alzaba en el cercado.
Kullervo,
hijo de Kalervo, tomó entonces el camino de la casa paterna. La encontró
desierta y abandonada; nadie acudió a saludarle, nadie acudió a estrechar su
mano en señal de bienvenida.
Entonces
rompió a llorar. Lloró un día, lloró dos días. Después dijo: "Oh madre
mía, mi dulce madre, ¿qué has dejado a tu hijo antes de abandonar este mundo?
Pero ¡ay! que ya no puedes escucharme y en vano piso esta tierra sobre tus
cejas[30],
en vano lloro sobre tus sienes y vierto mi dolor sobre tu frente!"
Y
Kullervo, hijo de Kalervo, se internó en las profundidades de los bosques
incultos, hacia los sombríos desiertos. Cuando hubo caminado una jornada, se encontró
en el mismo lugar en que había violado a la doncella, en que había deshonrado a
la hija de su madre.
Todo
en aquel paraje lloraba por la casta niña: el dulce césped, el tierno follaje,
las yerbas humildes y los tristes brezos. El césped no había vuelto a verdecer,
los brezos no florecían, las hojas y las plantas se inclinaban, secas, sobre el
lugar fatal donde la virgen había sido violada, donde el hermano había deshonrado
a la hermana.
Kullervo,
hijo de Kalervo, desenvainó su espada de agudos filos, la contempló un largo
espacio dándole vueltas entre sus manos, y le preguntó si no tendría placer en
comer la carne del hombre cargado de infamia, en beber la sangre del criminal.
La
espada comprendió la pregunta, presintió el destino del hombre, y respondió:
"¿Por qué no había yo de comer de buena gana la carne del hombre cargado
de infamia? ¿por qué no había de beber con placer la sangre del criminal?
¡Tantas veces he comido carne de inocente! ¡tantas veces he bebido la sangre de
hombres sin culpa!"
Entonces Kullervo, hijo de Kalervo, el mancebo de las calzas azules, clavó
en tierra su espada por la empuñadura, y se arrojó sobre ella enterrándola
profundamente en su pecho.
Tal
fue el momento supremo. Tal fue el cruel destino de Kullervo; la muerte del
hijo de la Desdicha.
XIII
LA NOVIA DE ORO Y DE PLATA
El
herrero Ilmarinen lloró amargamente a su esposa noche y día. La lloró durante
el día sin tomar alimento, durante la noche sin conciliar el sueño. Y enterró
a la hermosa en la roca; después, por espacio de un mes entero, dejó inactivo
su martillo, y un lúgubre silencio reinó en la fragua.
El
herrero Ilmarinen decía: "¡Malhaya de mí, infortunado! ¿Cómo podré vivir
ahora? ¿Pasaré mis noches de pie o acostado? Ay, que la noche es larga, y mi espíritu
se ha nublado, mi fuerza se ha deshecho en el dolor.
"Largas
son también para mí las horas de la tarde y amargas las de la mañana; y más
amargas y más tristes aún las veladas nocturnas. Pero no lloro por mis auroras
y mis veladas; lloro por mi bella compañera, amargamente recuerdo a mi bien
amada, mi esposa la de las negras pestañas.
"¡Cien veces, en medio de mi
dolor, en mis turbados sueños, tiendo las manos en torno mío; pero no encuentro
más que el vacío, sólo abrazo la nada!"
Así
pasaba el herrero los días de su viudez. Por espacio de dos meses, por espacio
de tres meses, lloró a su esposa muerta. Pero al cuarto mes sacó de sus tesoros
un montón grande como una oveja de otoño, como una liebre de invierno, y lo
arrojó en el hornillo de la fragua. Y ordenó a sus esclavos, a sus asalariados
criados, soplar.
Los
esclavos soplaron con fuerza, desnudas las manos, desnudas las cabezas.
Ilmarinen en persona puso mano a la obra; quería forjarse una mujer de oro, una
novia de plata.
Pero
he aquí que los esclavos, los mozos asalariados, empezaron a desfallecer, a
soplar indolentes. Ilmarinen se apoderó del fuelle; y sopló una vez, sopló dos
veces, sopló hasta tres veces. Después se inclinó sobre la fragua, a ver lo
que había producido el fuego, lo que la ardiente hornilla había parido.
Una
doncella había surgido de entre las brasas; una doncella con la cabeza de
plata, con las cabellos de oro, con un cuerpo maravilloso. Otros se hubieran espantado;
Ilmarinen, no.
Martilleó
la estatua de oro, la martilleó día y noche, sin descanso. Dio forma a sus
pies, dio forma a sus manos. Pero sus pies permanecían como clavados al suelo,
sus manos no se tendían para abrazar.
Le
modeló las orejas, pero sus orejas permanecían sordas. Le modeló una linda boca
y unos- hermosos ojos; pero su boca no pronunció una sola palabra, sus ojos no
alumbraron una sola mirada.
La
llevó a su mullido lecho, sobre los blandos almohadones bordados de seda, y se
acostó a su lado, bajo el dosel de acero, en la casa de hierro.
Pero
desde la primera noche hubo de pedir mantas, dos, tres pieles de oso, cinco,
seis camisas de lana, para poder permanecer junto a su nueva esposa, junto a su
estatua de oro.
Del
lado de las mantas tenía bastante calor, sin duda; pero del otro lado, junto a
la doncella, junto a la estatua de oro, sentía un terrible frío, se sentía convertirse
en nieve, en un carámbano del agua; se sentía endurecer como la roca.
El
herrero Ilmarinen dijo: "No me sirve esta doncella. ¡Acaso sea mejor
llevársela a Wainamoinen, para que sea el sostén de sus días, su compañera
eterna, la paloma destinada a sus brazos!"
Y
llevó la doncella a Wainamoinen, y cuando estuvo a su lado le dijo: "Oh
viejo Wainamoinen, aquí te traigo una doncella, una joven virgen. Hermosa es a
los ojos; su boca no es demasiado grande, ni sus mandíbulas son anchas".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, lanzó una mirada a la estatua, fijó sus ojos
en el oro y dijo: "¿Para qué me traes esta criatura, este fantasma de
oro?"
El
herrero Ilmarinen respondió: "¿Para qué había de ser sino para tu bien?
Será tu eterna compañera, la paloma que ha de descansar en tus brazos".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh herrero, caro hermano mío! vuelve a arrojar
otra vez tu virgen en la fragua y haz de ella lo que quieras. O bien, envíala a
Rusia o a Germania, para que los ricos e ilustres pretendientes se la
disputen. No sería bien para los de mi estirpe, no sería bien para mí, buscar
por esposa a una mujer de oro, correr tras una novia de plata".
Y
el viejo Wainamoinen, el amigo de las ondas, exhortó a los jóvenes a no
inclinarse ante el oro, a no prosternarse ante la riqueza: "Jamás, hijos
míos, oh héroes llenos de juventud, seáis ricos o pobres, jamás mientras dure
esta vida, mientras la luna expanda su luz, habéis de buscar por esposa a una
mujer de oro, correr tras una novia de plata. ¡El esplendor del oro no
calienta! ¡la plata brilla, pero es fría!"
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, abandonó su estatua de oro, su virgen
de plata, y enganchó su caballo alazán al trineo, a su hermoso trineo. Después
se puso en marcha hacia Pohjola, para solicitar la mano de otra doncella.
Un
día caminó, dos días caminó. Al tercer día llegó al término de su viaje.
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, salió a su encuentro al patio de la casa, y
le preguntó por la salud de su hija; le preguntó que tal se hallaba en casa de
su suegro, en casa del esposo.
Triste,
baja la cabeza y la gorra derribada a un lado, Ilmarinen respondió: "¡Oh
mi querida suegra, no me hagas semejantes preguntas, no me interrogues sobre
la vida y la salud de tu hija, sobre la estancia de la bien amada en mi casa!
La muerte se la ha tragado ya; un destino cruel la ha herido; mi linda flor
yace en el seno de la tierra, mi dulce y amable esposa, la de las negras
pestañas, yace bajo el césped. He venido aquí para pedirte a tu otra hija, la
más pequeña. Sí, mi suegra querida, dame a tu segunda hija para que ocupe el
lugar de su hermana".
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, respondió: "¡Qué mal he hecho,
desdichada de mí! He cometido una injusta acción al prometerte y entregarte a
mi hija, para que se apagase en el esplendor de su juventud, para que se
marchitase en la flor de su belleza. ¡La he arrojado en tus brazos como en las
fauces del lobo, como en la rugiente boca del oso!
"Pero
no te entregaré a la otra, no te la entregaré para que limpie tu hollín, para
que barra las escorias de tu fragua. ¡Antes, mil veces, prefiero arrojarla al
torrente que brama, al espumoso torbellino!"
El
herrero Ilmarinen crispó los labios, irguió la cabeza sacudiendo su negra
cabellera; después entró en la casa, y dijo alzando la voz: "¡Ven conmigo,
oh doncella, ven a ocupar el sitio de tu hermana, de mi antigua esposa; a
fabricar la cerveza y amasar las tortas de miel!"
La
muchacha respondió al herrero: "No, jamás iré contigo; no me gustan las
almas feroces. Tú has matado a mi hermana; igual me matarías, igual me asesinarías
a mí. Yo espero un esposo mejor y más hermoso que tú; aspiro a tener un trineo
más brillante; necesito mayores riquezas y más vastos dominios que la simple
casa llena de carbón de un herrero, que el hogar de un hombre vulgar".
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, crispó la boca, irguió la cabeza,
sacudiendo su negra cabellera; al mismo tiempo arrebató a la muchacha entre
sus brazos, se precipitó como un vendaval fuera de la casa, subió a su trineo,
y se puso rápidamente en marcha. Con una mano sostiene las riendas del
caballo; con la otra acaricia los senos de la bella.
La
doncella rompió a llorar y a lamentarse diciendo: "¡Yo había salido al
campo a coger flores entre el musgo, y he aquí que desaparezco, pobre paloma,
he aquí que muero, herida por una mano extraña!
"¡Escucha,
oh herrero Ilmarinen: si no me dejas partir, de un golpe de mi rodilla
destrozaré tu trineo, haré saltar hecho trizas tu hermoso trineo!"
El
herrero Ilmarinen replicó: "Mi trineo es de hierro; puede desafiar tus
golpes".
Una
parte, una pequeña parte del camino había sido recorrida, y ya el caballo comenzaba
a cubrirse de espuma, caídas las orejas, anegado en sudor.
La
doncella levantó la cabeza, vio huellas de pisadas en la nieve, y dijo:
"¿Quién habrá galopado por esta senda?"
El
herrero Ilmarinen respondió: "El lobo es el que ha galopado por esta senda".
La
pobre niña se echó a llorar otra vez. Se lamentó, suspiró hondamente, y dijo:
"¡Malhaya de mí, infortunada! Mucho mejor fuera para mí encontrarme al
alcance del feroz lobo, el de largo hocico, que en el trineo y entre los
cojines de este pretendiente de rugoso rostro; la piel del lobo es más bella,
la boca del lobo es más amable".
El
herrero Ilmarinen se mordió los labios, sacudió la cabeza y lanzó su trineo a
toda marcha, con un retumbar de trueno; así caminó hasta la noche, y llegó a
una aldea.
Fatigado
de la jornada cayó en un profundo sueño; y mientras dormía un extraño prodigó
sus caricias a su compañera. A la mañana siguiente, al saber esto, el herrero
Ilmarinen crispó los labios, irguió la cabeza sacudiendo su negra cabellera, y
dijo: "¿Desplegaré mis ensalmos para enviar a tal mujer al bosque, convertida
en bestia salvaje, o la enviaré al mar, convertida en pez de las aguas?
