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4 de diciembre de 2012
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-Oh really?, gorjeaba Miss Maggie Sills como si se sintiese agradablemente sorprendida y algo azorada.
Es que no quería parecer vanidosa. Pero miles de veces le habían dicho
que era igualita a la reina madre de Inglaterra, claro que cuando la
reina Mary andaba, como ella ahora, por los cuarenta años y pico.
Las dos tenían la misma estatura, el mismo cuerpo con las pantorrillas
un poco combas, la misma cara de galleta marinera, la misma sonrisa
maternal y medio sufrida como si les doliesen los pies, la misma
imbatible amabilidad aunque se sintiesen disgustadas o muertas de
cansancio.
Y hasta el mismo timbre de voz y las mismas modulaciones al hablar (al
hablar en inglés, porque es poco probable que la reina Mary también
domine el español). Esto se sabía gracias a mister Forbes, el director
del Instituto. Si uno le cree, había conocido a la reina madre en
Edimburgo, durante una ceremonia oficial, le había estrechado la mano y
cruzado algunas palabras, y a la vuelta contó que tuvo la impresión de
estar conversando con miss Maggie, por supuesto que con una miss Maggie
ya anciana. Escuchándolo a mister Forbes, que parecía un poco emocionado
por lo que él mismo decía, miss Maggie se puso muy colorada y
parpadeaba a toda velocidad, y cuando él terminó de hablar lo abrazó y
lo besó en la mejilla como si mister Forbes le hubiese obsequiado una
cosa de mucho valor.
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Ella facilitaba la semejanza vistiéndose y peinándose como su regia
doble. Las alumnas del Instituto la adoraban, por más que a sus espaldas
la llamasen miss Honey y se burlaran de su costumbre de dar clase con
el sombrero puesto, un eterno sombrero de castor en forma de budinera,
encasquetado hasta los ojos. A cada lado le asomaban el pelo castaño,
aplastado en ondas prolijas, y los aros de perlas. No usaba otro
maquillaje que un polvo para el cutis, color rosa, y olía a buena
lavanda inglesa.
El domingo de agosto en que cumplió cuarenta y seis años se puso su
mejor vestido, de lana gris, amplio, largo y con una falda acampanada,
un abrigo de lo mismo, aún más largo y más holgado, un collar de perlas
de tres vueltas, todos sus anillos y pulseras, un zorro blanco, una
especie de sombrero cordobés de fieltro gris, con velito, que le
atravesaba la frente en diagonal, se calzó guantes de cabritilla gris y
se colgó del brazo una tremenda cartera de cuero negro. En una mano
sostenía un ramo de claveles rojos y en la otra una caja de bombones
suizos. Cuando salió a la calle y vio que el cielo estaba encapotado,
volvió al departamento para recoger el paraguas de seda gris y mango
recto, alto y fino de metal plateado con incrustaciones de falsas
piedras preciosas que había pertenecido a la difunta mistress Euphemia
Gowens Sills, quien también solía usarlo en verano como sombrilla.
Mildred Buchanan le había dicho: "Pay attention, dear. Pedro
Lozano y Helguera, justo frente a la estación Villa del Parque". Sí,
pero miss Maggie se habría muerto antes que entrar en la horrible
estación Retiro del Ferrocarril Pacífico y viajar en uno de esos
horribles trenes llenos de gente horrible. Prefirió ir directamente en
taxi.
Los domingos por la noche, y no digamos durante el invierno, la calle
Reconquista está desierta. Miss Maggie esperó cinco minutos. Después se
fue caminando hasta la avenida Córdoba y allí, en una esquina barrida
por el viento, bajo nubarrones tormentosos, debió esperar un cuarto de
hora. Consultó su reloj: las siete y doce p.m. Cierto, tenía tiempo de
sobra, porque los Buchanan la habían citado a las ocho. Pero miss Maggie
jamás cometía la menor falta de puntualidad.
Por eso Mildred Buchanan se alarmó cuando miss Maggie no se hizo ver en
el restaurante ni a las ocho en punto ni a las ocho y media. A las nueve
decidió que le había ocurrido un accidente. Arnold Buchanan, que
mientras tanto entretenía el estómago con aceitunas, trozos de queso y
una copa de jerez, sugirió que la llamase por teléfono. Mildred, de
golpe malhumorada, se puso de pie, fue hasta el mostrador y en ese
momento se dio cuenta de que no recordaba el número de teléfono de miss
Maggie. Volvió a la mesa, se sentó y dijo:
—No esperemos más. Pidamos la comida.
