LOS PARÁSITOS DE LA FILOSOFÍA, por Arthur Schopenhauer
“La filosofía, como tal, no reconoce ningún fin distinto a la verdad. El sublime fin de la verdadera filosofía es la satisfacción de esa noble necesidad que he llamado necesidad metafísica, una necesidad que siempre siente la humanidad íntima y vivamente en todas las épocas. Por otra parte, en caso de que llegara un honrado Juan del desierto, libre de toda maldad, dedicado con todo su corazón y con todo rigor a la búsqueda de la verdad, en caso de que nos ofreciese ahora los frutos de tal búsqueda, ¡qué recibimiento podría esperar de esos negociantes de cátedras sometidos a los intereses del Estado!”
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Que la filosofía se enseñe en las universidades, sin duda, es provechoso para ella por varias razones. Adquiere así una existencia pública, pero lo que se gana, sobre todo, es que algún joven de mente despejada se familiarice con ella y despierte a su estudio. Al mismo tiempo, tiene que admitirse que quien está capacitado para ella, y por lo mismo necesitado de ella, aprendería también por otros caminos a tomar contacto con la filosofía y a conocerla.
LO QUE UNO AMA SE ENCUENTRA FÁCILMENTE
Porque lo que uno ama, aquello para lo que ha nacido, se encuentra fácilmente: las almas emparentadas se saludan incluso desde lejos. A una persona tal, todo libro de un auténtico filósofo que caiga en sus manos le estimulará de forma más poderosa y eficaz que cualquier lección de un catedrático de filosofía, como se acostumbra a impartir hoy. También debiera en los centros de enseñanza media leerse atentamente a Platón, ya que es el medio de estimulación más efectivo del espíritu filosófico.
Pero, en general me he ido haciendo poco a poco de la opinión de que las citadas ventajas de la filosofía académica quedan superadas por el perjuicio que la filosofía como profesión causa a la filosofía como libre investigación de la verdad, por el daño que la filosofía por encargo del poder político depara a la filosofía por encargo de la naturaleza y la humanidad.
Nos explicamos entonces aquella ingenua declaración de un profesor de filosofía de gran reputación, que ya cité en mi crítica de la filosofía kantiana del año 1840: “Si una filosofía negase las ideas fundamentales del Cristianismo, se nos revelaría falsa o, en el caso de que fuera verdera, inutilizable”. Podemos ver que en la filosofía de universidad la verdad ocupa tan sólo un lugar secundario y que, si así se lo exigen, ha de abandonarlo y cedérselo a cualquier otra instancia. Esto es lo que distingue, en las universidades, a la filosofía de todas las otras ciencias que también cuentan con cátedras.
En consecuencia, sólo podrá enseñarse en las universidades una filosofía, en tanto la Iglesia exista: aquella que, concebida con un absoluto respeto hacia la religión nacional, discurre en lo esencial de manera paralela a ésta. Pero, si alguien quiere hacer algo más, o bien se perderá en divagaciones sobre materias próximas, o bien se refugiará en toda clase de inocentes bufonadas, como, por ejemplo, complicados cálculos analíticos sobre el equilibrio de las representaciones en la mente humana, y otras bobadas por el estilo.
Los filósofos de universidad, con todo, viéndose limitados hasta este extremo, están contentos con la situación. Porque lo que en realidad les importa no es sino conseguir con honor unos honrados ingresos para sí mismos, sus mujeres y sus niños, e incluso disfrutar de una cierta consideración por parte de la gente.
Por el contrario, la naturaleza profundamente agitada de un verdadero filósofo, todo cuyo supremo interés está puesto en la búsqueda de la clave de nuestra existencia, que es tan enigmática como penosa, pertenece para ellos a los personajes de la mitología; cuando no les parece como si estuviera poseído de monomanía, en el caso de que se percataran de su existencia.
LA FILOSOFÍA SE OCUPA SÓLO DE LO QUE SE PUEDE SABER
Que con la filosofía sea posible un afán tan sincero y tan fuerte, es algo que quien menos lo puede soñar es un profesor; del mismo modo que el menos creyente de todos los cristianos suele ser el papa. Por eso es muy raro que un auténtico filósofo haya sido también profesor de filosofía (yo he buscado la verdad y no una cátedra).
Hay también algunos que funden la filosofía y la religión hasta convertirlas en una especie de centauro, al que dan el nombre de filosofía de la religión, dedicándose luego a enseñar que la filosofía y la religión son en sentido estricto la misma cosa. Sin embargo, esta proposición sólo parece verdadera en el sentido en que Francisco I, refiriéndose a Carlos V, parece haber dicho con mucha condescendencia: “Lo que mi hermano Carlos quiere, eso es lo que quiero yo también” -a saber, Milán-. Hay otros que no se toman tantas molestias, sino que hablan abiertamente de una filosofía cristiana -lo cual resulta más o menos como si se hablase de una aritmética cristiana, sin la menor exigencia-.
Además, hasta los epítetos tomados de las doctrinas de la fe son para la filosofía absolutamente indecentes. En cuanto ciencia, no tiene en absoluto nada que ver con lo que puede, o debe, o tiene que ser creído, sino tan sólo con lo que se puede saber. Y, en caso de que esto tuviera que distinguirse por completo de aquello que se tiene que creer, la fe no resultaría por ello perjudicada: porque para eso existe la fe, para dar cabida a lo que no se puede saber. Si esto se pudiera, además, conocer, entonces la fe existiría en vano, e incluso sería digna de risa; algo parecido a establecer una doctrina de la fe sobre los objetos de la matemática.
Pero si se tiene la convicción de que la verdad toda y entera se halla contenida y formulada en la religión nacional, entonces uno debe mantenerse en ella, renunciando a todo filosofar. Pero que no se quiera aparentar lo que no se es. Entretanto, esa filosofía de la religión, que antes llamé centauro, constituye un artículo capital de los filósofos de universidad, este corral de ovejas filosófico.
Entretanto, la justicia exige que se examine la filosofía de universidad no meramente desde el punto de vista de su finalidad presunta, como sucede, sino también desde el del verdadero y propio objetivo de la misma. Éste se reduce a que los licenciados en Derecho, los abogados, médicos, candidatos y enseñantes, acojan hasta en lo más profundo de sus convicciones la orientación que está en total conformidad con los designios que el Estado y su gobierno albergan para con ellos.
Contra esto no tengo nada que objetar y, por tanto, aquí me doy por satisfecho. Porque no me tengo por competente para juzgar de la necesidad o superfluidad de semejante instrumento de Estado. Lo dejo al buen criterio de quienes tienen la difícil tarea de gobernar a los hombres, es decir, de mantener la ley, el orden, la paz, y la alegría en una especie numerosísima que en su mayor parte está formada por seres infinitamente egoístas, injustos, irracionales, traidores, envidiosos, malvados, limitados y testarudos, y de defender a los pocos que tienen algún patrimonio del sinnúmero que nada posee a no ser las fuerzas de su cuerpo. Es una tarea tan difícil que verdaderamente no me atrevo a discutir sobre los medios que aquí habría que disponer. Pues “cada mañana doy gracias a Dios por no tener necesidad de cuidar del imperio de Roma” ha sido siempre mi lema. (más…)
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