"No,
no la enviaré ni al bosque ni al mar, porque todos los árboles y todos los
peces le tendrían horror. Mejor será matarla con mi espada, exterminarla con mi
hoja de acero".
La
espada comprendió estas palabras, adivinó lo que el héroe se proponía, y dijo:
"No he sido hecha yo para exterminar mujeres, para herir a débiles
criaturas". Entonces el herrero comenzó a entonar sus ensalmos con
desesperada voz, y convirtió a la mujer en una gaviota, y la condenó a vivir en
un islote, sobre un escollo solitario, en lo alto de un promontorio, para
gritar allí, para lanzar su estridente chillido en medio de las tormentas. Después
montó de nuevo en su trineo y se dirigió en rápida carrera, con el corazón
triste y gacha la cabeza, hacia su país natal, a su patria bien amada.
El
viejo, el impasible Wainamoinen salió al camino a su encuentro y le dijo:
"¡Oh Ilmarinen, caro hermano mío! ¿por qué traes triste el corazón, por
qué traes tan gacha la cabeza al regresar de Pohjola?"
El
herrero Ilmarinen respondió: "¿Quién puede creer que la miseria exista en
Pohjola? Allá se encuentra el Sampo que siempre muele, las brillantes aspas
eternamente en movimiento. Un día muele el grano para comer; otro día muele el
grano para vender; el tercer día muele la harina de oro que ha de guardarse
entre los tesoros de la casa.
"Sí,
yo lo afirmo y lo repito ¿quién puede pensar que la miseria reine en Pohjola,
si allá está el Sampo? ¡Del Sampo nacen el laboreo y la siembra de los campos,
la germinación de toda planta; del Sampo mana la eterna prosperidad!"
El
viejo Wainamoinen dijo: "Oh herrero Ilmarinen, caro hermano mío ¿dónde has
dejado a la doncella, dónde has dejado a tu prometida, la de ilustre apellido,
pues veo que regresas solo sin que mujer alguna te acompañe?"
El
herrero Ilmarinen respondió: "He transformado a la miserable criatura en
gaviota y la he condenado a vivir en un islote. Ahora grita en la roca anclada
entre las aguas, lanza su chillido estridente en un escollo del mar".
XIV
EL KANTELE [31]
El
viejo, el impasible Wainamoinen, alzó su voz y dijo: "Oh herrero
Ilmarinen, partamos juntos a Pohjola, a robar el Sampo, a apoderarnos del
precioso talismán".
El
herrero Ilmarinen respondió: "Difícil será robar el Sampo en la sombría
Pohjola. El Sampo está allá oculto, el precioso talismán está allá enterrado en
las entrañas de una roca de cobre, debajo de nueve llaves, detrás de nueve
candados; y sus raíces están hundidas a una profundidad de nueve brazas: una en
la tierra, otra en el agua, y la tercera en la colina donde está edificada la
casa".
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh herrero, caro hermano mío, partamos juntos a
Pohjola, a robar el Sampo! ¡Armaremos un gran navío en el cual transportar el
talismán maravilloso, el Sampo arrancado a las entrañas de la roca de cobre,
pese a las nueve cerraduras, pese a los nueve candados!
"Pero
antes fórjame una espada de flamígera punta, con la cual pueda espantar los
perros y dispersar a la multitud cuando entremos a robar el Sampo en la fría
aldea, en la sombría Pohjola".
El herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, se apresuró a poner hierro al
fuego, a colmar de acero la ardiente fragua; después añadió una barra de oro y
un puñado de plata, y ordenó a sus esclavos manejar los fuelles.
Los
esclavos lo hicieron con todas sus fuerzas; el hierro se dilató en ardiente
caldo, el acero en blanda pasta; la plata se trocó brillante y límpida como el
agua; el oro borbolló como una ola.
Entonces
el herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, examinó el fondo de la hornilla y
vio que la espada había nacido, que su guarda de oro estaba ya modelada. La
sacó del fuego, la puso sobre el yunque y la sometió a los poderosos golpes de
su martillo. Y modeló a su gusto una ..espada, la mejor de las espadas, incrustada
de plata y oro.
Wainamoinen
probó su espada contra una montaña de hierro diciendo: "¡Con semejante
espada hendiré las mismas piedras, hará saltar las rocas en astillas!"
De
pronto un agudo llanto, una dolorida voz resonó al fondo de la playa donde
estaban amarrados los navíos.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "¿Es una muchacha que llora, o una
paloma que se queja? Vamos allá, a verlo".
Y
avanzó él en persona para salir de dudas. Pero no era una doncella que lloraba,
ni era una queja de paloma. Era un navío el que lloraba, era un navío el que se
quejaba.
El
viejo Wainamoinen se acercó a él y le dijo: "¿Por qué lloras tú, barca de
madera? ¿por qué te quejas tú, batel erizado de remos? ¿Es porque eres pesado,
porque has sido groseramente construido?"
La
barca de madera, el batel ricamente armado de remos, respondió: "Lo mismo
que la doncella aspira a la casa del esposo cuando todavía habita la casa de su
padre, del mismo modo el navío aspira a navegar sobre las olas cuando todavía
está en la madera del resinoso pino. Yo lloro y me quejo, clamando por aquel
que ha de lanzarme al mar, que ha de guiarme a través de las espumantes
olas".
"Se
me había dicho, cuando me estaban construyendo, se me había asegurado, cuando
aún estaba en el astillero, que sería un navío de guerra, que me armarían para
el combate; se me habían prometido cargazones de botín rico y glorioso. Y sin
embargo, heme aquí sin que se me haya llevado a la guerra, sin que se me haya
utilizado siquiera para transporte de merodeadores.
"¡Ah,
sería mil veces más glorioso, mil veces más agradable para mí, erguirme aún
como un pino en la colina, como un abeto en las landas; Ja ardilla vendría a
brincar entre mis ramas, el perro a ladrar junto a mis raíces!"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "No llores más, barco mío, no te
quejes más, batel erizado de remos; pronto te hallarás en el seno de las
batallas, en el áspero juego de las espadas".
Entonces
el viejo Wainamoinen, desplegando las mágicas virtudes de su cantar, empujó el
navío hacia el mar; hizo aparecer, a una borda, un tropel de mancebos de
enmarañados cabellos, de callosas manos, de aspecto fiero y sólidamente
calzados; a la otra borda, hizo aparecer un tropel de doncellas ornadas con
fíbulas de estaño y cinturones de cobre, graciosas adolescentes con los dedos
cuajados de anillos; y en fin, sobre los bancos remeros, un tropel de ancianos,
una raza trabajada por el paso del tiempo.
Se
sentó él mismo al timón, y empuñando la barra dijo: "¡Camina, oh navío,
por esta llanura sin árboles, atraviesa los tortuosos estrechos, boga sobre el
mar, boga sobre las olas como una hoja de nenúfar!"
Entonces
el herrero Ilmarinen tomó asiento en el banco de los remeros, y de repente el
navío tembló y se deslizó veloz sobre las ondas; desde lejos se oía el golpear
de los remos contra los flancos de la carena.
Ilmarinen
redobló su energía: los bancos del navío crujieron, se estremecieron las
cimbras, los remos de madera de serbal rechinaron.
El
viejo Wainamoinen empuñaba el timón con pulso firme, y guiaba con maravillosa
destreza la marcha del navío entre el oleaje.
No
tardó en aparecer un promontorio a lo lejos, un miserable caserío surgió en el
horizonte. Era el lugar donde Athi Lemmikainen había fijado su residencia; allí
dejaba transcurrir su vida, lamentando su extrema miseria, su granero vacío, la
triste suerte que el cielo le había deparado. Labraba los costados de un nuevo
navío y martilleaba su quilla, en la punta del promontorio, en los aledaños
del caserío miserable.
Lemmikainen
tenía aguda la oreja, y los ojos más agudos aún. Lanzó una mirada a occidente,
luego volvió la cabeza al mediodía y divisó en la lejanía algo como una vedija
de nube. Pero no era una vedija de nube, era un barquichuelo que avanzaba entre
las olas del mar. Un héroe majestuoso empuñaba el timón; un altivo guerrero
dirigía la maniobra.
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "No conozco ese navío ¿cuál será ese hermoso
barco que llega, a fuerza de remos, de las regiones de oriente, enfilada la
proa al occidente?"
Y
el joven héroe alzó su voz, y lanzó un grito desde el alto promontorio,
preguntando por encima de las olas: "¿A quién pertenece ese navío que boga
por el mar?"
Los
hombres, las mujeres del navío respondieron: "¿Y tú? tú que habitas estos
desiertos parajes, ¿qué clase de guerrero eres que no conoces el barco de
Kálevala, e ignoras quién es su piloto, quién es su remero?"
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "Sí sé quién es ese piloto, sí sé quién
es ese remero: el impasible Wainamoinen se sienta al timón, Ilmarinen maneja
los remos. ¿Adonde os dirigís, hombres? ¿adonde encamináis vuestra proa,
héroes?"
El
viejo Wainamoinen respondió: "Vamos hacia el norte, a las regiones de las
grandes mareas, de las espumosas olas; vamos a rescatar el Sampo, a arrancar
el mágico talismán de la colina de roca, de la montaña de cobre de
Pohjola"
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "¡Oh viejo Wainamoinen, llévame contigo como
tercer héroe, ya que vas a rescatar el Sampo, a recobrar el talismán maravilloso!
¡Yo desplegaré mi fuerza a vuestro lado si llega la hora del combate; mis manos
y mis hombros serán vuestros!"
El
viejo, el impasible Wainamoinen consintió en asociar al guerrero, al bravo
héroe, a su expedición. El bullicioso Lemmikainen descendió inmediatamente a la
orilla, llevando consigo planchas de refuerzo para los flancos del navío.
El
viejo Wainamoinen dijo: "Ya tengo madera suficiente en el navío, ya está
cargado con exceso. ¿Para qué traes más?"
El
bullicioso Lemmikainen respondió: "No son las provisiones las que hacen
zozobrar el barco, nunca es el lastre el que causa su pérdida. En cambio, en
los mares de Pohjola, la tempestad castiga con violencia los costados, y es
preciso que sean muy sólidos para resistir los embates".
El
viejo Wainamoinen dijo: "Por eso mismo, para que mi barco no sea
arrastrado por el viento ni dominado por la tormenta, he hecho acorazar su
proa de hierro y de acero".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se alejó del afilado promontorio, del
miserable caserío, y condujo su navío entre las olas entonando cantos de
júbilo.
El
barco proseguía su rápida travesía; el primer día bordeó la desembocadura de
los ríos, el segundo día bordeó los lagos, el tercer día llegó en mitad de las
cataratas.
Entonces
el bullicioso Lemmikainen recordó los conjuros de los cegadores saltos de
agua, las fórmulas mágicas para encadenar el torbellino de los ríos sagrados.
Y alzó su voz diciendo: "¡Suspende, oh catarata, tu furioso salto! ¡no
brames más, oh caudaloso rabión! ¡Y tú, oh virgen de los torrentes, yérguete
como un dique sobre la espumosa roca; retén con tus manos, encauza entre tus
dedos las desbocadas olas, para que no se estrellen contra tu pecho, para que
no se revuelvan contra nosotros!"
El
viejo Wainamoinen volvió a empuñar vigorosamente el timón, y empujó la nave
entre los escollos y el hervor espantable de las aguas, haciéndola vencer
felizmente todos los obstáculos.
Pero
una vez que hubo alcanzado las aguas calmas y profundas, el barco se detuvo de
repente y permaneció como atado. El herrero Ilmarinen y el bullicioso
Lemmikainen, picaron y exploraron las aguas con una aguzada rama, con un largo
bichero de abeto, tratando de desatarlo; pero sus esfuerzos fueron vanos: el
navío siguió inmóvil.