A las nueve y media llovía a cántaros. Mildred, mientras mordisqueaba con rabia un pedazo de carne, dijo:
—Para mí que le pasó algo. ¿Si avisáramos a la policía?
Arnold Buchanan siguió tragando su roast beef como si tal cosa, y
entonces Mildred, para no tomárselas con él, se las tomó con miss
Maggie:
—Podría habernos avisado si es que tenía otro compromiso.
Enseguida se arrepintió:
—No, Maggie es incapaz. Seguro que tuvo un accidente.
Arnold llamó al mozo y pidió el postre. Mildred, furiosa, miraba la lluvia a través de la ventana.
A las once paró de llover. A las once y cuarto los Buchanan abandonaron
el restaurante, cruzaron la calle y entraron en el chalet estilo inglés
al que se habían mudado la semana anterior. Mildred murmuró por lo bajo:
—Nosotros aquí tan tranquilos, y seguro que la pobre está en alguna comisaría o en un hospital.
Arnold Buchanan bostezó.
El lunes por la tarde Mildred Buchanan y miss Maggie Sills tomaron el té
en la confitería de Córdoba y Maipú. Mildred se sentía defraudada y
ofendida. ¡Ella se había hecho tanta mala sangre! Y ahora resultaba que
miss Maggie no había tenido ningún accidente.
—Quiero que me expliques por qué anoche nos dejaste plantados —dijo en un tono seco.
Oh, miss Maggie estaba tan afligida, tan mortificada. Pero qué pasó. Pasó que se perdieron.
Mildred depositó la taza sobre el plato con tanta energía que casi la parte en dos:
—Cómo que se perdieron. Qué significa que se perdieron.
Oh, sí. El taxista era nuevo en el oficio, no conocía las calles
Helguera y Pedro Lozano, no sabía dónde quedaba la estación Villa del
Parque. ¡Habían dado tantas vueltas!
Mildred hizo un gesto despreciativo:
—¡Y le creíste! Esa es una vieja historia para robar a los pasajeros.
Oh, no. Él no. Un muchacho tan correcto, tan respetuoso. ¡Tan gentil!
Cuando vio que ella tenía dificultades para subir al taxi, cargada como
andaba, bajó y vino a ayudarla, y hasta le acomodó un pie que se le
había quedado enganchado en el borde de la carrocería. Y después, con el
taxi siempre detenido en Córdoba y Reconquista, no puso en marcha el
reloj, esperó un buen rato a que ella encontrase el papelito donde había
anotado las señas del restaurante. No se impacientó para nada. Al
contrario. De codos sobre el respaldo del asiento, la miraba sonriente y
le decía:
—Busque tranquila, abuela, no se ponga nerviosa que total la noche está en pañales.
A Mildred se le escapó un soplido por la nariz:
—Así que te llamó abuela. Qué grosero.
Oh, no. A ella le había causado gracia. Y después, en la pizzería,
cuando se levantó el velito para poder comer, él se disculpó, todo
abochornado: "¡Pero usted es joven! Y yo que la llamaba abuela. Otra que
abuela" y después se reía, tenía una risa simpática, muy contagiosa:
"Es joven y linda, una mina bárbara".
Mildred torció la boca:
—Por casualidad ¿no te encontró parecida a...?
De golpe tuvo un terrible sobresalto:
—¿En la pizzería? ¿Qué pizzería? ¿Fueron a una pizzería?
Bien. Un poco a causa del frío y otro poco a causa de la angustia, ¡ella
se sentía tan angustiada!, cuando por quinta o sexta vez pasaron frente
a la esquina de la pizzería, una que está en la calle Cuenca (Mildred
recordó: "un lugar espantoso"), le pidió que se detuviesen unos minutos
porque, oh, qué vergüenza, tenía necesidad de ir, bueno, de ir al tualé.
Él dijo: "También yo, abuela, necesito aliviar los riñones".
