Con frecuencia, la discusión sobre las salidas a la crisis viene condicionada por el significado previo que se le atribuye a ciertos actos. Que un acontecimiento sea presentado como “natural” o “patológico”, “razonable” o “inaceptable” incide claramente en las alternativas capaces de hacerse un lugar en la agenda política y social. Dos hechos ocurridos recientemente ilustran bien este fenómeno. Por un lado, la insistencia de la patronal CEOE en reformar el mercado laboral para obtener un despido más barato, y por otro, la aprobación en el Congreso del proyecto de ley sobre el “desahucio express”, que pretende agilizar los desalojos en materia de arrendamientos urbanos.
En un libro reciente –El despido o la violencia del poder privado–, los juristas Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey constatan cómo bajo la lente neoliberal el despido aparece como un acto banal, un simple ajuste técnico al que el empresario puede recurrir legítimamente para no disminuir sus beneficios. Desde esta óptica, los trabajadores son percibidos como un instrumento para que la empresa obtenga beneficios. No son ciudadanos con derechos y con un proyecto vital dentro y fuera del espacio laboral, sino burda energía productiva puesta a disposición de la libertad de empresa. Frente a este tipo de lecturas, los autores proponen partir de un presupuesto diferente: contemplar el despido como un acto de fuerza; como un ejercicio de violencia por parte del empresariado que, en un contexto como el actual, supone privar a millones de personas de derechos básicos de integración y participación en la vida familiar, social, económica y cultural.
En buena medida, este análisis podría extenderse también a la figura de los desalojos. A menudo estos son vistos como el producto natural de una ruptura contractual entre iguales. La existencia de miles de personas endeudadas que no pueden pagar una hipoteca o de inquilinos que no pueden afrontar el alquiler son un obstáculo para la maximización de las rentas por parte de inmobiliarias, grandes propietarios de vivienda o entidades financieras. Al igual que el trabajador que aspira a hacer valer sus intereses en el mercado laboral, el endeudado o el inquilino que pretenden esgrimir su derecho a una vivienda segura son estigmatizados como un factor de inaceptable rigidez en el mercado inmobiliario. En el fondo, serían los culpables de que no haya empleo y vivienda para todos. Por eso, cuando el Gobierno impulsa un proyecto que agiliza los desahucios, o cuando los lobbies ligados a la patronal piden que se abarate el despido, el imaginario que se evoca es semejante: de un lado, empresarios, promotores, inmobiliarias y bancos a los que, como propietarios o creadores de riqueza, se debe estimular; de otro, trabajadores, pequeños deudores e inquilinos que deberían aceptar la flexibilización, por el bien de todos.
A pesar de su carácter supuestamente aséptico, este punto de vista oculta que un desalojo puede ser un acto tan violento como un despido. Una persona que pierde la casa, y que posiblemente ha perdido su empleo, se ve bruscamente arrojada a un escenario de precariedad donde todas sus expectativas vitales se tornan inciertas. Desde su integridad física y moral hasta su vida privada y familiar. Una situación que, lejos de ser la simple ejecución de un contrato entre iguales, esconde con frecuencia actos de prepotencia, no de pequeños propietarios, sino de influyentes poderes privados.
Como bien apuntan Baylos y Pérez Rey, es violencia del poder privado que empresas que han obtenido cuantiosos beneficios abran expedientes de regulación de empleo con el propósito de que sus acciones coticen al alza. Es violencia del poder privado que los propietarios de pisos con inquilinos mayores de edad y con renta antigua utilicen el mobbing o acoso inmobiliario para hacerse con rentas especulativas. Y es violencia del poder privado que bancos y cajas que pactaron cláusulas abusivas con miles de familias pretendan apurar las ejecuciones hipotecarias o seguir cobrando deudas fraudulentas, incluso cuando han recibido ayudas públicas sufragadas por toda la ciudadanía.
Lo que ocurre es que, mientras este tipo de actuaciones sean institucionalmente vistas como legítimos emprendimientos particulares y no como ejercicios antisociales de la libertad de empresa o de la propiedad privada, las alternativas “sensatas” a la crisis quedarán reducidas a un estrecho elenco de medidas. Ayudas, estímulos y garantías para los más fuertes y recortes de derechos o prestaciones a los colectivos en mayor situación de vulnerabilidad. Por el contrario, si se hiciera visible la trama de arbitrariedad privada que hay detrás de los miles de despidos y desalojos que la crisis está instigando, sería más fácil defender la razonabilidad de otras salidas. Así, por ejemplo, de una distribución de recursos que en lugar de ir de los bolsillos de la ciudadanía a los responsables de la crisis se dirigiera a satisfacer derechos sociales largamente postergados. Desde una reducción de la jornada laboral que permitiera, trabajando menos, trabajar a todas y todos, hasta la introducción de una renta básica de ciudadanía tan universal como el derecho a la salud y la educación, o la utilización de las viviendas hoy infrautilizadas para impulsar un parque público de alquiler.
Si el origen de los grandes beneficios y de las rentas especulativas de los últimos años tiene mucho de ilegítimo, ¿cómo no aceptar su incisiva penalización por vía fiscal? ¿Y cómo no rechazar, por el contrario, unos despidos y unos desalojos que, en muchos casos, parecen premiar a quienes han actuado en contra del interés general?
Gerardo Pisarello y Jaume Asens son Miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.
http://blogs.publico.es/dominiopublico/1418/la-violencia-del-poder-privado/
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