El
bullicioso Lemmikainen se inclinó sobre el abismo, exploró hasta bajo la
quilla del buque, y dijo: "No es una roca ni son raíces de árbol lo que
nos detiene; nuestro barco ha varado sobre el lomo de un sollo, sobre el
costillar de un perro de mar".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, dijo: "De todo hay en el fondo del mar,
lo mismo peces que raíces. Si el navío está encallado sobre los lomos de un
sollo, sobre el costillar de un perro de mar, hunde tu espada en las aguas y
haz pedazos al monstruo".
El
bullicioso Lemmikainen, el mancebo agudo y audaz, desenvainó su espada y la
hundió en el agua hasta la quilla del navío, pero él cayó detrás, al abismo.
El
herrero Ilmarinen cogió al héroe por los cabellos y lo salvó de la muerte.
Después desenvainó a su vez la espada, su espada de afilada hoja, y la hundió
bajo la quilla tratando de herir al sollo; pero la espada saltó hecha pedazos,
el monstruo permaneció inconmovible.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, tomó su espada, su espada de fulgurante acero,
la hundió bajo el navío y la enterró de un golpe en el lomo del sollo, en el
costillar, del perro marino.
La
espada se clavó fuertemente en las agallas del monstruo. Entonces el héroe, de
un tirón, lo arrancó del fondo y lo partió en dos pedazos: la cola volvió a
caer al agua, la cabeza rodó sobre la tablazón del navío. Y el navío, libre de
sus ligaduras, se puso nuevamente en marcha. El viejo Wainamoinen lo guió hacia
una isla. Allí empuñó un cuchillo, una lámina de frío acero, y se puso a partir
el sollo diciendo: "¿Cuál es la más hermosa de nuestras doncellas? Ella
cocerá el pescado, delicioso bocado para nuestro almuerzo del medio día".
Las doncellas todas rivalizaron en celo preparando el pescado; y su carne fue
devorada, pero sus huesos fueron esparcidos sobre las rocas de la isla.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, examinó los huesos en todas direcciones y
dijo: "¿Qué podría hacerse con los huesos de este sollo, si fuesen
llevados a la fragua del herrero, si fueran entregados a las manos hábiles de
un obrero?"
El
herrero Ilmarinen dijo: "De la nada no puede hacerse nada. Por lo tanto
nada puede salir de los huesos del sollo, aunque sean llevados a la fragua del
herrero, aunque sean entregados a las manos hábiles de un obrero".
El
viejo, el impasible Wainamoinen dijo: "De los huesos del sollo se podría
hacer un kantele, si se pudiera hallar un maestro capaz de fabricarlo".
Pero
ningún maestro se presentó, ningún maestro capaz de fabricar el instrumento.
Entonces el viejo, el impasible Wainamoinen puso él mismo manos a la obra. Y de
los huesos del sollo hizo un manantial de melodía, una fuente de alegría
eterna.
El
viejo Wainamoinen invitó a mozos y viejos a tocar el nuevo instrumento, el kantele
sacado de los huesos del sollo.
Los
jóvenes tocaron y sus dedos arrancaron sólo crujidos; los viejos tocaron, y
menearon la cabeza; la alegría no acordó con la alegría, la armonía no se fundió
en la armonía.
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "¡Oh estúpidos mozalbetes, y vosotras
simples e ignorantes muchachas, y todo lo que queda de vuestra triste raza:
sois incapaces de tocar el kantele, de hacer vibrar las sonoras cuerdas! ¡Ven
acá ese instrumento! ¡póngase sobre mis rodillas, acérquese a mis diez dedos!"
Se
entregó a Lemmikainen el instrumento, y trató de tocarlo. Pero las cuerdas no
emitieron sonido alguno, el kantele de la alegría permaneció mudo.
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡No hay nadie aquí, ni joven ni viejo, capaz de
hacer sonar el kantele. Si lo enviara a Pohjola, tal vez allí se encontrasen
manos más hábiles!"
Y
el kantele fue enviado a Pohjola. Allí los mozalbetes ensayaron tocarlo, y las
doncellas también, y las mujeres y los hombres casados, y Madre Louhi misma, y
los moradores de cada casa; todos lo tocaron con sus dedos, con sus diez dedos.
Pero la alegría no acordó con la alegría, la armonía no se fundió en la
armonía. No lograron arrancar al instrumento más que sonidos discordantes,
espantables crujidos.
Un
anciano ciego dormía en el desván; fue arrancado bruscamente a su sueño, y
murmuró con voz sorda: "¡Oídme, por favor, y guardad silencio! ¡Ese ruido
me desgarra los oídos, me hace estallar la cabeza; me causa dolores espantosos
y me turbará el sueño una semana entera!
"¡Si
ese instrumento no es capaz de despertar la alegría, si no sirve para mecer
dulcemente las horas del descanso, será preciso arrojarlo al fondo del mar, o
devolverlo al lugar de donde vino, para que sea puesto entre las manos del
maestro, entre los propios dedos del potente runoya!"
De
repente las cuerdas del kantele vibraron, y resonaron dentro de él estas
palabras: "¡No iré yo al fondo del mar antes de haber resonado entre las
manos del Maestro, bajo los dedos del gran runoya!"
Y
el kantele fue devuelto cuidadosamente al lugar de donde lo habían traído; y
fue colocado entre las manos del Maestre, sobre las rodillas del runoya eterno.
XV
EL RUNOYA ETERNO
El.
viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya eterno, preparó sus dedos, lavó y
purificó sus pulgares; después se sentó en la piedra del gozo, sobre la roca
del canto, en la cumbre de la colina de plata, de la colina de oro.
Tomó
el instrumento entre sus dedos, apoyó la sonora caja sobre su rodilla, puso su
mano sobre el kantele y dijo: "¡Vengan ahora los que quieran escuchar la
armonía de las eternas runas, los acordes melodiosos de kantele; vengan
aquellos que aún no los han escuchado!"
Y
el viejo Wainamoinen comenzó a tocar maravillosamente el instrumento fabricado
con los huesos del sollo, el kantele de espina de pescado: sus dedos corrían
flexibles sobre las cuerdas; su pulgar tendido, las rozaba ligeramente.
Relampagueaba
la alegría en la alegría, el júbilo inflamaba el júbilo; la tocata del héroe se
alzaba como la voz de la armonía, el canto estallaba en toda su fuerza; y los
dientes del sollo resonaban y sus aletas se estremecían armoniosamente.
Y
mientras el viejo Wainamoinen tocaba el kantele, no hubo un solo poblador del
bosque, no hubo un sólo cuadrúpedo de velludas patas, andador o saltarín, que
no acudiese a escuchar el instrumento, a gozar los acentos de la alegría [32].
Las ardillas saltan de rama en rama, los armiños trepan a los postes de los
cercados, los alces galopan por la llanura, los linces se escalofrían de
placer.
También
el lobo se estremeció en el marjal, y el oso se despertó en el desierto, en su
cubil escondido entre tupidos abetos. El lobo cruzó las vastas regiones; el oso
atravesó la espesura, se detuvo junto a la puerta de un cercado y trató de
erguirse sobre sus patas traseras, pero la empalizada cedió a su peso y la
puerta se vino abajo. Entonces el oso se subió a un pino, trepó a un abeto, a
escuchar los dulces acordes, a gozar los acentos de la alegría.
Toda
la gente de los caseríos del bosque, todas las doncellas, todos los mancebos,
escalaron la cima de las rocas para escuchar el kantele.
Todo
lo que se llama pájaro del aire, todo lo que vuela en dos alas, todo cayó del
cielo como un huracán de nieve, precipitándose hacia el runoya, para escuchar
su arte maravilloso, para gozar los cantos de la alegría.
El
águila oyó la bella canción desde la cumbre del aire; dejó a sus polluelos en
el nido y corrió a escuchar de más cerca, corrió a contemplar el éxtasis de
Wainamoinen.
Y
al par que el águila descendía de las más altas esferas, el gavilán se lanzó
del seno de las nubes, el pato salvaje de las aguas hondas, los cisnes de los
lagos cenagosos, los pinzones, los pájaros canoros, los jilgueros a cientos,
las alondras a miles, todos tendieron el vuelo por las llanuras del aire y
acudieron a posarse sobre los hombros del runoya, mezclando sus gorjeos al
jubiloso canto, a la suave melodía del kantele.
Las
hermosas vírgenes del aire, las hijas bien amadas de la naturaleza, prestaron
también su oído atento y hechizado a la voz del héroe sin igual, a los sones
del mágico instrumento. Estaban sentadas, radiantes de luz y gracia, unas sobre
el arco-iris, otras en el borde de una tenue nube recamada de púrpura.
No
quedó un solo ser en la tierra, ni en el fondo de las aguas, ni pez de seis
aletas, que no acudiese a escuchar la música del kantele, a admirar las runas
de la alegría.
Los
sollos hendieron veloces las ondas, los perros marinos desmintieron su torpeza,
los salmones abandonaron los socavones de la roca, las truchas salieron de sus
profundas guaridas las percas, los pajeles, los salmones blancos, todos los
peces se lanzaron en cardume hacia la orilla, a escuchar los cánticos de
Wainamoinen, a gozar los acordes del kantele.
Atho[33],
el rey de las ondas azules, el de la barba de musgo, asomó encima de la húmeda
bóveda y se tendió sobre un lecho de nenúfares. Prestó oído a las runas de la
alegría, y dijo: "¡Jamás había yo escuchado nada parecido; nunca, en
todos los días de mi vida, había oído acentos semejantes a los de Wainamoinen,
el runoya inmortal!"
La
soberana de las ondas, la del regazo enraizado de sauces, surgió de las
profundidades del mar, y se acodó sobre un escollo del agua para escuchar la
voz de Wainamoinen, la peregrina melodía del kantele. Y en su arrobo se olvidó
de abandonar la roca y se durmió sobre ella.
El
viejo Wainamoinen hizo resonar el kantele por espacio de un día, por espacio de
dos días, sin que hubiera un solo héroe, un solo hombre, una sola mujer de
largas trenzas que no se sintiese conmovido hasta el llanto y cuyo corazón no
se turbase: tan dulce era la voz del runoya, tan seductora la armonía del instrumento.
Y
el mismo Wainamoinen acabó por llorar también. Las lágrimas rodaron de sus ojos,
saltaron de sus párpados, más apiñadas que las bayas silvestres, henchidas
como guisantes, redondas como los huevos de las aves marinas, grandes como
cabezas de golondrina.
Inundaron
sus mejillas bañando su hermoso rostro; y del hermoso rostro, rodaron por el
fuerte mentón sobre el ancho pecho; y del ancho pecho rodaron sobre sus
rodillas poderosas, sobre sus sólidos pies; y de los sólidos pies rodaron por
tierra y ganaron la orilla del mar y descendieron bajo las claras ondas hasta
el oscuro légamo del fondo.
Entonces el viejo Wainamoinen alzó la voz y dijo: "Entre esta bella
juventud, esta grande e ilustre raza nacida del mismo padre ¿no habrá alguno
que quiera ir a recoger mis lágrimas bajo las claras ondas del abismo?"
Los
mozos dijeron, los ancianos respondieron: "No; entre esta bella juventud,
esta raza ilustre y grande nacida de un mismo padre, no hay ninguno que quiera
ir a recoger tus lágrimas, bajo las claras ondas del abismo".
El
viejo Wainamoinen dijo: "El que vaya a recoger mis lágrimas bajo las
claras ondas del abismo, recibirá de mi mano un manto de plumas".
Un
pato azul oyó estas palabras y se acercó al runoya. El viejo Wainamoinen le
dijo: "El pato azul acostumbra a sumergirse en el agua, a bañarse en las
aguas frías y a explorar bajo las olas con su pico. ¡Oh pato querido! ve tú a
recoger mis lágrimas bajo las claras ondas del abismo, y yo te haré un hermoso
regalo: recibirás de mi mano un manto de plumas".