Estacionó el taxi en una calle transversal, a media cuadra de la
pizzería. Entraron juntos en el salón iluminado, tibio, con olor a
comida, todo lleno de gente, Cuando ella salió del tualé, diluviaba,
tronaba y relampagueaba. Para colmo, con el apuro, había dejado el
paraguas dentro del taxi. Pero él ya se había sentado a una mesita en el
fondo del salón y desde allá la llamaba agitando el brazo.
Mildred apoyó los codos, entrelazó las manos a la altura del pecho,
parecía dispuesta a elevar una plegaria. Pero miraba fijo a miss Maggie
sin ninguna expresión reconocible en el duro rostro huesudo:
—My dear, empezó a llover a las nueve y media. ¿Hasta esa hora estuvieron dando vueltas?
Oh, sí, miles de vueltas.
—You see? Te paseó como a una turista. El viajecito te habrá salido un ojo de la cara.
¡Pero no! Él no quiso cobrarle. Ella había insistido, pero él dijo que
era su regalo de cumpleaños, dijo "si no lo acepta me ofende".
Mildred arqueó las dos líneas ocres trazadas con lápiz que le servían de cejas:
—¿Y como supo que era tu cumpleaños?
En la pizzería, después que comieron una pizza (deliciosa, la verdad) y tomaron un vaso de vino tinto, él dijo:
"Qué buena moza se me ha venido. ¿Adónde va? ¿A alguna fiesta?", y
entonces ella le contó que iba a festejar su cumpleaños con unos amigos
en el restaurante de Pedro Lozano y Helguera.
—¿Pagó él, al menos.''
Oh, no. Poor boy, ése era el primer viaje que hacía ese día y andaba sin dinero.
Mildred deshizo el moño de las manos, pidió una segunda jarra de agua
caliente, tomó una tostada, la untó con dulce de damascos y por fin se
decidió a hablar en un tono severo, mientras sostenía la tostada en el
aire como si mostrase su documento de identidad:
—Te estuvimos esperando hasta cualquier hora. Arnold estaba preocupadísimo. Y yo no digamos.
Oh, ella también. Por eso le vinieron las ganas de ir al tualé de la
pizzería, a pesar de que nunca había entrado en un baño público.
Mildred trituró la tostada entre los dientes aguerridos, se pasó la yema
del dedo índice por los labios para quitarse una miga, tragó con una
lentitud que parecía amenazadora.
—Maggie, hay algo que no comprendo. ¿Cómo es posible que no hayan encontrado el restaurante?
Lo mismo decía el muchacho, cada vez más desesperado, dando manotazos al
volante: "¿Será posible? ¿Será posible que no podamos llegar a la
esquina de Pedro Lozano y Helguera? Esto parece una maldición". Y no, no
hubo forma.
—Habrán preguntado, supongo.
Oh, sí, miles de veces. Primero el muchacho le preguntó a otro taxista, y
el otro taxista se rió y le dijo que habían tomado una dirección
equivocada ("Me lo imaginé", suspiró Mildred con los ojos en blanco) y
le indicó qué camino debían seguir para llegar a la calle Cuenca, y
cuando llegasen a Cuenca que preguntaran de nuevo "porque es un poco
complicado", dijo el otro taxista.
Después de media hora ("¿Media hora?", se espantó Mildred, "pero ¿adónde
te había llevado, ese canalla? ¿A Mataderos?") se les apareció una
avenida muy iluminada con muchos comercios. En una esquina una placa
azul decía "Cuenca". "¡Por fin, abuela!", se alegró el muchacho. Empezó a
preguntar a todo el mundo que se paseaba por la vereda. Contestaban "no
sé", o no contestaban nada y seguían caminando, o les daban unas
indicaciones de lo más confusas.
Dos viejos se acercaron solícitos al taxi, pero no se ponían de acuerdo,
el muchacho les dijo "muchas gracias, abuelos" y los dejó con la
palabra en la boca, y media cuadra más adelante un hombre mal vestido
intentó subirse al automóvil: "Yo te guío", le dijo al muchacho, "voy
para ese lado", pero el muchacho no le permitió que subiera y el hombre
mal vestido lo insultó.
—Es increíble —murmuraba Mildred Buchanan moviendo la cabeza—. Estaban a pocas cuadras del restaurante.