El
pato chapuzó bajo las claras ondas del abismo buscando las lágrimas de Wainamoinen;
sondeó el oscuro légamo, recogió las lágrimas del héroe y volvió a
depositarlas en su mano. Pero una maravillosa metamorfosis se había operado en
ellas; se habían convertido en finas perlas resplandecientes, para ornato de
los reyes, para eterna alegría de los poderosos.
XVI
LA EXPEDICIÓN A POHJOLA
El
viejo Wainamoinen, Ilmarinen y Lemmikainen habían vuelto a ocupar su puesto en
el navío; y se dirigieron a través de las encrespadas olas a la sombría
Pohjola, a las heladas regiones donde los hombres son devorados y exterminados
los héroes.
Y
una vez llegados allá, los héroes sacaron el navío tierra adentro, haciéndolo
deslizarse por medio de rodillos guarnecidos de acero, sobre la árida playa.
Después
se acercaron a la aldea y entraron en la vivienda de madre Louhi, el ama de
casa de Pohjola. La anciana les dijo: "¿Qué cuentan los hombres, qué
nuevas traen los héroes?"
El
viejo, el impasible Wainamoinen respondió: "Los hombres te contarán, los
héroes te dirán que han venido acá para tener su parte en la posesión del
Sampo, para conocer el hermoso talismán".
El
ama de casa de Pohjola replicó: "No puede la gallineta partirse en dos,
la ardilla no puede partirse en tres. Place al Sampo voltear sus aspas, place
al hermoso talismán moler en la montaña de cobre de Pohjola. Y del mismo modo
me place a mí ser la dueña absoluta del gran Sampo".
El
viejo, el impasible Wainamoinen dijo: "Si rehusas repartir el Sampo con
nosotros, nos lo llevaremos entero a nuestro navío".
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, tuvo un arrebato de violenta cólera, y llamó
en su auxilio al pueblo entero de Pohjola: a los mozos de afilada espada, a los
héroes de largas lanzas; azuzando a todos contra Wainamoinen.
Entonces
el viejo, el impasible Wainamoinen, tomó su kantele, se sentó y comenzó a tocar
con ágiles dedos las cuerdas del instrumento. Todos acudieron a escucharle, a
admirar la jubilosa melodía: los hombres con el corazón gozoso, las mujeres con
sonrientes labios, los héroes con lágrimas en los ojos, los mozalbetes con la
rodilla en tierra.
Pero
pronto al arrobo sucedió un mágico letargo; y todos los que escuchaban, todos
los que contemplaban, jóvenes y viejos, todos se quedaron profundamente
dormidos.
El
sabio Wainamoinen, el Encantador eterno, se registró los bolsillos, y sacó de
su escarcela las agujas del sueño; después se puso a coser los párpados y a
trenzar las pestañas del pueblo aletargado, de los héroes dormidos, de todos
los habitantes de Pohjola, asegurando así una larga duración a su sueño.
Después
se encaminó a la montaña de roca y cobre de Pohjola, a apoderarse del Sampo, a
arrastrar consigo el talismán enterrado bajo nueve llaves, detrás del décimo
cerrojo.
El
viejo Wainamoinen entonó una runa mágica ante las puertas de la montaña de
roca, de la montaña de cobre; y las puertas se estremecieron.
El
herrero Ilmarinen frotó las cerraduras con manteca, los goznes de hierro con
grasa, para que no rechinasen ruidosamente; después descorrió cuidadosamente
los pestillos con sus dedos, levantó suavemente los cerrojos, y las enormes
puertas se abrieron de par en par.
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh bullicioso hijo de Lempi; tú, el más querido
de mis amigos: entra tu a buscar el Sampo, a apoderarte del precioso
talismán!" Lemmikainen llegó hasta el Sampo y trató con todas sus fuerzas
de levantarlo; lo apretó entre sus brazos, arrodillado en el suelo,
sacudiéndolo con toda su energía; pero nada logró, el Sampo permaneció
inmóvil; sus raíces se hundían en las entrañas de la roca a una profundidad de
nueve brazas.
Había
en Pohjola un soberbio toro, un toro gigantesco: sus flancos eran vigorosos,
sus tendones duros como el acero, sus cuernos de una braza, su morro de media
braza.
Lo
trajeron del prado donde pacía, lo uncieron a un arado; y labró profundamente
el lugar donde estaban enterradas las raíces del Sampo, donde el mágico talismán
estaba aprisionado. El Sampo comenzó a bambolearse, inclinándose hacia
delante.
Entonces
el viejo Wainamoinen, el primero, el herrero Ilmarinen, el segundo, y el
bullicioso Lemmikainen, el tercero, arrancaron el gran Sampo de las entrañas de
la montaña de piedra y roca de Pohjola, y lo llevaron a su navío. Y otra vez se
hicieron a la mar.
Con
el corazón henchido de alegría, el viejo Wainamoinen se alejaba de la sombría
Pohjola, poniendo nuevamente proa a su país. Y empuñando la barra del timón,
alzó la voz y dijo: "¡Huye, oh navío, lejos de Pohjola, vuelve tu popa a
la tierra extranjera y alcanza mis riberas natales! ¡Mece, oh viento, mece mi
navío! ¡Y tú, ola del mar, empújalo mar adentro, presta tu apoyo a los remos,
alivia el esfuerzo de los remeros en el inmenso golfo!"
Y
el viejo Wainamoinen, al timón, y el herrero Ilmarinen y el bullicioso
Lemmikainen a los remos, con renovado ardor, avanzan en veloz carrera sobre el
profundo mar.
El
bullicioso Lemmikainen dijo: "Si nunca faltó agua para el remero, tampoco
antaño faltaban canciones al runoya; pero ahora ya no se oye cantar a bordo de
los navíos, ya no se oye la más leve melodía en medio de los mares".
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Todavía es demasiado pronto
para cantar, para dar rienda suelta a la alegría. Aguardemos a estar a la
vista de nuestras casas, a oír rechinar las cerraduras de nuestras propias
puertas".
El
bullicioso Lemmikainen replicó: "Si yo estuviera sentado al timón cantaría
según mi saber; cantaría porque ya el canto me brinca en la garganta. Tal vez
otro día mi don de cantar se desvanezca, la inspiración me falte. Así pues, si
tú te niegas a cantar, yo mismo cantaré sin más tardanza".
Y
el bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, después de haber templado su
boca y afinado su lengua en un preludio, rompió a cantar. Pero el audaz sólo
logró lanzar roncos gritos con su voz temblorosa, extraer espantables
ronquidos del fondo de su garganta desgarrada.
Su
boca se crispaba, temblequeaba su barba; y el extraño canto retumbó a lo lejos;
se oyó más allá de seis aldeas, más allá de siete golfos.
Una
grulla estaba encaramada en un tronco de árbol, sobre el húmedo musgo;
levantaba una pata en el aire y se entretenía en contarse los dedos, cuando oyó
el canto de Lemmikainen y sintió un escalofrío de espanto. Inmediatamente
levantó el vuelo lanzando estridentes chillidos. Al pasar sobre Pohjola renovó
sus chillidos, y su estridencia siniestra tuvo el funesto poder de despertar a
todo el pueblo.
Madre
Louhi salió de su profundo sueño; corrió al establo, corrió a los silos donde
se secaba el grano; pasó revista a las espigas y al ganado: el ganado estaba
intacto, ninguna espiga faltaba.
Entonces
corrió a la montaña de piedra, a la montaña de cobre, pero al llegar ante las
puertas exclamó: "¡Maldición sobre mis días, desdichada de mí! ¡Algún
extraño se ha introducido aquí, ha roto todas las cerraduras, ha violentado
los candados de hierro y ha violado las puertas de la fortaleza! ¿Habrán
robado mi Sampo? ¿mi precioso talismán habrá desaparecido?"
Ciertamente,
el Sampo había sido robado, el precioso talismán había desaparecido. Había
sido arrancado a las entrañas de la montaña de piedra, de la montaña de cobre,
pese a las nueve cerraduras y por encima del décimo cerrojo.
Madre
Louhi se sintió presa de una amarga desesperación; veía destruido su poder, su
supremacía destrozada. Entonces clamó implorando el auxilio de Utar [34]:
"¡Oh virgen de las nieblas: tamiza una nebrina en tu cedazo; haz
descender del alto cielo sobre la superficie del mar un espeso vaho, para que
Wainamoinen no pueda navegar, para que no pueda hallar la verdadera ruta!"
Utar,
la virgen de las nieblas, sopló sobre el mar una espesa neblina, una bruma
sombría tupiendo el aire, y encadenó al viejo Wainamoinen por espacio de tres
noches enteras en medio de las olas.
Cuando
hubieron transcurrido las tres noches, Wainamoinen alzó la voz y dijo:
"Jamás un hombre, ni siquiera el más débil, jamás un héroe, ni siquiera el
más torpe, se ha dejado vencer ni destruir por una niebla".
Y
así diciendo, golpeó con su espada las aguas del mar; un vapor dulce como la
miel se desprendió de la hoja de acero; y de pronto la niebla se desvaneció en
el aire, se disipó en la inmensidad del cielo; y el mar recobró su claridad
mostrándose en toda su grandeza; el mundo volvía a abrirse ante los héroes.
El
viejo Wainamoinen prosiguió su travesía. Pero transcurrido un corto, un
cortísimo espacio, Ukko, el Dios supremo, el soberano dominador de la bóveda
celeste, ordenó a los vientos soplar, a la tempestad desencadenarse en toda su
violencia.
Y
los vientos soplaron furiosos del oeste y del sudoeste, y más furiosos aún del
sur; bramaron espantables del este y del sudeste; lanzaron salvajes aullidos
los del norte. Las encrespadas olas se arrojaron airadas contra el navío, y
arrastraron consigo el kantele fabricado con espinas de sollo, con aletas de
pez.
Entonces
el viejo Wainamoinen sintió que las lágrimas le subían a los ojos, y tomó la
palabra y dijo: "¡Ay que mi obra, mi instrumento bien amado, ha
desaparecido; mi manantial de alegría se ha perdido entre las olas! ¡No volveré
a hallar en toda mi vida el kantele que fabriqué con los dientes del sollo, con
los huesos del enorme pez!"
El
viejo, el impasible Wainamoinen meditó profundamente sobre su cruel aventura:
"No se debe llorar en un navío. De nada valen las lágrimas en la miseria;
las lamentaciones no nos salvan de las malas horas".
Después
tomó la palabra y dijo: "¡Huye hacia el cielo, oh viento, gana de nuevo
las altas nubes, regresa al lugar de tu nacimiento; no vuelques mi navío, no lo
precipites en el fondo del mar! ¡Mejor descuajas los árboles en el bosque que
espera la tala; mejor derribas los molinos de la colina!"
El
bullicioso Lemmikainen, el hermoso Kaukomieli, dijo: "¡Oh águila, danos
tres de tus plumas, y tú cuervo, danos dos, para que sirvan de sostén al pobre
navío!"
Y
Lemmikainen en persona se puso a reforzar las bordas levantándolas con planchas
añadidas a la altura de una braza, de suerte que las olas fueran impotentes
contra ellas.
Así
las bordas del navío cobraron altura suficiente para resistir la terrible
violencia de la tempestad, para desafiar el asalto de las olas encrespadas,
atravesando los procelosos turbiones, la alta marejada.
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, llamó al pueblo entero a las armas; les
entregó arcos y espadas; y aprestó su navío, su navío de guerra.
Y
en él dispuso ordenadamente a sus hombres; puso en fila a los héroes y los fue
contando, como el tordo, como la picaza hacen con sus polluelos: cien hombres
armados de espada, mil héroes armados de arco.
Luego
hizo tender el velamen de las jarcias, y la vela mayor en lo alto del mástil,
de suerte que el navío semejaba una nube desplegada en el cielo. Y se puso en
marcha.
El
viejo, el impasible Wainamoinen conducía su navío sobre el mar azul. Desde el
fondo de popa alzó su voz y dijo: "Oh bullicioso Lemmikainen, hijo de
Lempi, el más caro de mis amigos: sube a lo alto del mastelero, trepa por las
cuerdas, y explora el cielo, mira atrás y adelante, a ver si las orillas del
aire están claras o están oscurecidas por las brumas".
El
bullicioso Lemmikainen, el travieso mozo, siempre dispuesto a la acción sin
necesidad de órdenes, siempre lleno de celo sin necesidad de ruegos, trepó por
las cuerdas y subió a lo alto del mástil. Volvió la mirada en torno, a oriente
y occidente, al sur y al suroeste, exploró las costas de Pohjola y dijo:
"El navío de Pohjola avanza hacia nosotros; cien hombres sentados en los
bancos empuñan los remos; mil héroes aguardan sobre cubierta".
El viejo
Wainamoinen presintió entonces la verdadera significación de todo aquello, y
dijo: "¡A los remos, herrero Ilmarinen! ¡A los remos, jovial Lemmikainen!
¡Que remen cuantos hay a bordo, para que nuestro navío surque veloz las ondas,
esquivando el encuentro con el barco de Pohjola!"
Pero,
pese a los esfuerzos de los hombres, pese al ardor de los héroes, el navío no
logró avanzar, no logró esquivar la ruta del barco de Pohjola.
Entonces
el viejo Wainamoinen comprendió que la desgracia le amenazaba, que el día fatal
había llegado para él, y se preguntó qué hacer para salvar la vida. Después
tomó la palabra y dijo: "Ahora me viene a las mientes un pequeño
artificio, un fácil encantamiento".
Y
sacó de su escarcela un trozo de yesca y un pedernal, y los arrojó al mar por
encima de su hombro izquierdo, diciendo: "¡Que nazca de ellos un escollo,
que de ellos brote una isla inesperada, y que el navío de Pohjola se estrelle
contra esa roca, entre el bramar de las encrespadas olas!"
Así,
de la yesca y el pedernal nació un escollo, surgió una isla entre las olas del
mar, afilada hacia oriente y formando un bastión contra el norte.
El
navío de Pohjola proseguía su ruta balanceándose ligeramente entre las olas.
De repente dio con el escollo, chocó contra la isla, y el barco de cien remeros
se hizo pedazos; los mástiles y las velas se desplomaron en el abismo para
convertirse en presa de los vientos, juguete de las tormentas.
Madre
Louhi se irguió de pie en medio de las aguas esforzándose en levantar el navío,
pero nada pudo lograr. Todo el vigamen, toda la tablazón estaba rota y
dislocada.
Madre
Louhi se quedó pensando, y se dijo: "¿De qué industria podría valerme
ahora? ¿qué medio emplear para reparar este desastre?"
Y
Louhi cambió de forma:- cogió cinco hoces, cinco herrumbrosas y torcidas
tenazas, y se hizo con ellas uñas y garras; cogió la mitad del estrellado
barco, y de sus bordas se hizo unas alas, de su timón una cola; y bajo sus alas
colocó cien hombres, bajo su cola mil guerreros; cien hombres armados de
espada, mil guerreros armados de arco.
Y
de este modo, transformada en águila, tendió el vuelo y se elevó en el aire, en
pos de la estela de Wainamoinen; con Un ala roza las nubes, con la otra barre
las aguas.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, volvió el rostro hacia el mediodía, volvió los
ojos al noroeste, y sobre la estela. La mujer de Pohjola avanzaba, el ave
gigante se acercaba; de frente parecía un águila, por la espalda un buitre.
Pronto
alcanzó el navío del héroe; descendió sobre lo alto del mástil, se posó en las
jarcias. El navío se bamboleó y estuvo a punto de naufragar en el abismo.
El
viejo Wainamoinen dijo: "¡Oh Madre Louhi, señora de Pohjola!: ¿quieres
venir conmigo a compartir el Sampo, en el promontorio de las nieblas, en la
isla de las umbrías?"
La
señora de Pohjola respondió: "¡No, no iré contigo, oh miserable, a
compartir el Sampo; no iré en tu compañía, oh Wainamoinen! ¡Yo me apoderaré
del Sampo y lo rescataré de tu navío!"
Entonces
el bullicioso Lemmikainen desenvainó su espada y comenzó a golpear con ella las
patas del águila, las garras del ave poderosa, exclamando a cada golpe:
"¡Caigan los hombres, caigan las espadas, caigan los malditos guerreros!
¡Que los cien hombres se desplomen de las alas, que los mil héroes resbalen de
las plumas!"
El
viejo Wainamoinen, el inmortal runoya, arrancó de la popa el timón, enarboló la
barra de encina y golpeó con ella las patas del monstruoso pájaro, rompiéndole
las garras; una sola, la más pequeña, esquivó los golpes.
Y
los cien hombres se desprendieron de las alas, y los mil héroes cayeron de la
cola, precipitándose en el fondo del mar. Y el águila misma se desplomó de lo
alto del mástil sobre la cubierta, como el gallo silvestre se desploma del
árbol, como cae la ardilla de las ramas del abeto.
Entonces,
estirando el dedo sin nombre, el águila se apoderó del Sampo, agarró el mágico
talismán; y lo arrojó al mar, entre las azules olas. El Sampo se hizo pedazos,
saltaron en astillas las brillantes aspas.
Y
de los trozos del Sampo, unos rodaron al abismo, dispersándose en lo profundo,
como una fuente de riqueza para las ondas; otros, los fragmentos más ligeros,
flotaron en la superficie del mar, arrastrados por los vientos y las olas.
Y
los vientos los llevaron a tierra, las olas los arrastraron hasta la orilla.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se llenó de alegría al contemplar esto, y
dijo: "Esos restos del Sampo serán el principio de una eterna
prosperidad; serán, en los campos cultivados, la fecunda semilla de la cual germinarán
plantas de todas las especies; por virtud suya brillará la luna, y el sol
bienhechor se elevará radiante sobre estas hermosas regiones sin fin!"
Madre
Louhi, dijo: "¡Así pues, mi poderío queda roto desde ahora, mi prestigio
se ha extinguido, mi prosperidad ha rodado a lo profundo del mar con los restos
del Sampo!''
Y
se alejó llorando hacia su morada, entre lamentos tomó el camino de Pohjola;
sólo llevó consigo lo que pudo retener del Sampo con el dedo sin nombre, que
era bien poca cosa: la palanca y un trozo de las aspas. Por eso un triste
clamor resuena en Pohjola, una vida sin pan reina en Laponia.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, una vez llegado a tierra, encontró los restos
del Sampo, los fragmentos del talismán precioso, dispersos entre la fina arena
de la playa.
Los
juntó y los llevó a la punta del promontorio nebuloso, de la isla rica en
umbrías, para que allí creciesen, para que allí se multiplicasen, para que
allí fructificasen, engendrando la cerveza de cebada y el pan de centeno.
Y el
viejo Wainamoinen alzó su voz y dijo: "¡Concédenos, oh Creador, una
brillante prosperidad; haz, oh Jumala, que nuestra vida transcurra
dichosamente, y que muramos con honor en estas dulces regiones, en este hermoso
país de Karelia!
"Defiéndenos,
protégenos, contra los tortuosos pensamientos de los hombres, contra los
oscuros designios de las mujeres. ¡Derriba por tierra al envidioso! ¡aniquila
a los embrujadores de las aguas!
"¡Construye
una muralla de hierro, levanta una fortaleza de piedra alrededor de mi pueblo;
una fortaleza que se eleve desde la tierra hasta el cielo, para que me sirva de
refugio, que sea mi morada, mi protección y mi defensa, de suerte que la
desgracia no puede caer sobre mí, que la adversidad no pueda alcanzarme, mientras
dure esta vida, alumbre la luz del sol!"
XVII
EL NUEVO KANTELE
El
viejo, el impasible Wainamoinen pensaba en su interior: "Dulce me sería
ahora tocar el melodioso instrumento, revivir la alegría de sus acordes en esta
nueva ribera, en estos hermosos parajes; pero mi kantele ha desaparecido, lo he
perdido para siempre.
"¡Oh
herrero Ilmarinen, tú que forjabas antaño, tú que forjabas ayer, tú que todavía
forjas hoy: fabrícame un rastrillo de hierro, un rastrillo de apretados,
dientes y largo mango, con el cual pueda yo rastrear las aguas del mar,
agavillar las espumas, amontonar los juncos, explorar todas las orillas, para
rescatar mi kantele de la profunda morada de los peces, de los pedregosos
bancos del salmón!"
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, fabricó en seguida el rastrillo de
hierro, erizado de dientes de cien brazas y armado de un largo mango de cobre
de quinientas brazas.
El
viejo Wainamoinen empuñó el rastrillo y se dirigió, por el camino más corto,
hacia la costa. Y se puso a labrar las aguas, rastrillando las flores de nenúfar,
los arbustos y las ramas, los juncos y cañaverales; registró todos los
agujeros, exploró los bancos y las rocas. Pero no pudo encontrar el kantele de
hueso de sollo, no pudo hallar la alegría para siempre perdida, el melodioso
instrumento irremediablemente desaparecido.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, volvió a tomar el camino de su casa, triste,
gacha la cabeza, derribada de lado la gorra.
Cuando
atravesaba un bosque, cuando cruzaba una floresta, oyó llorar a un abedul, un
árbol de jaspeada corteza que derramaba lágrimas. Se acercó a él y le dijo:
"¿Por qué lloras, oh verde abedul, por qué viertes lágrimas, oh árbol
gentil, por qué te quejas, oh tronco de blanco torso? ¡Nadie te ha llevado a la
guerra, nadie te ha arrastrado por la fuerza al sangriento fragor de las
batallas!"
El
gentil abedul respondió cuerdamente: "Muchos piensan, muchos cuentan que
yo vivo siempre gozoso, en medio de una perpetua alegría. Y sin embargo ¡pobre
de mí! vivo entre penas y dolores, torturado por la angustia, entre tormentos
que me devoran.
"Sí,
deploro mi cruel destino, mi existencia vacía de dicha; gimo de verme así
abandonado indefenso, en este paraje funesto, en estos pastizales siempre
verdes. "Los dichosos sólo tienen un deseo: la llegada de los hermosos
días, los días ardientes del estío. Pero ¡qué distintos son esos días para mí!
¡De ellos sólo espero ver desgarrada mi corteza y saqueado mi follaje!"
El
viejo Wainamoinen, dijo: "¡Cesa de llorar, oh verde abedul! Árbol de galán
follaje y blanco torso, no te lamentes más. Vas- a ser inundado de una eterna
alegría, vas a comenzar una nueva y más dulce vida. ¡Pronto llorarás de
felicidad y te estremecerás de júbilo!"
Entonces
el viejo Wainamoinen transformó el abedul en instrumento melodioso; durante
toda una jornada de estío lo talló hasta fabricar un kantele, en el
promontorio nebuloso, en la isla rica de umbrías. La caja del instrumento fue
cavada en la parte más noble del tronco, en el mismo corazón del árbol.
Después
dijo: "La caja, la pieza principal del kantele, ya está tallada. ¿Dónde
encontrar ahora los tornillos y clavijas?"
Una
corpulenta encina se erguía en el camino, junto al cercado; todas sus ramas
eran de igual longitud; y de cada rama pendía un fruto, y de cada fruto un
globo de oro, y sobre cada globo de oro había un cuclillo.