Según miss Maggie, habían atravesado varias veces las vías del tren, en
un sentido y en otro, y todas las veces la calle Cuenca les salía al
paso, por la ventanilla ella volvía a ver la esquina de la pizzería. Del
otro lado de la barrera del tren un joven les dijo que desde allí les
resultaría muy difícil llegar a Pedro Lozano y Helguera, con todas las
calles de contramano, y que les convenía cruzar de nuevo las vías. Pero
para poder cruzar de nuevo las vías, ahora en dirección contraria, el
muchacho tuvo que dar un largo rodeo y cuando por fin dio con una
barrera abierta perdió la orientación, enfiló por una calle angosta y
oscura, paralela a los rieles del Ferrocarril Pacífico, hasta que unos
muchachones, a los que él les preguntó por la estación Villa del Parque,
se rieron: "Pero no, flaco. Te estás yendo para La Paternal. Volvé por
donde viniste, tomá Cuenca, cruzá las vías y a tu derecha está la
estación". Él dijo: "Abuela ¿no nos estarán tomando el pelo, estos
desgraciados?"
La cuestión es que miss Maggie, la quinta o sexta vez que pasaron
delante de la pizzería, sintió unas furiosas ganas de orinar, después
entraron en la pizzería, después llovió, tenían hambre, y bueno, así se
hicieron las once de la noche y ya no valía la pena seguir buscando el
restaurante, los Buchanan se habrían ido a dormir.
Mildred se pasaba la punta de la lengua por la dentadura. Parecía aburrida:
—¿Y de qué hablaron, todo ese tiempo?
Oh, de tantas cosas. El muchacho tenía una conversación muy agradable.
Oh, sí, era una persona sumamente educada y cortés. Había que verlo
comer con movimientos delicados de los cubiertos. Cuando ella salió del
tualé y se acercó a la mesa, él se levantó y le arrimó la silla. Y
después, al irse, la ayudó a ponerse el abrigo y el zorro, y en la calle
la tomó de un brazo porque la vereda estaba mojada y uno podía
resbalar.
Mildred entornó los párpados violáceos:
—¿Habías tomado mucho vino?
Apenas una copa. No habría sido prudente que Mildred supiera lo del
champagne. Porque el muchacho, cuando se enteró, a toda costa quiso que
festejaran el cumpleaños con una botella de champagne. Fue el momento en
que empezaron a tutearse. Después, durante el viaje de vuelta, se
comieron todos los bombones suizos, él cantaba “ya no sos mi Margarita,
ahora te llaman Margot”, y ella, con el sombrero sobre las rodillas, el
zorro medio caído y un pie fuera del zapato, cabeceaba un poco y se reía
como en sueños.
Mildred paseó su mirada azul por las otras mesas:
—Dios quiera que ningún conocido te haya visto en ese lugar comiendo en semejante compañía.
Miss Maggie empezó a decir que sentía mucho lo que había ocurrido y que estaba desolada pero Mildred la interrumpió:
—No lo lamentes, dear. Por lo que veo pasaste un cumpleaños muy feliz.
Miss Maggie se mantuvo callada, mientras alisaba el mantel con la palma
de la mano. Parecía recordar algo, algo muy placentero. Mildred no sabía
qué. Y hasta dio la impresión que iba a seguir contando lo que le había
sucedido la noche anterior. Pero sólo ladeó la cabeza y sonrió, y
entonces Mildred dijo que ya era hora de levantar campamento.
Por nada del mundo miss Maggie revelaría cómo había culminado su fiesta
de cumpleaños. Cuando el taxi se detuvo delante del edificio de la calle
Reconquista, ella le tendió una mano: "Gracias, Daniel. Gracias por
todo". Él muy serio o muy triste, mirándola de frente, dijo: "Te
acompaño hasta la puerta". Descendieron del taxi y miss Maggie, mientras
trataba de introducir la llave en la cerradura, susurró: “Adiós, my boy”
Él dijo: "¿No me invitarías con un café?". Ella abrió la puerta: "No
tengo café. Tengo té, un buen té inglés". "Sí", dijo él, "un té bien
caliente".
Entraron en el edificio que, a esas horas, estaba dormido. Oh. tan
dormido como los Buchanan, y mister Forbes, y los profesores y las
alumnas del Instituto, y la reina madre de Inglaterra, y la mismísima
mistress Euphemia Gowens Sills que en paz descanse en su paraíso
presbiteriano con la peluca puesta y los anteojos sobre la nariz.
En El amor es un pájaro rebelde
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