Cuando
el cuclillo modulaba el quíntuple sonido de su canto, el oro caía de su boca,
la plata manaba de su pico, sobre la colina de oro, sobre la colina de plata.
Wainamoinen recogió aquel oro y aquella plata, y de ellos fabricó los tornillos
y clavijas del kantele.
Y
volvió a decir: "Ya está guarnecido el kantele de tornillos y clavijas,
pero algo le falta aún: le faltan las cinco cuerdas. ¿Dónde encontrar las cinco
cuerdas, las cinco madres de la armonía?"
Y
el héroe salió en busca de las cinco cuerdas, atravesando un bosque recién
talado. Allá, en la soledad de un valle, estaba sentada una joven virgen. No
lloraba pero tampoco sonreía. Y cantaba en voz íntima, para ella sola; cantaba
para matar las horas de la tarde, esperando la llegada de su prometido, del
hombre bien amado de su corazón.
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se descalzó y se acercó a ella: "¡Oh
virgen adolescente: dame un bucle de tus cabellos para fabricar las cuerdas
del kantele, las fuentes vibrantes de la eterna alegría!"
La
doncella le dio sus cabellos, sus cabellos de seda; le dio circo, le dio seis,
le dio hasta siete. Y Wainamoinen trenzó con ellos las cuerdas del kantele,
las fuentes vibradoras de la eterna alegría.
De
este modo el kantele quedó completo en todas sus partes. Entonces el viejo
Wainamoinen se sentó sobre una piedra, sobre un bloque de rocas; tomó el
instrumento entre sus manos, el mástil hacia el cielo, la caja contra las
rodillas, y empezó a templar las cuerdas invocando la armonía.
Después
rompió a tocar con sus diez dedos; y la caja de abedul se estremeció, el oro de
los cuclillos tembló, los cabellos de la virgen resonaron jubilosamente.
Y
mientras Wainamoinen hacía vibrar el kantele, las montañas se agitaban,
retumbaban los roquedales, los múltiples ecos despertaban, los escollos se
cimbraban en las orillas, los guijarros- subían a la superficie de las aguas,
los abetos danzaban de gozo, los troncos de los árboles saltaban en la espesura
del bosque.
Y
las mujeres de Kálevala abandonaron sus labores, y todas corrieron, rápidas
como un río, impacientes como un torrente, las Jóvenes con la sonrisa en los
labios, las viejas con el corazón jubiloso, a escuchar la voz del instrumento,
a admirar los acentos de la alegría. Todos los hombres de los contornos, con la
gorra en la mano; todas las mujeres, con la mano en la mejilla; todas las
doncellas, con los ojos inundados de lágrimas; todos los mancebos, con la
rodilla en tierra; todos acudieron a oír el kantele, a admirar su jubilosa
armonía. Y todos decían al unísono: "¡Nunca en los días de nuestra vida,
jamás desde que la luna brilla, se habían escuchado tan dulces acordes!"
Las
vibraciones del kantele resonaron más allá de seis aldeas; no hubo criatura
alguna que no acudiera a escucharlo.
Todas
las alimañas del bosque se sentaron sobre sus patas traseras, todos los pájaros
del aire se posaron en las ramas altas, todos los peces del agua se precipitaron
a la orilla, y hasta los gusanos abandonaron sus mudas guaridas, para gozar la
melodía del kantele, para saborear la música de Wainamoinen.
El
viejo Wainamoinen tocaba con maravillosa destreza, haciendo surgir notas nunca
oídas. Tocó por espacio de un día, por espacio de dos días sin interrupción;
sin haber tomado más que una sola comida, sin haberse ceñido más que una vez el
cinturón, sin haber revestido su túnica más que una sola vez.
Cuando
tocó en el interior de su casa, de su casa de troncos de abeto, resonó la
techumbre, surgieron ecos de la bóveda, el piso se estremeció, murmuraron las
puertas, las ventanas temblaron, oscilaron las delgadas vigas de la chimenea, y
danzaron las piedras del hogar. Cuando tocó en medio de los bosques, los abetos
se curvaron humildes, los pinos se inclinaron, sus frutos cayeron al suelo, sus
espinas se enrollaron en torno a las raíces.
Cuando
tocó en los sotos o en las tierras labrantías, las praderas despertaron
alegremente, los campos se abrieron gozosos, las flores se sintieron
transportadas de amor, y los más tiernos tallos se inclinaron gentilmente.
XVIII
LA GUERRA DE LA LUNA Y EL SOL
El
viejo, el impasible Wainamoinen tocó el kantele por espacio de mucho tiempo; y
se acompañaba cantando, y en torno suyo estallaba la alegría.
Los
melodiosos acordes se elevaron hasta la morada de la luna, hasta el palacio del
sol. Y la luna bajó a posarse en la copa de un abedul, y el sol en la cúpula de
un abeto, a escuchar el kantele.
Entonces
Madre Louhi, la vieja desdentada de Pohjola, cogió a la luna y al sol entre sus
manos, los robó, y los transportó a su nebuloso país.
Allí,
para impedirle brillar, escondió a la luna en las entrañas de una roca de
veteados flancos; y para impedirle irradiar escondió al sol en los profundos
de una montaña de cobre. Después alzó su voz y dijo: "¡Oh luna, oh sol: ya
no podréis salir de aquí a expandir vuestra luz hasta que yo misma venga a
libertaros, hasta que yo venga a buscaros con nueve potrillos nacidos de una
sola yegua!"
Y
una vez que hubo escondido la luna, una vez que hubo enterrado el sol en la
montaña de cobre y roca de Pohjola, fue a robar también el fuego, a extinguir
la lumbre en los hogares de Kálevala.
Entonces
una noche sin fin, una noche impenetrable y tenebrosa se extendió sobre el
mundo desolado; se extendió hasta el cielo, hasta las mismas esferas etéreas
donde reina Ukko. Sufrían las plantas de la tierra, se angustiaban los rebaños,
desfallecían los pájaros del aire, los hombres morían en el hastío.
El
sollo conocía el bramido del mar, el águila los senderos del pájaro en el aire,
el viento la ruta de los navíos entre las olas; pero los hijos de los hombres
ignoraban cuándo se levantaba un nuevo día, cuándo caía una nueva noche sobre
el promontorio nebuloso, sobre la isla de las umbrías.
Los
jóvenes se reúnen en consejo; los hombres de edad madura meditan profundamente;
todos se preguntan cómo será posible vivir sin la luna, qué va a ser de la
vida sin el sol.
Los
mozos del consejo, hermanos y hermanas, meditan profundamente, y se encaminan
a la fragua del herrero Ilmarinen, y le dicen: "¡Ven, oh herrero, al pie
de la muralla; ven, oh forjador, junto a la roca; y fragua allí una nueva luna
y un nuevo sol, porque la vida es intolerable cuando el sol no brilla, cuando
no derrama su mansa claridad la luna!"
El
herrero se dirigió a la muralla, al pie de las rocas, para forjar una nueva
luna y un nuevo sol. Con oro forjó la luna; el sol lo forjó de plata.
El
viejo Wainamoinen fue a visitar la fragua del herrero; se detuvo en el umbral y
dijo: "¡Oh herrero, caro hermano mío, tu martillo resuena sin tregua toda
la jornada. ¿A qué trabajo estás entregado?"
Ilmarinen
respondió: "Forjo una luna de oro y un sol de plata para colgarlos en la
cúpula del cielo, por encima de las nueve techumbres del aire".
El
viejo Wainamoinen, dijo: "En vano trábalas, herrero Ilmarinen; el oro no
brillará como la luna, la plata no brillará como el sol".
El
herrero terminó su obra; después levantó los dos astros entre sus alegres
manos, los llevó consigo con el mayor cuidado, y colgó la luna en la copa de un
pino y el sol en la cima de un gigantesco abeto. El sudor chorreaba por su
rostro, el agua resbalaba de su cabeza mientras se entregaba a esta fatigosa y
difícil tarea.
Así
fue la luna colgada de un pino y el sol suspendido en la copa de un abeto;
pero ni el sol ni la luna resplandecieron.
El
viejo Wainamoinen, dijo: "Hora es ya de interrogar al destino; llegado es
para el hombre el tiempo de consultar los signos y preguntarles qué camino ha
tomado el sol, dónde se ha perdido la luna".
Y
el viejo Wainamoinen, el runoya eterno, cortó unas tabletas del tronco de un
álamo, después las barajó, las puso en orden con sus manos, y dijo:
"Interrogaré al Creador pidiéndole una respuesta. Dime la verdad, oh signo
del Creador; habla, augurio de Jumala: ¿qué senda ha tomado el sol, dónde ha
desaparecido la luna, que ya no esplenden en la bóveda celeste?"
El
destino reveló su verídico mensaje, el signo de los hombres respondió,
declarando que el sol se había refugiado, que la luna se hallaba oculta en las montañas
de piedra, en la fortaleza de cobre de Pohjola.
Entonces
el viejo Wainamoinen, dijo: "Si yo voy a Pohjola, lograré ciertamente
recuperar la luz de la luna, los dorados rayos del sol".
Y
el viejo Wainamoinen se apresuró a ponerse en camino. Un día caminó, dos días
caminó; al tercer día las puertas de Pohjola aparecieron ante él, la alta mole
de piedra se alzó ante sus ojos.
Se
detuvo a la orilla del río y gritó con retumbante voz: "¡Traedme una barca
para atravesar el río!" Pero su grito no fue escuchado, ninguna barca
acudió.
Entonces
juntó en la orilla un montón de ramas secas de pino, y le prendió fuego. No
tardó en prender la llama, y la humareda se elevó en los aires, en espeso
turbión.
Madre
Louhi, el ama de casa de Pohjola, estaba sentada a la ventana, vueltos los
ojos hacia el río. Tomó la palabra y dijo: "¿Qué incendio es ese que arde
allá lejos, en la bahía? Para fuego de soldados es demasiado pequeño; para
fuego de pescadores es demasiado grande".
El
hijo salió al cercado para ver y oír mejor: "Un hombre de soberbia talla
se distingue allá, paseando al otro lado del río".
El
viejo Wainamoinen clamó por segunda vez: "Oh, hijo de Pohjola, conduce tu
barca hacia acá, trae una barca a Wainamoinen".
El
hijo de Pohjola, respondió: "¡No hay aquí ninguna barca libre; atraviesa
tú mismo el río, remando con tus dedos, haciendo de timón con la palma de tu
mano!"
El
viejo Wainamoinen se quedó pensando; reflexionó y dijo: "No merecería
llamarse hombre aquel que volviera sobre sus pasos". Y se lanzó al agua,
como el sollo en el mar, como la trucha en el río; franqueó rápidamente la
distancia nadando con uno y otro pie, y llegó a las riberas de Pohjola.
Y
Wainamoinen entró en la casa. Allá estaban reunidos los hombres, bebiendo
hidromiel, saciándose del melado licor; y todos ostentaban su armadura de guerra
y la espada al costado para matar a Wainamoinen. Comenzaron por interrogarle,
dirigiéndole estas palabras: "¿Qué pretende de nosotros el miserable, qué
nos cuenta el nadador?"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, respondió: "Tengo algo peregrino que
contaros, una cosa asombrosa sobre el sol y la luna. ¿Dónde se ha refugiado el
sol, abandonándonos? ¿hacia dónde ha huido la luna?"
Los
mozos de Pohjola, la maldita ralea, replicaron: "El sol, al abandonaros,
se ha refugiado aquí; la luna está oculta en una roca de jaspeados flancos,
bajo una montaña de hierro. Y no los sacarás de ahí, si nosotros no les dejamos
escapar; no los rescatarás si nosotros no les concedemos la libertad".
El
viejo Wainamoinen, dijo: "¡Si el sol no es librado de la roca, si la luna
no es sacada del seno de la montaña, habréis de véroslas conmigo, espada
contra espada!"
Y
así diciendo, el héroe desenvainó su espada, desnudó su mordiente acero: la
luna brillaba en su punta, el sol resplandecía en su cazoleta, un corcel
piafaba en su hoja, un gato maullaba en su empuñadura.
La
batalla se entabló, midiéndose las espadas. La de Wainamoinen sobrepasaba a las
demás, en el tamaño de un grano de escanda, en el grosor de una espiga.
El
viejo Wainamoinen blandió su espada una vez, la blandió dos veces; y como si
fueran hojas de nabiza, como si fueran tallos de lino, así segó las cabezas de
los hijos de Pohjola.
Después
salió en busca de la luna, a liberar al sol de las entrañas del roquedal
jaspeado, de la montaña de acero, de la montaña de hierro.
Cuando
hubo caminado un pequeño trecho, divisó una isla verdegueante, y en la isla un
abedul altivo, y al pie del abedul una espesa roca, y bajo la roca una profunda
caverna, con nueve puertas cerradas por cien candados.
Una
fisura, una imperceptible grieta se mostraba al pie de la roca; Wainamoinen
hundió en ella su aguda espada, su radiante hoja, y la roca se abrió en dos. Y
el viejo Wainamoinen, el runoya eterno, trató de hacer saltar las puertas de
sus goznes con los puños, de violentar los cerrojos con la virtud de sus
palabras; pero las puertas resistieron al puño, los candados no resintieron los
efectos de la palabra.
El
viejo Wainamoinen, dijo: "El hombre sin armas no vale más que una pobre
vieja; el hacha sin filo no es más que un pobre apero". Y así diciendo,
volvió a emprender el camino de su país, con la cabeza gacha y triste el
corazón, por no haber podido rescatar la luna y el sol.
Y
llegó a la fragua del herrero y le dijo: "Oh herrero Ilmarinen: fórjame
una horqueta de triple punta, y una docena de afiladas cuñas; fórjame un gran
manojo de llaves, para rescatar a la luna de su roca y al sol de su montaña de
hierro".
El
herrero Ilmarinen, el inmortal forjador, satisfizo la demanda del héroe; le
forjó una docena de afiladas cuñas, una horca de triple garfio y un gran manojo
de llaves.
Madre
Louhi, la desdentada vieja de Pohjola, se fabricó unas alas de pluma y levantó
el vuelo. Voló primero en círculo alrededor de su casa, después se lanzó a lo
lejos, atravesó el mar de Pohjola y fue a posarse junto a la fragua de
Ilmarinen.
El
herrero abrió su ventana para observar si era la tempestad aquello que se
acercaba; pero no era la tormenta: era un buitre gris.
Ilmarinen
le dijo: "¿Qué vienes a buscar
junto a mi ventana, horrendo pajarraco?"
El
buitre respondió: "Escúchame, oh herrero Ilmarinen, oh forjador inmortal:
tú eres un hábil obrero, un herrero sin igual".
Ilmarinen,
dijo: "No es extraño que se me considere hábil herrero, puesto que yo he
forjado el cielo y la cúpula del aire".
El
ave volvió a tomar la palabra, el buitre dijo: "¿Qué estás forjando ahora,
oh ilustre obrero?"
El
herrero Ilmarinen, respondió: "Forjo una carlanca de hierro para
encadenar a la miserable vieja de Pohjola a la falda de la montaña".
Madre
Louhi comprendió entonces que la desgracia lo rondaba, que la hora del castigo
era inminente, y se apresuró a tender nuevamente el vuelo y regresar a su país.
Una
vez allí, sacó la luna de la roca y el sol de la montaña; después, transformada
en paloma, regresó a la fragua de Ilmarinen.
Ilmarinen
le dijo: "¿Qué haces aquí, hermoso pájaro; a qué has venido, oh paloma, al
umbral de mi fragua?"
La
paloma respondió: "He venido
a traerte una buena nueva: la luna está libre de su
prisión de rocas, el sol se ha escapado de las entrañas del monte".
El
herrero Ilmarinen salió de la fragua y elevó los ojos al cielo; vio brillar la
luna, vio al sol radiar en el cielo.
Inmediatamente
fue a ver a Wainamoinen y le dijo: "¡Oh viejo Wainamoinen, oh runoya
eterno, ven conmigo a ver la luna, ven a contemplar el sol hermoso; ambos han
vuelto a ocupar su antiguo lugar en la bóveda celeste!"
El
viejo, el impasible Wainamoinen, se precipitó fuera de su casa, y levantando la
cabeza elevó sus ojos al cielo: brillaban radiantes los dos astros, el sol
había vuelto a su sitio en la celestial techumbre.
Entonces
el héroe dejó oír su potente voz, diciendo: "¡Salud, oh luna, que nos
muestras tu esplendente faz; salud, oh sol de oro, que resplandeces de nuevo
sobre el mundo!
"¡Dígnate,
oh sol, salir cada mañana a partir del alba próxima! ¡Dígnate darnos la salud,
fecundar nuestras tierras, multiplicar los peces en nuestras redes!
"¡Y
tú, luna, sigue tu esplendoroso curso, cumple tu jornada llena de brillo y de
frescor! ¡Que tu plenilunio sea glorioso de luz, y que derrame su alegría sobre
las horas de la noche!"
XIX
OCASO Y NUEVO AMANECER
Marjatta,
la hermosa niña, vivía desde hacía largo tiempo en la ilustre casa de su padre,
en la renombrada casa de su madre. Vivía en la inocencia, guardando fielmente
su castidad. Se alimentaba de frescos peces y de pan moreno; pero se negaba a
comer huevos de gallina que hubiera fecundado el gallo, o carne de oveja
cubierta por el morueco.
Su
madre le ordenó ir a ordeñar, y ella rehusó, diciendo: "Una doncella como
yo no toca ubre de vaca que ha sido llevada al toro; sólo la ordeñaría si aún
fuese becerra y, siéndolo, diera leche".
Su
padre la invitó a montar en su trineo tirado por el caballo garañón; y ella se
negó, diciendo: "Nunca me dejaré conducir por caballo que ha frecuentado
yeguas; sólo admitiré en mi trineo un potrillo joven, un potro de cuatro
años".
Marjatta,
la hermosa niña, la tímida y casta virgen, fue encargada de apacentar las
ovejas. Las guiaba por las faldas y cumbres de las colinas, atravesando los
bosques, internándose en el espeso alisal, mientras el cuco de oro cantaba,
mientras la voz de plata modulaba sus trinos.
Marjatta,
la hermosa niña, cuidó largo tiempo su rebaño, que es peligroso menester, sobre
todo para una muchacha, ya que la serpiente se desliza por la yerba, los
reptiles venenosos infestan el pastizal. Pero ella no tropezó con ninguna
serpiente entre la yerba, no encontró reptiles venenosos en la pradera.
Un
arándano de la colina, un arándano rojo, alzó su voz y dijo: "Ven, oh
muchacha, a recogerme; ven, oh virgen de la fíbula de estaño, del cinturón de
cobre, de las rosadas mejillas, ven a arrancarme de mi tallo antes que el
gusano me haya roído, antes que la negra serpiente me haya devorado. Ya cien
niñas, mil doncellas y una innumerable muchedumbre de muchachos, han llegado a
visitarme; pero ninguno ha tendido la mano para cogerme".
Marjatta,
la hermosa niña, avanzó unos pasos para ver el pequeño fruto, para cogerlo con
la punta de sus lindos dedos. Pero la baya de la colina, el rojo arándano,
estaba demasiado alto para alcanzarlo con la mano, y por otra parte, también
estaba demasiado bajo para pensar en trepar al árbol. Entonces Marjatta cortó
una vara y golpeó con ella la rama hasta que el arándano rodó por tierra.
Y
dijo Marjatta: ¡Trepa, pequeño arándano, trepa hasta el borde de mi vestido!"
El arándano trepó hasta el borde del vestido. "¡Trepa, pequeño arándano,
trepa hasta mi cintura!" El arándano trepó hasta la cintura. "¡Trepa,
pequeño arándano, trepa hasta mi pecho!" El arándano trepó hasta el pecho.
"¡Trepa, pequeño arándano, trepa hasta mis labios!" El arándano trepó
hasta los labios. Y de sus labios pasó a su lengua. Y de la lengua se deslizó a
la garganta. Y de la garganta descendió hasta el vientre.
Y
Marjatta, la hermosa niña, fue fecundada por el arándano; y su regazo comenzó a
henchirse.
Marjatta
caminaba desde entonces con el brial flojo, sin cinturón; visitaba secretamente
la cámara de baños, deslizándose en las tinieblas de la noche.
Su
madre la observaba inquieta, preguntándose sin cesar: "¿Qué faltará a
nuestra Marjatta? ¿qué habrá sucedido a nuestra paloma para que camine así con
los vestidos sueltos y visite en secreto la cámara de baños entre las sombras
de la noche?" [35].
Cuando
llegó el décimo mes, la joven virgen se sintió presa de horribles dolores. Y
suplicó a su madre que le preparase un baño: "¡Oh madre mía, haz disponer
un rincón bien apartado y caliente, para refugio de la doncella, para dar asilo
a su dolor de mujer!"
La madre dijo: "¡Oh malhaya la hija prostituida! ¿A quién te has
entregado, pues? ¿Ha sido a hombre casado, o acaso a un héroe mancebo?"
Marjatta,
la hermosa niña, respondió: "No me he entregado a hombre alguno, casado ni
por casar. He ido a la colina a buscar bayas, a coger arándanos rojos; y he
tomado uno entre mis labios, y se deslizó por mi garganta hasta mi vientre. ¡El
arándano fue quien me fecundó!"
Marjatta
suplicó a su padre que le mandase preparar un baño: "¡Oh padre querido,
haz disponer un refugio bien apartado y caliente, donde la pobre niña pueda
encontrar alivio a sus dolores!"
El
padre contestó: "¡Huye lejos de mí, perdida! ¡Vete, mala mujer; ve a
refugiarte en el oscuro cubil del oso; y pare allí tus cachorros!"
Marjatta,
la hermosa niña, respondió cuerdamente: "¡No soy yo una prostituta, ni una
mala mujer! ¡Yo daré a luz un hijo extraordinario, yo pariré un héroe insigne
que acabará con el poder de todos los encantamientos, que vencerá al mismo
Wainamoinen!" [36].
La
virgen se debatía presa de lancinantes dolores, sin saber a dónde ir, a quién
acudir, de quién obtener el baño que le era necesario. Tomó la palabra y dijo:
"¡Oh Pillti, la más humilde de mis criadas, la mejor de mis sirvientas:
vete a pedir un baño para mí por toda la aldea, por todas las casas de Sariola [37],
para que pueda hallar un alivio a mis dolores, un término a mis tormentos.
¡Pronto, no te detengas; mi angustia crece por momentos!"
Pillti,
la humilde sierva, dijo: "¿A quién pedir un baño, de quién implorar
auxilio?"
Marjatta
respondió: "Pide el baño a Ruotus, a Ruotus de Sariola".
La
pequeña Pillti, la humilde sierva, desapareció como una vaporosa nube, como un
jirón de humo, recogiendo los pliegues de su vestido, y se dirigió a casa de
Ruotus. Las colinas se inclinaban a su paso, oscilaban las montañas, las pinas
silvestres danzaban en la espesura del bosque, se hundían las movedizas arenas
del marjal. Así llegó al término de su viaje.
El
horrible Ruotus comía y bebía como un gran señor, sentado a la cabecera de la
mesa, y cubierto por una túnica de largos pliegues; una túnica solamente. Sin
interrumpir su banquete, preguntó con voz cavernosa, apoyando sus codos sobre
la mesa: "¿A qué vienes tú aquí? ¿qué pretendes de mí, harapienta?"
Pillti,
la joven sierva, respondió: "Vengo a pedirte un baño donde la parturienta
pueda encontrar alivio a sus dolores; donde la infortunada encuentre auxilio y
refugio".
La
mujer del horrible Ruotus avanzó bruscamente hasta el centro de la estancia, y
dijo: "¿Para quién solicitas ese
baño, para quién buscas refugio y auxilio?"
Pillti,
la joven sierva, respondió: "Es para nuestra Marjatta".
Entonces
la mujer del horrible Ruotus se expresó así: "No hay ninguna casa de baños
en toda la aldea, no hay ningún baño disponible en Sariola. Pero en la cumbre
de la montaña de Kyto, en un bosque de abetos, hay un establo donde podrá parir
esa perdida; donde la mala mujer podrá soltar su cachorro. ¡El húmedo aliento
del caballo será su baño!"
Pillti,
la joven sierva, se apresuró a llevar a Marjatta la respuesta de aquella mala
mujer.
Marjatta,
la pobre niña, se deshizo en llanto; después tomó la palabra y dijo:
"¡Triste es tener que refugiarse como una sierva, como una esclava a
sueldo, en la cumbre de Kyto, en la espesura de abetos!"
Y
recogiendo los pliegues de su vestido se dirigió apresuradamente, con las
entrañas desgarradas por bárbaro dolor, a la choza de abetos, al
establo situado en la colina.
Y
una vez dentro del establo, dijo: "¡Oh mi buen caballo, oh vigoroso potro:
echa sobre mí tu aliento, envuélveme en tu vapor como en un baño dulcemente
tibio que sea alivio a mi flaqueza, auxilio y sedante a mi infortunio!"
El
buen caballo, el nervioso potro, echó su poderoso aliento sobre el regazo
dolorido, y su vaho fue como un baño caliente, como un bálsamo de bendición.
Entonces
Marjatta, la pobre niña, la dulce y casta virgen, bañada en el abundante vaho,
dio a luz un niño, un tierno niño, entre las pajas del establo, en el pesebre
del caballo de largas crines.
Y
lavó a su hijo, y lo envolvió en pañales, y lo acostó sobre sus rodillas,
apretándolo contra su regazo. Y acarició a su precioso tesoro, su dorado fruto,
su báculo de plata. Y le dio de mamar, y peinó sus cabellos, y lo meció entre
sus brazos.
Pero,
de repente, el pequeñuelo saltó de sus rodillas, del regazo materno, y
desapareció.
Marjatta,
la pobre virgen, fue presa de un inmenso dolor; y corrió detrás, en busca de su
pequeñuelo, de su fruto de oro, su báculo de plata. Lo buscó bajo la rueda del
molino, entre las llantas del trineo, bajo el cedazo harinero, bajo los baldes
de madera. Lo buscó de árbol en árbol, entre el césped y la delgada yerba. Y en
los bosques de abetos, en la cumbre de las colinas, entre los matorrales y el
brezal florido, hurgando entre las ramas, excavando al pie de las raíces.
A
la mitad de su jornada el sol salió a su encuentro. Marjatta se inclinó ante él
y le dijo: "Oh sol creado por Dios ¿sabes tú qué ha sido de mi hijo, mi
pequeñuelo, mi manzana de oro?"
El
sol respondió sabiamente: "Sí, yo sé lo que ha sido de tu hijo, como sé
también que yo he sido creado para alegrar los días y caminar vestido con mi
manto de oro, para daros la luz con mis galas de plata.
“Sí,
pobre mujer, yo sé lo que ha sido de tu hijo: tu pequeñuelo, tu fruto dorado,
está hundido en el cenagal hasta la cintura, enterrado en la landa hasta los
brazos".
Marjatta,
la pobre virgen, corrió precipitadamente al cenagal, sacó de allí al niño y lo
volvió a llevar consigo a casa.
Y
junto a la buena Marjatta el lindo pequeñuelo crecía; pero todavía no tenía
nombre: su madre le llamaba "botón de rosa", los extraños le llamaban
"maldito holgazán".
Se
buscó, pues, a alguien que lo bautizase. El viejo Wirokannas se presentó; tomó
la palabra y dijo: "No bautizaré yo a un ser sumido en el error, no haré
cristiano a un cualquiera si no es examinado y juzgado previamente" [38].
¿Quién
se encargará de juzgar al niño? El viejo, el impasible Wainamoinen, el runoya
eterno, fue el encargado de esta misión.
Y
el viejo, el impasible Wainamoinen pronunció su sentencia: "Si el niño ha
sido sacado del pantano, si ha sido engendrado por el arándano de la colina,
preciso será enterrarlo junto a una mata de arándanos, o bien llevarle
nuevamente al pantano y allí estrellarle la cabeza contra un árbol".
El
pequeñuelo, el niño de dos semanas, habló y dijo: "¡Malhaya el viejo
estúpido! ¡Malhaya, viejo ciego, pues has pronunciado una sentencia injusta, un
fallo insensato! Nadie te ha llevado a ti al pantano, nadie te ha estrellado la
cabeza contra un árbol, cuando has cometido crímenes bastante más graves,
bastante más perversas acciones: cuando en tu juventud entregabas a tu hermano,
al hijo de tu propia madre, para salvar tu vida. Ni se te ha conducido al
cenagal cuando, en tu juventud también, arrojabas a las doncellas en medio de
las profundas olas, entre el fango negro".
Y
Wirokannas bautizó al niño y le ungió como rey, nombrándole soberano absoluto
de Karelia.
Entonces
el viejo Wainamoinen se sintió presa al mismo tiempo de una gran cólera y una
gran vergüenza. Se alejó, vagando por la orilla del mar; y rompió a cantar
por última vez. Y por virtud de su canto creó una barca, una linda barca de
cobre.
Después
se sentó al timón y puso proa a alta mar; y mientras hendía las olas, alzó la
voz y dijo: "Pasarán los tiempos, nuevos días nacerán y volverán a morir.
Y entonces nuevamente tendréis necesidad de mí; me aguardaréis, me llamaréis
para que os conquiste un nuevo Sampo, para que os haga un nuevo kantele, para
que os rescate la luna y el sol desaparecidos. ¡Para devolver al mundo su
alegría desterrada!" [39].
Y
el viejo Wainamoinen se lanzó en su navío a través de las procelosas aguas
hasta perderse en el lejano horizonte, entre los últimos pliegues del cielo.
Allí se detuvo con su barca, y allí permanece.
Pero
dejó su kantele, su instrumento melodioso, a Finlandia; dejó a su pueblo la
eterna alegría, y las sublimes runas a los hijos de su raza.
[3] Ukko es, en
la antigua mitología finesa, el dios del cielo y del aire.
[4] Runoya: bardo, compositor y cantor de runas. Este
término implica también la posesión del poder mágico.
[6] El dedo anular. En el antiguo
idioma finlandés sólo tienen nombre los otros cuatro dedos.
[7] Jumala, otra denominación del dios supremo, Ukko. La
encina le estaba consagrada como entre los romanos a Júpiter.
[8] Pájaro dotado de voz profetice como en las sagas de
Los Nibelungos. En cuanto al cuclillo, que tantas veces aparece en el Kálevala,
es un pájaro sagrado para los pueblos del norte; su canto anuncia la llegada
del estío, y la esperanza de los campesinos.
[11] Aitta:
pequeña construcción levantada aparte y aneja a la habitación finesa, que
servía al mismo tiempo de granero, desván y guardarropa, al modo de los
"hórreos" del norte de España.
[12] Sampo: objeto simbólico que representa, como
veremos más adelante, la forma de un molino, que muele el trigo, la sal y el
oro. Se trata, pues, de un talismán que proporciona al que lo posee la fortuna
y la prosperidad. Así se explican las luchas que van a librarse por la posesión
del talismán precioso.
[13] Era costumbre que las muchachas impusieran a quien
las pretendía en matrimonio ciertas pruebas, que deberían vencer honrosamente.
Las pruebas exigidas en el Kálevala tienen el carácter fantástico que conviene
a la leyenda.
[14]
Nótese con qué verdad poética reflejan estas antiguas palabras la geografía húmeda,
helada y confusa de la tierra finesa.
[15]
La curandería mágica no puede ejercer su poder si no conoce la causa originaria
del mal.
[16] Raramente se
emplea en el Kálevala la palabra "héroe" con un sentido estrictamente
bélico. El héroe es el hombre capaz de las máximas empresas en sabiduría, en
trabajo y en destreza.
[18] Athi, uno de
los nombres de Lemmikainen, significa "el dios del mar".
[19]
Lempi es el genio del mal.
[20] Kaukomieli, sobrenombre de Lemmikainen, quiere decir
"el que suspira por los largos viajes" señalando así el carácter
aventurero del héroe El promontorio de Kauko, donde nació, significa
"lejanía".
[22] Tuoni, dios de la muerte. El río de Tuoni, como la
Estigia, señala la región de las eternas tinieblas.
[23] Manala: las entrañas de la
tierra. El río de Tuoni y el abismo de Manala son colocados por el poeta en la
tierra de Pohjola (Laponia), que se representa así como el reino de las
tinieblas, de la desolación y de la muerte.
[24] Wainamoinen construye su navío, no sólo con las manos,
sino además con cantos de sortilegio. Y
el rito mágico debe cumplirse estrictamente para que la obra alcance su
perfección.
[25]
Vadmel: tejido de grosera lana gris que suelen usar los campesinos fineses.
[26]
El poeta hace intervenir a menudo personajes ajenos a la acción (niños,
ancianos o cosas) que pronuncian sabios discursos o dan a los acontecimientos
su conclusión moral. Estos personajes desempeñan en cierto modo el papel del
coro en la tragedia griega.
[27] Junto a
la puerta, bajo la viga del umbral, es el lugar más humilde; el que la
hospitalidad tradicional señala a los mendigos.
[28]
No habrá que decir que los términos "cisnes" y "palomas"
designan a los hijos de uno y otro sexo. En el curso del relato encontramos a
menudo metáforas semejantes.
[29]
La ley exigía liberarse ante el fisco, antes de emprender un largo viaje fuera
del país.
[30] "En vano piso esta tierra
sobre tus cejas...". Conservamos, en honor a la fidelidad, este extraño
giro, tan ajeno a nuestros módulos de expresión poética. Kullervo pronuncia
estas palabras sobre la tumba de su madre.
[31] Kantele: instrumento nacional
de la música finesa; especie de guitarra de cinco cuerdas.
[32]
Esta runa en que Wainamoinen inventa la música y atrae a los animales del
bosque y del cielo, es la versión nórdica del mito de Orfeo, al que en ciertos
aspectos sobrepasa.
[33] Atho, dios marino.
[34] Utar: diosa de las brumas.
[35]
Las mujeres finesas daban a luz ordinariamente en el baño, en la inteligencia
de que el vapor caliente favorecía el parto.
[36] Estas últimas runas, visiblemente inspiradas en los
orígenes del cristianismo, evocan de una manera sorprendente el misterio de
la Navidad. Aparte las circunstancias coincidentes de detalle, se ha señalado
incluso la analogía de ciertos nombres propios: Marjatta (la Virgen María),
Ruotus, el malvado Herodes.
[38]
Wirokannas: protector de los campos de avena; personaje mitológico cuyo papel
en este episodio no acaba de aclararse.
[39] Es el Renacimiento
presentido, la resurrección artística del paganismo. La voz del Wainamoinen
nórdico recuerda exactamente la voz pánica que anunció en el mar latino el
ocaso de los dioses.
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